14 de julio de 2009

No estamos perdidos en Tokio

Me gusta mucho Guayaquil, y disfrutó mucho verla desde afuera, cuando no vivo en ella. A veces me cansa porque es exasperante, me quiere someter a un ritmo que no estoy dispuesto a aceptar. Me ahoga, queriéndome, a través de una vil tortura, que adopte su trepidante y caótico estilo de vida (a la vez es lo que me gusta). Por eso viajo, para cada vez que vuelvo verla con otros ojos. Ver que está bien y que no. También viajo porque creo que hay otros lugares que sin conocerlos aún, están esperando que lo haga. Como hechos artesanalmente por mi imaginación. Disfruto esa sensación de sentirme cómodo en un lugar que no tenía mucha idea de él o sólo lo había visto desde una postal. Razones por las que ahorro casi todo mi sueldo para escaparme por un tiempo de Guayaquil, o no tengo mayores dudas para aceptar empleos fuera de la ciudad donde nací. Esa experiencia de estar solo, no conocer a nadie y empezar todo de nuevo, es lo que te pone a pensar. Pensar en serio lo que uno quiere. Y hay veces también en que el sitio donde se supone uno debería integrarse no es más que una mierda, y el olvidarse de las comodidades no tiene ninguna recompensa. Como haber llegado al infierno que se traduce en putear con libertad en más de una ocasión a tu nuevo hogar. Pero eso no me quita la ganas de vivir en otro país por un par de años. No con el objetivo de migrar, hacer más plata y enviársela a mi familia, sino por la experiencia de saber hasta donde soy capaz de adentrarme en un lugar desconocido, y apoderarme de una parte de él. También se lo recomendaría a todo el mundo. Si hubiera, a manera de video cámara, una encuesta que enliste las cosas que alguien debería hacer en su vida, pondría entre las primeras el de vivir en otro lugar. Por eso tengo escalofríos cada vez que amigos a los veinticinco años me anuncian que se casan o que se compran un montón de cosas, esperando encontrar ahí a ellos mismos.


Siguiendo con la lectura de Amelie Nothomb, en “Ni de Eva ni de Adán”, la lectora belga cuenta, a manera autobiográfica siempre, la ocasión en que regresó a Japón (la última vez que lo había visitado fue a los 5 años). Nos cuenta todas las sensaciones de regresar a un lugar que lo siente propio pero del que no se acuerda de nada. Con esas ganas de no quedarse únicamente en el turismo de tomar fotos, probar algo de comida y disfrutar de lo que te venden muchas agencias de turismo. Irónicamente cosas que hacen muchos de los japoneses. Ella quiere también adentrarse en el idioma y la mejor manera de aprender japonés, ella cree, es enseñando francés. Ahí conocerá a Rinri, que no es un nipón que encaja perfectamente en el molde, contando la historia de su libro (con un estilo bastante parecido a otras autobiografías que he leído como “Antes del fin” de Ernesto Sabato o “Soy el que pude” de Francisco Febres – Cordero) a través de anécdotas y singularidades del país que le pasaron junto a Rinri, de quien después se enamora (pero la historia no es al estilo de Lost in translation donde el romance, la atracción provienen del sentirse distintos en un país tan extraño para ellos. Acá, el poder descubrir Japón, verlo con otros ojos es lo que los une). Anécdotas que en varias ocasiones me hicieron cagar de la risa, y aunque nunca estuve en Japón (a lo mucho he estado en el jardín japonés de Guayaquil y en el jardín japonés de Buenos Aires, donde además de peces koi, lo que más abundaban eran turistas brasileños) las he sentido en algo propias. Cualidad que tiene Amelie, esa de rememorar eventos que casi seguro nos han pasado a todos, por lo que sus novelas no tienen elementos de grandeza pero uno las siente personales. Ojalá que cuando rememore mis veinticinco años a los cincuenta, no los mezcle con las letras escritas por Amelie.



30 de enero de 1989. Mi segundo día en Japón como adulta. Desde lo que yo denominaba mi regreso, al descorrer las cortinas cada mañana descubriría un cielo de un azul perfecto. Cuando durante años has recorrido cortinas belgas sobre toneladas de gris, ¿cómo no exaltarte ante el invierno tokiota?

El amor es un impulso tan francés que algunos lo consideran un invento nacional. Sin llegar a ese extremo, admito que hay en esta lengua un genio amoroso. Quizá podría considerarse que Rinri y yo, cada uno a su manera, no habíamos contagiado de la inclinación típica del otro: el jugaba al amor, embriagado por la novedad, y yo me deleitaba de koi. Lo que demostraba hasta qué punto estábamos admirablemente abiertos a la cultura del otro.

Desde el aeropuerto de Hiroshima, tuve una impresión muy concreta: no estábamos en 1989. Ya no sabía que año era: por supuesto, no estábamos en 1945, pero aquello parecía los años cincuenta o sesenta. ¿Acaso el choque atómico había ralentizado el curso del tiempo? No faltaban construcciones modernas, la gente vestía normalmente, los vehículos no diferían de los del resto de Japón. Era como si los seres vivieran con más intensidad que en otra parte. Vivir en una ciudad cuyo nombre significaba, para el mundo entero, la muerte, había exaltado en ellos una fibra viva; y la consecuencia de todo ello era una sensación de optimismo que recreaba el ambiente de una época en la que todavía se creía en el porvenir…
Paseando por las calles de aquella ciudad de provincias, pensé que la dignidad japonesa tenía allí su retrato más impactante, Nada, absolutamente nada, hacía pensar en una ciudad mártir. Me pareció que, en cualquier otro país, semejante monstruosidad habría sido explotada hasta la náusea. El capital de victimización, tesoro nacional de tantos y tantos pueblos, no existía en Hiroshima.

Estaba en lo cierto. Más allá de los mil quinientos metros, desaparezco. Mi cuerpo se transforma en pura energía y en el tiempo que uno tarda en preguntarse dónde estoy, mis piernas ya me han llevado tan lejos que me he convertido en invisible. Otros tienen la misma propiedad, pero no conozco a nadie con quien resulte tan poco imaginable, ya que, de cerca, o de lejos, no es que me parezca demasiado a Zaratustra.
Y, sin embargo, en eso es en lo que me convierto. Una fuerza sobrehumana se apodera de mí y asciendo en línea recta hacia el sol. En mi cabeza resuenan himnos olímpicos no en el sentido deportivo sino mitológico. Comparado conmigo, Hércules es un joven achacoso. Y eso que solo hablo de la rama griega de la familia. Nosotros, los mazdeítas, somos otra cosa.
Ser Zaratustra significa tener, en lugar de pies, dioses que devoran la montaña y la convierten en cielo, significa tener, en lugar de rodillas, catapultas que transforman el resto del cuerpo en puro proyectil. Significa tener, en lugar de vientre, un tambor de guerra y, en lugar de corazón, la percusión del triunfo, significa tener la cabeza habitada por una alegría tan espantosa que es necesaria un fuerza sobrehumana para soportarla, significa estar en posesión de todos los poderes del mundo por la única y auténtica razón de que los has convocado y puedes contenerlos en tu sangre, significa no tocar tierra por un diálogo cercano con el sol.

Bautizo el avión como Pegaso. La música de Liszt ha multiplicado mi alegría por mil. Tengo veintitrés años y todavía no he encontrado lo que buscaba. A los veintitrés años, es bueno no haber descubierto tu camino.

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