30 de septiembre de 2010

La historia de siempre (un país en caos)

Habría que estar en coma clínico para no conocer de las protestas de los estudiantes y servidores públicos en contra de leyes que se están discutiendo en la Asamblea. Se sentían tiempos turbulentos; ¿pero alguien se esperaba lo que ocurrió hoy? Terminar el día, sentado frente al televisor, viendo el rescate del Presidente del país en medio de una batalla campal entre militares y policías. Viendo a ese pobre miembro del GOE rodar al caer del vehículo y permanecer inmóvil, rodeado por sus asustados compañeros que no sabían si debían moverlo.



Dudo que alguien hubiera imaginado que como gripe porcina se propagarían los levantamientos en los cuartes policiales luego de que el Regimiento principal de Quito y otro de Loja se declararan en paro, en rechazo a artículos de una ley en la que se le quitan beneficios adquiridos en el pasado. Menos aún si en principio se suponía que la manifestación duraría media hora. Sin embargo de un rato a otro todo el Ecuador se quedó sin el servicio público, y los gendarmes, como si estuviera todo planeado, se tomaron las ciudades. En Guayaquil bloquearon el acceso al Puente de la Unidad Nacional y se congregaron en la Av. de las Américas, en Babahoyo cerraron las vías de acceso al cantón, en Cuenca e Imbabura quemaron llantas en la vía Panamericana. En Quito las protestas eran mayores y a medida que pasaba el tiempo nos enterábamos de sublevaciones en Manabí, Esmeraldas, Chimborazo y otros lugares. ¿No saben los policías que con este tipo de protestas que terminan en un caos sin precedentes,Correa puede imponer ese régimen autoritario que todos temen; con restricciones a la prensa, militares en las calles y toques de queda? Sin sus uniformes, y nadie que los controle, son capaces de provocar más desmanes que cualquier otro grupo con bombas molotov en la mano.

Correa se sacaba la camisa y desafiaba a que lo mataran. Fue agredido con gases lacrimógenos y llevado al hospital. Al mismo tiempo se empezaba a escuchar del robo de una agencia bancaria en Portoviejo. Cerca de mi casa, en La Alborada, las calles parecían 1 de enero con los locales comerciales cerrados. Se rumoraba que en Plaza Mayor pandilleros estaban asaltando a transeúntes. En la televisión los ojos de Águila mostraban como el local de Jaher era vacíado - un hombre con una refrigeradora en sus espaldas se podía distinguir a lo lejos -. En la bahía un vendedor ambulante era pateado en el piso, al mismo tiempo que colegiales lanzaban piedras a los dueños de los comercios que con palos trataban de defender sus puestos. La radio era una máquina de malas noticias. Saqueos en el puerto. La Gobernación de Riobamba era tomada por el Frente Popular. La CTG también hablaba de sumarse al paro. Cualquiera que tenía algo que protestar salía a la calle - era de ellos, de los radicales -: los de la Federación Universitaria, los estudiantes del Aguirre Abad contra los del Vicente Rocafuerte, los afectados por el robo en Monte de Piedad en Cuenca. Lourdes Tibán - líder indígena – felicitaba por los actos a la policía. Se pedía a la ciudadanía que permaneciera en casa y la reportera de Canal Uno exacerbaba el miedo pidiendo que pongan trancas a las puertas. En Telesur se hablaba de golpe de Estado. WTF? ¿no sólo se trataba de una protesta? Aunque después de todo estamos en Ecuador. Lo único que faltaba era alguien declarando la constitución de la República Independiente del Guayas.



Revisando Facebook varios de los contactos que tengo agregados ponían en sus estados que se encontraban en el centro de Guayaquil y no podían salir, que estaban asaltando el Supermaxi y robando los autos en los semáforos. Otros escribían que Correa se vaya a Venezuela y no vuelva, lo tildaban de maricón y expresaban todo el odio acumulado contra él, que los policías por fin estaban haciendo su trabajo. Algunos, por otro lado, criticaban a la policía por la inseguridad de la ciudad, mencionaban que no debían atentar contra la democracia, invocaban a Dios para que proteja al país y al Mandatario. Y unos cuantos, minoría, se divertían con mensajes de que la protesta era contra Maruri y no contra el presidente, que mañana iba a haber mucho material para “En carne propia”. Me gustó un debate: Steven después de escribir en el muro de Mariglen que el presidente era un maricón y un estúpido en varios mensajes con la misma idea, ella le contestó que al parecer él no estaba sufriendo sino que estaba muy divertido con la situación. Steven le dijo que estaba cabreado porque a su hermano lo habían hecho marchar hasta el Puente para defender al presidente, y que si no lo hacía lo botaban de su trabajo – una empresa pública –. Mariglen también le mencionó que a ella en la marcha de Guayaquil la obligaron a asistir. Pude darme cuenta de que no existe diferencia entre ambos bandos. En Ecuador quien puede utilizar la fuerza bruta y la imposición siempre ganará.

Se hablaba de que el Presidente estaba secuestrado en el hospital. Patiño invitaba a que vayamos a liberarlo. Las estaciones de televisión estaban en cadena nacional ininterrumpida y se notificó que hubo intentos de atentar contra las antenas de varias. Un oficial de policía decía que era falso lo del secuestro y que el diálogo para solucionar el inconveniente estaba dándose. Cualquier duda de que se trataba de un intento de golpe de Estado se despejó con la balacera y el rescate. A continuación la decepción: Correa libre en Carondelet decía que mucho debían aprender los oficiales y la oposición con este acto, lástima que no menciono lo que él había aprendido.

Acciones totalmente injustificadas como las del día de hoy pudieron haberse prevenido con la existencia de diálogo, invitando a participar a los involucrados y no imponiendo vetos con artículos que no fueron discutidos en las leyes en un principio. Esa es la lección de hoy, además de que pudimos conocer que el interés principal de la policía no es servir y proteger, y finalmente supimos hasta dónde son capaces de llegar - el oficial inmóvil en el rescate sigue cayendo en mi cabeza -.

Afuera, en la calle, que se ve tan lejos y vacía, suena una sirena. Seguramente nada bueno avisa.


29 de septiembre de 2010

Dos clásicos

1.

Sospecha, obsesión, morbo. La mirada fija de James Stewart conduciendo su auto es una postal del cine; de esas para imprimir tarjetas de clubes - como la que yo tenía del MAAC de la Lolita de Kubrick con sus gafas en forma de corazón –.

Cuando Hitchcock decidió dirigir Psycho, lo hizo para alejarse de las exigencias de los grandes estudios. Con Vertigo el director utilizó varios de esos excesos, de ley, para bien. Le sacó el jugo a esa inicial persecución, acompañada por una excesivamente intrigante música, en un tejado; a los psicodélicos sueños del protagonista y los retrocesos de la historia; a las locaciones de una San Francisco que después de ver la película dan ganas de elegir como destino para las próximas vacaciones; y a las intensas, y a ratos melodramáticas, actuaciones.

Y todo bien cuando Ferguson renuncia a la policía después de que no puede salvar a su compañero, las conversaciones asexuales con su intelectual amiga, y el seguimiento a la imponente Madeleine. Todo bien hasta que la rescata en el río y la lleva a su apartamento. Luego un edulcorado, melodramático, cursi enamoramiento causante de sopor; solo que cuando los ojos empiezan a cerrarse del sueño, se ve caer a Kim Novak de lo más alto de una iglesia. «Aguanta… Aguanta… pero si recién va una hora de película». A Hitchcock no le importa romper el argumento principal. El McGuffin ya no existe y la trama siguiente es el tratar de volver al pasado. Una peligrosa obsesión. Un romance necrófilo con altos y bajos.

Se nota a leguas, con su bajones y excelentes ratos, que la película está hecha para durar la eternidad a lo Citizen Kane o Casablanca. Sin embargo, como sí lo hace con el Watson de House - Wilson - y otras personas que la idolatran, no me cambió la vida ni la forma de ver las cosas.




2.
“Nicholas Ray es el cine” decía Truffaut. Una frase que se me grabó y la escuché, por primera vez, del altanero y engreído Theo al conocer, y saber que le gustan las películas del director, al tímido Mathew durante la huelga de la cinemateca en The Dreamers de Bertolucci. Ahora que al fin pude ver Rebel without a case tendré que desechar la cita porque confieso que no encontré a ese cine del que hablaba el realizador francés.

Son los 50 y estamos ante una pelea entre viejo e hijo sin ningún motivo aparente más que la incomprensión. Luego la madre, durante la escena en que se encuentra junto a su esposo en una patrulla de policía, menciona con dramático tono que en muchas ocasiones había escuchado de estas historias, pero jamás se imaginó que sería parte de una de ellas. Sacar los trapos al sol. Mostrar lo que nadie se había atrevido. Eso es lo que esperaba. ¿Y que pasó? Veamos: tenemos a un adolescente que se emborracha de vez en cuando y sus rebeldías son, además de una pelea con navajas, hacer sonidos en el planetario, con unos papá y mamá que poco le importan y prefieren huir a su obligaciones; una muchacha que ya no se siente la hija de papá y juega el papel de niña mala en una banda; y a un solitario joven rechazado por sus familiares y molestado en el colegio. No como la imaginaba, porque todo termina en una historia moralista que parece salida de una terapia para padres.

No es que la película sea mala, pero cincuenta años después es lógico el sarcasmo al presenciar una trama tan Z. Historias salidas de la mente de Easton Ellis con jóvenes en medio de orgías invocadas naturalmente y narices polveadas con coca son lo bastante más reales para estos tiempos. Aunque junto a sus contemporáneos The wild one con Brando y El guardíán entre el centeno de Salinger - personajes que me parecen mucho más rebeldes que el Jim de James Dean - advierten la llegada de los locos sesentas.

Nicholas Ray terminó su carrera marginalizado en Hollywood, presa de la locura y el alcoholismo. Totalmente obsesionado con la figura de James Dean – lo mejor de la película con una actuación salida del alma –. Esa historia preferiría haber visto.

25 de septiembre de 2010

Confiá que se viene Rodolfo

Termino de escuchar CONFIÁ y la verdad es que confío, aunque, como escribía Diego Fischerman en Página 12, resulte paradójico asimilar un disco de rock con ese título y que hable de optimismo, felicidad, equilibrio emocional y que venga con ritmos en algunas canciones que a ratos dan la sensación de estar en un karaoke, circo o una iglesia con varias coristas de soul. Algo que no se podría soportar si no se tratara de Fito Páez. Me gusta - no tanto como El amor después del amor, mucho más que Naturaleza sangre - y cada vez que vuelvo me parece mejor. Temas recomendables para la oficina, un viaje, las horas de tráfico, una cangrejada o reunión con los amigos sosteniendo, al menos, un vaso de guanchaca para aliviar las penas. Después de todo Fito es ese amigo que siempre te sale con algo bueno, del que quisieras saber su teléfono para romper en caso de emergencias y pedirle un consejo. Es una cuestión de actitud. El rosarino que detrás de los negros lentes de carey puede inspirarse con lo que sea: denle un piano y esperen a que una mosca pase cerca de su jardín y ya tiene una melodía. A lo bueno y malo le saca el zumo, como cuando después del asesinato de sus abuelas compuso Ciudad de pobres corazones.


Memorias de Spinetta, Charly García, Los decadentes, paseos por Rosario y largos viajes inundan las letras. Historias presentadas de la misma manera que esos montajes de recuerdo de las películas indies, con lindas niñas soplando dientes de león, una mesa y los amigos comiendo asados, un viaje y rayos de un cálido sol entrando al auto; otras hablando de las experiencias con la cocaína o duros rompimientos – poniendo en alto relieve la sabiduría adquirida –, pero en todas dejándose llevar, con una sencilla banda y la sinceridad de un cincuentón que aprendió a esperar que se escriba sola la canción, como canta en Tiempo al Tiempo. La intimidad del disco CONFÍA más esos otros himnos llamados Dar es dar, Polaroid de locura ordinaria, Tumbas de la gloria se escucharán el 1 de octubre en Ecuador.

El lugar aún no está confirmado, lo que se sabe es que será un concierto de carácter íntimo. El rosarino, su piano y la gente que lo escucha, de la misma forma que lo hizo en esa suerte de unplugged llamado No sé si es Buenos Aires o Madrid y sus discos Rodolfo y Moda y Pueblo. Tal vez sea Cuenca. Tal vez sea Quito. Habrá que planificar logística, presupuesto, volver a escuchar canciones guardadas en el tiempo, esos temas que algunos dicen, y con razón, que es lo mejor que tiene Fito - cantar desde el famoso pero no tan recomendable coro "todo yira y yira” hasta otros no tan conocidos –. Recuerden, si les sueno algo fanático, que este sitio, por el que alguna vez pasearon – hoy cumpliendo 300 posts –, lleva el nombre de una de sus canciones. Si no querés escuchar bancatelá dice otra

Que te guste la música de Fito es una contradicción al rock - pueden comprobarlo en en estas líneas que a ratos suenan a apología -, y sin embargo se disfruta de la buena vibra, que habrá a montones durante el concierto, tanta que al final de la noche, como canta en otro de sus nuevos temas, terminaremos viendo a la luna re-borracha... Confiá...

P.D. El tema que definitivamente quiero oír y después un par de canciones de CONFIÁ.








21 de septiembre de 2010

Un eterno verano


De chilena, la mete en el ángulo como la peor clase de crítica – o reseña – acerca de una novela, libro de cuentos o película, aquella que reduce la obra a cierta clase de hermético e insípido ensayo sociológico sobre las luchas de clases, la pérdida de valores y costumbres, o, peor aún, limitándose a comparar los eventos narrados con actuales sucesos políticos. Tolerable podría considerarse utilizar de ejemplo a, digamos, Requiem for a dream de Darren Aranofsky en una columna de opinión para señalar el camino a la autodestrucción que representan las adicciones y lo vulnerables que se encuentran las personas a las mismas en una sociedad consumista; pero de eso a convertir Ensayo sobre la ceguera de Saramago en un panfletario discurso en contra del capitalismo hay un largo, e insultante, trecho.

Está escrito con sangre que además de mostrar su visión de la realidad, un hecho particular o una época pasada – resulta absurdo negarlo –, el autor monta escenarios, les da colores y aromas a las plazas, le imprime ritmo y personalidad al relato, crea personajes, los cuida, los pule, los pone ante situaciones, los hace tomar decisiones, y los carga de emociones que generan empatía y un nexo con el lector y/o espectador. Esa individualidad en la narración es la causante de querer seguir una historia, de que le vaya bien o mal a ese alguien – y no el hecho de recordar –. Cosa que no pasa en El Gran Gatsby, la novela cumbre de F. Scott Fitzgerald. Una brillante fotografía de una época de la que el escritor es su artífice: la generación del jazz.

En El GG la historia parece no importar. Cualquiera pudo ser la trama, la cuestión era dar un paseo lleno de luces por el glamour de años de esplendor, donde cada persona deseaba ser una celebridad y llenarse de riquezas; con la moraleja, al final, de lo vacío que están los seres humanos cegados por el materialismo y de lo hipócrita que puede volverse una sociedad a la que solo le importan las apariencias. En el GG los protagonistas pueden ser los vecinos con los que no se habla mucho - ultraestereotipados - y los acontecimientos que les suceden el lector los ha escuchado más de una vez como historias verdaderas. Al fondo un melodrama de amor imposible entre amantes de distintas posiciones socioeconómicas, separados por una guerra que me recuerdan a esas películas del estilo de The notebook que los hombres debemos soportar para tener alguna posibilidad con la femina deseada; y al ver el tráiler de la adaptación al cine de la novela, cuando la voz en off señala que esta es la historia de amor más grande de todos los tiempos no podía dejar de pensar en Tomás y Teresa de La insoportable levedad del ser, o en Rímini y Sofía de El Pasado. El deseo de volver atrás en el tiempo, a épocas mejores para el romance que trata de transmitir el texto, volvió inalcanzable, irreal, gigantesca y grotesca a la historia por querer presentarla para todos los gustos.

El Gran Gatsby no es exactamente mi clase de libro: La crítica que se le puede hacer es algo explicado en macro ante esa falta de intimidad que muestra a los personajes como sombras – de Gatsby se sabe poco, el misterio es su atractivo –. Sin embargo a partir del capítulo VII la novela toma un ritmo nostálgico, que hace flotar al lector, le trae una avalancha de recuerdos, con una narración que está editada de la misma forma que esas películas de los años sesentas, como la Dr. Strangelove de Kubrick, donde el director sabe qué imágenes colocar. A partir de ahí el escritor se da cuenta que menos es más, las joyas y objetos le dan paso al sentimiento – además de las excelentes descripciones de NY a lo largo del texto –, dejando que cada uno sueñe lo que siempre quiso vivir, o recuerde lo que vivió solo que en otro escenario. Uno más brillante.

Fitzgerald siempre supo lo que la gente deseaba leer. Gracias a eso pudo vivir de forma acaudalada, comprando licor, yendo a fiestas y viajando en autos lujosos. Tratando de ser otro al igual que supersonaje principal, y mostrando al mundo tal como es.

“Cuando sientas deseos de criticar a alguien” -fueron sus palabras- “recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú tuviste.”

Algo en sus pausados movimientos y en la posición segura de sus pies sobre el césped me indicó que era Gatsby en persona, que había salido para decidir cuál parte de nuestro firmamento local le pertenecía.

Es un valle de cenizas, una granja fantástica donde las cenizas crecen, como el trigo, en cerros, colina,, y grotescos jardines: un valle donde las cenizas toman la forma de casas, chimeneas y humo en ascenso, e incluso, con un esfuerzo trascendente, la de hombres grises que se mueven envueltos en la niebla, a punto de desplomarse y a través de la polvorienta atmósfera. De vez en cuando una hilera de autos grises pasa reptando a largo de un sendero invisible, emite un traqueteo fantasmagórico y se detiene, acto seguido unos hombres grises como la ceniza se trepan con palas plomizas y agitan una nube impenetrable que tapa su oscura operación a la vista.


Esbozó una sonrisa comprensiva; mucho más que sólo comprensiva. Era una de aquellas sonrisas excepcionales, que tenía la cualidad de dejarte tranquilo. Sonrisas como esa se las topa uno sólo cuatro ó cinco veces en toda la vida, y comprenden, o parecen hacerlo, todo el mundo exterior en un instante, para después concentrarse en ti, con un prejuicio irresistible a tu favor. Te mostraba que te entendía hasta el punto en que quedas ser comprendido, creía en ti como a ti te gustaría creer en ti mismo y te aseguraba que se llevaba de ti la impresión precisa que tú, en tu mejor momento, querrías comunicar.

Me empezó a gustar Nueva York, la sensación chispeante de animación nocturna y la satisfacción que el constante revoloteo de hombres, mujeres y máquinas le dan al ojo inquieto. Me gustaba caminar por la Quinta Avenida, elegir entre la muchedumbre románticas mujeres e imaginar que en un momento yo entrarla en sus vidas y que nadie lo sabría o podría reprochármelo. Algunas veces, en mi mente, las seguía hasta sus apartamentos en las esquinas de calles recónditas, y ellas se volteaban y me devolvían una sonrisa antes de desvanecerse por entre una puerta en la cálida oscuridad.

Era un tiro al azar, y sin embargo, el instinto del reportero iba por buena ruta.
La fama de Gatsby, difundida por los miles de personas que habían aceptado su hospitalidad convirtiéndose en autoridad sobre su pasado, había crecido todo el verano, hasta que lo único que le faltaba era volverse noticia de los periódicos. Le achacaron leyendas contemporáneas tales como “la tubería subterránea hasta el Canadá”, y se difundió la historia recurrente de que no vivía en ninguna casa sino en un bote que parecía una casa y que se movía en secreto, de un lado a otro, por las playas de Long Island. Por qué podían ser estos inventos fuente de satisfacción para James Gatz, natural de Dakota del Norte, no es fácil saberlo.

Tengo la idea de que Gatsby mismo no creía que recibirla ninguno, y quizás ni siquiera le importaba ya. Si esto era cierto, debió haber sentido que había perdido su viejo y cálido mundo, que había pagado un precio demasiado alto por vivir con un solo sueño. Debió haber mirado hacia el cielo desconocido a través de las hojas atemorizadas y debió haber temblado al encontrar cuán grotesca es un rosa y cuán cruda la luz del sol que caía sobre la hierba escasamente creada. Un nuevo mundo, material más no real, donde unos pobres fantasmas, respirando sueños en vez de aire, vagaban fortuitamente por todos lados... como la figura cenicienta y fantástica que se deslizaba hacia él por entre los amorfos árboles.

West Egg, en especial, aún aparece en mis sueños más fantásticos. Lo veo como una escena nocturna de El Greco: un centenar de casas, a mismo tiempo convencionales y grotescas, agazapadas bajo un cielo opresivo y lúgubre, y una luna si lustre. En un primer plano, cuatro hombres solemnes, bien vestidos, caminan por los andenes con una camilla en la que yace una mujer borracha en un vestido de noche blanco. Su mano fría, que cuelga a su lado, resplandece con las joyas. Con gran solemnidad los hombres se dan la vuelta en una casa, la casa equivocada. Pero nadie conoce el nombre de la mujer, y a nadie le importa. Después de la muerte deGatsby, el Este estaba embrujado para mí en ese sentido, distorsionado más allá del poder de corrección de mis ojos. Así que cuando el humo azul de las hojas quebradizas subió en el aire y el viento sopló y la ropa recién lavada se puso rígida en los alambres, decidí regresar a casa.

15 de septiembre de 2010

Dylan según Dylan

Robert Allen Zimmerman tiene tantas – o más – vidas como un gato. Aunque la sensación que provoca ver un felino irrumpiendo en la silenciosa soledad de la noche, deteniéndose para sacudirse varios siglos de encima, proviene de un mito; mientras que las varias existencias del cantante–poeta conocido como Bob Dylan son tan tangibles y reales de la misma forma que lo son las estiradas y peludas patas de una tarántula buscando un refugio para pasar el frío de la noche. E hipnotizantes, también, de la manera en que solo una imagen venerada, siniestra y que no muestra totalmente su rostro, puede hipnotizar. Más de uno ha intentado retratarlo.

Dylanianos queriendo llegar hasta el fondo del asunto, descubrir secretos, contar historias rebuscadas, separar la ficción de la realidad, narrar aspectos de sus vidas. Scorsesse con el documental No direction home, Todd Haynes y el biopic I’m not there, docenas de libros y la reciente idea de un comic ilustrando sus canciones más representativas agrandan el mito, brindan nuevas mentiras y verdades, presentan con ojos de hechizado - ante el resplandor de la figura que han estado persiguiendo - la visión que tienen del cantante-poeta, exponenciando a la décima potencia su imagen. Y quien ha escuchado todos los discos de Dylan, pero no piensa en él solo como un músico, debido a tantos rumores, frases y eventos no sabe hasta dónde creer. Se ha escrito y hablado tanto de Dylan que al final parece una invención nuestra, sólo que él se resiste a creerlo; y en el año 2004, como grano de arena para aumentar la literatura en torno a su nombre, publicó el primer volumen de su autobiografía.

Crónicas no es exactamente un gran poema, ni una telaraña de metáforas y frases del estilo “the sun is chicken”. Es una detallada descripción de un viaje por una larga carretera con altos, curvas peligrosas, rectas para hundir el acelerador, donde Bob Dylan va al volante. Vemos con sus ojos el camino y eso es lo que vale, no tanto los estilos y vocabulario; sin importar que antes David Foster Wallace nos hubiera advertido acerca de lo insípidas que puedan resultar las autobiografías - acà el autor a ratos da la sensaciòn de esconder varios cadàvares en su armario al obviar las drogas y presentar bizarros sucesos como si èl los hubiera planeado de antemano -. El libro se deja llevar, sin estar contado de forma lineal, concentrándose en tres de sus reencarnaciones: sus inicios en el Greenwich Village y huída de Minnesota; el alejamiento de los escenarios posterior a su accidente en moto, tratando de dedicarse solo a su familia y grabando New Morning; y sus tiempos en New Orleans produciendo Oh Mercy, y la fractura en su mano que no le permitió tocar la guitarra y lo llevó a pensar en retirarse.

El recorrido es una mezcla de anécdotas, reflexiones sobre el entorno, la belleza del invierno, alabanzas a sus influencias y contemporáneos – Dave van Ronk – que admiraba en ese entonces. Un instrumento que sirve a la vez como telescopio y microscopio. Se respiran las calles de una época apocalíptica donde la creatividad flotaba, se recuerda a Woody Guthrie, a amigos íntimos. Su vida (sus vidas) es (son) un repaso por la música del siglo XX, de autores literarios como Balzac y películas de Fellini. Al igual que los mafiosos manifiestan que debió correr mucha sangre para convertirse en los hombres que son, Dylan se alimenta de la esencia de las cosas que le parecen interesantes, para después apropiarse de ellas y mejorarlas.

Lo imagino escribiendo estas memorias en una cabaña en las riveras del bosque, apoyando su pluma sobre un escritorio del siglo XVIII, en completo silencio, colgando el teléfono por enésima vez ante las insistencias de que asista como invitado a American Idol, siendo visitado por el editor que le pide incluir capítulos acerca de los momentos en que se inspiró para escribir sus canciones más memorables o discos de la factura del Highway 61 revisited, mencionándole que eso es lo que la gente quiere leer – tal vez en las dos próximas entregas sin fecha aún de publicación –, y Dylan con un cigarro en la boca mandándolo al diablo frunciendo el ceño, diciéndole abruptamente «únicamente yo puedo contar mi historia».
No había venido en un tren de carga. Había atravesado el país desde el Medio Oeste en un sedán de cuatro puertas, un Impala del 57. Salí escopeteado de Chicago y atravesé con la directa puesta ciudades humeantes, carreteras sinuosas, prados cubiertos de nieve, hacia el este, cruzando los límites estatales… en un viaje de veinticuatro horas, sesteando durante la mayor parte del trayecto en el asiento de atrás, y charloteando el resto del tiempo. Con la mente perdida en intereses secretos..., hasta cruzar el puente George Washington.

Además, en el Folklore Center había muchos discos folk sólo para iniciados que yo deseaba escuchar. Partituras olvidadas de todo tipo -salomas de marineros, canciones de la guerra civil, de vaqueros, de misa, elegías, himnos integracionistas o sindicalistas-, libros antiguos de cuentos populares, publicaciones de organizaciones obreras…


Resulta gracioso tenerlo como compañía. Viste con una túnica de monje y bebe infinitas tazas de café. Duerme tanto que tiene la mente embotada. Cuando se le cae un diente, dice: «¿Qué significará esto?». Lo cuestiona todo. Al acercarse a una vela, su ropa empieza a arder. Él se pregunta si el fuego es buena señal. Balzac es hilarante.


Abundaba la clase de gente que salía de ningún lado y más tarde regresaba allí; un rabino con pistola, Una chica con dientes desiguales y un gran crucifijo entre los senos..., toda suerte de personajes en busca de un poco de calor humano. Me sentía como si los viera a todos sentados al borde del abismo.


Las canciones folk son evasivas, ya que tratan de la verdad de la vida, y la vida es más o menos mentira, pero así es como queremos que sea. De otro modo no nos sentiríamos cómodos con ella. Una canción folk tiene más de mil caras... Todo depende de quién toca y quién escucha.


Ray, que había nacido en Virginia, tenía antepasados que habían luchado en ambos bandos de la guerra de Secesión. Yo me apoyaba en la pared y cerraba los ojos. Sus voces llegaban hasta mis oídos como si procediesen de otro mundo. Hablaban de perros, de pesca, de incendios forestales, de amor y monarquías y de la guerra de Secesión... Sus palabras me parecieron misteriosas y desacertadas, pero si las dijo, las dijo y ya está.


Mi universo musical crecía día tras día, con el descubrimiento de discos de Dizzy Gillespie, Fats Navarro, Art Farmer y algunos asombrosos de Charlie Christian y Benny Goodman... Bot Bouse de Charlie Parker también era un buen disco para despertar. Sólo algunos afortunados vivos habían visto y escuchado a Charlie Parker, lo que por lo visto les había infundido una especie de esencia vital secreta. Ruby, My Dear, de Monk, era otra maravilla. Monk tocaba en el Blue Note, en la calle 3, junto a John Ore al bajo y el batería Frankie Dunlop.


En una de mis visitas, Woody me habló de unas cajas llenas de canciones y poemas inéditos escritos por él y para los que no se había compuesto melodía. Estaban guardadas en el sótano de su casa en Coney Island, y me dio permiso para ir a buscarlas. Me animó a ir a ver a Margie, su esposa, si estaba interesado, y a explicarle por qué estaba allí. Ella me abriría esas cajas.


Nueva York era una ciudad fría, contenida y misteriosa, la capital del mundo. En la Séptima Avenida pasé por delante del edificio donde Walt Whitman había vivido y trabajado. Me detuve por un segundo y lo imaginé escribiendo frenéticamente y entonando la verdadera canción de su alma.
También me había parado ante la casa de Poe en la calle Tres para hacer lo mismo: contemplar las ventanas con melancolía…

Por lo visto yo siempre iba en pos de algo, de cualquier cosa que se moviera -un coche, un pájaro, una hoja al viento-, que pudiera conducirme a algún otro sitio mejor iluminado, a alguna tierra ignota río abajo. No tenía la más remota idea del mundo desgarrado en el que vivía, de lo que la sociedad puede hacer a las personas.


Lo que había sido un plácido refugio dejó de serIo de pronto. Probablemente alguien puso a disposición de los drogatas y colgados de los cincuenta estados mapas para que pudieran llegar a nuestra granja. Hatajos de gorrones peregrinaban desde California. Tontos del culo irrumpían en casa a todas horas de la noche. Al principio, se trataba de nómadas sin techo que entraban ilegalmente. Se me antojaban más bien inofensivos, pero luego empezaron a llegar radicales sin escrúpulos en busca del Príncipe de la Protesta: personajes de aspecto sospechoso, tipas que semejaban gárgolas, espantajos y vagabundos con ganas de fiesta...


A veces acababa en una casa flotante, móvil, esperando oír una voz, arrastrándome afanosamente, o boca arriba, de noche, en una playa salvaje y protectora, rodeado de alces, osos, ciervos y el esquivo lobo gris que acechaba no muy lejos, o escuchando la llamada del somorgujo en un tranquilo atardecer estival.


Fuera, un pájaro carpintero martilleaba un tronco en la oscuridad. Mientras estuviera vivo debía mantenerme interesado en algo. Si mi mano no sanaba, ¿qué iba a hacer con el resto de mis días? Abandonar la industria de la música, por descontado. Alejarme de ella tanto como fuera posible. Fantaseé acerca del mundo de los negocios ¿Qué podía resultar más simple y elegante que aventurarse por allí?


Hay muchos sitios que me gustan, pero ninguno tanto como Nueva Orleans. A cada instante se presentan mil perspectivas distintas. En cualquier momento te puedes topar con un ritual celebrado en honor de una reina poco conocida; sangre azul, nobles cegados por la bebida que se reclinan desmadejadamente contra los muros y se arrastran por la alcantarilla. Hasta ellos hacen reflexiones que vale la pena escuchar. Nada parece inapropiado. La ciudad es un poemainfinito...


En cuanto a la reina, ésa era Joan Baez. Joan nació el mismo año que yo, y nuestros caminos acabarían cruzándose, pero habría sido ridículo pensar en ello por entonces... Yo no podía dejar de mirarla. Ni siquiera me atrevía a parpadear. Ella tenía un aspecto espectacular, con su lustrosa cabellera negra que caía hasta la curva de unas caderas estrechas, y sus pestañas lánguidas, ligeramente curvadas hacia arriba… Además, estaba su voz. Una voz que ahuyentaba los malos espíritus. Parecía de otro planeta.


La voz y la guitarra de Johnson resonaban en la sala, y yo me vi absorbido por ellas. Para mí era inconcebible que no produjera el mismo efecto en todo el
mundo. Sin embargo, Dave no opinaba lo mismo… Entiendo su punto de vista, pero yo pensaba lo contrario. A mi juicio, la originalidad de Johnson era absoluta, sus canciones no podían compararse con nada.

La escena de la música folk había sido como un paraíso que debía abandonar, del mismo modo que Adán abandonó su jardín. Era demasiado perfecto. En unos pocos años, se iba a desatar una tormenta de mierda. Las cosasempezarían a arder…


P.D. Las tres mejores canciones de Dylan.





10 de septiembre de 2010

Generación X


Inconformistas de tiempo completo. Apáticos con el mundo exterior. Poco convincentes de mantener los valores tradicionales. No importaba tener las mayores comodidades gracias a los beneficios de los padres yuppies. Todo estaba perdido. Un hueco en la capa de ozono, cada vez más grande, amenazaba con carbonizar el planeta. El SIDA estaba en el colegio, en las fiestas, en las salidas con amigos, en todas partes. Y los temores de no ir al baño en el cine porque habían viejos morbosos esperando aprovechar cualquier situación, o que a las salidas de clases habían hombres que vendían drogas a los niños eran algo común. El ambiente era como si una larga lluvia ácida hubiera cubierto la ciudad. Bueno… al menos para algunos…

“Con los pies en el aire y la cabeza en el piso, intenta este truco y tu cabeza colapsará” de los Pixies era una canción que oía sin cesar. La letra es casi un eterno sentimiento. En el documental acerca de las siete eras del rock, en la parte dedicada al grunge, se habla de que Nirvana después de escuchar Where is my mind? supo lo que debía hacer con la música. El capítulo más nostálgico, el más cercano. Mickey Rourke, que nos enseñó lo daniño que puede ser abandonar a una hija en “The Wrestler”, estaba equivocado cuando dijo que Cobain lo jodió todo.
No recuerdo a Reagan con su hipócrita sonrisa promoviendo el estilo de vida de los suburbios. Tampoco llegué a vestir camisas de franelas ni llevé el cabello hasta la nuca. El mundo que se me presentaba no era exactamente la sombría postal importada años atrás desde lugares como Washington y Oregon, donde seguía pegando Pearl Jam con Even Flow, Jeremy y Alive. Sólo que escuchaba Smell like teen spirit, Lithium, Aneurysm y Come as you are con la aguja del volumen en MAX una y otra vez. Los de Nirvana sabían de lo que hablaban a diferencia de Limp Bizkit, Linkin´Park y otros que eran la moda. Kurt me recordaba a Jesucristo que también se había cansado del planeta y de ser un humano. Antes de irse los Pixies le enseñaron el camino.



Y Chuck Palahniuk es un sobreviviente de aquella decadente y cada vez más lejana era. Prozac, técnicas prolongas de masturbación, enfermedades mentales, vagabundos están en su obra literaria. Una gran alcantarilla. Después de todo uno de los más famosos personajes de sus libros dice que debemos contemplar la posibilidad de que Dios nos odie; no es lo peor que podría pasar. El autor mantiene el espíritu de la Generación X, y ya que estaba leyendo su libro de cuentos “Error humano” hago copy-paste de uno de sus relatos – por cuestiones de espacio y pereza el más corto -, digno del realismo sucio; y acá haciendo click está una historia de adolescentes bastante visceral y angustiada. Los elementos necesarios…


ACOMPAÑANTE

En mi primer día como acompañante, a mi primera cita le falta una pierna. El tipo fue a una casa de baños gay, para quitarse el frío, me dijo. Tal vez en busca de sexo. Y se quedó dormido en el baño turco, demasiado cerca de la fuente de calor. Se pasó horas inconsciente hasta que alguien lo encontró. Para entonces la carne de su muslo izquierdo ya estaba completamente cocida.

No podía caminar, pero su madre vino de Wisconsin para verlo y el hospital para enfermos desahuciados necesitaba alguien que los llevara a los dos a visitar los sitios locales de interés turístico. Que los llevara de compras por el centro. A ver la playa. Multnomah Falls. Era lo único que podía hacer uno como voluntario a menos que fuera enfermero, cocinero o medico.

En ese caso se hacia uno acompañante, y el hospital del que hablo era un sitio al que iban a morir jóvenes sin seguro medico. Ni siquiera me acuerdo del nombre. No lo ponía en ningún letrero, y te pedían que fueras discreto en tus idas y venidas porque los vecinos no tenían ni idea de lo que pasaba en aquella casa enorme y antigua de su calle, una calle a la que no le faltaban fumaderos de crack y tiroteos desde los coches, a pesar de lo cual nadie quería vivir al lado de aquello: cuatro personas muriéndose en la sala de estar y dos en el comedor. Por lo menos dos personas en cama agonizando en cada dormitorio del piso de arriba, y la verdad es que no faltaban dormitorios. Como mínimo la mitad de aquella gente tenía sida, pero la casa no discriminaba a nadie. Uno podía ir allí y ver morir de lo que fuera.


Mi razón para estar allí era mi trabajo. Consistía en tumbarme de espaldas en una camilla con la línea motriz de un camión diesel clase ocho de cien kilos apoyada en el pecho, que me pasaba por entre las piernas hasta los pies. Mi trabajo consistía en meterme rodando bajo los camiones a medida que estos avanzaban en la línea de montaje e instalar aquellas líneas motrices. Veintiséis líneas cada ocho horas. Trabajando deprisa mientras los camiones avanzaban y me empujaban en dirección a los enormes hornos de pintura incandescente que había a escasos metros de mí en la línea de montaje.


Mi licenciatura en periodismo no podía darme más de cinco dólares la hora. Otros tipos del taller tenían en mismo título y entre nosotros bromeábamos diciendo que las licenciaturas en humanidades deberían incluir cursillos de soldador para poder sacarse por lo menos los dos pavos extra que nuestro taller pagaba a los cachacas que supieran soldar. Alguien me invitó a su iglesia y yo estuve lo bastante desesperado como para ir, en la iglesia tenían un ficus en una maceta que se llamaba el "Árbol de la generosidad " y que estaba decorado con adornos de papel, en cada uno de los cuales había impresa una buena obra que uno podía elegir.

Mi adorno decía "saca a pasear a un enfermo desahuciado". Esa era la expresión exacta: "saca". Y había un número de teléfono. Lleve al hombre con una sola pierna, y luego a él y a su madre, por toda la zona, a sitios con vistas y a museos, con su silla de ruedas plegada en el maletero de mi Mercury Bobcat de hacía quince años. Su madre fumaba en silencio. Su hijo tenía treinta años y ella tenía dos semanas de vacaciones. Por las noches yo la llevaba de vuelta a su TravelLodge situado junto a la autopista, luego se sentaba a fumar en la capota de mi coche y se ponía a hablar de su hijo ya en pasado. Su hijo tocaba el piano, me dijo. Se había sacado el titulo de música pero había terminado haciendo demostraciones de órganos eléctricos en tiendas de centros comerciales. Eran conversaciones que nacían cuando ya no nos quedaban emociones.

Yo tenía veinticinco años, y al día siguiente volví a meterme bajo los camiones después de haber dormido tal vez tres o cuatro horas. Con la diferencia de que ahora mis problemas ya no me parecían tan graves. Solamente tenía que mirarme las manos y los pies, maravillarme del peso que era capaz de levantar y de la forma en que podía gritar por encima del rugido neumático del taller, y mi vida ya no me parecía un error sino un milagro.


Al cabo de dos semanas la madre se volvió a su casa. Al cabo de tres meses su hijo estaba muerto. Muerto, desaparecido. Yo me dedicaba a llevar a gente con cáncer a ver el océano por última vez. Llevaba a gente con sida a la cima del monte Hood para que pudieran ver el mundo entero mientras todavía podían.


Me sentaba junto a las camas mientras la enfermera me explicaba que señales buscar en el momento de la muerte, el tragar saliva y la lucha inconsciente de alguien ahogándose dormido mientras el fallo renal les llenaba de agua los pulmones. El monitor pitaba cuando la maquina inyectaba morfina al paciente, cada cinco o diez segundos. El paciente tenía los ojos hinchados y completamente en blanco. Tu le cogías la mano fría durante horas hasta que otro acompañante llegaba al rescate o hasta que ya no importaba.

La madre de Wisconsin me envió una manta bordada que había tejido a ganchillo ella misma, purpura y roja. Otra madre o abuela para la que había hecho de acompañante me envió una manta bordada azul, verde y blanca. Luego me llego otra roja, blanca y negra. Mantas a cuadros u mantas con dibujos en forma de zigzag. Se fueron amontonando a un lado del sofá hasta que mis compañeros de casa me preguntaron si podíamos guardarlas en el desván.

Justo antes de morir, el hijo de aquella mujer, el hombre con una sola pierna, justo antes de perder el conocimiento, me suplico que fuera a su antiguo apartamento. Había un armario lleno de juguetes sexuales. Revistas. Consoladores. Ropa de cuero. El no quería que su madre encontrara nada de aquello y me hizo prometerle que lo tiraría todo.

Así que fui allí, a su pequeño estudio, cerrado a cal y canto y mal ventilado después de estar meses deshabitado. Como una cripta, diría yo, pero no es la palabra más adecuada. Suena demasiado dramática. Como música de órgano cutre, pero, de hecho, no es más que una palabra triste. Los juguetes sexuales y cacharros anales eran todavía más tristes. Huérfanos. Tampoco es la palabra adecuada, pero es la primera que me viene a la cabeza.

Las mantas bordadas siguen en una caja en mi desván. Todos los años por Navidad alguno de mis compañeros de casa sube a buscar adornos y se encuentra las mantas, rojas y negras, purpuras y verdes, cada una correspondiente a una persona muerta. Y quien las encuentra me pregunta si podemos usarlas en nuestras camas o darlas a Goodwill.

Y todas las navidades digo que no. No estoy seguro de qué me da más miedo, tirar a todos esos hijos muertos o bien dormir con ellos.
No me preguntéis por qué, les digo. No quiero oír hablar del tema. Todo aquello paso hace diez años. Vendí el Bobcat en 1989. Y dejé de hacer de acompañante.

Tal vez porque después del hombre con una sola pierna, después de que muriera y después de que todos sus juguetes sexuales acabaran en bolsas de basura, después de enterrarlos en el vertedero, después de abrir las ventanas del apartamento y de que desapareciera el olor a cuero, a látex y a mierda, el apartamento resultó ser un lugar bonito. El sofá cama era de un elegante color malva. Las paredes y la alfombra de color crema. La pequeña cocina tenía encimera de madera para cortar la carne. El baño era todo blanco y estaba impecable.

Me quedé allí sentado guardando un elegante silencio. Podría haber vivido allí. Cualquiera podría haber vivido allí.

6 de septiembre de 2010

Mamá soy demente


La escena del célebre asesinato en la ducha. Sangre rodando para perderse en las tuberías. Una banda sonora que corta la atmósfera como un estilete oxidado, desgarrando y dejando marca. El hijo disfrazado de la madre siendo atrapado. Conocidos fragmentos que había visto por separado. Nunca como un todo. El viernes, en el canal de televisión TCM, al fin vi completamente Psycho y comprobé que Alfred Hitchcock fue un genio.

Un provocador también, que mostró por primera vez un inodoro en funcionamiento y que como nadie asesinó a la publicitada protagonista antes de la primera media hora, y los cuarenta mil dólares, proveedores de tanta angustia, se perdieron en lo más hondo de un pantano. Otros directores lo han intentado pero al final se arrepienten. El héroe sufre un disparo y para su suerte llevaba chaleco antibalas, o pende de un hilo salvándose en el último instante. Un susto momentáneo en el espectador es lo máximo que pueden lograr ante su falta de agallas. Únicamente Hitckcock sabría como continuar una historia al parecer finalizada.

Además algo de lascivo en su interior tenía el inglés – y de cruel –, como un morboso borracho que quiere impregnar de su apestoso aliento a una fina mujer vestida con un abrigo de piel. Le gustaba mostrar los lados de las personas que nadie había visto, como si su objetivo fuera matar cualquier esperanza que se tenga en la raza humana. La pobre Marion escuchando voces, casi paranoica mientras manejaba, mintiéndole a todas las personas que conocía; el coqueteo verbal y casi pornográfico que le hace el magnate dueño del dinero que roba al principio de la película; y la conversación que tuvo con el joven Norman, con un decorado lleno de cuervos, que muestran que algo está mal, en la que él le comenta que de vez en cuando todos nos volvemos locos, junto a las famosas escenas completan un guión que se asemeja a un tren a toda marcha que triturará todo lo que se le interponga.

Disfrutamos caminar por la cuerda floja y subirnos a una montaña rusa, siempre y cuando él nos lleve de la mano. Dice Carlos Gamerro que como Poe pensaba el cuento, Hitchcock veía su película: desde las emociones del espectador.


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