8 de julio de 2012
Catorce años no son nada
Hubo que esperar harto, demasiado, sufrir una eternidad, pero de vuelta estamos en una final. Despuès de ese clàsico en el Capwell, sabíamos que medio título era nuestro. Volver... con la frente amarilla... sentir... catorce años no son nada...
14 de julio de 2011
La telenovela sudamericana para hombres

Sana envidia el día de hoy a Venezuela empatando a 3 con Paraguay – que complicó a España en el mundial –, y diez minutos antes perdiendo con dos tantos de diferencia, en la última chance y el arquero metiendo el pase-gol en un tiro de esquina donde era al todo o nada. ¡Qué drama, mamita! como diría Miembro. Quién diría la vinotinto de hazañas, terminando invicta en su grupo y sin jugar a la especulación. Parándose bien. Se empiezan a escribir páginas de momentos para recordar en su historia. El mejor partido de lo que va del torneo.
Por ahí se dice que los encuentros entre equipos o selecciones de Sudamérica ya no se disfrutan, duelen. Toda la razón. Son batallas donde nada está dicho. Belgrano de Córdoba puede enviar por un año a la B a River Plate en Buenos Aires, en el mismísimo Monumental. Se derrama sangre. Viendo en un bar con un amigo la semifinal de la Libertadores entre Vélez y Peñarol, presenciar el nervio puesto en la cancha, los penales errados y el sufrimiento decimos que eso es más pelota que la final de la Champions. Y puede que no sea mejor fútbol pero en muchas ocasiones eso es lo que esperamos ver. Tensionados 90 minutos, agarrando el televisor por un cuadro al que ni siquiera hinchamos. Qué chucha, por ese tiempo le hemos cogido cariño. Deseando estar ahí, queriendo ser parte del momento. El regreso a la niñez, a la felicidad. (O como decía aquella vieja decepcionada de la vida de uno de los cuentos de Fontanarrosa: Yo voy a la cancha a ver si en una de esas hay un gol y mi marido me abraza)... Que lo parió!
Para nosotros se acabó. Por 5 minutos alegría con los empates. Luego a lo que poco a poco nos hemos ido acostumbrando. Nada, el cero. Sin un horizonte que a lo lejos se pueda divisar. Si el fútbol es una novela lo de la selección ecuatoriana últimamente se ha convertido en una novelita rusa. Por suerte muchas chances más habrá. Por estos lados del continente el fútbol es como el Alfa y el Omega. De algo hay que vivir…
28 de abril de 2011
Visça
8 de diciembre de 2010
Hay cosas...
Como si inconscientemente tratara de sacarlo a relucir – aunque ya no se le cree – mi hermano cada vez que puede me dice que él tuvo la oportunidad de ver esos duelos entre el Nápoles de Maradona y la Juventus de Platiní. El cabrón continua hablando de Van Basten con el Milán y otros equipos que suenan a los ochentas, entre esos el Independiente de Bochini, Burruchaga y más… El partido de hoy no fue jugado a gran nivel. Mucho nerviosismo. Cualquier tailandés o samoano que se hubiera encontrado en la televisión con la final, lo más probable es que después de diez minutos hubiera seguido con el zapping, confundido ante tanto pelotazo. Los que nos quedamos dos horas es porque el fútbol nos ha dado algo. Alegrías y penurías. Hartas puteadas. Cuando concluyó dieron ganas de dar gracias por el regalo. Pasión…
7 de diciembre de 2010
Nasri
25 de noviembre de 2010
La belleza del hábito

Lo que provoca el Barcelona en el espectador al verlo jugar es que se está siendo parte de la historia. En pocos años hablarán de este equipo y podrás presumir que presenciaste sus partidos en vivo. Asistir al Nou Camp debe compararse con tener entradas para un concierto de música clásica en Viena o con la puesta en escena del Cirque du soleil. Es un espectáculo de gala para asistir en frac. Once goles en los dos últimos partidos y este lunes super – clásico contra el Madrid que viene haciendo ocho en el mismo número de juegos. Contra Mourinho. El director técnico portugués que recuerda a uno de esos gélidos y geniales villanos a los que se enfrenta James Bond, sólo que éste no cuenta su plan y siempre se sale con la suya. Uno de los actuales destructores del fútbol junto a Dunga y el DT de Holanda. Al deporte del balón lo piensa más como una partida de ajedrez. Hiper estratégico. Todo lo calcula, sin dejar espacios a lo desconocido. Capaz de cualquier cosa por ganar – el Inter campeón de Europa eran diez defensas más Milito –. Lo que se viene, ¡mamita! Venganza. Partidazo. Higüain, Cristiano Ronaldo, Xabi Alonso, Ozzil y el resto de millonarias estrellas enfrentando a los canteranos de Xavi, Iniesta, Messi, Pedro, Busquets, Piqué y más.
Nunca he sido fan de esas frases que inspiran, a lo Paulo Coelho o cualquier otra a la que la gente le hace copy – paste para ponerla en el status del Facebook; sin embargo a la entrada de mi oficina hay una que me gusta. Es de Picasso. El demente dice: “Cuando llegue la inspiración, que me encuentre trabajando”. ¿Cómo lo hacen? ¿Cómo pueden alcanzar la perfección? Muchas horas de ensayo en los entrenamientos y de conocerse entre compañeros. Como esos delirantes cuartetos de jazz de los años treintas y cuarentas, en los que los integrantes eran magos que practicaban con sus instrumentos hasta sangrarles las manos para después empezar a volar, el Barcelona al buen toque del balón lo ha convertido en un bello hábito.
P.D. Por estos lares el presidente del Barça guayaco promete título el año que viene, pero lo que se ve es a los mejores jugadores – Hidalgo y Nazareno – yéndose a otros equipos. Lo único bueno para mí Barce es que el 2011 será el último año de Maruri. Consuelo por ahora: Messi y compañía. Para disfrutar.
8 de julio de 2010
La insoportable levedad de ser arquero



En su último lamento como cancerbero, dijo: «La gente cree que soy frío porque soporto el dolor. Una vez le pedí a mi esposa que me apagara un cigarrillo en el antebrazo y sufrí tanto como ella. Todavía tengo la cicatriz. Quería demostrar que uno puede soportar lo que se propone. No soy un bloque de mármol. Soy vulnerable como cualquier otro. Sólo soy brutal conmigo mismo. No soy un genio como Beckenbauer. No he heredado nada. Estamos en el purgatorio. Cuando deje de sentir dolor, estaré muerto». El área chica de Alemania es un purgatorio al aire libre.
El portero es el jugador que tiene más tiempo para reflexionar. No es casual que se trate de alguien muy preocupado. Algunos guardametas tratan de aliviar los nervios con supersticiones (escupen en la línea de cal, colocan a su mascota de la suerte junto a las redes, rezan de rodillas, usan los guantes raídos que les dio una novia que no se casó con ellos pero les trajo suerte). Otros buscan vencer la preocupación con altanería, considerando que un gol en contra no vale nada. Pero es raro que no tengan un alma en crisis. Schumacher convirtió esa tensión en dramaturgia: «A veces me concentro con el odio y provoco al público. No sólo juego contra los otros once. Soy más fuerte rodeado de enemigos. Cuando la mierda me llega hasta arriba, sé que puedo resistir. Un atleta no se hace creativo con amor sino con odio». Enke nunca tuvo esta claridad para revertir en méritos emociones negativas, pero heredó la cabaña de Schumacher y sus redes tensadas por la furia.
Cada posición futbolística determina una psicología. El portero es el hombre amenazado. En ningún otro oficio la paranoia resulta tan útil. El número 1 es un profesional del recelo y la desconfianza: en todo momento el balón puede avanzar en su contra. La gran paradoja de este atleta crispado es que debe tranquilizar a los demás. En su ensayo Una vida entre tres palos y tres líneas, escribe Andoni Zubizarreta: «Cuando me preguntan cuál debe ser la mayor virtud del portero, contesto sin dudarlo que la de generar confianza en el resto de los jugadores». El equipo debe ir hacia delante, sin pensar en quién le cuida la espalda. «Claro está que, para no transmitir dudas, es fundamental no tenerlas», añade Zubizarreta: «El portero no puede ser de carácter inseguro». Inquilino del desconcierto, el guardameta vive para no aparentarlo. Es el pararrayos, el fusible que se calcina para impedir daños mayores
8 de mayo de 2010
Fútbol: Además de buen toque se necesita garra

Ver al Barcelona de España es casi una obligación. Incluso aquellos individuos que dicen preferir un partido de tercera de cualquier liga sudamericana a uno de primera de Europa, porque en los primeros se juega por amor a la camiseta, no pueden resistirse al toque-toque catalán; aunque el Barça también demostró que con una posesión del 70 por ciento no basta para alzar una copa (sigue siendo el mejor camino). Mucha garra y amor se necesitan también. Algo que sobra en la Copa Libertadores viendo los octavos de final. En su mayoría juegos apretados (excepto los ganados por los finalistas del año pasado), reflejando la paridad de la competición. Muestras:
El Nacional uruguayo con mucho ímpetu y desorden trató, en un estadio Centenario con un clima de partido de infierno que parecía el Vietnam de Oliver Stone en Platoon, de remontar la ventaja de dos goles que el Cruzeiro le marcó en Brasil. Los del Bolso terminaron goleados ante el práctico esquema de los brasileños, pero su hinchada no dejaba de alentarlos demostrando verdadero amor y recordando que estos días juega la final del campeonato charrúa contra Peñarol. Y los pinchas, con mucha autoridad, haciéndose respetar de local, hicieron prevalecer la ventaja que obtuvieron en México. Estos fueron los encuentros con series más holgadas.
La paridad de La Libertadores se pudo ver en el Flamengo vs. Corinthias, donde después del primer encuentro trabado, por la lluvia, en el Maracaná y ganado por los locales, la vuelta entre los equipos de mayor presupuesto resultó en un abierto, con muchas ocasiones, tenso y emotivo partido (los rezos a los santos no faltaban), imponiéndose el conjunto de Ronaldo y Roberto Carlos por dos a uno, pero la clasificación se la llevó el cuadro de Adriano y Wagner Love por el gol marcado de visitante. Esa anotación marcada fuera de casa que también le sirvió para avanzar al Internacional de Porto Alegre, del cascarrabias de Fosatti, frente al timorato Banfield de Falccioni. La garra se la pudo ver en el estadio de Veléz Sarfield cuando los de Gareca quisieron remontar los tres goles que el Chivas, casi de suerte, marcó en México; lastimosamente faltó un gol para la remontada. Pero las cosas fueron diferentes en Paraguay, donde en los últimos minutos Libertad eliminó al Once Caldas que se sentía vencedor por el gol marcado fuera. Y la cereza del pastel la puso la vuelta entre la U. de Chile y el Alianza Lima en Santiago; cuando los visitantes necesitaban ganar, hasta los quince minutos del segundo tiempo lo lograban jugando bien, luego el empate chileno y cuando faltaban cinco minutos los aliancistas marcaron el segundo; una clasificación justa hasta que en el descuento, con ayuda del árbitro ecuatoriano, la U vuelve a empatar. Partidazo típico de la Libertadores, incluidos los golpes y reclamos.
Viendo estos octavos de final resultan verdaderas las palabras de Luis Omar Tapia cuando dice al inicio de cada partido: Aquí comienzan 90 minutos del deporte más hermoso del mundo... Uno le hincha a la garra y al bueno juego. Buen calentamiento para junio que empieza el mundial.
16 de octubre de 2009
Nos quedamos en casa para tocar rock´n roll*

Por suerte el Comité Olímpico y la FIFA le están dando sedes de estas competencias a los principales países emergentes. A excepción de Londres en el 2012, desde el 2008 tuvimos a China y tendremos a Sudáfrica y Brasil para el 2010, y 2014 y 2016 respectivamente. Sedes lejanas al ambiente dominante que anteriormente se concentraba en las ciudades de los Estados Unidos y la Unión Europea para estos juegos. Países emergentes que aún mantienen índices de corrupción, inseguridad y pobreza, pero que poseen y aplican planes para ir superando estas vicisitudes. Planes que no necesariamente consistieron en abrirse irresponsablemente al mercado, sino en armar el entorno previo a abrir sus fronteras y al Estado le dieron un papel importante en la regulación y estímulo de los mercados.
Ojalá vayamos a Brasil para aprender. Ya no tanto de fútbol pero sí de otras cuestiones.
* El título lo pone Fito.
25 de agosto de 2009
Por una cabeza


Escribir sobre Alberto Spencer Herrera podría tomar centenares de páginas y varios años detallando sus jugadas, como le pegaba con la frente y los largos trancos que corría, con esa capacidad de en los momentos inesperados aparecer con una jugada y definir en minutos la historia de un partido. Spencer es una leyenda, y que no haya sido considerado por la FIFA dentro de los mejores jugadores del siglo que pasó no hace olvidar todas sus proezas dentro de la cancha, que en un nada barroco inventario, pero sin detalles, comenzaría con sus 510 goles oficiales, con el Andes de su Ancón natal, luego en el Everest (además le dio muchas alegrías a otros equipos vistiendo sus camisetas y marcando en Barcelona, Emelec, Olmedo, Liga de Quito y otros), Peñarol (equipo con el que fue siete veces campeón y estaba formado también por estrellas como Luis Cubillas, Joya, Lezcano, Rocha) y la selección ecuatoriana; 54 goles en la Copa Libertadores (el trofeo al goleador lleva su nombre), para ser campeón en la primera edición de 1960, y repetir el título en 1961 y 1966 (además de un subcampeonato contra el Santos de Pelé en 1963), marcando en todas las finales (destacando esa remontada al River que tenía a Carrizo en el arco); el primer gol marcado por un ecuatoriano en Europa, contra el Real Madrid en la Final de la Intercontinental que perdieron, pero en el 63 y 66 serían campeones, anotando también en esas finales, Spencer, contra el Sporting de Lisboa de Eusebio y el Real Madrid; enfrentar a rivales de la talla de San Filippo del San Lorenzo y Pelé del Santos; anotar en África, Italia, España y en Wembley (primer gol de la selección charrúa en ese estadio); y volviendo antes de su retiro a jugar en Barcelona y dar el pase gol al padre Basurco en la gesta contra el invencible Estudiantes de la Plata. Sin olvidar su lado fuera de la cancha, la vida con sus diez hermanos en Ancón, su casamiento con María Teresa, sus tres hijos, su humildad, su aparición en el cine y su designación como cónsul en Uruguay.
Los hechos los recuerdo y algunos los descubro después de haber leído el libro “Spencer Goleador Universal” del periodista ecuatoriano Freddy Alava. Y destaco del mismo la recopilación de palabras de varios futbolistas y reportajes de la época sobre las hazañas del goleador, porque después de terminarlo me deja la sensación de que la obra fue hecha al apuro, sin edición, con muchas faltas ortográficas y después del prólogo y la introducción de Menotti, la redacción se queda y la fluidez desaparece. Como si la blanca pluma que relata la vida de Forrest Gump no se elevara más que unos segundos, aunque mejor paro aquí porque este blog no lo utilizo, a excepción de los políticos, para hablar mal de alguien (por eso no escribo sobre Arjona, Paulo Coelho o Ricardo Montaner). Al final la lectura me sirvió para rememorar la figura de Spencer. Alguien que siempre estuvo en el momento correcto para marcar historia.
P.D. Quise ponerle como banda sonora, a una lectura sobre el fútbol, la victoria inicial de Barcelona contra Emelec, pero luego del empate y el domingo lo mismo contra Nacional, sólo puedo decir que cada día nos estamos yendo más hacia la casa de la v…, es decir a la B.
Carlos Salvador Bilardo:
Me parece que fue en el año sesenta cuando tuve el primer contacto con Spencer, era un jugador elegante, buen físico, además muy técnico. Él y Joya eran dos altísimo valores del ataque peñarolense, retrocedían unos metros y entraban a definir. Recuerdo que en las charlas técnicas me decían: cuidado que viene el centro desde la derecha y entra Spencer. Era terrible, era un gigante, arriba andaba muy bien y aparte una virtud, que él siempre daba un paso atrás para arremeter, además era muy buena gente, yo después lo conocí en persona.
Revista El Gráfico de 1966: “El hombre que ganó una copa”.
Es un jugador “que no dice nada”…
Pero cuando entra en juego “lo dice todo”…
Es el sprinter que sólo pica cuando llega…
Pero cada vez que llega la alcanza. Y cada
vez que pica llega…
Es nada más que un velocista. Pero es
el más veloz de los velocistas…
Es nada más que un jugador de contraataque.
Pero es uno de los mejores
jugadores para el contraataque.
Es nada más que fuerte arriba. Pero
fuerte arriba y abajo. Porque de arriba
“mata” y abajo “vuela”. Porque hay muy
pocos que saben elevarse con esa fuerza
y muy pocos que pueden apilar gente con
el eslalon endiablado que tiene su pique.
Es “un pescador”, pero ¡cómo pesca!
Todo sabe aprovecharlo.
No bien un defensor deja botar la pelota
ya se la robó Spencer.
Su mirada denota tranquilidad pero
en un segundo la troca en vértigo demoledor.
Los goles bonitos, los hace cualquiera,
los goles importantes, los que valen
campeonatos, lo que llenan vitrinas
los hace Spencer.
Es un jugador que no dice nada…
las siete letras de su apellido lo
dicen todo SPENCER…
¡Oh… coincidencia! El mismo número que tienen:
Everest, Ecuador, Peñarol, Uruguay, campeón,
América…
31 de julio de 2009
Cuento: View-master de una vida con la redonda
Sé que estoy en una final, sé que de mi depende mantener este uno a cero que logramos con un favor del árbitro (pitó un penal que yo desde el otro extremo claramente pude ver que no fue así). Pero las honestidades a la mierda, lo que importa es ganar; porque no gano sólo por gloria propia sino también porque quiero ver feliz a ese grupo de histéricos fanáticos que darían la vida por este equipo que estoy defendiendo. Ahí me siento como un Niño Jesús que da el mejor regalo que a cualquier hombre se le puede dar. Porque el ser campeón los disfrutas por todo un año y el resto de personas que no comparten tu emoción respiran envidia cada vez que te ven. Así recuerdo la primera vez que me hice hincha de aquel equipo, que después de estar perdiendo dos a cero, pudieron remontar el marcador en quince minutos, y terminar cuatro a dos. Con una fantástica actuación del número diez que además de hacer un gol de tiro libre, iniciando la remontada, después dio un pase en callejón para que el delantero, aquel negro que se lo veía aún más oscuro con esa camiseta amarilla, con una fuerza que pudo verse en sus ojos, casi desorbitados, le rompió las manos al pobre arquero que empezaba a ver que lo peor aún no había venido. La cosa se definió en los cuatro últimos minutos. Primero gracias a la confusión impuesta por la avalancha amarilla que con una fuerza impetuosa avanzaba hacia el área de los asustados rivales, en una serie de tiros que pegaban en los inoportunos defensas, pero para nuestra suerte, un remate golpeó en el muslo de uno de los delanteros que habían bajado a ayudar a su zaga y descolocó totalmente al arquero (mientras él se dirigía a la izquierda donde al principio parecía el destino de la bola, luego esta fue a la derecha y se depositó mansamente en la mallas con un toque de comicidad). Y el cuarto gol fue casi lo mismo, todos los hinchas empujamos aquella bola, porque se suponía era un centro pero agarró un chanfle, como si tuviera voluntad y quisiera que nos postremos a sus pies, que descolocó al arquero y pegó en el palo, la bola rebotó saliendo de las 18 yardas y apareció el lateral izquierdo, que no había hecho un gol en toda la temporada, nueve meses de esterilidad, y le pegó un balazo imposible de ver sin la ayuda de la cámara lenta (esa que al fútbol lo hace ver como ballet), casi doscientos kilómetros por hora.
Pero: ¿Por qué recuerdo estas cosas si estoy en una final y estoy a un paso de lograr algo que pocos han podido hacer? Recuerdo el golpe y me doy cuenta de que no tengo control de mi cuerpo. Quiero levantar las manos y no puedo, tampoco puedo abrir los ojos. Acá me siento tan bien porque seguramente afuera me costará respirar. Todo me cuesta afuera a excepción de tapar disparos. Aquella masa que es mi cuerpo debe haber colapsado por minutos. Pero mi espíritu sigue intacto, mantiene esos inmensos deseos de ganar. Esos deseos de ganar y jugar fútbol que tengo desde que convencí a mi abuela para que me haga amigo de los vecinos. A los ocho años, en la escuela podíamos jugar, pero teníamos una profesora que odiaba que lleguemos sudados, con aroma a victoria y derrota, del recreo y por lo tanto jugábamos a escondidas, con pelotas hechas de montones de hojas arrancadas de cuadernos. Ahí se iban como en un barco de papel, a merced de un lago con un inclemente remolino en la mitad, nuestros deberes, lo que habíamos hecho durante la noche, porque el fútbol era más importante que unas operaciones matemáticas y el concepto de sujeto y predicado.
Ellos, los vecinos, hicieron la cosa más por quedar bien con mi abuela y con sus madres que por integrarme, porque seguramente en mí no vieron nada interesante así como yo no veía nada interesante en ellos. Todos eran mayores y se notaba en sus físicos. Yo era un alfeñique, alguien para aplastar, un nuevo muñeco de plastilina con quien jugar hasta que se parta. Me mandaron al arco, la posición que el resto de jugadores odiaban. Nadie quiere ir allá a aguantar pelotazos. Nadie se toma la molestia de vestirse, pedirle a su vieja que le compre zapatos, tan sólo para ir y quedarse quieto hasta que el equipo contrario avance y haya algo de acción, de revolcones. Y a nadie le gusta ser culpable, que el resto se le cargue y lo insulten. Ser arquero es lo más parecido a los dementes que quieren ser árbitros. Ser arquero es un buen placebo para un suicida, un kamikaze, alguien con complejo de mártir. Pero al final me acomodé en el arco, porque era una soledad que me gustaba. En los ratos que los contrarios no atacaban trataba de dejar mi preocupación a un lado y ahí entendía las cosas que realmente eran importantes (si es que existía algo importante a los ochos años). Era un momento crucial, lleno de presiones ante la necesidad de ser preciso, pero donde mi mente se despejaba, me sentía en paz. Era tan linda la perspectiva desde ahí, como la cima de un monte sagrado que su vista te llena de sabiduría. Y en los momentos de ataque, cuando yo era el único autorizado para ordenar, putear y sacudir con mis palabras a los defensas y a cualquier solidario que bajaba hasta allá, también sentía que formaba parte de algo, que todos trabajábamos en conjunto por la victoria. Así era el arco una especie de lugar de disfrute que descubrí, además me sentía único, pues puede que otros lo crean como el lugar para los rechazados dentro del campo de juego, pero ahí yo sabía que era el único que tenía las agallas para estar en ese puesto. Y resulté bueno, porque no tapaba en esos arcos hechos de piedra donde sólo puedes marcar goles a ras de piso, acá utilizábamos la pared del vecino que la veía tan alta en ese entonces que mi mayor preocupación eran aquellos tiros desde fuera del área y la humillación (con las posteriores risas en todos los decibeles) de los sombreritos. En esa blanca pared llena de lunares de tierra con forma de balones (Mikasa, Nike, Penalty y otros que eran los constantes regalos de navidad que nos daban), aprendí a lanzarme lo más posible, aprendí a que las manos no me dolieran aunque fueran tiros realizados por personas que ya habían empezado a descubrir la pornografía y detenían el juego callejero cada vez que una mujer en diminutas ropas, a causa del calor vespertino, pasaba por el lugar. Sabía que sus disparos eran cada vez más fuertes por impotencia, porque los delanteros o cualquiera que subiera debían hacer un esfuerzo mayor para vulnerarme, y cuando llegaban hasta la puerta del área muchas veces su mayor deseo no era marcar el gol, sino derribarme y si era posible quebrarme ante la insolencia de mi parte. Lo hacían por angustia, por rabia por no poder concretar las cosas. Así llegué a ser cotizado por los equipos. A veces era el primero en ser elegido, porque era el único arquero seguro del sector, y el resto no se ubicaban en la cancha, solo querían hacer goles, ser los ídolos del barrio, que su leyenda se mantenga en los alrededores de ese parqueadero que utilizábamos como cancha.
2.
En la escuela el fútbol era otra cosa, porque nuestras profesoras pitaban los partidos, se inventaban reglas estúpidas que no nos dejaban jugar como lo visto en los estadios, como los que queríamos ser. Por eso para el colegio pedí que me cambien. Y así pasó. En el nuevo colegio éramos novatos, las mujeres eran más altas que nosotros y a la mayoría de los que conocí ahí fue en la cancha de fútbol, el lugar más rápido para hacer nuevos amigos. Primero las ganas de jugar y después el cómo te llamas. Inmediatamente me hice del arco. Lo más probable es que nadie más lo querría, pero previniendo ya había llevado unos guantes para asegurarme del puesto. Enseguida surgió rivalidad con el otro paralelo. Rivalidad obviamente creada por los partidos de fútbol. Ambos cursos esperamos las olimpiadas. Nosotros nos habíamos preparados en todos los frentes, la alineación ya estaba hechas desde meses atrás y en cada clase de educación física jorobábamos al profesor para que nos permita jugar. Igual a la hora de salida, cuando tocaba aquel timbre nos dirigíamos a la canchita de tierra, con el uniforme de diario y la mochila para sentir vida un rato más antes de volver a casa. En las olimpiadas les metimos tres a cero. Qué equipazo que teníamos. El capitán Córdoba y el número ocho de apellido Díaz eran las estrellas. El uno armador y el otro el puntero. El resto se completaba con Vasconcellos, Guzmán y Da Silva en la defensa; los dos últimos los más altos de la clase y Vasconcellos le daba una buena comba a los tiros libres (con sus pies pequeños, el mismo don en el fútbol, tal vez no en la cama, que confesó Chilavert) así que lo pusimos ahí. El trabajo sucio estaba a cargo de Erazo, un tanquecito que en estos días es un adulto con aspecto de manatí que eructa todo el día un aroma a cerveza y a cigarrillo (que ha vuelto su voz semejante a la de un viejo con cáncer de garganta); por la izquierda iba Moreira, quien llego un día al colegio a medio año y al siguiente ya no apareció más, y Córdoba completaba el mediocampo (era el guapo en el trato al balón, a veces ni se despeinaba, como un James Bond que se mantenía pulcro ante las amenazas de los rivales). Arriba iba solo Díaz, bajito y escurridizo (sabíamos que nunca iba a hacer un gol de cabeza pero a los doce años nadie hace un gol de cabeza). Todos nos llamábamos según el apellido, nunca supe el porqué y ahora eso me parece una reverenda idiotez porque al final éramos amigos y no se trataba de un batallón militar. Y con la victoria contra el otro curso creíamos que ya habíamos cumplido nuestra parte: demostrar cual de los dos era el mejor, porque sabíamos que difícilmente podíamos optar por el campeonato. Esa creencia se vio una semana después cuando perdimos cinco a cero contra tercer curso. No era la primera vez que me habían metido cinco goles en un partido pero la rabia, la humillación, las ganas de que todo se repitiera o de que todo se borrara fue un monstruoso acompañante durante la estancia en el colegio hasta el siguiente año. Cada vez que veía a uno de los autores de los goles que me metieron sentía vergüenza, quería meterme en otro lugar, quería cambiarme de colegio; por lo que, entre todos, juramos no cambiarnos de colegio para el próximo año ser campeones. A esa final del año siguiente llegamos con las justas, porque no éramos la máquina invencible que creímos ser. Díaz se había ido, Vasconcellos también y no llegó nadie a reemplazarlos. Cuatro victorias, dos empates y una derrota. Por gol diferencia jugamos contra el paralelo B que el año pasado le habíamos ganado cómodamente. Ahora ellos estaban muy favorecidos con la llegada de un nuevo alumno de apellido Salame. Era muy rápido y no tenía miedo de pegarle desde donde fuera. Por esas razones se había convertido en el goleador del torneo. Ahora los del B eran los vistosos en el juego, mientras que nosotros habíamos agarrado algo de maña, mística, todo sea para ganarle a los cursos superiores. En aquella final estaba muy nervioso, nunca me había sentido así. Sentía una presión muy intensa como si no tuviera más oportunidades.
Así que ahí estábamos con nuestros uniformes de la selección de Inglaterra y ellos con el del Peñarol de Uruguay. Desde el inicio del partido fui un espectador más de un cotejo que se jugaba veinte minutos en cada tiempo. Espectador porque no tuve mayor actividades que recoger pelotazos que se iban fuera de la cancha y yo los sacaba desde el arco, así hasta el minuto doce, más o menos, donde el jugador número diez del otro paralelo esquivo a Da Silva y sacó un disparo fuerte que pegó un pique en el piso de tierra y una piedra lo descolocó, exigiéndome utilizar la mano que en un principio no había estirado. Aquel partido fue como jugar en el desierto, un calor insoportable, con un sol totalmente celeste sin ninguna nube que asome, en una cancha de tierra (terreno baldío) con matitas de pasto que crecían irregularmente, con postes de caña guadua que ante cualquier remate potente en el horizontal se desbarataba. Diecisiete minutos y ese potente tiro sucedió en la final. Córdova pateó y la pelota se estrelló en el palo, este se cayó (literalmente) y finalmente la bola entró sin que se pueda ver enseguida debido a la polvareda armada como en una película del viejo oeste con blancos e indios en plena persecución. Queríamos que el partido se acabara ya y esas ansías nos perjudicaron porque retrocedíamos la bola, dábamos un sinnúmero repetitivo de toques que se habían vuelto monótonos y fáciles de adivinar. Por suerte los otros estaban aún temerosos, no se habían podido sincronizar y a más de uno le faltaba sed de gloria. Lastimosamente un contraataque que armamos, dejando a un defensa solo abajo, no terminó en gol y el arquero pudo agarrarla con las manos, sacar fuerte un balón al centro que debía ser interceptado por Da Silva que quedó como libero pero la bola le rebotó y no alcanzó a cabecear y otra vez el número diez contrario tuvo el balón, y ante mi salida dio un pase al número ocho que lo había acompañado y definió con el arco vacio. En ese instante ambos equipos nos dedicamos a cuidar el resultado. Entraron defensas por delanteros que no querían salir y mantuvimos a Guzmán, que había empezado a vomitar disimuladamente por la zona del córner, sólo para que patee un penal.
El primero lo pateó Córdoba, y Guerra, su arquero, se lanzó bastante bien para interceptarlo pero por suerte el tiro fue bastante esquinado y después de pegar en el palo izquierdo se metió en el arco. El capitán del otro paralelo fue a patear el primer penal de su equipo. Yo me había colocado bajo el horizontal y sentí que el sol me pegaba en la frente, se metía en mis ojos y vaciaba todos mis pensamientos como me pasaba cada vez que frente a mis ojos la maestra colocaba un examen en mi pupitre. El buzo también me daba un calor insoportable y sentía que en aquel minuto disminuí de peso con cada palpitación del corazón. Cuando vi que colocó la bola y se dirigió a patear, intuí que la iba a lanzar al lado derecho, para cruzármela, y así fue, por lo que me salí de la raya, corriendo como un héroe suicida que se lanza al ver una granada que pone en riesgo la vida del resto del pelotón, pero eso no importó, porque la violencia del tiro dobló mi mano haciendo inútil el esfuerzo, que visto desde afuera el histrionismo de la escena pudo haber provocado en más de un casual espectador una vergüenza ajena que les recordó sacrificios hechos años atrás pero que ahora tal vez no valen la pena, por bloquear aquel esférico que finalmente fue a parar a la calle por la falta de redes. Los segundos y terceros penales, para cada equipo, fueron anotados, hasta que en el cuarto penal, viendo la forma en que se colocó el pateador, pude taparlo quedándome quieto, porque sabía que iba a ir así, fuerte y al medio. Lo manoteé pero cuando tuvimos la oportunidad de definir el partido sin darle vueltas al asunto, en el instante que se presenta la primera oportunidad y que como un eclipse, que a esa edad uno cree que solo una vez podrá pasar un evento así, Erazo sintió toda la presión en sus piernas y por tratar de asegurarla fuerte y a una esquina, la botó hacia los espesos matorrales, cerca de donde habíamos detectado un fuerte hedor que finalmente resultó en el cadáver descompuesto de un perro color negro con manchas amarillas en la cara y gusanos blanquinosos que desesperadamente se movían dentro y fuera del estómago perforado del animal, como señal de una histeria ante semejante banquete, lo que provocó un lapsus de demora hasta que la bola sea encontrada que apareció blanca como una perla, brillante por los rayos de sol y con la marca ya desgastada por la tinta de tanto maltrato que se le dio. Ahora toda la presión estaba sobre mis hombros y el dirigente de mi equipo, aquel tipejo que nunca nos hizo entrenar, que odiaba el deporte, pero ahora se sentía parte del triunfo, un papa pitufo: trató de darme palabras de aliento que no escuché, mis oídos eran una radio que no recibía aquel tipo de hipócrita recepción. No recuerdo quién pateó el penal, sólo recuerdo que estaba más nervioso que yo y lo lanzó abajo a la derecha, a la esquina donde se me hace más cómodo lanzarme y alcancé a tocar el esférico, como un meteorito que es desviado a centímetros de la tierra en el último minuto, y ese pequeño roce fue suficiente y ahora éramos campeones. Lo gritamos, lo saboreamos, no paramos de cantar todo el día y a la mañana siguiente fuimos con aquella camiseta de la que no nos queríamos separar, sin importar que no nos dejaran entrar en la puerta del colegio. La alegría era así y la disfrutamos por todo el año. Un presagio de que el siguiente no sería igual.
3.
Varios se habían ido y varios habían llegado. Todo el trabajo anterior ahora no servía, había que comenzar de nuevo y empezar a practicar. Pero las mujeres habían pasado a ser una prioridad más que el fútbol. Ahora además de la gloria queríamos impresionarlas y por eso queríamos llegar a la final, pero confiando en nuestras habilidades individuales sin pensar en equipo. No entrenamos, pero llegamos a la final que perdimos uno a cero. Un gol de sombrerito donde tuve mucho de responsabilidad. En el barrio había dejado de jugar también y mis reflejos ya no eran los mismos. Lo lamentamos pero no hubo muchos sufrimientos ni sollozos y la cosa pasó tranquila. En navidad no pedíamos más balones, sino discos de música, ropa, juegos de video. La despedida del fútbol fue como una muerte ya anunciada a la que le habían borrado todas las perturbaciones anexas al duelo de rigor. La separación no tuvo traumas. El deseo de ganar ya no estaba anclado en nosotros. Hice mi último intento, el mismo año, metiéndome a la selección de fútbol del colegio pero fue una gran decepción porque aquel entrenador tenía sus favoritos y había armado una mafia donde además de sus titulares, el resto que entrenábamos ahí servía como prueba de lujo. Los muchachos que no tenían nada que hacer en casa, y jugaban y sudaban un rato, los que tenían números del 12 al 25, porque los favoritos uno los reconocía por el número que usaban en la espalda. Debo reconocer que algunos tenían mucha habilidad y técnica, pero muchos tampoco iban a entrenar e igual jugaban de titulares. Así con ese solapamiento, con esas desventajas naturales que había recibido y que ningún esfuerzo o disciplina cambiarían, empecé a alejarme del deporte. El resto de las olimpiadas anuales estaban sólo para pasar el rato y para salir de aquella dieta de fútbol que me había impuesto involuntariamente. No era gula porque lo disfrutaba mucho pero el romance ya se había ido. Vagamente recuerdo una semifinal en el quinto curso, un año antes de graduarnos que pudo resultar épica porque estando dos a cero abajo empatamos al curso favorito, pero al final un gol de último minuto nos impidió el pase a la final. Así era mi relación ahora con la razón de mi felicidad en años atrás, como si una grieta de abismo infinito sin eco nos hubiera separado y cada uno haya seguido el camino opuesto para no vernos más, con el fútbol hasta que un día, en un viaje familiar visitamos la ciudad de Rosario en Argentina. Yo me había separado de mi familia que fue a visitar el monumento a la Bandera con su perfección de concreto, su solemnidad patriotera, su alta columna, el Paraná que atrás se lo puede ver celestialmente limpio y sus islas como impresionistas óleos verdes. Yo fui al Gigante de Arroyito y después de caminar las ramblas, viendo como chicos en sus bicicletas de panadero, en pandilla les robaban los bolsos a mujeres que caminaban descuidadas por las abandonadas vías del tren que ahora están debajo de casas, de canchas y matorrales sin dueños ni visitas. Y al llegar ahí al estadio, además de ver el gran edificio pintado de amarillo y azul, me llamó la atención un chico de mi edad, que caminaba por el estadio junto a un amigo. Cantaba muchas canciones a favor de Rosario Central; hurgaba por las rejillas que permitían ver la cancha; se saludaba con los vecinos que vivían en las casas pintadas, del color del equipo de sus amores, cercanas al estadio; hablaba un rato, preguntando por famosos y desconocidos que por igual pertenecen al club del Arroyito, con las pintores que se encontraban refaccionando un letrero de una caricatura inspirada en un boceto del Negro Fontanarrosa; en la esquina Olmedo se persignó y en el Arroyito comenzó a corear alineaciones, a cambiarlas rápidamente en su mente como una partida de ajedrez, como un accionista o un vendedor de bolsa de valores que histéricamente realiza su trabajo en voz alta; y al ver una camioneta pintada con el amarillo y azul, y una bandera que soberanamente flameaba, comenzó a cantar: “Yo no abandono por que no soy del laguito/, yo soy guerrero y del barrio de Arroyito!/ no caben dudas que Rosario es de Central/ vení al gigante te lo vamo a demostrar...
Lo que vi aquel día fue la demostración más grande de amor que había presenciado, porque seguramente ese chico se probó en el equipo, fue rechazado, pero sigue siendo hincha de él, sin esperar nada a cambio por muchos días del año, únicamente la esperanza que uno de esos días le dé una de esas grandes alegrías que sirven como faros para iluminar el camino dentro de un túnel que puede demorar años en llegar hasta el otro extremo. Por ese evento volví al fútbol, por ver como los ojos le brillaban al sólo pasar, sentir que formaba parte de algo, que el club era más que una familia, era la razón de existir, antes de graduarme me fui a probar al equipo de mis amores, y después de siete meses, después de ser rechazado tres veces, pude entrar con las completas. Mi sueldo fue bajo y varias veces tuve que hacer sacrificios para ser el mejor. Pero ese recuerdo me lleva ahora aquí, hasta final, la antesala de la gloria, pero de la cual estoy en buena medida ausente, y de la que daría cualquier cosa por no salir de ella, porque estoy dispuesto a morir aquí. Si yo hiciera la película de mi vida, en el epílogo, en un atardecer como este, ante la banda sonora que son los cánticos de la hinchada, podría mi cuerpo dejar de existir sabiendo que he sido parte de la gloria que estamos a punto de conseguir. Por eso cuando escucho en los altavoces el cambio y los sollozos de varios de mis compañeros y los murmullos consternados de los médicos, alcanzó a levantar los ojos y al ver al joven arquero que está entrando mientras yo salgo, sólo puedo decirle que no la arruine y que disfrute de este título y de mi puesto, porque yo ya lo he dejado todo acá y de ahora en adelante nada tendrá más sentido que esto. Mejor me dejo llevar por aquella paz que me llama mientras en los últimos segundos de mi vida me imagino como será la celebración del campeonato y me siento en primera fila ante los recuerdos que como una película al revés se van presentando sin sonido alguno, y que tienen como un único denominador común un balón.
1 de julio de 2009
Pases cortos

No dan ganas de volver al estadio, acto que se ha convertido en el masoquismo de imaginar la siguiente pesadilla planeada por dirigencia, cuerpo técnico y jugadores; a excepción de sólo ir un rato y ver a los ojos a ese grupo de personas venidos a menos, y que supuestamente representan a una institución, extenderles la mano si se puede, y gritarles: GRACIAS HIJOS DE PUTAS.
25 de abril de 2009
La esperanza de meterla en el ángulo

Churchill en su época a la cabeza de Gran Bretaña prometió sangre, sudor y lágrimas y los británicos confiaron en él. En el mes de febrero Alfonso Reece escribía en su columna del diario EL UNIVERSO que “lo perfecto es enemigo de lo posible… lo que se tiene que hacer es buscar lo bueno dentro de lo posible”, continuaba diciendo que “en una democracia donde las dos corrientes, liberalismo y socialdemocracia, se alternarían en el poder mediante procesos electorales. Cualquiera que gane se compromete a cumplir un mínimo que incluye la prevalencia del Estado del derecho, de la democracia representativa y de la separación de poderes… A los liberales puede que no les guste la salud y educación gratuitas; a los socialdemócratas no les gustará la intangibilidad del mercado y propiedad privada. Pero hay que llegar a ese tipo de transacciones si queremos llegar a alguna parte. De lo contrario estaremos fundando la República cada diez años”. Juan Villoro, genial escritor de fútbol, después de haber presenciado una práctica de la selección brasileña y observar como se habían desafiado Rivaldo y Giovanny apostando cual de los dos podía dar más tiros seguidos en el palo, entendió que para meterla en el ángulo el jugador debe tener una cantidad increíble de sufrimiento acumulado. Y así los ecuatorianos con un inmenso sufrimiento mañana esperaremos con nuestra elección de dignidades políticas ponerla en el ángulo, imposible para el arquero. Pero esas ganas de encontrar un salvador que todo lo pueda y que satisfaga a todos, tal vez haga que la bola pegue en el palo o la saquemos del estadio, con alguien que al final no cumpla nada y provoque caos.
El negro Fontanarrosa escribió, para la revista Soho, que en el fútbol los hombres por nuestros años de práctica somos casi unos profesionales: la cantidad de veces que hemos pagado por la cancha, por comprar zapatos, por levantarnos temprano un fin de semana para jugar. Por eso sabemos cuando alguien le pegó bien al balón, el dolor que sintió en las canillas un delantero que fue derribado por un sanguinario defensa, cuando un árbitro está en las nubes pitando otro partido. Razones por las que el negro (y muchos hombres) desconfían cuando señoritas aparecen en la televisión comentando fútbol (algo que tal vez nunca jugaron). Así los ecuatorianos con tantos comicios electorales deberíamos ser unos expertos en elegir a los candidatos. Lástima que otra vez ni siquiera le peguemos al palo porque muy pocos de los aspirantes valen la pena, y que como país no tengamos memoria y muchos se resignen a votar por alguien que fue derrocado año atrás.
20 de abril de 2009
Noventa minutos: La dosis dominical que necesito para el resto de la semana

Del clásico que se jugó a la una de la tarde de ayer, es verdad que está algo devaluado, pero las ganas de comerse a los rivales siguen ahí. Jóvenes desconocidos pero con la confianza de la hinchada porque desde los 13 años el equipo los arropó con su maternal ala; y glorias de años atrás que regresan al cuadro donde alguna vez juraron volver están ahí. Las estrellas del momento están en sus casas en Madrid, Barcelona, Turín o Milán viendo las acciones, hinchando al equipo donde alguna vez jugaron y también comiéndose las uñas. Y dentro de la cancha todo es atropello, reclamos, nervios, vértigo. En las gradas cantos, tomaduras de cabeza. Segundo tiempo y a Palermo lo dejan solo. Ante tal insulto manda un remate al único lugar donde el arquero vestido de rojo no podía alcanzarla. Minutos después Gallardo manda una pinturita imposible y más vistosa ante el esfuerzo del Pato. El partido terminó a uno, y sincerándome, al River tener tipejos tan viles y canallas como el muñeco Gallardo, Ahumada, Ferrari, Falcao y anteriormente haber cobijado a malhechores como el chileno Alexis Sánchez o D´Alessandro, por noventa minutos mi corazón estuvo con Boca.
Una hora después de concluido el clásico vuelvo a encender el televisor y juega el Barcelona de Guayaquil contra el Olmedo de Riobamba. Ahora soy yo el que sufro, puteo, asustó a mi tía con las palabras que se me salen, envejezco cinco años con cada cagada de los jugadores, pero al final de cuentas he recibido la dosis de sufrimiento que necesito para empezar la semana.
2 de diciembre de 2008
Como Alfonsina seguiremos ahí
Explicando un poco esta xenofobia futbolera, esta no se debe a la envidia de una selección que cuando se propone, realmente juega bien, ni al carácter prepotente de algunos residentes gauchos que conozco por el Ecuador (mi padre es uno, santiagueño él, amante de la fiaca, la lectura, el vino de cartón e hincha de San Lorenzo), aunque admito que es un manjar ver como el orgullo se les va al suelo cada vez que pierden una final o son eliminados de algún torneo. Pero volviendo al tema del no disfrutar de los logros futbolísticos de la albiceleste, aunque la mitad de mi sangre lo es, el aborrecimiento se debe al carácter y personalidad de algunos de sus jugadores. No puedo creer que un canalla como Cambiasso sea convocado siempre y sea parte del alma de un equipo, tampoco mi cabeza puede entender como Heinze está ahí, además de otras actitudes de jugadores que se transmiten a la hinchada y son dignas de odio, rechazo y condena: El técnico de Boca Jrs. escupiéndole a un jugador de las Chivas del Guadalajara hace un par de años, la hinchada de Boca tirándole piedras y otros objetos a los jugadores del Cúcuta en las semifinales de la Libertadores del año pasado, Gimnasia de la Plata partiendo grotescamente a los jugadores de Colo – Colo que les estaban dando un baile en la Copa Sudamericana (por eso vos tripero puto, ahora queres ser campeón, pero vos no tenes los huevos que tiene el León). Y así hay ejemplos para todos los gustos, principalmente de racismo, para un millón de posts en un millón de blogs.
Sin embargo, aun queda un rayito de esperanza para mi relación con el balompié gaucho. Si fuera argentino, definitivamente Pincharrata de corazón, aunque a algunos hinchas les he escuchado: Pincha se nace, no se hace, pero espero que ellos acepten a un guayaquileño que desde hace algunos años se está enamorando de una institución que se negó a aceptar la imposición de doctrinas políticas en el 53, cuando los obligaron a repartir “la razón de mi vida”, escrita por Eva Perón y estuvieron dispuestos a descender de categoría por no acatar este disposición, la Bruja Verón marcando goles en el Old Trafford, la Brujita pudiendo jugar en cualquier club de Europa vuelve donde lo llama ese sentimiento y Caldera por siempre, que tiene una hinchada que hace temblar un estadio y canta hasta que la garganta de cada uno reviente, que los niños desde pequeños sienten el amor por la camiseta, que no son como Rosario que tiene muchos famosos seguidores del club como el Che, El Negro o Fito, pero Sabato es pincha desde hace más de 90 años y eso vale más que cualquier otra celebridad y lo principal, después de haber sido un equipo tan exitoso, los verdaderos pinchas estuvieron ahí por más de veinte años, esperando como Alfonsinas y el mar el regreso de un amor convertido en orgasmo que es verse campeones otra vez, un tocayo mio, El tecla es uno de sus máximos goleadores. Lo negativo: es el único cuadro argentino sin clásico, porque después del 7 - 0 con el Lobo, ya se sabe quien es el dueño de La Plata. Y ahora, después de 30 años vuelven una final internacional. Con ese sentimiento Pincha, no me importa que Barcelona (mi equipo de Ecuador y de infancia hasta la vejez) tenga que esperar un año más para llegar a lo más alto otra vez.

En un mundo donde magnates petroleros y primer ministros asiáticos compran clubes de fútbol para satisfacción personal, mercantilizando la pasión, ser hincha canario y que te guste el león es un lujo por partida doble.
9 de septiembre de 2008
El mundialito de los pobres
El fútbol es el deporte, en equipo, más sencillo que pueda encontrarse. Noventa minutos con veintidós jugadores y una bola en un rectángulo. Varias hazañas pueden contarse con las imágenes que hemos visto y presenciado a través de nuestras vidas. Porque la vida de los fanáticos, de esos que tenemos un equipo que nos hace vibrar, que hace que apartemos y posterguemos los problemas diarios durante dos horas para alentarlo con toda la rabia, coraje, emoción y sentimentalismo, no se pueden separar de los resultado de los fines de semana. Nuestra actitud y forma de comportarnos va ligado a como le fue a esa institución que tantas alegrías y decepciones nos da. Pero así como el fútbol es tan fácil de entender, ahora que me siento frente al computador (creyendo estar inspirado), me doy cuenta lo realmente difícil que es escribir de este.
Mario Vargas Llosa ya lo señalaba, mencionando que prefiere escribir de política antes que de fútbol, porque de este último todos tienen conocimiento. Albert Camus también tenía notables referencias de este deporte; en Ecuador Miguel Donoso Pareja se inspiró en el fútbol y en el Barcelona, equipo más popular del Ecuador, para su mejor libro; y el más destacado ensayo del balompié (aunque nunca lo he leído) corresponde a Eduardo Galeano. No obstante, para estas pocas líneas que me quedan (¿a propósito?), no pretendo utilizar nada de esas palabras ajenas, sino esas casi tradiciones de los ecuatorianos con el deporte rey.
El indor en el Ecuador es una rara especie de fútbol sala, me imagino que su nombre viene de ese puertas adentro que significaría en ingles. Para lástima o suerte, no se juega bajo techo, sino en las calles o pequeñas canchas de cemento, con doce jugadores, una pelota dura como piedra, los zapatos más baratos, pequeños arcos, un cigarrillo previo al match y una copita de licor (preferiblemente agua ardiente) después de este. Diferente a ese fútbol de tierra y polvo de las villas miserias en Argentina, las favelas en Brasil, o de esa canchita del Juncal, debajo del puente en el Chota. Su popularidad, entre todos los ecuatorianos, viene de que cualquier persona puede participar y ganar. Aquí, un equipo de viejos para el deporte (entiéndase desde una sub – 40 para arriba) con maña, puede ganarle a un montón de jóvenes flacos, altos y con más aire en los pulmones.
No soy extraño a este y lo he practicado desde que tengo ocho años, usando piedras como arcos y como escenario el parqueadero de mi barrio, pero nunca me he inscrito en un campeonato o torneo (ni siquiera he apostado para las bielas). El fin de semana, ese en el que Ecuador le gano a Bolivia, por cortesía de mi hermano, presencie mi primer campeonato de indor. El lugar donde se jugó, es de esos donde uno sabe que ahí no llega el Estado, porque no ves carreteras, ni agua potable, ni escuelas, ni hospitales. Sin embargo la pasión estaba innata, con pocos espectadores (típico en el Ecuador) y cuarenta equipos inscritos. El resultado: Se cumplió la ley del indor, de que los viejos mañosos ganan y el equipo de mi hermano era el de los jóvenes. Por suerte les quedan siete partidos más y las finales, donde pueden ganar esos quinientos dólares (que es igual a: wishky, cerveza y cigarros) y un pasaje para el “mundialito de los pobres”.
Por cierto: El mundialito de los pobres es la máxima expresión del indor en Cuenca. Comenzó hace veinte años en canchas de barrio (donde se sigue jugando) y ahora la final se transmite por televisión, en un coliseo repleto de cuatro mil personas y tanta plata que deberían cambiarle el nombre.