31 de julio de 2009

Cuento: View-master de una vida con la redonda


En una final de fútbol, la efervescencia emocional que causa el partido tiene un efecto físico en que los cuerpos se tensan, se estiran al máximo y eso que les da una dureza increíble, también los vuelve más frágiles a violentos golpes. Una patada, un codazo, un cabezazo de una final es peor que ser noqueado por un púgil experto. Porque acá uno no está listo para recibirlos. Y en mi caso como arquero, el único objetivo es atrapar el balón protegiéndome de la maraña de brazos, piernas y escupitajos, todos dirigidos hacia donde también voy yo, y que la mayoría de veces alcanzo primero. Esta vez no fue la excepción sólo que en el mismo instante sentí unos botines impactar mi cabeza.

Sé que estoy en una final, sé que de mi depende mantener este uno a cero que logramos con un favor del árbitro (pitó un penal que yo desde el otro extremo claramente pude ver que no fue así). Pero las honestidades a la mierda, lo que importa es ganar; porque no gano sólo por gloria propia sino también porque quiero ver feliz a ese grupo de histéricos fanáticos que darían la vida por este equipo que estoy defendiendo. Ahí me siento como un Niño Jesús que da el mejor regalo que a cualquier hombre se le puede dar. Porque el ser campeón los disfrutas por todo un año y el resto de personas que no comparten tu emoción respiran envidia cada vez que te ven. Así recuerdo la primera vez que me hice hincha de aquel equipo, que después de estar perdiendo dos a cero, pudieron remontar el marcador en quince minutos, y terminar cuatro a dos. Con una fantástica actuación del número diez que además de hacer un gol de tiro libre, iniciando la remontada, después dio un pase en callejón para que el delantero, aquel negro que se lo veía aún más oscuro con esa camiseta amarilla, con una fuerza que pudo verse en sus ojos, casi desorbitados, le rompió las manos al pobre arquero que empezaba a ver que lo peor aún no había venido. La cosa se definió en los cuatro últimos minutos. Primero gracias a la confusión impuesta por la avalancha amarilla que con una fuerza impetuosa avanzaba hacia el área de los asustados rivales, en una serie de tiros que pegaban en los inoportunos defensas, pero para nuestra suerte, un remate golpeó en el muslo de uno de los delanteros que habían bajado a ayudar a su zaga y descolocó totalmente al arquero (mientras él se dirigía a la izquierda donde al principio parecía el destino de la bola, luego esta fue a la derecha y se depositó mansamente en la mallas con un toque de comicidad). Y el cuarto gol fue casi lo mismo, todos los hinchas empujamos aquella bola, porque se suponía era un centro pero agarró un chanfle, como si tuviera voluntad y quisiera que nos postremos a sus pies, que descolocó al arquero y pegó en el palo, la bola rebotó saliendo de las 18 yardas y apareció el lateral izquierdo, que no había hecho un gol en toda la temporada, nueve meses de esterilidad, y le pegó un balazo imposible de ver sin la ayuda de la cámara lenta (esa que al fútbol lo hace ver como ballet), casi doscientos kilómetros por hora.

Pero: ¿Por qué recuerdo estas cosas si estoy en una final y estoy a un paso de lograr algo que pocos han podido hacer? Recuerdo el golpe y me doy cuenta de que no tengo control de mi cuerpo. Quiero levantar las manos y no puedo, tampoco puedo abrir los ojos. Acá me siento tan bien porque seguramente afuera me costará respirar. Todo me cuesta afuera a excepción de tapar disparos. Aquella masa que es mi cuerpo debe haber colapsado por minutos. Pero mi espíritu sigue intacto, mantiene esos inmensos deseos de ganar. Esos deseos de ganar y jugar fútbol que tengo desde que convencí a mi abuela para que me haga amigo de los vecinos. A los ocho años, en la escuela podíamos jugar, pero teníamos una profesora que odiaba que lleguemos sudados, con aroma a victoria y derrota, del recreo y por lo tanto jugábamos a escondidas, con pelotas hechas de montones de hojas arrancadas de cuadernos. Ahí se iban como en un barco de papel, a merced de un lago con un inclemente remolino en la mitad, nuestros deberes, lo que habíamos hecho durante la noche, porque el fútbol era más importante que unas operaciones matemáticas y el concepto de sujeto y predicado.

Ellos, los vecinos, hicieron la cosa más por quedar bien con mi abuela y con sus madres que por integrarme, porque seguramente en mí no vieron nada interesante así como yo no veía nada interesante en ellos. Todos eran mayores y se notaba en sus físicos. Yo era un alfeñique, alguien para aplastar, un nuevo muñeco de plastilina con quien jugar hasta que se parta. Me mandaron al arco, la posición que el resto de jugadores odiaban. Nadie quiere ir allá a aguantar pelotazos. Nadie se toma la molestia de vestirse, pedirle a su vieja que le compre zapatos, tan sólo para ir y quedarse quieto hasta que el equipo contrario avance y haya algo de acción, de revolcones. Y a nadie le gusta ser culpable, que el resto se le cargue y lo insulten. Ser arquero es lo más parecido a los dementes que quieren ser árbitros. Ser arquero es un buen placebo para un suicida, un kamikaze, alguien con complejo de mártir. Pero al final me acomodé en el arco, porque era una soledad que me gustaba. En los ratos que los contrarios no atacaban trataba de dejar mi preocupación a un lado y ahí entendía las cosas que realmente eran importantes (si es que existía algo importante a los ochos años). Era un momento crucial, lleno de presiones ante la necesidad de ser preciso, pero donde mi mente se despejaba, me sentía en paz. Era tan linda la perspectiva desde ahí, como la cima de un monte sagrado que su vista te llena de sabiduría. Y en los momentos de ataque, cuando yo era el único autorizado para ordenar, putear y sacudir con mis palabras a los defensas y a cualquier solidario que bajaba hasta allá, también sentía que formaba parte de algo, que todos trabajábamos en conjunto por la victoria. Así era el arco una especie de lugar de disfrute que descubrí, además me sentía único, pues puede que otros lo crean como el lugar para los rechazados dentro del campo de juego, pero ahí yo sabía que era el único que tenía las agallas para estar en ese puesto. Y resulté bueno, porque no tapaba en esos arcos hechos de piedra donde sólo puedes marcar goles a ras de piso, acá utilizábamos la pared del vecino que la veía tan alta en ese entonces que mi mayor preocupación eran aquellos tiros desde fuera del área y la humillación (con las posteriores risas en todos los decibeles) de los sombreritos. En esa blanca pared llena de lunares de tierra con forma de balones (Mikasa, Nike, Penalty y otros que eran los constantes regalos de navidad que nos daban), aprendí a lanzarme lo más posible, aprendí a que las manos no me dolieran aunque fueran tiros realizados por personas que ya habían empezado a descubrir la pornografía y detenían el juego callejero cada vez que una mujer en diminutas ropas, a causa del calor vespertino, pasaba por el lugar. Sabía que sus disparos eran cada vez más fuertes por impotencia, porque los delanteros o cualquiera que subiera debían hacer un esfuerzo mayor para vulnerarme, y cuando llegaban hasta la puerta del área muchas veces su mayor deseo no era marcar el gol, sino derribarme y si era posible quebrarme ante la insolencia de mi parte. Lo hacían por angustia, por rabia por no poder concretar las cosas. Así llegué a ser cotizado por los equipos. A veces era el primero en ser elegido, porque era el único arquero seguro del sector, y el resto no se ubicaban en la cancha, solo querían hacer goles, ser los ídolos del barrio, que su leyenda se mantenga en los alrededores de ese parqueadero que utilizábamos como cancha.

2.

En la escuela el fútbol era otra cosa, porque nuestras profesoras pitaban los partidos, se inventaban reglas estúpidas que no nos dejaban jugar como lo visto en los estadios, como los que queríamos ser. Por eso para el colegio pedí que me cambien. Y así pasó. En el nuevo colegio éramos novatos, las mujeres eran más altas que nosotros y a la mayoría de los que conocí ahí fue en la cancha de fútbol, el lugar más rápido para hacer nuevos amigos. Primero las ganas de jugar y después el cómo te llamas. Inmediatamente me hice del arco. Lo más probable es que nadie más lo querría, pero previniendo ya había llevado unos guantes para asegurarme del puesto. Enseguida surgió rivalidad con el otro paralelo. Rivalidad obviamente creada por los partidos de fútbol. Ambos cursos esperamos las olimpiadas. Nosotros nos habíamos preparados en todos los frentes, la alineación ya estaba hechas desde meses atrás y en cada clase de educación física jorobábamos al profesor para que nos permita jugar. Igual a la hora de salida, cuando tocaba aquel timbre nos dirigíamos a la canchita de tierra, con el uniforme de diario y la mochila para sentir vida un rato más antes de volver a casa. En las olimpiadas les metimos tres a cero. Qué equipazo que teníamos. El capitán Córdoba y el número ocho de apellido Díaz eran las estrellas. El uno armador y el otro el puntero. El resto se completaba con Vasconcellos, Guzmán y Da Silva en la defensa; los dos últimos los más altos de la clase y Vasconcellos le daba una buena comba a los tiros libres (con sus pies pequeños, el mismo don en el fútbol, tal vez no en la cama, que confesó Chilavert) así que lo pusimos ahí. El trabajo sucio estaba a cargo de Erazo, un tanquecito que en estos días es un adulto con aspecto de manatí que eructa todo el día un aroma a cerveza y a cigarrillo (que ha vuelto su voz semejante a la de un viejo con cáncer de garganta); por la izquierda iba Moreira, quien llego un día al colegio a medio año y al siguiente ya no apareció más, y Córdoba completaba el mediocampo (era el guapo en el trato al balón, a veces ni se despeinaba, como un James Bond que se mantenía pulcro ante las amenazas de los rivales). Arriba iba solo Díaz, bajito y escurridizo (sabíamos que nunca iba a hacer un gol de cabeza pero a los doce años nadie hace un gol de cabeza). Todos nos llamábamos según el apellido, nunca supe el porqué y ahora eso me parece una reverenda idiotez porque al final éramos amigos y no se trataba de un batallón militar. Y con la victoria contra el otro curso creíamos que ya habíamos cumplido nuestra parte: demostrar cual de los dos era el mejor, porque sabíamos que difícilmente podíamos optar por el campeonato. Esa creencia se vio una semana después cuando perdimos cinco a cero contra tercer curso. No era la primera vez que me habían metido cinco goles en un partido pero la rabia, la humillación, las ganas de que todo se repitiera o de que todo se borrara fue un monstruoso acompañante durante la estancia en el colegio hasta el siguiente año. Cada vez que veía a uno de los autores de los goles que me metieron sentía vergüenza, quería meterme en otro lugar, quería cambiarme de colegio; por lo que, entre todos, juramos no cambiarnos de colegio para el próximo año ser campeones. A esa final del año siguiente llegamos con las justas, porque no éramos la máquina invencible que creímos ser. Díaz se había ido, Vasconcellos también y no llegó nadie a reemplazarlos. Cuatro victorias, dos empates y una derrota. Por gol diferencia jugamos contra el paralelo B que el año pasado le habíamos ganado cómodamente. Ahora ellos estaban muy favorecidos con la llegada de un nuevo alumno de apellido Salame. Era muy rápido y no tenía miedo de pegarle desde donde fuera. Por esas razones se había convertido en el goleador del torneo. Ahora los del B eran los vistosos en el juego, mientras que nosotros habíamos agarrado algo de maña, mística, todo sea para ganarle a los cursos superiores. En aquella final estaba muy nervioso, nunca me había sentido así. Sentía una presión muy intensa como si no tuviera más oportunidades.

Así que ahí estábamos con nuestros uniformes de la selección de Inglaterra y ellos con el del Peñarol de Uruguay. Desde el inicio del partido fui un espectador más de un cotejo que se jugaba veinte minutos en cada tiempo. Espectador porque no tuve mayor actividades que recoger pelotazos que se iban fuera de la cancha y yo los sacaba desde el arco, así hasta el minuto doce, más o menos, donde el jugador número diez del otro paralelo esquivo a Da Silva y sacó un disparo fuerte que pegó un pique en el piso de tierra y una piedra lo descolocó, exigiéndome utilizar la mano que en un principio no había estirado. Aquel partido fue como jugar en el desierto, un calor insoportable, con un sol totalmente celeste sin ninguna nube que asome, en una cancha de tierra (terreno baldío) con matitas de pasto que crecían irregularmente, con postes de caña guadua que ante cualquier remate potente en el horizontal se desbarataba. Diecisiete minutos y ese potente tiro sucedió en la final. Córdova pateó y la pelota se estrelló en el palo, este se cayó (literalmente) y finalmente la bola entró sin que se pueda ver enseguida debido a la polvareda armada como en una película del viejo oeste con blancos e indios en plena persecución. Queríamos que el partido se acabara ya y esas ansías nos perjudicaron porque retrocedíamos la bola, dábamos un sinnúmero repetitivo de toques que se habían vuelto monótonos y fáciles de adivinar. Por suerte los otros estaban aún temerosos, no se habían podido sincronizar y a más de uno le faltaba sed de gloria. Lastimosamente un contraataque que armamos, dejando a un defensa solo abajo, no terminó en gol y el arquero pudo agarrarla con las manos, sacar fuerte un balón al centro que debía ser interceptado por Da Silva que quedó como libero pero la bola le rebotó y no alcanzó a cabecear y otra vez el número diez contrario tuvo el balón, y ante mi salida dio un pase al número ocho que lo había acompañado y definió con el arco vacio. En ese instante ambos equipos nos dedicamos a cuidar el resultado. Entraron defensas por delanteros que no querían salir y mantuvimos a Guzmán, que había empezado a vomitar disimuladamente por la zona del córner, sólo para que patee un penal.

El primero lo pateó Córdoba, y Guerra, su arquero, se lanzó bastante bien para interceptarlo pero por suerte el tiro fue bastante esquinado y después de pegar en el palo izquierdo se metió en el arco. El capitán del otro paralelo fue a patear el primer penal de su equipo. Yo me había colocado bajo el horizontal y sentí que el sol me pegaba en la frente, se metía en mis ojos y vaciaba todos mis pensamientos como me pasaba cada vez que frente a mis ojos la maestra colocaba un examen en mi pupitre. El buzo también me daba un calor insoportable y sentía que en aquel minuto disminuí de peso con cada palpitación del corazón. Cuando vi que colocó la bola y se dirigió a patear, intuí que la iba a lanzar al lado derecho, para cruzármela, y así fue, por lo que me salí de la raya, corriendo como un héroe suicida que se lanza al ver una granada que pone en riesgo la vida del resto del pelotón, pero eso no importó, porque la violencia del tiro dobló mi mano haciendo inútil el esfuerzo, que visto desde afuera el histrionismo de la escena pudo haber provocado en más de un casual espectador una vergüenza ajena que les recordó sacrificios hechos años atrás pero que ahora tal vez no valen la pena, por bloquear aquel esférico que finalmente fue a parar a la calle por la falta de redes. Los segundos y terceros penales, para cada equipo, fueron anotados, hasta que en el cuarto penal, viendo la forma en que se colocó el pateador, pude taparlo quedándome quieto, porque sabía que iba a ir así, fuerte y al medio. Lo manoteé pero cuando tuvimos la oportunidad de definir el partido sin darle vueltas al asunto, en el instante que se presenta la primera oportunidad y que como un eclipse, que a esa edad uno cree que solo una vez podrá pasar un evento así, Erazo sintió toda la presión en sus piernas y por tratar de asegurarla fuerte y a una esquina, la botó hacia los espesos matorrales, cerca de donde habíamos detectado un fuerte hedor que finalmente resultó en el cadáver descompuesto de un perro color negro con manchas amarillas en la cara y gusanos blanquinosos que desesperadamente se movían dentro y fuera del estómago perforado del animal, como señal de una histeria ante semejante banquete, lo que provocó un lapsus de demora hasta que la bola sea encontrada que apareció blanca como una perla, brillante por los rayos de sol y con la marca ya desgastada por la tinta de tanto maltrato que se le dio. Ahora toda la presión estaba sobre mis hombros y el dirigente de mi equipo, aquel tipejo que nunca nos hizo entrenar, que odiaba el deporte, pero ahora se sentía parte del triunfo, un papa pitufo: trató de darme palabras de aliento que no escuché, mis oídos eran una radio que no recibía aquel tipo de hipócrita recepción. No recuerdo quién pateó el penal, sólo recuerdo que estaba más nervioso que yo y lo lanzó abajo a la derecha, a la esquina donde se me hace más cómodo lanzarme y alcancé a tocar el esférico, como un meteorito que es desviado a centímetros de la tierra en el último minuto, y ese pequeño roce fue suficiente y ahora éramos campeones. Lo gritamos, lo saboreamos, no paramos de cantar todo el día y a la mañana siguiente fuimos con aquella camiseta de la que no nos queríamos separar, sin importar que no nos dejaran entrar en la puerta del colegio. La alegría era así y la disfrutamos por todo el año. Un presagio de que el siguiente no sería igual.

3.

Varios se habían ido y varios habían llegado. Todo el trabajo anterior ahora no servía, había que comenzar de nuevo y empezar a practicar. Pero las mujeres habían pasado a ser una prioridad más que el fútbol. Ahora además de la gloria queríamos impresionarlas y por eso queríamos llegar a la final, pero confiando en nuestras habilidades individuales sin pensar en equipo. No entrenamos, pero llegamos a la final que perdimos uno a cero. Un gol de sombrerito donde tuve mucho de responsabilidad. En el barrio había dejado de jugar también y mis reflejos ya no eran los mismos. Lo lamentamos pero no hubo muchos sufrimientos ni sollozos y la cosa pasó tranquila. En navidad no pedíamos más balones, sino discos de música, ropa, juegos de video. La despedida del fútbol fue como una muerte ya anunciada a la que le habían borrado todas las perturbaciones anexas al duelo de rigor. La separación no tuvo traumas. El deseo de ganar ya no estaba anclado en nosotros. Hice mi último intento, el mismo año, metiéndome a la selección de fútbol del colegio pero fue una gran decepción porque aquel entrenador tenía sus favoritos y había armado una mafia donde además de sus titulares, el resto que entrenábamos ahí servía como prueba de lujo. Los muchachos que no tenían nada que hacer en casa, y jugaban y sudaban un rato, los que tenían números del 12 al 25, porque los favoritos uno los reconocía por el número que usaban en la espalda. Debo reconocer que algunos tenían mucha habilidad y técnica, pero muchos tampoco iban a entrenar e igual jugaban de titulares. Así con ese solapamiento, con esas desventajas naturales que había recibido y que ningún esfuerzo o disciplina cambiarían, empecé a alejarme del deporte. El resto de las olimpiadas anuales estaban sólo para pasar el rato y para salir de aquella dieta de fútbol que me había impuesto involuntariamente. No era gula porque lo disfrutaba mucho pero el romance ya se había ido. Vagamente recuerdo una semifinal en el quinto curso, un año antes de graduarnos que pudo resultar épica porque estando dos a cero abajo empatamos al curso favorito, pero al final un gol de último minuto nos impidió el pase a la final. Así era mi relación ahora con la razón de mi felicidad en años atrás, como si una grieta de abismo infinito sin eco nos hubiera separado y cada uno haya seguido el camino opuesto para no vernos más, con el fútbol hasta que un día, en un viaje familiar visitamos la ciudad de Rosario en Argentina. Yo me había separado de mi familia que fue a visitar el monumento a la Bandera con su perfección de concreto, su solemnidad patriotera, su alta columna, el Paraná que atrás se lo puede ver celestialmente limpio y sus islas como impresionistas óleos verdes. Yo fui al Gigante de Arroyito y después de caminar las ramblas, viendo como chicos en sus bicicletas de panadero, en pandilla les robaban los bolsos a mujeres que caminaban descuidadas por las abandonadas vías del tren que ahora están debajo de casas, de canchas y matorrales sin dueños ni visitas. Y al llegar ahí al estadio, además de ver el gran edificio pintado de amarillo y azul, me llamó la atención un chico de mi edad, que caminaba por el estadio junto a un amigo. Cantaba muchas canciones a favor de Rosario Central; hurgaba por las rejillas que permitían ver la cancha; se saludaba con los vecinos que vivían en las casas pintadas, del color del equipo de sus amores, cercanas al estadio; hablaba un rato, preguntando por famosos y desconocidos que por igual pertenecen al club del Arroyito, con las pintores que se encontraban refaccionando un letrero de una caricatura inspirada en un boceto del Negro Fontanarrosa; en la esquina Olmedo se persignó y en el Arroyito comenzó a corear alineaciones, a cambiarlas rápidamente en su mente como una partida de ajedrez, como un accionista o un vendedor de bolsa de valores que histéricamente realiza su trabajo en voz alta; y al ver una camioneta pintada con el amarillo y azul, y una bandera que soberanamente flameaba, comenzó a cantar: “Yo no abandono por que no soy del laguito/, yo soy guerrero y del barrio de Arroyito!/ no caben dudas que Rosario es de Central/ vení al gigante te lo vamo a demostrar...

Lo que vi aquel día fue la demostración más grande de amor que había presenciado, porque seguramente ese chico se probó en el equipo, fue rechazado, pero sigue siendo hincha de él, sin esperar nada a cambio por muchos días del año, únicamente la esperanza que uno de esos días le dé una de esas grandes alegrías que sirven como faros para iluminar el camino dentro de un túnel que puede demorar años en llegar hasta el otro extremo. Por ese evento volví al fútbol, por ver como los ojos le brillaban al sólo pasar, sentir que formaba parte de algo, que el club era más que una familia, era la razón de existir, antes de graduarme me fui a probar al equipo de mis amores, y después de siete meses, después de ser rechazado tres veces, pude entrar con las completas. Mi sueldo fue bajo y varias veces tuve que hacer sacrificios para ser el mejor. Pero ese recuerdo me lleva ahora aquí, hasta final, la antesala de la gloria, pero de la cual estoy en buena medida ausente, y de la que daría cualquier cosa por no salir de ella, porque estoy dispuesto a morir aquí. Si yo hiciera la película de mi vida, en el epílogo, en un atardecer como este, ante la banda sonora que son los cánticos de la hinchada, podría mi cuerpo dejar de existir sabiendo que he sido parte de la gloria que estamos a punto de conseguir. Por eso cuando escucho en los altavoces el cambio y los sollozos de varios de mis compañeros y los murmullos consternados de los médicos, alcanzó a levantar los ojos y al ver al joven arquero que está entrando mientras yo salgo, sólo puedo decirle que no la arruine y que disfrute de este título y de mi puesto, porque yo ya lo he dejado todo acá y de ahora en adelante nada tendrá más sentido que esto. Mejor me dejo llevar por aquella paz que me llama mientras en los últimos segundos de mi vida me imagino como será la celebración del campeonato y me siento en primera fila ante los recuerdos que como una película al revés se van presentando sin sonido alguno, y que tienen como un único denominador común un balón.

28 de julio de 2009

Esa señora de queso y sus lunáticos seguidores

Tal vez porque mis pensamientos estaban en la luna pasé por alto los cuarenta años, dos lunes ya, del día en que el hombre pisó la luna. Fecha en que se dijeron aquellas prefabricadas palabras, dignas de un guión altamente elaborado (con la pendenciera envidia entre los compañeros del Apolo 11 para ver quién las pronunciaba y dejaba marcadas primero las huellas en un sitio nunca antes pisado). Aunque la verdad es que después de dejar mi luna de infancia y descubrir que lo único para ver ahí, a millones de kilómetros, son rocas de todos los tamaños en un desierto satelital, mis pensamientos se negaron a mudarse y continúan estando en aquella luna con apariencia, aroma y sabor a queso, de una austera sonrisa, gesticulaciones que demuestran fastidio y una molestia perpetua (Galileo fue el primero que la desnudó y mostró su estéril rostro), del video de los Smahing Pumpkins, en una época, como la década pasada, cuando todavía valía la pena ver MTV (y que años atrás mostraba al mundo a un Michael Jackson, con rasgos femeninos pero aún con la piel chocolate, caminar hacia atrás, desplegando con gracia sus pies interpretando el moonwalk), donde Billy Corgan con su (falta de) peinado a lo Lex Luthor cantaba: “Believe that life can change/That youre not stuck in vain“ de "Tonight, Tonight”; la misma luna que años después, en una clase de apreciación cinematográfica, supe que era un homenaje a “Le voyage dans la lune” de George Mélies, corto cinematográfico de 1902 que a su vez está inspirado en la novela del enamorado del espacio y los viajes fantásticos, Julio Verne, “De la tierra a la luna”. Poco más de ocho minutos rodados a la velocidad que el camarógrafo gira la manivela sin que se canse hasta la próxima escena, y que apuradamente empieza con las felicitaciones a avejentados científicos, la posterior despedida a los afortunados que en un cohete se embarcan en el tour espacial y el estrellón contra la luna que los trata hostilmente, en un principio, pero no esconde sus enigmáticos misterios, con un reino de lunáticos incluido de los que deben escapar los centenarios astronautas para volver a la tierra y ser recibidos con todos los honores.


De inspiración para otros literatos, además del padre del capitán Nemo, como al barón de Münchhausen, Rudolf Erich Raspe, Cyrano de Bergerac, Hans Christian Andersen y a García Lorca con su “Romance de luna” sirvió también el satélite que gira alrededor de la tierra. Los hipnotizó y se dejó utilizar como musa, y no sólo en la literatura como cuenta la leyenda que una noche mientras Beethoven caminaba por un barrio pobre de Bon, y al escuchar que en una de las casas se tocaba música clásica, el maestro descubrió con agradable sorpresa que la pianista era una niña ciega, quien le preguntó a Beethoven si a través de la música le podía mostrar cómo es la luna. Creando así, cuenta la leyenda, la genial “Sonata de claro de luna”. Esa misma luna que, ahora más erótica, enciende al hombre lobo y psicodélica empujó a Pink Floyd a crear “The dark side of the moon”; mientras su real apariencia es la del monolito de Kubrick en Odisea 2001 y que para los enamorados, como George Baley (en “Qué bello es vivir”), es un regalo para las mujeres.

Pero a quienes no inspiró, la luna, fue a los mayores diarios del país, que además de publicar noticias de la Agencia EFE, Reuters u otras con nombres que suponen seriedad, imparcialidad y confiabilidad, no hicieron mayores esfuerzos, traducidos en especiales llenos de letras e imágenes, que no solo recojan fechas históricas o generalidades (como es la costumbre de los diarios del país), que le hagan homenaje a un satélite que con su verdadero rostro pone a volar (pero que el acto de haber llegado, así muchos aún digan que no, es mayor fuente de inspiración). Lo mismo pasa cuando mueren actores, músicos o ante sucesos que tal vez nunca vuelvan a suceder. Por eso me da envidia leer el diario Página 12, donde, en su sección Radar, varios de sus columnistas le escriben con libertad de estilos a la luna (antes a Michael Jackson y antes a Piazzolla). Esa luna, que como diría Rodrigo Fresán, también se encarga de las mareas, cambios de humor y extrañas menstruaciones.

P.S. Especial Moonwalkers del Página 12 en: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-5431-2009-07-22.html





25 de julio de 2009

Más ciudad (pero en serio más ciudad)

En Gran Bretaña, el termino “guerrilla” tiene otra connotación a la que usualmente estamos acostumbrados por estas latitudes. Richard Reynolds es un guerrillero que anda todos las noches en su camioneta, pero en lugar de realizar secuestros y entrenarse militarmente, él se dedica a plantar clandestinamente, junto a un grupo de amigos activistas, plantas y árboles que adornen las grises y estériles aceras, rotondas y esquinas descuidadas, en los diferentes barrios, de Londres. Reynolds también ha publicado un libro sobre estos movimientos (además de un blog), vagamente políticos, de hacer crecer plantas donde no deben, que van desde los invasores de predios en Honduras hasta artistas y estudiantes residentes en New York en los años 60´s (que durante la crisis económica, ante la cantidad de terrenos baldíos, se dedicaron a crear jardines en estos espacios), pasando por las experiencias imitadas en otras ciudades como Ámsterdam, Turín y Tokio, adaptando tácticas guerrilleras ideadas por el Che Guevara y por Mao (en jardinería estas estrategias de guerra suenan mucho más románticas) para lo que se ha definido cómo: “el cultivo de tierra de otros sin contar con el permiso”.

Ya que estamos en fiestas julianas (474 años de la Fundación de Guayaquil), además de la evidente escasez de espacios verdes en la ciudad (de existir seguramente no podríamos pisar el césped, y mucho menos pasear al perro o andar jugando fútbol), en medio del asfalto de largas calles y edificios o el “represivo y monótono césped zombie”, las palabras y obra de Reynolds: “‘Existe esta sensación de que alguien más va a hacerlo por nosotros’… Respetamos el espacio público no degradándolo: no ensuciando, no vandalizando. Pero rara vez consideramos lo que podríamos contribuir a él. Por ello, las áreas comunes de nuestras ciudades terminan no perteneciéndole a nadie en lugar de pertenecernos a todos por igual”, sirven de ejemplo de la forma en que los ciudadanos podrían apropiarse de la ciudad y principalmente de los espacios públicos, en medio de las prohibiciones (por sentarse en flor de loto en el césped, de entrar con una bicicleta a los malecones, dar besos, permitirse el derecho de admisión) acompañadas por el siempre molestoso silbido de los metropolitanos, y la falta de diálogo que tiene el Municipio con grupos como los vendedores informales (no se justifica si hubo violencia por parte de los informales, como no se justifica la falta de apertura al diálogo del alcalde), que son claros ejemplos de los ciudadanos turistas en los que nos hemos convertido (además de la inexistencia de iniciativas de mayor alcance que promuevan una fiscalización ciudadana, o la participación en la administración), donde lo importante es mostrar una buena cara a costa de marginalizar lo que da mal aspecto.

La “guerrilla jardinera” caería como anillo al dedo para el proceso de regeneración de Guayaquil (que es de destacar después de la administración roldosista), pero lo más importante es que podría incentivar a otras actividades como huertos y jardines comunitarios, además de expresiones artísticas como las realizadas por Banksy y Julian Beever en otras ciudades del mundo, o cualquier acción (incluyendo música, literatura, expresiones corporales y no sólo artes plásticas) emprendida desde los barrios hasta los sitios públicos de mayor movimiento de personas que muestren la expresividad de las personas y las distintas realidades de la ciudad, y que no necesariamente sean acordes a la postal imaginada por la administración del calbido. Sin olvidar que lo más probable es que estas actividades no logren resultados satisfactorios enseguida, por el estado de consumidor de vitrina, donde sólo se nos permite mirar, en el que nos encontramos los ciudadanos; pero ver personas que se visten como quieren en los malecones o se expresan sin dañar a otras personas, ya sería un gran avance.

P.D. Más información de la "guerrilla jardinera" de Gran Bretaña en: http://etiquetanegra.com.pe/index.php?cat=37&titulo=Miedo%20Ambiente&numero=63&flip=http://issuu.com/etiqueta.negra/docs/en63final?mode=embed&documentId=080918003704-3760791c610446c68a72338c44a38ac8&layout=grey



23 de julio de 2009

Crónica de lector

Después de visitar la semana pasada la Feria del libro de Guayaquil, y después también de leer la crónica de Juan Bonilla: “La calle de los libros”, donde describe de forma nostálgica y que genera envidia, las librerías más bizarras pero a la vez encantadoras que ha podido encontrar en sus viajes, como aquella en Quito que a la vez funcionaba como un cabaret, así como los patios de muchas casas en La Habana (cuenta que incluso te ofrecen un café), me ponen a pensar que en Guayaquil no hay una calle (ni una esquina, por lo menos, de un día a la semana) para escarbar, sumergirse entre montones de obras, esperando encontrar algo de interés o para pasar el rato, algún clásico. Nunca he podido ver un conjunto de personas buscando novelas o ensayos en un espacio más grande que un hermético local, por lo que mi historia con una lectura menos esporádica (con meses de lapso entre el fin de un libro y el inicio de otro), comienza con las publicaciones que venían en los diarios y con el estreno de mi vida laboral. Todos los días me tocaba viajar al cantón Durán en tiempos en los que el puente entre Samborondón y Guayaquil era de dos carriles, y colas de una hora o más se armaban desde el Imperio, el chongo más famoso del cantón al otro lado del manso Guayas. Ahí, entre largas esperas, leí “Sobre heróes y tumbas” de Ernesto Sábato (además “Gracias por el fuego” de Benedetti, “Frankeistein” de M. Shelley y otros en dos años de viajes), con su delirante e iluminador (ante la penumbra de las seis de la tarde) informe para ciegos en medio de los ruidos de claxon y el fondo de música del Grupo Niche de los buses de la línea Panorama.


En otros paisajes, cuando fui a trabajar y vivir en una comunidad a dos horas de Quito, pude disfrutar de Rayuela de J. Cortázar, frente al volcán Cayambe y mientras hacía cola para obtener una visa de estudiante, recuerdo a Horacio junto a Traveler y a Talita armando un puente de tablones entre sus departamentos, arriesgando la vida de Talita que al mismo tiempo, a varios niños, les daba una peluda vista, desde arriba, por su (in)oportuna falta de calzones; y el sábado de feria de los ponchos en Otavalo, en la plaza que tiene un busto de Rumiñahui, Adoum restregaba en mi cara lo profundo y diverso que es el Ecuador. Ya al otro lado del charco, en España (además de las lecturas académicas), sólo lleve de Gilles Chatelet: “Vivir y pensar como puercos”. Ensayo sociológico que por poco interesante no lo leí entre visitas al museo El Prado, el parque Retiro ni la avenida Castellana (fue sólo peso en mi maleta durante caminatas por Lisboa, Barcelona, Córdoba y Sevilla), y en la Cuesta Moyano lo dejé en medio de otros libros usados. Su lugar lo ocupó aquel cuento de Vargas Llosa que relata la castración sufrida por el joven Cuéllar a dientes de un perro, que horrorizado leí en Barajas.

El año que víví en Cuenca, ante mi falta de liquidez (dinero ahorrado al máximo para un viaje), releí a Hemingway, Cortázar, Vargas Llosa, Onetti, Bryce Echenique, García Márquez y otros que anteriormente los había leído mientras realizaba otras actividades (a manera de pausa); pero como novedad recuerdo el atroz y maloliente mundo de “Ensayo sobre la ceguera”, y atras de una ventana, en las noches, donde se ve la estatua de un Cristo decapitado, podía sentir los aromas de la podredumbre, y en mis pies los fétidos desechos, que se pegaban en las separaciones de mis dedos, dejados por la historia de Saramago que transcurre en un abyecto manicomio. Se completa la lista de novedades en Cuenca con la historia de los Buendía de García Márquez y el Abaddón de Sábato entre trayectos por el Cajas. Y en Argentina (y Montevideo), de los libros (todos nuevos) que pretendí leer, varios corrieron la misma suerte de quedarse olvidados en los asientos de buses que tomaba para viajar entre provincias. En el inventario de bajas estuvieron “Atacames Tonic” de Esteban Michelena, “El guardián entre el centeno” de J.D. Salinger (no lo pude terminar), “La máquina de follar” del maldito de Bukowski, además de dos revistas Soho con suculentas modelos colombianas en la portada. “Antes del fin” de Sábato y “El área 18” de R. Fontanarrosa se salvaron y llegaron a Guayaquil, además de los ejemplares que compré la última tarde en Buenos Aires. Que se añaden a las decenas de obras que he leído y faltan en esta lista. Los nombrados son los que me han acompañado por un rato en viajes y en mis inicios leyendo.



Pero volviendo a la no existencia de una ruta de los libros en Guayaquil (traducida en una seguidilla de librerías dentro de una calle, cuadra o esquina), esta ausencia, tal vez, no sea tan cierta, y dicha ruta podría estar conformada por las esquinas de ventas de periódicos (debajo de los semáforos), en las afueras de la terminal de buses, en estériles sitios como farmacias y supermercados (además de las dos grandes librerías ubicadas en los centros comerciales, porque las del centro parecen más tiendas de útiles escolares), entre jeringuillas, pañales, frutas, embutidos y lácteos. Lástima que en estos lugares sólo se vendan obras de Paulo Coelho, la culpa es de la vaca (aunque en la Fybecca me hice de “Cien años de soledad” y algo de Javier Marías) y el resto de populares ediciones light de bolsillo fáciles de leer ante la modorra que produce el calor acá, porque cada vez que uno toma un libro en esta ciudad, el sopor inmediatamente te invade y hace que la cabeza te pese, ver a través de la bruma que se ha formado por el calor es otra dificultad, además de un sol que castiga afuera y se introduce pesadamente en las casas, generando una ola de sueño que se pega y adhiere a uno, como lo hace el efecto del sudor en las camisetas embadurnadas; así la lectura se vuelve una actividad física y los Ulises de Joyce son más difíciles de entender en el húmedo trópico. Razones por las que sólo faltaría encontrarle un sentido al caótico croquis de la ruta de tiendas donde se venden libros en la ciudad y comprar toallas húmedas, ahora que pretendo quedarme viviendo en Guayaquil, y mientras encuentro empleo: enviar carpetas a indiferentes jefes de recursos humanos y empezar a leer nuevas obras (posiblemente no encuentre todo lo que busque) serán las principales actividades que tenga en las calurosas tardes de semana.

20 de julio de 2009

Cuento: Gemelas

Durante las últimas semanas he contado con demasiado tiempo libre. He leído como un maniaco mientras envió carpetas en busca de empleos. Y de tanto leer me han dado ganas de contar algo, de mezclar ficción con realidad. Puede que esto sea muy largo para un post, pero ahí me atrevo a publicarlo, por mi cuenta, para que este sea el motivo inicial de escribir historias y sacarme cosas de la cabeza.




Gemelas:

Ir al psiquiatra básicamente consiste en contar algo. Los locos o aspirantes a locos son a los que mas les gusta contar cosas. Todo es diferente después de haber contado algo. La libertad ahora está concentrada en la lengua y de ahora en adelante siempre existirá una necesidad, una ansiedad, de hablar de cosas que probablemente a muchos no les interesen y de estar dispuesto a entrar en el perímetro de otras personas, de otros nebulosos caos. Eso, en estos tiempos donde olvidar es tan común, donde la memoria está devaluada, donde el estar ocupado es símbolo de éxito, es un claro sinónimo de estar loco. Y loco me quedé en la ciudad argentina de Córdoba, donde existe una extravagante (bellísima también) iglesia, llena de colores vivos, predominando el lila, por fuera, y pálidos por dentro, donde la luz es escasa y debe traspasar vitrales que proyectan figuras angelicales, que junto a sus deprimentes estatuas pertenecen a la orden de los Capuchinos, de la que nunca había escuchado. La verdad es que la religión nunca me ha interesado, mis ojos brillan ante cosas más sencillas, las que no tienen que ver con el poder, con conspiraciones, con codicia o con redención para el resto de los pobres inferiores mortales ignorantes como yo. Pero lo que importa es que dentro de aquella iglesia, existe una de esas historias singulares, que uno difícilmente puede descubrir, en una ciudad que es temida en mayor medida por sus propios habitantes, si uno se muestra indiferente ante supuestas banalidades. En aquel lugar laboran dos mujeres bastante parecidas, se creería que son hermanas. Yo no lo pienso argumentando que nadie se dedica a trabajar en lo mismo que su hermano. Necesitamos esa independencia e individualidad. A ambas les caen sobre los hombros varios años de vida encima, están empezando el ocaso de su existencia. Todas las mañanas y tardes cada una ocupa una de las puertas de entrada y salida del gótico edificio para vender estampillas de los santos favoritos de la localidad a los fieles feligreses y a los turistas infieles.

A primera vista la escena no dista de muchas otras, porque las iglesias son las oficinas de muchos mendigos y comerciantes de la religión. Pero si uno se detiene un poco más de lo que dura tomar una foto, podrá ver lo curioso que resulta que ninguna de las dos se peleen por acaparar a los visitantes que entran y salen. Y no parece ser por algún pacto de no molestar las posibles ventas con discusiones o por cuestiones de respeto a la casa de Dios, porque hay algo más en la situación, o mejor dicho hay falta de algo: no se ve tensión, ni envidias, ni rencores. Es más, en el ambiente ronda un soplo de camaradería, de afecto, de empatía. Se cuentan chistes, comparten la comida ante el hambre, el abrigo ante el frío, además de que ambas salen a la misma hora de su lugar de trabajo conversando y escuchando, sobre todo escuchando lo que la otra dice.

Al día siguiente, ante una curiosidad que me hincó toda la noche y no me dejó dormir, suspendí la travesía que tenía planeada por todo el día en Villa Carlos Paz y las Sierras de la provincia. Me dirigí temprano al mismo lugar, pero cuando llegué únicamente vi a una de las dos vendedoras de estampitas. Pasaron gélidas horas, las calles se llenaron y se vaciaron de personas, los niños, unos alegres y otros soñolientos, se dirigían a aprender, a estar con sus amigos, los jóvenes con sus uniformes prendían a escondidas cigarrillos mientras reían y se golpeaban amistosamente como un gesto de confianza, y el sol también resplandecía haciéndose presente, con una fuerza que no alcanzaba para tapar aquel invierno que ya se comenzaba a vivir. Después de que mi mente, ante la expectativa de ver a los señoras juntas (como una misteriosa secta con un desconocido vínculo para el resto), haya divagado, mi corazón se haya enamorado y bailado con unas cuantas desconocidas y mis ojos hubieran visto que las cosas flotaban en el ambiente, me acerqué a aquella solitaria mujer que estaba sentada, y que ahora sin la otra se veía tan minúscula, toqué su hombro cubierto de incontables capas de abrigos, de todos los colores, de muchos años, con manchas que parecían feos trofeos del pasado, ella me vio y yo también pude hacerlo a través de sus gruesos lentes, sus pequeños ojos cubiertos por infinitas arrugas me sonreían, y con la aprobación retratada en su cálida mirada pude preguntarle donde estaba su compañera. Pensé que no me escuchó y que alegremente me iba a ofrecer alguna figurita de alguien que no conozco pero en el cual debería tener fe. Situación que me hubiera hecho sentir un miserable por rechazarla; pero se tomó su nariz, después con la misma mano tomó sus anteojos por los extremos y los llevó hacia adelante, después los colocó en el mismo lugar, las patas friccionaron con la rugosa piel hundida detrás de sus orejas. Esto lo hacía como seña característica de estar concentrándose, y prosiguió a entregarme un sobre que tenía como destinatario la primera persona que preguntara por la otra.

Para algún extraño:

Empiezo pidiéndole perdón si existen errores de escritura en esta carta, y perdone también si la historia no la siente completa. La verdad es que mi intención no es molestarlo con cosas de viejas que dan vueltas y vueltas en el mismo círculo, sólo lo utilizo a usted como una excusa para escribir, mi último acto individual, porque desde hace algún tiempo pienso que ya no pertenezco solamente a mi misma sino a otros. No digo esto como un acto de sacrificio por el cariño que le tengo a mi familia, como una señal que lo daría todo por ellos o a personas que conozco desde hace mucho tiempo. No me queda familia alguna para que usted piense eso. No tengo esposo, ni hijos, mis padres murieron años atrás y de mis hermanos no sé nada desde la fecha en que salí de mi cálido pueblo que lo extraño cada vez que estoy triste. Quienes únicamente me han acompañado en esta vida son estos libros que los leo una y otra vez, esperando algún rato poder sentir lo mismo que sus personajes, que algo de la imaginación de sus autores se pegue en mi solitaria realidad. Los escritores no son magos que pueden cambiar su presente pero ahora yo me atrevo a escribir esperando cambiar la mía. Así que seguiré con lo que quería contando desde el principio, esperando que usted siga leyendo.

Mi nombre no es importante, tampoco que sepa como conocí a Carmen. Carmen es la que usted está viendo ahora. Sólo le puedo decir que en principio no nos llevábamos mal pero eso no significaba que nos lleváramos bien, ahora que recuerdo casi no hablábamos. Era una riña silenciosa, donde pretendía no equivocarme con ruidos y todo el día deseaba que ella se cansara de aquel silencio y no volviera más. Pero después pasó lo que tuvo que pasar y ella me ayudó. Eso que pasó tampoco es importante. Al día siguiente yo se lo agradecí llevando un pedazo de pan y un termo con mate para conversar. Recuerdo que ese día casi nos olvidamos de vender, por suerte era lunes y los lunes para los religiosos y para los turistas no existen. Así pasaron varios días que no los conté, conversando de nimiedades o del pasado. Rememorando las cosas sencillas y lo que ya no teníamos. Todo eso era lo normal, eran cosas de viejas, hasta cada vez que una de las dos tenía algún problema. La siguiente vez fue una enfermedad. Y nuestra amistad era así. Todo dependía de que alguna tenga un problema para que esta creciera. Por eso a muchas personas como nosotras les gusta estar enfermas o tener algún problema. Porque es nuestra única forma de que la gente nos tome en cuenta. Que alguien se fije en mí, que vea que debajo de estos pliegos de trapos de invierno hay carne y hueso que late y llora.

Así por problemas de salud terminamos viviendo juntas. En un cuartito que apenas tenía un foco, una cocineta donde calentábamos mate en la noche, una vieja radio donde escuchábamos a Julio Sosa y nos imaginábamos bailando con él vestidas de gala, en un lugar seco y brillante no como aquí que todo es pálido y húmedo, también había en la habitación una cama de niños con forma de cohete espacial donde sentíamos la dureza de las tablas por lo flaco que era el colchón, pero lo compartíamos, y era donde dormíamos y soñábamos aquellos sueños de chiquilina o teníamos pesadillas en las que no estábamos juntas, y el lugar se completaba con un pequeño retrete que encima tenía un mohoso espejo y una ducha que nos daba un hilo de agua con el cual refrescarnos en los días de calor. No miento en decir que en ese lugar y junto a ella pase los mejores tiempos de mi vida. Pero también sufrí mucho, sufrí horrores porque me percaté que estaba cambiando y no sabía en qué. A mí que nunca me han gustado las sorpresas y a los cambios inesperados los he evitado desde mi infancia. Siempre traté de ser la misma, tal como mi madre me crió. Me enseñó un horario, y en ese tiempo los instantes que tenía para cocinar, para tejer, para bañarme. También la forma en que una señorita toma un vaso, el nunca pedir vino porque eso no bebían las personas como mi madre, el no gastar dinero en tonterías de las que después me arrepentiría, el ver como se visten las personas y que tan raídas y desteñidas están sus ropas, para saber si podían ser nuestros amigos o no. Todo eso lo aprendí y aunque el día en que murió en casa decidí irme de ahí, de sus enseñanzas no había podido escapar hasta ahora. Así que ante ese miedo a lo desconocido opté por ser como ella. Si como ella a la que usted está viendo ahí. A Carmen la espiaba en el espejo que era este hogar, veía la forma como tomaba el dentífrico y lo colocaba en el cepillo de dientes, todas esas pequeñas cosas además de cómo se vestía, lo que comía, la forma en que caminaba, la expresión en su sonrisa.

Vivir juntas hizo algunas cosas fáciles. Los grandes gestos eran cuestión de práctica. Pero la forma como veía a un gato cada vez que pasaba por el techo, sus muecas de fastidio cuando veía o escuchaba a los políticos, cualquiera que sea, la manera de persignarse, el como se acomoda los lentes cuando no sabía que responder, como se rascaba los codos ante los nervios, incluso a la hora de dormir trataba de estar demasiado cansada para al escuchar el primer ronquido automáticamente yo durmiera, como un despertador al revés, todo esas fueran tareas titánicas. Yo a veces sospechaba que ella sabía que la trataba de copiar, imitándola a la perfección. Lo que me confunde es que nunca me preguntó el por qué. Eso cuando empecé a vestirme igual, usar los mismos aretes, los mismos collares, la mismas marcas de maquillaje. Siempre me cambiaba de ropa después de ella y gasté mis últimos ahorros imitando su placar. Su perfil era exactamente el mismo al que se reflejaba en el espejo cuando yo estaba frente a él. Incluso trataba de pensar igual que ella, aprendiendo que le molestaba y que le gustaba, que le fascinaba, que le obsesionaba. Así cuando pensaba que ella tenía esas sospechas pero sentía que yo ya había aprendido finalmente la lección, ella cambiaba completamente su comportamiento, y esos eran mis peores días porque ya no recordaba quien era yo y al no ser ella me sentía en el limbo, me atacaban pensamientos horribles. Mis sueños no me ayudaban. En ellos me veía junto a un inmenso espejo que se agrandaba cada vez más pero ese espejo no reflejaba nada y a nadie más. Ahí estaba yo sola en aquel lugar y ni mi propia imagen me quedaba. Y no quería mi imagen, y si la tuviera lo probable es que no supiera que aquella era mía, que me pertenecía desde siempre, porque la única imagen que quería era la suya. Varias veces estuve a punto de rendirme dejándome llevar por ideas donde finalmente ambas ya no teníamos ningún espacio, la duplicidad había ocupado todo el cuarto y yo como un mártir dormía para siempre, y servía de alimento para el hambre de Carmen. Yo era el mejor asado que alguna vez ella había probado. Mi carne era tan tierna porque su piel era tan tierna, y cada vez que ella comía uno de mis muslos una lágrima se le salía y cuando probaba mi corazón, el suyo dejaba de latir. Así aquel acto caníbal consistía en una fusión, una fusión que anhelaba más que cualquier cosa. Pero después pensaba que Carmen era muy resistente y seguramente ella lo hubiera seguido intentando. No presumo pero creo que si se rompiera el espejo de la casa ella no lo necesitaría, a diferencia de lo mucho que yo la necesito a ella.

Así siguieron mis pesares, tratando de ser alguien que cada día conocía un poco más, hasta que la vi un día hablando con alguien que seguramente conocía de tiempo atrás y todas aquellas facciones y comportamientos fueron totalmente diferentes, la ropa, el maquillaje e incluso el parecido en el peso que había logrado debido a una masoquista dieta y el peinado que estaba luciendo, no servían de nada. Aquellos rostros me resultaban inverosímiles y ni una férrea disciplina, ni cualquier testarudez haría que pudiera copiar aquellos gestos. Era otra persona. El molde que había seguido se transfiguró totalmente. Me repugnaba, no la reconocía. Quedé devastada, y no pude más que salir corriendo de la iglesia y ahora escribir estas letras que usted está leyendo y que le ruego nunca se las muestre a Carmen porque creo que mi pesadilla me ha dominado y ante la única salida que veo no sé que va a pasar.

Atentamente,

Carmen.


En ese momento ante la mirada expectante de Carmen para que le cuente lo que había podido leer yo, comenzó a agarrarse del cuello, su rostro tomó la horrible expresión de un ahogado: los ojos empezaron a agrandarse, sus venas y arterias estaban a punto de estallar, la nariz palpitaba acompasadamente con la contracción de sus labios, minutos pasaron mientras trataba de ayudarla, hasta que su piel se tornó azul, los dedos de sus manos se arrugaron aún más de lo que estaban, de todos los agujeros de su cara empezó a brotar agua, y de sus ojos desapareció todo rastro de que alguna vez hubo vida en aquel cuerpo. Minutos después los paramédicos revisaban aquel cascarón vacío encontrando algas en su garganta. Las mismas algas que coincidentemente se hallaron en una mujer mayor que se había lanzado al río minutos atrás.

17 de julio de 2009

(Des)memoriados

En la edición No. 73 de la revista peruana Etiqueta Negra (la mejor revista de crónicas de América según Martín Caparrós), el periodista chino Ma Jian escribe una crónica sobre sus experiencias con los hechos sucedidos en la plaza de Tiananmen, ese fatídico 4 de junio (él estuvo días antes), en vista de que este año se cumple el veinteavo aniversario de la marcha pacífica más grande de toda la historia en contra de un gobierno. Esa manifestación de 1989 que buscaba conversar con los líderes comunistas y encontrar una vía hacia la paz y la democracia, pero que finalmente se convirtió en una inmensa masacre donde el ejército disparó y aplastó con tanques a miles de ciudadanos que salieron a las calles a protestar, y que ahora “parece un instante atrapado en el siglo XX, olvidado o ignorado, mientras que China sigue en su ciega y vertiginosa carrera hacia el futuro”. Ma Jian cada vez que regresa a su país visita la plaza y cuando habla con los jóvenes que no vivieron estos hechos, muchos de ellos creen que no sucedieron o que la historia se exagera, y sus amigos que si estuvieron presentes, por miedo no hablan del tema. Por eso, en sus visitas, tan solo le queda contemplar el lugar ante la amnesia impuesta por los gobernantes a estos hechos, porque “cuando la palabra hablada y escrita se censura, el paisaje urbano se vuelve la única conexión que tiene la nación con su pasado”.


Otra crónica, de la revista colombiana Soho (ed. No. 102), escrita por Pablo Constaín, relata su visita a Corea del Norte, donde los visitantes no pueden tomar fotos, deben estar siempre acompañados por guías, deben hacer una reverencia obligatoria al gran líder Kim Il Sung, deben llevar todo el dinero (euros o yuanes) que van a gastar porque no hay cajeros automáticos en las ciudades, no pueden portar libros y revistas que muestren como es el mundo fuera de Corea del Norte (menos portar un celular), y deben estar bien de salud porque en caso de enfermedad resultará difícil que los atiendan. La crónica del periodista colombiano es más del estilo turístico (con su correspondiente sarcasmo), pero aparte de ver el paisaje de gris de Pyongyang, sus edificios únicamente adornados por la figura de Kim Il Sung, donde las calles son limpias y tranquilas por la falta de vehículos, la comida es monótona, y la carne de pollo y de res es escasa (debido a las restricciones en las importaciones), el retrato que logra captar Constaín es el de una nación donde sus habitantes no tienen opción a pensar otra cosa. Únicamente lo que su Gobierno les enseña, que por supuesto no incluye algunos de los resultados del Kimilsungismo (soberanía militar, política y económica) como genocidios, familias separadas y otros hechos que la historia impuesta por los gobernantes no han registrado.

Ambas crónicas se suman a la obra de Juan Pablo Toral, presentada en el 2005, llamada Hecatombe para recordarme que en el Ecuador, aunque es un país muy difícil de gobernar, los dictadores u otros políticos menos autoritarios (pero igual de corruptos) no tendrían que hacer grandes esfuerzos como los realizados en China y Corea del norte, donde el Estado es el encargado de borrar la memoria colectiva, para que la gente olvide sus atroces actos. En la obra se pueden ver un conjunto de vacas en filas y columnas, que lo único que las diferencia es un arete, que a manera de sellos muestran distintas fechas que para muchos pasan desapercibidas, pero que en realidad representan actos funestos para la historia del país. Ahí está la fecha del feriado bancario, la fecha del inicio de protestas de los jubilados en contra de Lucio Gutiérrez, varios crímenes de Estado, entre otros igual de recientes o que se remotan a un pasado más distante acosado por el olvido general.

Jorgenrique Adoum en Ecuador: Señas particulares, menciona que no fueron causas de reproches, por quienes tenían voz en el país, los actos realizados contra los indígenas que se retratan en la novela Huasipungo, sino el hecho de que Jorge Ycaza la haya publicado. Con nuestros funestos hechos del pasado también pareciera peor recordarlos que utilizarlos como memoria colectiva para que nunca más vuelvan a ocurrir.

14 de julio de 2009

No estamos perdidos en Tokio

Me gusta mucho Guayaquil, y disfrutó mucho verla desde afuera, cuando no vivo en ella. A veces me cansa porque es exasperante, me quiere someter a un ritmo que no estoy dispuesto a aceptar. Me ahoga, queriéndome, a través de una vil tortura, que adopte su trepidante y caótico estilo de vida (a la vez es lo que me gusta). Por eso viajo, para cada vez que vuelvo verla con otros ojos. Ver que está bien y que no. También viajo porque creo que hay otros lugares que sin conocerlos aún, están esperando que lo haga. Como hechos artesanalmente por mi imaginación. Disfruto esa sensación de sentirme cómodo en un lugar que no tenía mucha idea de él o sólo lo había visto desde una postal. Razones por las que ahorro casi todo mi sueldo para escaparme por un tiempo de Guayaquil, o no tengo mayores dudas para aceptar empleos fuera de la ciudad donde nací. Esa experiencia de estar solo, no conocer a nadie y empezar todo de nuevo, es lo que te pone a pensar. Pensar en serio lo que uno quiere. Y hay veces también en que el sitio donde se supone uno debería integrarse no es más que una mierda, y el olvidarse de las comodidades no tiene ninguna recompensa. Como haber llegado al infierno que se traduce en putear con libertad en más de una ocasión a tu nuevo hogar. Pero eso no me quita la ganas de vivir en otro país por un par de años. No con el objetivo de migrar, hacer más plata y enviársela a mi familia, sino por la experiencia de saber hasta donde soy capaz de adentrarme en un lugar desconocido, y apoderarme de una parte de él. También se lo recomendaría a todo el mundo. Si hubiera, a manera de video cámara, una encuesta que enliste las cosas que alguien debería hacer en su vida, pondría entre las primeras el de vivir en otro lugar. Por eso tengo escalofríos cada vez que amigos a los veinticinco años me anuncian que se casan o que se compran un montón de cosas, esperando encontrar ahí a ellos mismos.


Siguiendo con la lectura de Amelie Nothomb, en “Ni de Eva ni de Adán”, la lectora belga cuenta, a manera autobiográfica siempre, la ocasión en que regresó a Japón (la última vez que lo había visitado fue a los 5 años). Nos cuenta todas las sensaciones de regresar a un lugar que lo siente propio pero del que no se acuerda de nada. Con esas ganas de no quedarse únicamente en el turismo de tomar fotos, probar algo de comida y disfrutar de lo que te venden muchas agencias de turismo. Irónicamente cosas que hacen muchos de los japoneses. Ella quiere también adentrarse en el idioma y la mejor manera de aprender japonés, ella cree, es enseñando francés. Ahí conocerá a Rinri, que no es un nipón que encaja perfectamente en el molde, contando la historia de su libro (con un estilo bastante parecido a otras autobiografías que he leído como “Antes del fin” de Ernesto Sabato o “Soy el que pude” de Francisco Febres – Cordero) a través de anécdotas y singularidades del país que le pasaron junto a Rinri, de quien después se enamora (pero la historia no es al estilo de Lost in translation donde el romance, la atracción provienen del sentirse distintos en un país tan extraño para ellos. Acá, el poder descubrir Japón, verlo con otros ojos es lo que los une). Anécdotas que en varias ocasiones me hicieron cagar de la risa, y aunque nunca estuve en Japón (a lo mucho he estado en el jardín japonés de Guayaquil y en el jardín japonés de Buenos Aires, donde además de peces koi, lo que más abundaban eran turistas brasileños) las he sentido en algo propias. Cualidad que tiene Amelie, esa de rememorar eventos que casi seguro nos han pasado a todos, por lo que sus novelas no tienen elementos de grandeza pero uno las siente personales. Ojalá que cuando rememore mis veinticinco años a los cincuenta, no los mezcle con las letras escritas por Amelie.



30 de enero de 1989. Mi segundo día en Japón como adulta. Desde lo que yo denominaba mi regreso, al descorrer las cortinas cada mañana descubriría un cielo de un azul perfecto. Cuando durante años has recorrido cortinas belgas sobre toneladas de gris, ¿cómo no exaltarte ante el invierno tokiota?

El amor es un impulso tan francés que algunos lo consideran un invento nacional. Sin llegar a ese extremo, admito que hay en esta lengua un genio amoroso. Quizá podría considerarse que Rinri y yo, cada uno a su manera, no habíamos contagiado de la inclinación típica del otro: el jugaba al amor, embriagado por la novedad, y yo me deleitaba de koi. Lo que demostraba hasta qué punto estábamos admirablemente abiertos a la cultura del otro.

Desde el aeropuerto de Hiroshima, tuve una impresión muy concreta: no estábamos en 1989. Ya no sabía que año era: por supuesto, no estábamos en 1945, pero aquello parecía los años cincuenta o sesenta. ¿Acaso el choque atómico había ralentizado el curso del tiempo? No faltaban construcciones modernas, la gente vestía normalmente, los vehículos no diferían de los del resto de Japón. Era como si los seres vivieran con más intensidad que en otra parte. Vivir en una ciudad cuyo nombre significaba, para el mundo entero, la muerte, había exaltado en ellos una fibra viva; y la consecuencia de todo ello era una sensación de optimismo que recreaba el ambiente de una época en la que todavía se creía en el porvenir…
Paseando por las calles de aquella ciudad de provincias, pensé que la dignidad japonesa tenía allí su retrato más impactante, Nada, absolutamente nada, hacía pensar en una ciudad mártir. Me pareció que, en cualquier otro país, semejante monstruosidad habría sido explotada hasta la náusea. El capital de victimización, tesoro nacional de tantos y tantos pueblos, no existía en Hiroshima.

Estaba en lo cierto. Más allá de los mil quinientos metros, desaparezco. Mi cuerpo se transforma en pura energía y en el tiempo que uno tarda en preguntarse dónde estoy, mis piernas ya me han llevado tan lejos que me he convertido en invisible. Otros tienen la misma propiedad, pero no conozco a nadie con quien resulte tan poco imaginable, ya que, de cerca, o de lejos, no es que me parezca demasiado a Zaratustra.
Y, sin embargo, en eso es en lo que me convierto. Una fuerza sobrehumana se apodera de mí y asciendo en línea recta hacia el sol. En mi cabeza resuenan himnos olímpicos no en el sentido deportivo sino mitológico. Comparado conmigo, Hércules es un joven achacoso. Y eso que solo hablo de la rama griega de la familia. Nosotros, los mazdeítas, somos otra cosa.
Ser Zaratustra significa tener, en lugar de pies, dioses que devoran la montaña y la convierten en cielo, significa tener, en lugar de rodillas, catapultas que transforman el resto del cuerpo en puro proyectil. Significa tener, en lugar de vientre, un tambor de guerra y, en lugar de corazón, la percusión del triunfo, significa tener la cabeza habitada por una alegría tan espantosa que es necesaria un fuerza sobrehumana para soportarla, significa estar en posesión de todos los poderes del mundo por la única y auténtica razón de que los has convocado y puedes contenerlos en tu sangre, significa no tocar tierra por un diálogo cercano con el sol.

Bautizo el avión como Pegaso. La música de Liszt ha multiplicado mi alegría por mil. Tengo veintitrés años y todavía no he encontrado lo que buscaba. A los veintitrés años, es bueno no haber descubierto tu camino.

12 de julio de 2009

Plato de bandera * de el Toño, el Chota, Rosseau y Amartya Sen.

El “Toño” Valencia siempre quiso lo mejor para su familia y para él mismo. Tal vez por eso a sus quince años decidió escaparse de su natal Sucumbíos, por un par de días, e ir a Quito a probarse en el club El Nacional. Él sabía y confiaba de sus buenas condiciones, por eso estuvo dispuesto a separarse de su familia, de sus amigos, olvidarse de esa comida con sabor a hogar. Tuvo que pasar hambre al principio, hasta que finalmente debutó en primera, y a partir del partido, en la selección ecuatoriana, donde se mandó dos goles contra Paraguay, su historia se fue para arriba de éxitos. Primero comprado por el Villarreal F.C. del chileno Pelligrini, ahora técnico del Real Madrid, que seguramente lo vio por acá cuando dirigía la Liga de Quito; después pasó por el Recreativo de Huelva, y luego de un buen mundial el Wigan inglés lo compró, donde fue figura, hasta ser vendido en los últimos días al Manchester United, equipo donde tendrá un salario, aproximado, de quinientos mil dólares mensuales.




La historia del “Toño” recuerda al documental “Mete gol gana” del director Felipe Terán, donde se cuentan las historias de futbolistas que salieron del Valle del Chota (el mayor semillero de jugadores de fútbol). Lugar donde estuve una tarde, que no fue suficiente para ver las realidades que ahí suceden; la experiencia fue más como aquella canción: “Que lindo puente el de Juncal… pasan los carros para Tulcán”, estrofas que cantan esa letra porque el puente sólo es de paso, y así es difícil fijarse. Se lo cruza a 70 km/h camino a Carchi y después Colombia. Pero en “Mete gol gana” se puede ver como muchos de los niños y jóvenes del lugar tienen como única esperanza convertirse en jugadores de fútbol para escapar de la marginación y la pobreza que abunda el sector (el Chota es un retrato de otras provincias). Ulises de la Cruz, cuando es entrevistado en el documental, dice sensatamente que los gordos, las mujeres y quienes carecen talento no tienen las oportunidades de triunfar en el deporte rey, y por eso él no financia canchas deportivas sino escuelas. Su pretensión es que todos puedan estudiar.

Cuando James Cook descubrió Tahití, también pensó que había llegado al paraíso terrenal (así como los españoles lo pensaron cuando arribaron a América), al ver a mujeres paseando sin portar ropa que las cubriera y las relaciones sexuales eran una actividad que se disfrutaba cotidianamente y al aire libre. El filósofo francés Rosseau, admirador de este estilo de vida, cuando se enteró que su coterráneos occidentales se dirigían a evangelizar a los nativos, mencionó su teoría sobre el “buen salvaje” como compendio de las virtudes de la humanidad y argumentaban que debía dejárselos vivir en paz, sin corromperlos. No como se había hecho en América.



La historia de los pueblos rurales, pobres y marginados de hoy están muy lejos del idílico mundo tahitiano donde todo era placer, y no cabe una comparación en estas líneas (ni en ningunas otras), sin embargo la historia de ir con un crucifijo en la mano y una daga en la otra, tarea hoy en manos de los poderes provenientes de las grandes ciudades y de países del norte, para imponer un sistema de desarrollo y un modo de vida se mantiene. Varios voluntarios europeos que he conocido y han vivido en Latinoamérica me han dicho lo imposible que es ordenarles a las personas con quienes han trabajado como llevar sus vidas. Por la sencilla razón que no es el estilo de muchos territorios el de adquirir y consumir frenéticamente. Tampoco la pobreza y la carencia de servicios es su aspiración. Por eso resulta necesario trazar las estrategias de inclusión y desarrollo desde abajo, desde lo que los beneficiarios quieren, tomando el concepto de libertad difundido por Amartya Sen: que es el de potencializar a las personas y darles las oportunidades necesarias para que puedan elegir el futuro que deseen. Oportunidades traducidas en políticas económicas y sociales de salud, educación, asistencia técnica, estabilidad laboral y otras. Pero no caridad.

* En Ecuador plato de bandera se conoce como la mezcla de tres o más platos típicos de comida en uno solo.

9 de julio de 2009

El diablo es mujer

La vida se hace en borrador y no nos es dado corregir sus páginas (Antes del fin, Ernesto Sabato).


Meses atrás Juan Fernando Andrade, en su blog, escribió acerca de Amelie Nothomb. Ahí la conocí por primera vez. Y hace días, un par de locos belgas que compraron una kombi en Ushuaia y con la que pretenden llegar hasta México, también me la recomendaron. Ahí me decidí en ir al dealer de confianza y me hice de “Antichrista” y de “Ni de Eva ni de Adán”, novelas de la escritora con pinta de Mary Poppins y que revela una fuerte personalidad con los gestos que pone en sus fotos, como una prueba de que al final para ella todo es un juego. En sus novelas también se denota el mismo carácter fuerte que a veces puede resultar pedante.

Además de resaltar lo usual, lo superfluo, lo banal, de que Amelie es belga pero vivió muchos años en el Extremo Oriente de Asia, principalmente en Japón y China, por su calidad de hija de diplomáticos (tal vez eso fue lo que la impulsó a escribir), el resto, lo importante, lo que vale la pena, está escrito en sus obras, porque la mayoría de sus libros hablan de ella misma (desde hace años escribe tres novelas en el año y publica una). Un acto de valentía, aunque a veces parezca algo voyeur, epicúreo o nihilista, ese de desnudarse y presentarse crudamente tal como es; y también de desnudar a sus amigos y seres que tiene alrededor con todos los “peros”, traiciones y homenajes que eso trae.

Amelie estudió filología en una universidad pública, de claras tendencias liberales – socialistas, pero al tener el apellido de una familia burguesa católica y su abuelo ser un famoso político conservador de décadas pasadas, su estancia universitaria no fue sinónimo de amistades y buenas relaciones con sus compañeros de salón. De estas experiencias escribió “Antichrista”. Libro que en un principio te atrapa y no te suelta, aunque el final cansa y da la impresión de que la autora lo quiso terminar rápido. Un solo corte a la yugular. Eso de terminar las cosas rápidos es algo que se repite en las pocas hojas que tiene la novela. En esas pocas hojas Amelie pone una infinidad de eventos, pero de todos ellos solo te dice lo necesario. El resto va por cuenta de tu imaginación. Antichrista parece un pariente bizarro de las cursis novelas de Carlos Cuauhtémoc Sánchez. Alguien con actitud. Y eso para los latinoamericanos es bastante, porque muchos tuvimos que soportar tamañas ridiculeces del autor mexicano, y Antichrista exorciza, pero al final destruye este tipo de textos para quinceañeras sentimentales. Un regalo perfecto para ellas.

Blanche es la protagonista principal. No tiene amigos pero seguro me caería muy bien. Está llena de inseguridades a sus 16 años. No tiene interés en relacionarse con muchas personas aunque quisiera tener un amigo verdadero. Lastimosamente conoce a Christa, quién es todo lo contrario: llena de vida, seductora, con aspecto virginal pero a la vez sensual, con confianza en todo lo que dice. Una relacionista pública de si misma. Y ahí viene el lastimosamente, porque Christa aprovecha sus atributos para apoderarse de todo las pocas personas y cosas que a Blanche la rodean. Aunque también le enseña a vivir en algo a Blanche y a valorar más esas personas y cosas que la rodean, pero aquella enseñanza no puede volverse perpetua.

Christa me resulta familiar al personaje de Mina Suvari en “American Beauty”. Esas mismas ganas de ser alguien a costa de humillar al resto. De mostrarse con inocencia ante el mundo pero revelando, cuando las cámaras están apagadas, un lado oscuro a personas como Blanche (que sumida en su propio mundo puede ver más que el resto). Y en libro Blanche está atrapada en eso. Ella es quien cuenta la historia, su vida desde la llegada de Christa.


http://www.elpais.com/articulo/portada/Amelie/Nothomb/elpepusoceps/20090301elpepspor_6/Tes http://www.elpais.com/articulo/semana/Tener/hambre/terrible/tener/posibilidad/padecerla/peor/elpepuculbab/20060128elpbabese_1/Tes
Sabía muy bien que no la conocería. Era incapaz de acercarme a ella. Siempre esperaba a que los demás me abordaran: nunca lo hacía nadie.
La universidad era eso: creer que ibas a abrirte al universo y nunca encontrar a nadie.

Siempre había estado sola, lo cual no me habría disgustado si hubiera sido como consecuencia de una elección. Nunca lo había sido. Soñaba con sentirme integrada, aunque solo fuera para permitirme el lujo de desintegrarme inmediatamente después.

Tenía dieciséis años. No tenia nada, ni bienes materiales, ni bienestar espiritual. No tenía amiga, ni amor, no había vivido nada. No tenía idea de nada, no estaba segura de tener alma. Mi único patrimonio era mi cuerpo.

A los seis años, desnudarse no significa nada. A los veintiséis años, desnudarse ya se había convertido en una vieja costumbre. A los dieciséis años, desnudarse es un acto de inusitada violencia.

De regreso en mi habitación, me desnudé ante el gran espejo y me contemplé: de la cabeza a los pies, aquel cuerpo me insultó. Me pareció que Christa no la había criticado lo suficiente.
Desde mi pubertad, detestaba mi físico. Constaté que la mirada de Christa había empeorado la situación; ya sólo podía verme a través de sus ojos y me odiaba a mí misma.

No hay mal que por bien no venga: en mi casa, había recuperado mi habitación y mi derecho a la lectura. Nunca leí tanto como en aquel periodo: devoraba, tanto para compensar las carencias pasadas como para afrontar la inminente crisis. Aquellos que creen que leer es una evasión están en las antípodas de la verdad: leer es verse confrontado a lo real en su estado de mayor concentración; lo cual, extrañamente, resulta menos espantosa que vérsela con perpetuas diluciones.

8 de julio de 2009

Fumar (no es una apología)

Te aplasto por última vez, con una inmensa ternura, en el cenicero de mis desconsuelos, y luego te echo al basural donde yacen los olvidos (Soy el que pude, Francisco Febres Cordero).


Fumo por placer. Me gusta fumar después de comer. Fumo cuando estoy ansioso. Fumo cuando estoy aburrido. Fumo pero estoy de acuerdo en las leyes que no permiten fumar en los sitios cerrados. Fumo pero estoy de acuerdo que se prohíba la publicidad de los cigarrillos. Fumo pero ni loco me metería en una de esas cabinas como las del aeropuerto de Barajas, donde el resto de fumadores parecen animales en exhibición envueltos en una cortina de humo. No fumo para ser Bogart con su cigarro en mano o James Dean. Sería patético y una canallada porque ese era un rasgo propio de los dos y no una fachada de tipo rudo. El último cigarrillo, hasta la fecha, lo probé en la noche viendo al Obelisco. De eso casi un mes, así que estoy consciente que no soy un adicto. Por suerte el cuerpo no me pica porque pide nicotina.

Cuando tiempo atrás le hicieron un reportaje al dueño del bar Diva Nicotina de Guayaquil, de cómo escogió el nombre para dicho lugar (donde uno puede pasar ratos surrealistas), contaba que lo hizo después de haber leído un libro con el mismo nombre. A ese libro siempre me lo imaginé como la historia de algún espía que corrió muchos riesgos para llevar las primeras plantas de tabaco al Reino Unido. Algo con influencia de Ian Fleming y su James Bond, pero como nicotina tiene nombre de mujer preferí una espía al estilo Mata Hari. Así mejor. Pero cuando encontré el libro y leí sus primeras páginas, entendí que la cuestión era diferente.


El autor de “La diva nicotina”, Iain Gately (no aparece en wikipedia, pero eso no le resta importancia porque sus libros han cosechado críticas favorables), escribe el libro como una gran investigación periodística de más de 300 páginas. El escritor británico, criado en Hong Kong, hizo el trabajo sucio. Tal vez algún novelista se invente la historia de espías seducidos por el tabaco. Lo que leí se parecía más a un libro de historia que detalla las influencias de la planta en la humanidad. Como un documental con toda su suciedad y realidad pura y dura. Comenzando desde su descubrimiento cuando los primeros españoles pisaron América (el aspirar humo es uno de los mayores aportes del continente al resto del mundo), observando el uso de estimulante para producir alucinaciones, el humo como elemento primordial en sacrificios humanos, y como símbolo de jerarquía que le daban los mayas, aztecas, incas y otras tribus del continente; y años después las bondades del tabaco para curar la sífilis o la relación con el diablo que Fray Bartolomé de las Casas le dio; la llegada a China, a los musulmanes y sobre todo a África (inicio de la esclavitud); las primeras desastrosas expediciones de los ingleses a América; el uso de las pipas y la fascinación por estos instrumentos en los indios; la inspiración que le dio a muchos poetas a través del tiempo; los pensamientos de Thomas Jefferson, dueño de cultivos de tabaco, sobre las libertades después de que le aumentaron los impuestos a su principal producto; el masivo consumo de los obreros (porque calma el hambre) durante la Revolución Industrial; la compañía que les daba a los soldados durante las guerras mundiales; las campañas contra el tabaco; el esplendor que le dio el tabaco a la publicidad y su futura prohibición en el producto; hasta las estrellas de cine, rockstars, y super modelos fumando como signo de distinción y rebeldía.

El texto, ingeniosamente relatado, muestra la dependencia y adicción que ha tenido la humanidad con esta planta. La forma en como ha estado presente en todos los momentos de importancia durante los últimos cinco siglos. No es una apología al tabaco. Y estoy seguro de que fumar causa adicción, pero de que mata rápido y sin excepción no lo estoy. Sino los cubanos disidentes y exiliados deberían estar muy decepcionados con una planta que en cincuenta años no ha cumplido (tampoco la CIA ha podido) con lo profesado por muchos doctores y activistas.



Sobre las primeras colonizaciones de los ingleses en América:

Las colonias caribeñas funcionaban de forma similar a las de Virginia, pero con algunas interesantes complicaciones locales. St. Kitts era lugar predilecto de los caribes, un pueblo marinero de caníbales que vieron en los recién llegados hombres blancos la oportunidad de mejorar su dieta. Ya se habían comido a los franceses de una isla vecina, y les había gustado la carne de hombre blanco. Además, a los caribes les encantaba el tabaco, y realizaban arriesgadas incursiones nocturnas para arrancarlo de las plantaciones. Barbados, por el contrario, cincuenta millas hacia el interior del Atlántico, era una isla deshabitada y cubierta de una espesa selva virgen. A los colonos les llevó mucho tiempo abrir claros en la selva para plantar tabaco, ya que debido a la pequeña superficie de la isla no podían utilizar el sistema de incendiar el bosque sin arriesgarse a verse atrapados en el incendio.

Sobre la relación perpetua entre tabaco y arte:

La relación entre tabaco y arte seguía viva. La nueva generación de dramaturgos británicos – entre ellos, George Bernard Shaw – se aficionó al tabaco con el mismo entusiasmo que sus antecesores isabelinos. Los pintores franceses, como Henri de Tolouse – Lautrec, encontraban belleza en las azules volutas del humo del cigarrillo; Piet Mondrian compuso sus pinturas abstractas con la pipa en la boca y Vincent Van Gogh pintó sus girasoles de forma similar. El historiador Aubrey Beardsley descubrió que las figuras que pintaba guardaban mejor la proporción si tenían un cigarrillo en la mano, y el movimiento surrealista se dedicó a explorar la sorprendente simbiosis entre el tabaco y el hombre. En algunos casos, los objetos del fumador pasaban incluso a un primer plano: René Magritte pintó la pipa sola como emblema del hombre urbano, y suspendió al hacedor de nubes – el fumador – sobre un fondo liso. También la planta de tabaco mantuvo su relación con los hombres de ciencia. Albert Einstein, el más grande científico después de Darwin, meditaba sobre los misterios del espacio y el tiempo con una pipa en la boca. Einstein expuso clara sus razones para fumar: “Creo que fumar en pipa ayuda a pensar con serenidad y objetividad sobre todos los asuntos humanos”.

Las consecuencias en el consumo de tabaco de que Cuba se haya vuelto comunista:

Para los fumadores de cigarros en el mundo fue una vergüenza que el perfecto símbolo del éxito capitalista – el habano – cayera en manos de los comunistas. En Cuba, la producción de cigarros se concentraban en unas cuantas fábricas que producían varias marcas, y ahora a las torcedoras se les leía propaganda comunista en lugar de las románticas novelas de siempre. Algunas de las más destacadas familias cigarreras huyeron del país y se llevaron sus marcas consigo…

En la Cuba postrevolucionaria, los fumadores de cigarros no recibieron la misma persecución que los fabricantes. Tanto Castro como su compañero revolucionario, el argentino Che Guevara, eran grandes fumadores de cigarros, y los dos estaban convencidos de la bondad de su hábito. El Che había formulado el ideal de un “hombre nuevo”, un revolucionario preocupado por la justicia y la distribución de la riqueza, y que además fumaba. En su guía práctica para poner en marcha una revolución (la guerra de guerrillas, 1961), el Che señaló: “Uno de los placeres indispensables en la vida del guerrillero es fumarse un cigarro”…

6 de julio de 2009

Foxxxy




Baila rica nena, sabrosito, baila rica nena, mas pegadito/ me gusta chichi, me gusta chacha, yo/ quiero que me des/, que me des papaya (Rastaman – Dita, Molotov).

Esos ojos. Ese color de piel. Esos labios. Ese pequeño bikini. Esas tetas. Ese culo. Ese nombre de actriz porno. La única razón para regresar al cine a la segunda parte de Transformers, es volver a ver aquella mujer que en la primera entrega destapa el capó de un auto y sus firmes abdominales son enfocados acompañados de su cuerpo arqueado que denota unas deseables curvas. El resto me imagino que es basura. Un montón, calculado en millones de dólares, de efectos especiales para generar vértigo durante casi dos horas (otro placebo para la falta de argumento en esta película). No la he visto pero me la imagino. ¿Por qué? Porque Michael Bay siempre hace lo mismo. La misma puesta en escena al estilo Armaggedon donde el mundo está en peligro y solo los Estados Unidos y sus instituciones militares podrán salvarnos.

Pero volviendo a lo de aquella chica que en estos días nos tiene con las hormonas a flor de piel a todos los hombres, en la sección Radar del diario Página 12, Mariano Kairuz le escribe un artículo con el título: “Megan Fox, la estrella que todavía no hizo nada”. Acompañada de una carcajada ante el descuido de lo obvio, la frase no pudo ser más certera, porque la Fox al verla calienta y muchas cosas de las cosas que habla también calientan (gran parte del resto son estupideces), pero de ahí a destacar sus dotes de actriz o recordarla por alguna representación, hasta ahora naranjas. Y la verdad es que, tal vez, todavía no lo ha podido hacer porque no tiene muchas películas en su haber, y quizá (lejanos y dudosos "quizá" y "tal vez") en un futuro pueda sorprendernos, pero volviendo al presente cabe la pregunta: ¿Entonces por qué la tachan de superestrella? La respuesta es fácil: Esos ojos. Ese color de piel. Esos labios. Ese pequeño bikini. Esas tetas. Ese culo. Ese lascivo nombre de actriz porno (sin olvidar sus calenturientas frases y esa pinta de mujer independiente y que no le teme a nada).

Y la Fox también me recuerda, pero creo que es más el artículo del Página 12, a muchas de las modelos, vedettes y supuestas actrices que vemos en televisión, a todas ellas que al final terminan siendo un adorno más en la escenografía, un exuberante adorno como símbolo de éxito para los hombres, o como distracción para olvidar lo patético que es el programa. Carne fresca para el carnal de las estrellas como dirían los de Molotov. Y nos harán babear, aullar como lobos, decirles lo buenas que están y provocar que el resto de las mujeres las odien. Porque para eso están (con su consentimiento, faltaba más). Y claro que sus vidas no se resumen en ser una obra de arte o un pedazo de filete (visto por un experto en admirar cuerpos, o por un curuchupa moralista, o por algun híbrio de los dos), pero eso no las termina convirtiendo en estrellas. A menos que sea la Fox, quien no necesita saber actuar, con su ejército de adolescentes que la tienen presentes en sus húmedos sueños; o a menos que ahora el destacarse en el cine no signifique buenas interpretaciones sino carnes y curvas en el lugar correcto que cualquier dealer cirujano pueden proveer. Si todo sigue así Giselle Bundchen y Alessandra Ambrossio, que cada navidad vemos en el desfile de Victoria´s Secrets, podrían ganar el Oscar en un par de años.

No es que no me guste ver a las despampanentes brasileñas pero me gusta verlas donde están. Y por otra parte, ver a la Fox es un montón de pensamientos que se traducen en: Esos ojos. Ese color de piel. Esos labios… y tal vez lo piense y dude pero no creo que le pondría los cuernos a Anne Hattaway con ella. En Hollywood la mujer de mis sueños.
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