28 de julio de 2010

De vuelta a las historias de abuelos

Al realismo mágico de García Márquez no pensaba volver tan pronto. Frente a la playa, acostado en una hamaca, dentro de cuarenta años, me imaginaba regresando a Macondo. Releyendo el día de muerte que se retrata en La hojarasca, las peleas de gallo del coronel y las historias de las generaciones de la familia Buendía. Los relatos de abuelos con sus antiguas costumbres para calmar dolores, tradiciones coloniales en las fiestas, palabras que nadie usa como coloración solferina o chilaba de beduino, y ángeles pordioseros caídos del cielo. No es que odie a GM de la forma que lo hace Fuguet, es más daría el pulgar derecho por tener su capacidad para describir rostros (cráneo acalabazado, ojos fugaces de caballero incierto), utilizar al clima como preámbulo y poder retratar a la humanidad entera en unas pocas páginas; pero no esperaba encontrarme con su obra ahora que estoy sumergido en textos más viscerales, en los cuentos de Chuck Pahlianuk que hablan de adolescentes masturbándose en piscinas, a los que por sentir la presión, la válvula les arrancan los intestinos por el culo.

Del amor y otros demonios está escrito a manera de crónica, con una nota del autor al principio que señala al libro como producto de una casualidad en sus tiempos de reportero, por lo que mientras lo leía no paraba de pensar que en sus páginas, el Premio Nobel colombiano, trataba de justificar que su mundo del realismo mágico alguna vez existió. Sus historias están basadas en hechos reales, en tiempos en que faltaba mucho por descubrir y a lo incierto se lo celebraba como milagro o se lo tachaba de acto satánico. Después de todo Colón, con las descripciones del paisaje mencionadas en su diario, fue el primer cronista de Indias que habló de ciudades de oro y plantas maravillosas; un nuevo mundo donde otros exploradores decían que se encontraba el Edén.

La niña de larga y rubia cabellera mordida por un perro, y su posterior encierro en un convento para ser exorcizada son en esta novela lo mismo que el McGuffin en el cine negro. Una excusa. En sus páginas el autor no hace de Dan Brown intentando revelar oscuros secretos de la iglesia; ni mostrar los efectos dañinos que causa a la sociedad el poder en manos de la religión (con la potestad de declarar endemoniado a cualquiera); ni tampoco cuenta una de terror con páginas llenas de asquerosas y sobrenaturales descripciones del tipo El Exorcista. El objetivo es el de siempre: retratar a un pueblo colonial y sus habitantes, con sus calles llenas de negros bailando y conservando sus costumbres y dioses, marqueses analfabetos poca cosa y con mucho dinero, mezclas de razas y fiestas de bullanga, médicos más alquimistas que cirujanos, monjas llenas de rencor. Personajes de un lugar parecido a Cartagena de Indias, que recuerdan a protagonistas de sus anteriores libros. Sierva María podría ser pariente de Remedios la Bella, la niña que ascendió como Jesús entre las nubes, de la misma forma que Aureliano Buendía es la versión novelada de Simón Bolívar (sin descendencia) o del Che Guevara (nunca ganó una guerra).

La novela fue publicada en 1994, diez años después de El amor en tiempos de cólera y ese genial cuento de una mujer atrapada en un manicomio de Doce Cuentos Peregrinos. Las páginas pertenecen a una época posterior a su mejor obra (no es razón para pedirle que deje de escribir; es como si se le pidiera a Ridley Scott renunciar a hacer películas después de haber dirigido Alien y Blade Runner). La excusa para abrir Del amor… es que se trata de García Márquez, y lo más probable es que al terminarla quede olvidada en algún rincón de la memoria y de la casa. Es uno de esos libros que sirve de compañía para un viaje de cuatro horas a Cuenca, por el Cajas, pasando primero por plantaciones de banano en medio de un calor que casi se puede agarrar, para después ascender por las mágicas montañas, sin saber tampoco nosotros, viendo por la ventana, cuando se acaba la realidad y empieza el realismo mágico.


Josefa Miranda, y el bachiller en artes don Cristóbal de Eraso, que había consagrado media vida a fabricar los artesonados. Había una cripta cerrada con la lápida del segundo marqués de Casalduero, don Ygnacio de Alfaro y Dueñas, pero cuando la abrieron se vio que estaba vacía y sin usar. En cambio los restos de su marquesa, doña Olalla de Mendoza, estaban con su lápida propia en la cripta vecina. El maestro de obra no le dio importancia: era normal que un noble criollo hubiera aderezado su propia tumba y que lo hubieran sepultado en otra.

En la tercera hornacina del altar mayor, del lado del Evangelio, allí estaba la noticia. La lápida saltó en pedazos al primer golpe de la piocha, y una cabellera viva de un color de cobre intenso se derramó fuera de la cripta. El maestro de obra quiso sacarla completa con la ayuda de sus obreros, y cuanto más tiraban de ella más larga y abundante parecía, hasta que salieron las últimas hebras todavía prendidas a un cráneo de niña. En la hornacina no quedó nada más que unos huesecillos menudos y dispersos, y en la lápida de cantería carcomida por el salitre sólo era legible un nombre sin apellidos: Sierva María de Todos los Ángeles. Extendida en el suelo, la cabellera espléndida medía veintidós metros con once centímetros.

El maestro de obra me explicó sin asombro que el cabello humano crecía un centímetro por mes hasta después de la muerte, y veintidós metros le parecieron un buen promedio para doscientos años. A mí, en cambio, no me pareció tan trivial, porque mi abuela me contaba de niño la leyenda de una marquesita de doce años cuya cabellera le arrastraba como una cola de novia, que había muerto del ¡ mal de rabia por el mordisco de un perro, y era venerada en los pueblos del Caribe por sus muchos milagros. La idea de que esa tumba pudiera ser la suya fue mi noticia de aquel día, y el origen de este libro.

Gabriel García Márquez.
Cartagena de Indias, 1994.

24 de julio de 2010

Un jabalí y pocos patos en la ciudad

Pasando la avenida Machala con su tráfico interrumpido por algún funeral coreando la Vasija de barro, dejando atrás el Parque Centenario con sus pocas iguanas y muchos jubilados, a la altura de Lorenzo de Garaycoa, yendo por la 9 de octubre, donde estudiantes caminan junto a la marejada de oficinistas apurados, negras avanzan por la acera con sus pañuelos amarrados a la cabeza, mujeres andan en pantaloncitos y blusas de tiras a pesar que el sol no asoma, se abren los comercios como el agua del Mar Rojo de Moisés y desde la distancia se ve una de las típicas postales de la ciudad: a Simón y San Martín, atrás el manso Guayas; y cerca, muy cerca de la estatua donde mensajeros almuerzan aparece un jabalí de bronce donado por los chinos, mostrando sus colmillos en señal de orgullo y doblando su cuerpo para al fin descansar.


Cuando el malecón era el baño público más grande del mundo, el refugio de los abandonados por la noche y las madres prohibían acercarse a la orilla a ver pasar lo lechuguines, el jabalí estaba sobre una base más alta, a la altura de un pelado de escuela al que le quedaba grande su camiseta de Barcelona; parecía que se estaba hundiendo en un pantano y las ranas, lagartijas, serpientes a su lado miraban con burla a la presa caída en la trampa. En esos ratos que pasaba por el lugar y contemplaba al animal atrapado, me preguntaba para qué había venido, quién lo había traído, si algún día se iría. Quería ver algo de lo que había afuera y China no sonaba nada mal. Guayaquil me parecía entonces una isla donde no llegaba nada de otra parte, un puerto de barcos fantasmas, un lugar escondido como Macondo antes del ferrocarril.

Ahora la escultura está a nivel del piso y a varias cuadras de mi casa pasa galopando la Metrovía. Ese dragón azul que, para bien o mal, viajando en él es cuando me siento parte de la ciudad, de un colectivo trabajando como se pueda, yendo y viniendo todos los días (hasta la demencia), comiéndose la camiseta y riéndose, cuidando sus bolsillos, burlas por doquier porque otros están más jodidos. Pasa por Olguita, donde con Diana peregrinamente comemos arroz con pescado frito + limón. Cruzamos para fumar y me dice que no se ve viviendo en otro lado. Le respondo que Guayaquil no está mal, pero le falta más mundo, gente con turbantes por las calle, que uno no tenga que ir hasta Pichincha y Colón para comprar buen curry, y que al menos un puñado de personas se dediquen a lo que quieren, sean curiosas, anárquicas, sin repetirse. Llegamos. El lugar es simpático y se lo menciono, lo que olvido decirle es que acá también faltan un par de grandes parques con lagos, paseadores de perros y árboles para dormir. En este hay césped y niños; no hay patos, esos animales que tanto miraban Holden Caulfield, Jack Kevorkian y Tony Soprano. No dejo de pensar en que estas aves están ligadas a idealistas, a personas que toman al toro de los cuernos, que tienen algo de ambición. En Guayaquil casi no hay patos, en el malecón unos cuantos. No alcanzan. Robaré uno para Diana.


Lejos de estar vestida de criolla bonita, con Juan Pueblo y poemas coloniales, rescatando valores y costumbres, me gustan las historias porteñas que hablan de sitios húmedos, esquineros, casi sin luz, de taxistas escuchando a Lavoe, cangrejadas y cabarets de antaño. Esa ciudad que mata, de la que escribe Jorge Martillo, con la vida y la muerte en sus calles. Una Guayaquil de caminatas por mercados del Guasmo en busca de una yerba para cocinar el respectivo seco de chivo a lo Miguel Donoso Pareja, Jorge Velasco, Alfredo Pareja, Gallegos Lara y los escritores underground que no he leído. Autores que son pocos porque aunque entre el nacemos, crecemos y vivimos como nos toca, que cantan Los Cadillacs, hay mucho realismo sucio y rezagos del mágico regados por la calles, a diferencia de Buenos Aires las ideas no están en las aceras a la espera de que cualquiera las agarre; acá a las historias urbanas, para atraparlas, hay que tomarlas por sorpresa en la oscuridad y apuñalarlas en la yugular. En esos textos los personajes, que son los de a pie, no miran a los patos, hacen un buen seco con ellos.

21 de julio de 2010

Teclear o la muerte...


¿Sonido favorito? Nada mejor que el golpeteo de los dedos al teclado de una computadora. Primero escribe y después piensa dice el pseudo-Salinger, Sean Connery, en Finding Forrester. Un sonido rítmico, constante, que va creciendo hasta confundirse con una estampida de animales salvajes; y sin embargo frente a la pantalla la mayor parte del tiempo nada escucho. Estoy a una vida de distancia de Warhol queriendo producir arte de la manera que funcionan las economías a escalas, de Dylan escribiendo en un día dos canciones que cualquier otro en tres décadas nunca podrá o Bukowski haciendo poemas de las moscas y la mierda. Salgo a buscarlas y las ideas no están regadas en la ciudad, ocultándose de sus cazadores. Tampoco en mi cabeza. Mientras tanto el silencio es la pestilencia que denuncia la presencia de un cadáver.

No conozco las reglas de la métrica como el hiper-realista Poeta Madero que las recitaba durante su largo viaje por el desierto de Sonora, ni soy un maestro en el uso del punto y coma. No tengo lo hipster de Hemingway, o la locura de Cortázar, la desesperación de Sabato, la sensibilidad de Foster Wallace, la demencia suicida de Hunter S. Thompson, la excentricidad de Salinger. No he presenciado la guerra en primera fila a lo Kapuscinski, ni me han querido fusilar a lo Dostoievski. Para saber lo que es crear algo todavía me falta leer a Borges, a Fitzgerald, el Ulysses de Joyce, la generación beat, empezar los filósofos griegos, terminar a Shakespeare y muchos de los clásicos como Kafka y Goethe son casi desconocidos para mí.


Apenas he escrito un puñado de cuentos, nada mío se ha publicado, estoy a largos años de empezar una novela, no pertenezco a ninguna escuela literaria o grupo de poetas (no sé si tengo un estilo), ni siquiera a un puto club de lectura y no sé por qué escribo esto. Tampoco tengo las intenciones de escribir la última gran obra latinoamericana. Lo que sé es que tengo tres historias para escribir girando en mi cabeza. Tengo a un fotógrafo en Jujuy, en la Ruta 40, conociendo a un hombre que quiere llegar hasta el final de la Patagonia para pegarse un tiro y de paso asustar a las aves con el desplome de su cuerpo en la nieve; también tengo resquebrajada la existencia de una mujer ante el comentario trivial de una desconocida, y retazos de la vida de la victimaria que come, caga y duerme sin saber cuánto ha afectado a otra persona; y tengo un cuento en primera persona de alguien en un mal día paseando por Guayaquil, con patos, la muchacha en la ventana de Dalí, la Metrovía, lluvia y otras cosas. Tengo esbozos.

Borrar y reescribir situaciones, pulir a los personajes, volverlos más creíbles con cuestiones sencillas: que se coman la médula de los huesos del pollo, que odien la sensación en sus pies cuando las medias se les empapan por la lluvia y deban seguir caminando, que les guste quemarse con cigarros en las manos a la hora de tener sexo, que un murciélago en la ventana les recuerde la felicidad de la niñez. Ideas y pensamientos que dan vueltas todos el día sin parar, y cuando creo haberle encontrado la vuelta (una puerta de entrada o al menos una ventana) y me siento frente al computador, todo se dispersa, pienso que no es el día indicado para empezar, las manos se tornan pesadas y lo único razonable es repetir que debería tener siempre servilletas y una pluma en el bolsillo para atrapar a esos demonios que se escabullen cuando se los necesita.


Prefiero una computadora a un cuaderno. La playa, un viaje lejos de casa, en un parque, con nadie a kilómetros a la redonda, al día siguiente de una borrachera y haber escuchado varias historias, después de hablar con un extraño o ver una película, con un vaso de vino o whiskey al lado, escuchando Mr. Tambourine una y otra vez, con un café, dos cafés, tres cafés. Todo eso he intentado y son meses en que ni una maldita frase decente aparece. No importa. Hay que pararse frente a ese teclado de la misma forma que el viejo Hank Chinaski y darle como si fuera una pelea de pesados; y la inspiración llegará sin importar que se trabaje en una mina de carbón dieciséis horas al diaria o se esté solo y sin preocupaciones. Escribir para uno mismo y no para el resto. No hay excusas.

18 de julio de 2010

La insoportable levedad del ser: celos, amor, miedo, odio y mucho más (la historia de siempre a la que llegué tarde)


UNO: En la cabeza de alguien nacido en un país sin las cuatro estaciones, las imágenes que se proyectan con la palabra primavera son las de avecillas cantando, flores abriendo sus pétalos y césped creciendo, no la de una ciudad sitiada por tanques y soldados rusos, radios clausuradas y un presidente secuestrado. Bukowski escribía que los cisnes también mueren en primavera.

DOS: Celine en esa gran película Before the sunset decía que después de pasar un tiempo en Polonia, en época comunista, lejos de la publicidad y el consumo, empezó a escribir más en su diario y tener más ideas. Varios escritores han mencionado lo mismo con sus visitas a Cuba. Al parecer la dictadura del proletariado es una buena época para la creación literaria si la dejan (y no hubieran muertos), porque como Checoslovaquia la vida de cada persona al menos una vez ha sufrido la invasión de un régimen totalitario, y esa búsqueda de la felicidad en medio del horror, como lo que tienen Tomás y Teresa, es el salvavidas para no ahogarse.

TRES: El comunismo busca llegar al kitsch. La ilusión de un ideal alcanzado, aunque para llegar al mismo muchos serán fusilados, exiliados, humillados y anulados (Tomás, un médico reconocido, terminó lavando ventanas y después viviendo en el campo). Esa es la fachada mostrada al exterior. El verdadero campo de concentración, la verdadera derrota es el lugar donde las conversaciones son escuchadas y la privacidad un recuerdo. Una larga fila de individuos todos iguales. El mayor temor de Teresa, que cada mañana en el espejo busca su alma, pensando en que somos algo más aparte de simples cuerpos como se lo decía su madre.


CUATRO: Para que Tomás se enamorará de Teresa sucedieron 6 casualidades. Su mayor decisión basada en la levedad. Para él la casualidad es el portador de la belleza, la felicidad. Lo mismo le sucedió a Franz que prefería la Sabina de sus recuerdos a la presente; mientras ella deseaba volver a sentir ese instante perfecto que tuvo junto a Tomás en un baño. Pensaba en la felicidad como una constante repetición, al igual que Nietzche creía que todo lo relevante retorna eternamente para constituirse en la pesada carga del hombre. Beethoven también consideraba positiva esa ancla que nos sujeta a la tierra. Desde Parmínides no se resuelve la pregunta. Kundera no lo hace, sólo nos dice que pasaremos el resto de nuestra existencia tratando de convertir las casualidades en un infinito replay, buscando otras para no caer en el aburrimiento.

CINCO: Teresa es celosa y sus pesadillas son la venganza contra su amante; Tomás la engaña, piensa que el sexo no es un sinónimo de infidelidad, pero estaría dispuesto a dejarlas a todas por ella; para Sabina la vida va de traición en traición y en la necesidad que las personas conserven sus secretos; Franz cree en un amor donde se renuncia a toda fuerza y ama las manifestaciones porque desea ser parte de algo. El novelista escribía que sus personajes nacen de una situación, no de un vientre. Son sus propias posibilidades no realizadas. Un libro nunca podrá ser totalmente realista, ni sus personajes iguales. Como los ojos de una mosca, un hermoso, completo y creíble mundo narrado es la realidad fragmentada en mil pedazos.

SEIS: Sin leer a Kundera lo consideraba el Paulo Coelho de los intelectuales (muchos se creen profundos por haberlo leído dice High Fidelity). Aunque al principio la novela parece superficial y cristalina, conforme se avanza, igual a una cebolla, se van descubriendo capas que muestran a la humanidad, todos sus sentimientos y pensamientos. La verdad es la niña de vestido rojo en el infierno de Dante. Hay que descender para alcanzarla. Bob Dylan también lo sabe.
SIETE: Terminada (espero abrirla la próxima vez en Praga) entiendo la razón del éxito de la novela: Kundera escribe situaciones que a todos les ha sucedido. Del horror a la felicidad, del horror a la tristeza, lo que está en medio (lo importante) y viceversa. En leer La insoportable… está la excusa para repetir esos instantes. Por suerte yo lo empecé de casualidad.


PD. La que por lejos considero la mejor parte:

Cuando llegó a la ladera de Petrin, esa colina verde que se alza en medio de Praga, advirtió con sorpresa que no había nadie. Era extraño, porque otras veces se paseaban permanentemente por allí masas de praguen-ses. Sentía angustia en el corazón, pero la colina estaba tan silenciosa y el silencio era tan consolador que no se resistió y se confió al regazo de la colina. Subía, a ratos se detenía y observaba: veía abajo muchos puentes y torres; los santos amenazaban con sus puños y elevaban la vista hacia las nubes. Era la ciudad más hermosa del mundo.

Llegó hasta la cima. Más allá de los quioscos de helados, postales y dulces (en los que no había ningún vendedor) se extendía el césped con unos pocos árboles. En el césped había unos hombres. Cuanto más se acercaba a ellos, más despacio iba. Eran seis. Estaban quietos o se paseaban muy lentamente, como jugadores en un campo de golf, que examinan el terreno, sopesan los palos y procuran estar en forma antes de empezar el partido.

Llegó hasta donde estaban ellos. De los seis, reconoció perfectamente a tres que desempeñaban allí el mismo papel que ella: estaban inseguros, como si quisieran hacer muchas preguntas pero les diera miedo molestar y por eso prefirieran quedarse callados, dirigiendo a su alrededor una mirada interrogativa.

Los otros tres irradiaban una indulgente afabilidad. Uno de ellos llevaba en la mano un fusil. Al ver a Teresa le hizo un gesto afirmativo y sonriente:

- Sí, éste es el sitio.
Lo saludó con una inclinación de cabeza y sintió una horrible angustia.
El hombre añadió:
- Para que no haya equivocaciones. ¿Es a petición suya?
Hubiera sido fácil decirle «¡no, no es a petición mía!», pero era incapaz de imaginar que pudiera decepcionar a Tomás. ¿Qué explicación podría darle si regresara a casa? De modo que dijo:
- Sí. Por supuesto. Es a petición mía.
El hombre del fusil continuó:
- Para que sepa por qué se lo pregunto, esto sólo lo hacemos si tenemos la seguridad de que las personas que vienen son ellas mismas las que desean expresamente morir. El servicio es sólo para ellas.
Miró a Teresa inquisitivamente, de manera que tuvo que volver a confirmarle:
- No, no tema. Es a petición propia.
- ¿Le gustaría ser la primera? —preguntó.
Quería postergar al menos un poco la ejecución, así que dijo:
- No, no por favor. Si fuera posible preferiría ser la última.
- Como quiera —dijo, y se reunió con los demás.

Sus dos ayudantes iban desarmados y sólo estaban allí para atender a la gente que había venido a morir. Los cogían del brazo y paseaban con ellos por el césped. El parque era muy amplio y se extendía hasta perderse en la lejanía. Los que iban a ser ejecutados podían elegir su propio árbol. Se detenían, miraban a su alrededor y no acertaban a decidirse. Por fin, dos de ellos eligieron dos plátanos, pero el tercero siguió hacia adelante como si ningún árbol le pareciese adecuado para su muerte. El ayudante lo cogió suavemente del brazo y lo acompañó pacientemente hasta que el hombre perdió por fin el valor para seguir avanzando y se detuvo junto a un robusto arce.
Después los ayudantes ataron a los tres hombres una venda alrededor de los ojos.
Y así quedaron sobre el extenso parque tres hombres de espaldas a tres árboles, cada uno de ellos con una venda tapándole los ojos y la cabeza vuelta hacia el cielo.

El hombre del fusil apuntó y disparó. No se oyó sino el canto de los pájaros. El fusil tenía silenciador. Sólo se vio cómo el nombre apoyado en el arce empezaba a derrumbarse.

Sin alejarse del sitio en el que estaba, el hombre del fusil se volvió en otra dirección y uno de los hombres que estaban apoyados en los plátanos se derrumbó en un silencio absoluto y unos momentos más tarde (el hombre del fusil no hizo más que girar otra vez sin moverse de su sitio) cayó en el césped el tercer ejecutado.

Uno de los ayudantes se acercó en silencio a Teresa. Llevaba en la mano una venda de color azul oscuro.

Comprendía que quería vendarle los ojos. Hizo un gesto negativo con la cabeza y dijo:
- No, quiero verlo todo.

Pero aquél no era el verdadero motivo de su rechazo. No tenía nada en común con esos héroes decididos a mirar valientemente a los ojos al pelotón de fusilamiento. Lo único que quería era alejar el momento de la muerte. Sentía que en el momento en que tuviera los ojos vendados se encontraría en la antesala de la muerte, de la cual no existe camino de regreso alguno.

El hombre no insistió y la cogió del brazo. Y fueron así por el extenso parque y Teresa no era capaz de decidirse por ningún árbol. Nadie la obligaba a apresurarse, pero ella sabía que de todos modos no tenía escapatoria. Cuando vio un castaño en flor frente a ella, se detuvo. Apoyó la espalda contra el tronco y miró hacia arriba: veía el verde iluminado por el sol y a lo lejos oía el sonido de la ciudad, ligero y dulce, como si en ella sonaran miles de violines.

El hombre levantó el fusil.
Teresa sintió que su coraje se agotaba. Su debilidad la desesperaba, pero era incapaz de controlarla.

Dijo:
- Es que no es mi voluntad.
El bajó inmediatamente el cañón del fusil y dijo muy suavemente:
- Si no es su voluntad, no podemos hacerlo. No tenemos derecho.

Y su voz era amable, como si le pidiera disculpas a Teresa por no poder fusilarla si ella misma no lo deseaba. Aquella amabilidad le destrozaba el corazón y ella se volvió de cara al tronco del árbol y se echó a llorar.

15 de julio de 2010

The perfect girl


Al ritmo de marcha, con sonido de teclados, empieza una canción ochentera con el mismo título, que en sus versos el vocalista habla de haber conocido una extraña chica, venida de otro planeta, que no se le entiende una palabra y si embargo (o sobre todo) él se enamora de ella. Quienes la compusieron fueron The cure, que recordando su juventud tocando en algún garaje, su posterior fama y miles de admiradoras, sus viajes y musas que los inspiraron, igual al sonido de una guitarra que saca a un desesperado del oscuro laberinto de su cabeza, vieron claramente a la chica perfecta como alguien de la que poco se sabe. La perfección gracias a la ignorancia, donde la imaginación junto a un par de casualidades (para sacar de la monotonía) llena los huecos de la fantasía. «Las mujeres perfectas son las creaciones de hombres imperfectos» escribía el Pescado Andrade en HD.

Alice Eve es guapa, pero no tanto como para dar un riñón; y su personaje de Molly en She’s out of my league no resulta irresistible, de la forma en que lo fue Kristen Stewart en Adventureland, o totalmente desequilibirada como Kate Winslet en Eternal sunshine... Mucho menos comparable a Annie Hall. Rubia de cuerpo compacto, segura de sí misma, proveniente de una familia rica, graduada de abogada en una universidad Ivy League y con un negocio propio, es la plegaria de toda madre cuando el hijo le dice que le va a presentar una novia. Una envoltura perfecta, causante de envidia entre hermanos y orgullo de padre (y ella de vez en cuando coqueteará con él), que para mantenerse en esa postura de deseada e inalcanzable a la vez deberá mantener ciertas distancias y prohibir primeros planos, porque mientras más se sabe de ella, se conocen sus gestos, no se descubre que le gusta, digamos, comer con las manos, jugar en la lluvia y ensuciarse de vez en cuando (le gusta el hockey), las mismas películas o no se demora a la hora de estar lista para salir, se vuelve real. Lo que en esta ocasión no es bueno para los negocios. La mayor falla: no haberle dado una personalidad completa a Molly, lo que a diferencia si hicieron, por ejemplo, con el personaje de vecina de al lado de Elisha Cuthbert en The girl next door, que no resulta memorable pero sí muy disfrutable.

Aunque, con el exterior más dulce que el interior, después de todo se comprende el porqué Kirk, personaje principal, cae a los pies de Molly. A Kirk le da vida el comediante, alto y flaco como una lombriz, Jay Baruchel, un actor perfecto para los papeles de joven inocente, con buenas intenciones, respetado por pocas personas, que anteriormente no has regalado al demente admirador de Led Zeppelin en Almost Famous, al soldado amigo de Ben Stiller en Tropic Thunder, a un lento boxeador en Million Dollar Baby, entre otros, y que ahora interpreta a un fracasado agente de seguridad de un aeropuerto, que vive con su perra y cruel ex y con sus padres, objeto de dolorosas burlas de su hermano y con un grupo de amigos, todos de diferentes e irracionales personalidades, que no saben de lo que están hablando, que por esos bizarros momentos de la naturaleza donde se quiebran las reglas, conoce a la chica soñada por él y el resto. Lo extraño: ella también está atraída por él. Russell Crowe en A beautiful mind ya decía que nada está escrito en cuestión de gustos, cuando salía con la guapísima Jennifer Connelly.

Las críticas que recibió la película eran para esperar caerse al piso de la risa (sucede con Virgen a los 40). El resultado final es una buena comedia con un director jugando a lo seguro, queriendo dar el mensaje que de vez en cuando las fantasías se vuelven reales y no hay que dejarlas escapar. En escenas como la del baño se nota que se pudo arriesgar mucho más y llegar a los excesos de lo hilarante. Mucho mejor a, digamos, The bounty hunter aunque la diferencia para llegar al diez es inmensa. Al igual que Molly, después de conocerla completamente, termina siendo un siete o un ocho…





12 de julio de 2010

El suicidio de Jack Kevorkian y de otros más


Dr. Muerte es un apodo digno del médico que inyecta toxinas, con fines de tortura, a los prisioneros de un campo de concentración (el doctor nazi Aribert Heim era conocido con ese seudónimo), o para un galeno-asesino-en-serie-de-abuelitas que las mata con sustancias químicas para cobrar sus seguros. ¿Es un sobrenombre para alguien que ayuda a morir a pacientes desahuciados que han elegido voluntariamente terminar con su sufrimiento? Jack Kevorkian es el Dr. Muerte, un activista a favor de la eutanasia que durante los años noventa participó en más de 130 suicidios asistidos. Es además el protagonista de la última película para la televisión de HBO, You don’t know Jack.

El director Barry Levinston inspirado en las clásicas, llenas de grises como la esterilidad de un quirófano, escenas de series de televisión en hospitales como House (algunos pianos de la época de E.R. también suenan al principio), muestra un pequeño pueblo de Michigan con sus cafeterías sirviendo desayunos ricos en tocino, calles que conducen a carreteras aledañas y personas paseando a sus perros. Un lugar fuera del mapa donde un hombre emprenderá una cruzada nacional que tiene el lema de “morir no es un crimen”. Peculiar por sus obsesiones con la comida, la limpieza y el ahorro, Jack Kevorkian es un idealista doctor, alterador del orden, dispuesto a pasar por encima de las instituciones y leyes, y capaz de cualquier acto por conseguir lo que considera justo. Interpretado sólidamente por un ya anciano Al Pacino que regresa a las pantallas, la película presenta además del debate acerca del derecho a morir con dignidad, los motivos por los que alguien puede defender hasta las últimas consecuencias una causa; por lo que, mientras se lo ve disparándole a los patos que ensucian su jardín, caben la preguntas: ¿Está totalmente loco ese alguien? ¿Un idealista es un loco con sentido de justicia? ¿Hay que ser casi un ermitaño o haber sobrevivido a una guerra para defender con tanto ahínco una causa?


Aunque con el tiempo se va quedando solo, Kevorkian tiene de bastón de apoyo a un grupo de colaboradores, mostrados sobriamente como habitantes comunes de pequeños poblados pero defensores de sus creencias, representados por un notable elenco de actores entre los que se encuentran un abogado con ambiciones políticas (Barry Huston), su hermana, su principal colaborador y proveedor del monóxido de carbono (John Goodman), una activista pro – eutanasia (otra vez Susan Sarandon en un pequeño papel) y los testimonios de sus pacientes. Su trinchera antes de ser carne de cañon y pagar por sus atrevimientos frente a un jurado, porque como en toda película norteamericana acerca de derechos, moral, justicia o valores que afectan a todos los ciudadanos, termina en el Tribunal. To kill mockingbird que trata el racismo y Milk sobre la discriminación hacia los homosexuales son dos ejemplos. Después de las lucha contra protestantes de extrema derecha, el retiro de su licencia médica para impedirle comprar suministros y los juicios por parte de un Fiscal y un Senador conservador, con el discurso de la jueza, posterior a impartir sentencia, asistimos también al suicido de la cruzada de Jack.

El retrato en 120 minutos de una empinada cuesta a alcanzar nos enseña que una estrategia basada únicamente en las buenas intenciones (con algo de fanatismo) no resulta y el puro idealismo no basta; y con la calidad asegurada de HBO que no has regalado series de la clase de Oz, The Sopranos y documentales como When the leeves broke, las escenas más difíciles de asimilar, con muertes clandestinas en medio del bosque dentro de una camioneta, o un cuarto de motel, sin familiares presentes porque tomaron un vuelo antes del inicio de las investigaciones policíacas, lejos de esa convocatoria entre sonrisas provenientes de la infancia y un abrazo fresco para celebrar la despedida que desea el Pájaro Febres-Cordero en su biografía Soy el que pude, recuerdan que ninguna institución o autoridad tiene el derecho de decidir, en lugar de un paciente terminal, sobre su vida o su muerte.

You don’t know Jack se estrena el 25 de julio en televisión por cable, pero en la mayoría de tiendas piratas ya está disponible.

8 de julio de 2010

La insoportable levedad de ser arquero


Un gol recibido puede echar abajo toda la planificación previa (Maradona lo sabe), derrumbar los anhelos de los hinchas, tener los mismo efectos que tomar valium en los jugadores ahora abajo en el marcador, y a la vez llamar a ese vampírico ser nocturno llamado desesperación que se apodera, con sus frías garras y filosos colmillos, del equipo. Aunque es lo más buscado en el fútbol, en tiempos de juego mezquino con tácticas ultradefensivas, evitar un gol se ha vuelto aún más importante. En las espaldas del arquero, así los comentarios digan que nada se le puede reclamar, quedará ese peso de responsabilidad de haber podido esforzarse más en caso de recibir una anotación. Una sensación insufrible de culpa, como la de Atlas cargando el peso del mundo, en caso de existir complicidad.

Fueron notables escritores y consumados guardavallas Camus (todo lo que aprendió de la vida lo hizo bajo los tres palos, menciona) y Nabokov (disfrutaba de la fama de jugar en el arco durante sus años en Cambridge). A diferencia de ellos, a pesar de que en el arco me defendía como podía en época de colegio, con las letras resulto fácil de galletear. El año pasado traté de escribir un cuento futbolero inspirado en la vez que vi a un pequeño canaya pasando por el Gigante de Arroyito que besaba los pilares, se saludaba con los albañiles y guardias del estadio, y también en mis experiencias en el arco. Un puesto destinado para los gordos, inadaptados, malos; los desterrados. Una posición rehuida y por la que nadie pide en su cumpleaños un par de guantes. Era el nuevo del barrio y los vecinos mayores (entre 10 y 13 años hay una inmensa diferencia); y sin embargo sentía como propio ese lugar rechazado, después de todo Benji y Richard en los Súper-Campeones estaban al mismo nivel de Oliver, Steve y Tom. Cuando jugábamos algún campeonato y queríamos ganar lo elegía voluntariamente.




En ese cuento que pasó lejos del palo trataba de explicar la impopularidad de querer aguantar pelotazos y revolcarse; ser carne de cañón para el insulto si se pierde; la adrenalina de estar impartiendo órdenes y transmitir seguridad; la eterna soledad, comparable a un guardián de faros, de estar cuidando la portería y la perspectiva de las cosas que se tiene desde ahí; y el complejo de mártir impreso en el ADN que lo hace lanzarse, sin protegerse, ante cualquier ataque. No lo logré, Juan Villoro lo hizo (alguien que además de regalarnos relatos llenos de armonía, parecidos a un apacible paseo en velero, también gusta del buen fútbol y mantiene un blog desde Sudáfrica junto al bigotón de Caparrós). En su crónica El último hombre muere primero describe magistralmente, como sabueso investigador, la manía de los porteros por no cometer equivocaciones, el morir a plazos que eso significa, las altas dosis de neurosis de espía de la KGB y la desconfianza necesarias, lo introvertido y reflexivo (casi zen) que pueden llegar a ser lejos de las canchas, a partir del sucidio del portero alemán Robert Enke, entonces principal candidato para ser titular en su selección. Enke no aguantó la presión y se terminó lanzando a las vías del tren esperando detener su vida. Villoro detalla gambeteando con la elegancia de Zidane y terminándola de volea los motivos; y de paso también descubrir el porqué alguien tiene la vocación de tratar de impedir la mayor alegría del fútbol.

Robert Green y Julio César fallaron en Sudáfrica. Sus errores fueron catastróficos para sus equipos. No son motivos para colgarse, pero ahora deberán dedicar el resto de sus carreras a enmendar sus fatales equivocaciones. Zetti (del mágico Sao Paulo) fue el primer gran arquero que vi, después se le sumaron Taffarel, Navarro Montoya y Chilavert. Ahora que he colgado los guantes prefería tener un poco de la pluma de Villoro a las felinas habilidades de esos suicidas aguafiestas.


En su último lamento como cancerbero, dijo: «La gente cree que soy frío porque soporto el dolor. Una vez le pedí a mi esposa que me apagara un cigarrillo en el antebrazo y sufrí tanto como ella. Todavía tengo la cicatriz. Quería demostrar que uno puede soportar lo que se propone. No soy un bloque de mármol. Soy vulnerable como cualquier otro. Sólo soy brutal conmigo mismo. No soy un genio como Beckenbauer. No he heredado nada. Estamos en el purgatorio. Cuando deje de sentir dolor, estaré muerto». El área chica de Alemania es un purgatorio al aire libre.

El portero es el jugador que tiene más tiempo para reflexionar. No es casual que se trate de alguien muy preocupado. Algunos guardametas tratan de aliviar los nervios con supersticiones (escupen en la línea de cal, colocan a su mascota de la suerte junto a las redes, rezan de rodillas, usan los guantes raídos que les dio una novia que no se casó con ellos pero les trajo suerte). Otros buscan vencer la preocupación con altanería, considerando que un gol en contra no vale nada. Pero es raro que no tengan un alma en crisis. Schumacher convirtió esa tensión en dramaturgia: «A veces me concentro con el odio y provoco al público. No sólo juego contra los otros once. Soy más fuerte rodeado de enemigos. Cuando la mierda me llega hasta arriba, sé que puedo resistir. Un atleta no se hace creativo con amor sino con odio». Enke nunca tuvo esta claridad para revertir en méritos emociones negativas, pero heredó la cabaña de Schumacher y sus redes tensadas por la furia.

Cada posición futbolística determina una psicología. El portero es el hombre amenazado. En ningún otro oficio la paranoia resulta tan útil. El número 1 es un profesional del recelo y la desconfianza: en todo momento el balón puede avanzar en su contra. La gran paradoja de este atleta crispado es que debe tranquilizar a los demás. En su ensayo Una vida entre tres palos y tres líneas, escribe Andoni Zubizarreta: «Cuando me preguntan cuál debe ser la mayor virtud del portero, contesto sin dudarlo que la de generar confianza en el resto de los jugadores». El equipo debe ir hacia delante, sin pensar en quién le cuida la espalda. «Claro está que, para no transmitir dudas, es fundamental no tenerlas», añade Zubizarreta: «El portero no puede ser de carácter inseguro». Inquilino del desconcierto, el guardameta vive para no aparentarlo. Es el pararrayos, el fusible que se calcina para impedir daños mayores

3 de julio de 2010

La tarde en que un pequeño país oriental revivió

Minuto 121. En la agonía de un partido de cuartos de final de una Copa Mundial de fútbol disputada en tierras africanas se decreta un tiro libre para Ghana. Los que siguen la transmisión en vivo en Ecuador escuchan el quejido del tocayo comentarista uruguayo Raúl Vilar, porque su selección corre serio peligro cuando el protocolo de los minutos finales de la prórroga casi dicta decretar armisticio para que sean los penales los que decidan. Con el centro al área lo que se ve es el caos total. El arquero no sabe adónde ir, ghaneses embistiendo como rinocerontes, enredadera de piernas, dos salvadas en la línea, hasta que un cabezazo de gol es rechazado con la mano por el delantero Luis Suárez, que es inmediatamente expulsado. El goleador se retira llorando lentamente ante la inminente eliminación de su equipo, pero en la puerta del camerino voltea su rostro para alcanzar a apreciar como el potente ariete ghanés falla el tiro penal y consecuentemente desata su euforia.

En el momento en que la pelota pegó en el horizontal y se fue hacia arriba le volvió el alma al descorazonado Suárez, a Raúl Vilar que segundos antes seguramente encendió un cigarrillo en el estudio de transmisión porque ya no era un comentarista sino un hincha, a los charrúas en las gradas que pagaron las cinco lucas que costaba el chárter con partidos hasta la final, y al resto de uruguayos en su patria y regados por el mundo que veían el milagro por televisión. El minuto final del tiempo extra fue el instante en que todo un país murió y renació. La definición por penales fue más un trámite de confirmación de que iban a ser protagonistas en Sudáfrica hasta la última semana.
No había otra (ni mejor) manera para que la selección de Uruguay después de cuarenta años vuelva a clasificar a una semifinal de un Mundial. Si los deportistas son los gladiadores de nuestros tiempos y una cancha de fútbol el campo de batalla, los charrúas son los protagonistas de las historias épicas. El escritor Osvaldo Soriano le dedicaba el cuento “El reposo del centrojás” a ese legendario capitán y artífice del Maracanazo, Obduvio Varela, en el que lo eleva casi a figura mitológica; y el encuentro disputado ayer es digno de una comedia griega en el sentido real de la comedia, donde todo empieza mal pero termina bien. La táctica, el saber defenderse, el talento de sus cracks, la garra y esa historia (prehistoria para algunos, pero al menos eso tienen como decía Tabares) jugaron ayer en uno de los momentos de mayor emotividad que quedará para la historia de los mundiales, y para el que lo pudo ver queda esa sensación de adrenalina y sufrimiento pegado a la pantalla emocionado por la victoria de un país que no es el suyo.

Sobre el encuentro disputado, un día después todavía resulta difícil hacer un análisis frío, dejando aparte toda emoción, de lo que sucedió. Caso aparte: ¿Se puede acusar a Suárez de basura, tramposo, ladrón? ¿No harían lo mismo si estuvieran en esa situación? ¿Después de todo no lo expulsaron y se decretó el penal? Ahora viene Holanda y los charrúas perdieron su carta de gol, el defensa Jorge Fucile está suspendido y Lugano debe recuperarse de su lesión. Se podrá decir que los europeos tienen mayores figuras, Robben juega cada vez mejor y le vienen de ganar a Brasil; pero no hay que olvidar que Uruguay en todos sus partidos ha demostrado orden, ser un conjunto solidario y un ataque efectivo, además de que siempre están dispuestos a hacer historia.



P.D. El diario El País de Uruguay tiene un montón de excelentes crónicas de como se vivió la fiesta por allá.
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