28 de abril de 2010

Un buen tipo


Larry Gopnik es un buen tipo. Dispuesto siempre a colaborar dentro de su comunidad, aplica la moral en cada decisión que toma, se aleja de las tentaciones y evita los conflictos. Es lo más cercano a la versión carne y hueso del Ned Flanders de los Simpsons. Un marido afectuoso y comprensivo, un padre dedicado al bienestar de sus hijos y un profesor correcto que disfruta de dar clases, dispuesto a apoyar a sus alumnos. Larry es judío y pretende, gracias a su fe espiritual y la obediencia de los mandamientos, convertirse en un hombre serio, alguien intachable que lleva una vida correcta, y de paso que esta way of life también lo mantenga por un sendero de infinita prosperidad. Sin embargo esto no impide que su vida esté libre de baches, amargos momentos, experiencias similares a caer en el vacío sin llevar paracaídas, inseguridades y dudas respecto a todo en lo que ha creído. Larry Gopnik es el personaje principal de la película A serious man y lo que vemos de su vida es como a partir de un día todo se va en picada. Su esposa le comenta que lo engaña con un colega y le pide el divorcio, su hijo le roba dinero para comprar marihuana y su hija para financiar una cirugía de la nariz, su hermano se aprovecha de él quedándose en su casa por un largo tiempo, su vecino no lo respeta, uno de sus estudiantes intenta sobornarlo y luego demandarlo, entre otras plagas que disminuirán su fe y harán que busque el consejo de rabinos llenos de sabiduría pero pocas respuestas.

Los hermanos Ethan y Joel Coen deben ser los mayores referentes del cine independiente en Estados Unidos. Hacen, prácticamente, lo que quieren. Son aclamados por la crítica (otras veces odiados), los diálogos en los guiones (la mayoría de propia autoría) utilizan mucho humor negro, sus escenas reflejan el quehacer diario interrumpido por algún evento extraordinario (muchas veces violento) y cada vez que pueden homenajean el cine de los años cuarenta y cincuenta. Nos han regalado películas como Fargo (entre las mejores cien de todos los tiempos) y la aclamada No country for old men, y a un gran Jeff Bridges (The dude) en The Big Lebowsky. Y en A serious man nos muestran su obra con más referencias autobiográficas. Porque al igual que Larry Gopnik, los Coen también son judíos y vivieron (y crecieron) en un suburbio de Minnesota en 1967, el año en que se desarrolla la historia. En una casa rodeada de césped sin separaciones físicas a la de su vecino, asistiendo a colegios donde viejos profesores con apariencia de caricaturas enseñan hebreo, pasando el rato en los soleados días en que las mujeres les gustas usar sus floreados vestidos veraniegos. Seguramente también aprendiendo a vivir, al igual que el protagonista, de acuerdo a una doctrina para convertirse cada día en un hombre mejor.
Job es alguien que tiene su propio libro dentro de La Biblia. Job fue perfecto ante los ojos de Dios. Estuvo lleno de riquezas y bendiciones hasta que un día Dios lo probó y destruyó todas sus cosechas, mató a todos sus hijos, un torbellino se llevó su ganado y su piel empezó a caerse producto de la sarna. Su esposa le dijo que maldijese a Dios pero Job clamó por una explicación. Se sentía inocente. En los versículos finales Dios hace acto de presencia pero nunca esclarece el porqué de las maldiciones. Al igual que el corto presentado al principio de la película, donde la pareja de cualquier forma está maldita, en otras partes de la Biblia se menciona que tanto justos como pecadores serán juzgados. A serious man es un retrato de la vida. Una historia del diario trajinar contada con mucho ritmo e ironía. Creas o no creas, sigas o no sigas una religión, en algún rato nadie se escapa de estar jodido.


23 de abril de 2010

La ciudad a la que no volvería

«¿Qué tal es Tucumán» le preguntaba a mi amiga Gisella un día antes de irme de Jujuy, casi un año atrás. «Viste que en cada ciudad de Argentina hay una villa miseria, pues Tucumán es la villa miseria de la Argentina» me respondía y Martín, su novio, agregaba «debes tener cuidado porque los tucumanos son mentirosos, peligrosos, te pueden robar y meter un tiro si le dices algo que no les gusta o los miras mal». «Pará mi amor, lo vas a asustar. La ciudad no te va gustar mucho pero las afueras son muy lindas» eran las palabras finales, y de reproche a Martín, de la Gise al ver mi cara de estupefacción porque mis vacaciones se podían arruinar.



Leyendo la revista SoHo de este mes, dedicada al turismo (mostrando el verdadero rostro de los viajes, que son como el mar: uno vuelve así te golpee y revuelque, porque algo bueno tiene), específicamente la sección “A esta ciudad no vuelvo”, donde varios escritores relatan sus razones para no volver a una ciudad, hago una lista mental de los lugares prohibidos a regresar y se me vienen a la cabeza en el Ecuador Santo Domingo de los Tsáchilas (nunca encontré algo para hacer en medio de tanto calor y casi me roban un par de veces), Ayangue (un paraíso de playa sin olas pero todo lo que uno compraba era excesivamente caro y la premura para que pagues enseguida provocaban calambres y naúseas en el mar), y en otros países Barcelona (las prostitutas no paraban de seguirme ofreciéndome un polvo rápido, peleas por todas partes y cuando llegué los tipos del hostal se habían olvidado de mi reserva, corriéndome del lugar ante mi insistencia de quedarme hasta poder guiarme por Las Ramblas), y en el tope de todas San Miguel de Tucumán, capital de la provincia con el mismo nombre.

La experiencia tucumana no fue extremadamente trágica como me la describieron mis amigos. Sin embargo, tal vez por la nostalgia de salir de un lugar del que no me quería ir (Jujuy) y entrar a una tierra desconocida, no le di muchas oportunidades. Aunque lo visto al llegar no me hizo cambiar de opinión, sino le bajó en algo a la exageración de la Gise y Martín. Calles caóticas y estrechas, ruido por doquier como un gran mercado, muchas personas pidiendo limosnas en edificios extremadamente descuidados (llenos de humedad y totalmente cuadrados, funcionales en la boca de algunos) alrededor de San Miguel de Tucumán, una ciudad del tamaño de Cuenca pero con una población de dos millones de habitantes. La sensación era que todos estábamos uno encima de otro, una gran aglomeración parecida a vivir en la calle Diez de Agosto al mediodía; y en la noche una densa capa de neblina amarilla cubría el cielo. Un espectáculo causado por la contaminación expedida por el sinnúmero de fábricas. Y por supuesto que me enfermé.



Me quedaba en la casa de una tía que se pasaba viendo televisión todo el día (Tinelli era fijo en las noches) y cuando hablábamos de algo, y sobre todo cuando hacía preguntas, su única respuesta era «porque sí». Kirchnerista hincha de Racing me recomendaba pasear por la Plaza de la Independencia porque ahí hay mucha historia. Y los edificios eran alucinantes, un oasis, lástima que sólo era una cuadra, por lo que seguí otros de sus consejos y contraté un tour (primera y última vez en un paseo guiado)para conocer el Cerro San Javier, la villa Nogues y un dique para veranear. San Miguel de Tucumán no me iba a ayudar y el día del paseo ocurrió algo que no vi en el resto de provincias, llover. Un frió hasta los huesos y una capa de neblina que no dejaba ver más allá de cinco metros se llevaron mis treinta dólares, con un guía que me decía que las personas en Tucumán son muy sociables y les gusta salir, cosa que tampoco vi.

Estuve dos días en la tierra de La Negra Sosa y salí corriendo en el primer bus hacia Tafí del Valle y Quilmes. Sitios dignos para alquilar un auto, ir a propio ritmo y dedicarse a recorrer el camino.

19 de abril de 2010

Crónicas culinarias

El poeta, cronista y amante de la ciudad Jorge Martillo escribía en su “Viaje por la gastronomía ecuatoriana” que «en las deliciosas noches veraniegas de Guayaquil, acudo a la marisquería de Ochipinti, me acomodo en una mesa al aire libre y ordeno un par de cangrejos a la criolla (cocinados a fuego lento con yerbas, condimento y sal en grano), arroz blanco y una cerveza bien helada para matizar la espera. Es cuando doy por cierta la historia bíblica de Adán y Eva expulsados del Paraíso por probar el fruto prohibido ». JM tiene razón. Pocas cosas hay comparables a una buena comida, mejor si es con amigos y para celebrar. Preparar un plato y leer historias de cocinas, chefs y de los alimentos favoritos en una región son también para disfrutar.


Edmundo Paz Soldán, en su blog, comentaba acerca de la poca literatura gastronómica existente en español, siendo personas que disfrutamos de hablar durante y después de la comida, luego de varias conversaciones con el también escritor Diego Salazar. A diferencia de EUA, y otros países, en nuestro continente las letras sobre este tema se reducen a recetarios, críticas de restaurantes o relatos, tipo revista Soho, donde se compara al cocinar con el sexo (más del lado del jazz y lejos de los sartenes y las hornillas). Lástima porque siempre preferiré una buena crónica culinaria (biografía de un chef o las vivencias en la cocina de un restaurante, por ejemplo) a cualquier buena crónica deportiva, histórica o undeground con mucho realismo sucio. Razones: 1) Redactar la comida es sumamente descriptivo, se necesita precisión, se juega con los sentidos y los recuerdos. 2) Los ingredientes son algo vivo (o lo estuvieron), con una historia, que se plantaron y la naturaleza hizo lo suyo o encontrarlo requirió sacrificio, y mezclándose adecuadamente resultan en algo delicioso. 3) Muchos de de los célebres cocineros o empleados en una famosa cocina son excéntricas y frustradas estrellas de rock trabajando cerca de cuchillos, excesivos y pálidos seres que pasan cerca catorce horas diarias preparando platos, que se echan a llorar en los congeladores por malas críticas. 4) El ambiente de un restaurante, además de la competencia y camaradería, podría ser tan estresante como una sala de control de tráfico aéreo, despachando pedidos con el riesgo de quemarse, a contrarreloj y siendo exactos en la preparación. Y 5) una de las mejores cosas de viajar es probar lo que comen los lugareños y cómo esos alimentos y recetas son parte de su identidad.

Donde mejor he comido fue en el Mercado del Puerto en Montevideo. Probé carne de llama en un pueblito de Jujuy (el sabor es dulce aunque algo dura de masticar). Mientras estuve en Argentina pude comparar las empanadas de cada provincia y me quedo con las de Santiago del Estero. En Moguer comí cerdo ibérico criado con bellotas, en Lisboa mucho bacalao con cerveza negra y en Tánger la versión original del gazpacho español. Alrededor del Ecuador podría recomendar lugares como un pueblito cerca de Cuenca llamado Sertag donde el Sancocho es una ríquisima bomba, buenos cangrejos en Naranjal, empanadas negras en Guaranda, cevichocho (uno de mis favoritos) en Otavalo o los ceviches del mercado de Libertad. No sería yo el indicado pero hay tantas suculentas historias para escribir sobre estos sitios, y las personas que prepararon. Tal vez la razón de mi gusto por las historias de cocina es por lo poco que hay de las mismas. A disposición, a destacar, está el perfil de Julio Villanueva Chang al cocinero Ferran Adriá, la edición de la revista Etiqueta Negra “El diablo en la cocina” con las excelentes crónicas de Diego Salazar, pasando un mes en un restaurante de Madrid, y de DT Max retratando al célebre chef Gran Achatz, que sigue inventando platos a pesar de haber perdido el sentido del gusto por un cáncer de lengua, y la extensa novela: Calor.

Pequeñas porciones en letras que no llenan. Para eso están también Ratatouille en el cine y el mejor reality de tv: Anthony Bourdain No reservations (también autor del libro Confesiones de un chef), que hace poco estuvo en Ecuador para grabar un show (poniendo la música Rocola Bacalao en la capital y Los Niñosaurios en Guayaquil) y con su mordaz humor y cinismo nos retrató. La carne del cuy le pareció una delicia y mencionó a esta como solución para el hambre mundial, y el tour culinario por el país le resulto una clase de Magical mistery soup por la cantidad de sopas típicas que probó. Una vista de los ecuatorianos según los extranjeros. Poco sabía del país antes de su llegada. La comida como una ventana para descubrir una cultura.




Un extraterrestre en la cocina:

Adrià les exige la concentración, el ritmo y la precisión de un cirujano en el quirófano, de un mecánico de Fórmula Uno en los boxes de una carrera, de un modisto de alta costura durante el desfile principal. En un restaurante que busca la perfección hasta en sus actos microscópicos, romper un plato no es un asunto de mal agüero. Es la caída del equilibrista durante el show: la función debe continuar, pero jamás se van a olvidar de ti.

Días después de la charla, el chef renunciaría al bolero para declarar con un espíritu heavy metal: «La cocina es un trabajo de psicópatas». Había un antecedente psiquiátrico: meses después de que apareciera en The New York Times como el general de la nueva armada de cocineros españoles, el chef Bernard Loiseau se suicidó disparándose con una escopeta en la boca. Un artículo en Le Figaro había desatado el rumor de que a Côte d’Or, su restaurante tres estrellas Michelin, le iban a eliminar una estrella. En Francia, un país obsesionado por el estatus de su gastronomía, una mala crítica en el periódico puede producirle una úlcera mental a un chef.

Había nacido en México y tenía un pasado en otros altares de la cocina. En el Arzak del País Vasco, donde treinta cocineros trabajaban para ciento diez clientes. En el restaurante de Daniel Boulud, en la Gran Manzana, donde quince cautivos cocinaban para trescientos diez comensales. El estrés hacía que los cocineros de Boulud descendieran hasta las cámaras frigoríficas para desahogarse a gritos contra unas moles de carne helada.

El cocinero que no podía dormir y su persistente aprendiz de cocina:

Pienso en uno de los consejos que da Anthony Bourdain en Confesiones de un chef: «Nunca faltes con la excusa de estar enfermo. Excepto en casos de desmembramiento, hemorragia arterial, neumotórax o la muerte de un familiar inmediato. ¿Se murió la abuela? Entiérrala en tu día libre». Parece una estupidez, pero es mi estupidez. Sé que soy un egoísta, pero un egoísta con chaquetilla de cocinero y delantal, metido en una cocina que en noviembre del 2008 recibió su primera estrella Michelin.

Una vez allí, sobre el tablero de mármol donde suele trabajar, Xabi hace unas rebanadas de pan muy finas usando la máquina de cortar embutidos. Andrés coloca dos rebanadas sobre un plato formando una cruz, las dobla sobre sí mismas para comprobar si el pan resiste. Resiste. Xabi casca un huevo, separa la yema y la coloca sobre otra cruz de pan. Espolvorea sal, dobla las rebanadas, echa un poco de aceite y cierra el ravioli. Andrés sugiere añadir parmigiano por encima para que selle el pan al derretirse. Xabi lo coloca sobre papel manteca dentro de una sartén y lo mete al horno durante tres minutos. La alta cocina es un ejercicio de precisión. No basta con el talento y el mejor producto. Son imprescindibles, pero además hay que ser exacto. La diferencia entre correcto y estupendo puede estar en unos cuantos segundos. Y aquí no se espera que un plato sea correcto.

Los gastos que implica un restaurante son, a todas luces, desorbitados. Más allá de los sueldos de los empleados y la materia prima, que supone más del treinta por ciento del presupuesto, todo cuesta dinero. Un día, durante mi estancia en la cocina, pude espiar la factura de la nueva cubertería, que aún no había llegado: 41.457 euros, donde, por ejemplo, cada tenedor valía sesenta y tres euros y las cucharas de postre cincuenta y cinco euros cada una. Hay que sumar el alquiler del local, la factura del gas, el agua, la luz, teléfono y un largo etcétera de impostergables. No es de extrañar que los grandes chefs necesiten de empresarios que pongan ya no sólo el capital, sino los mecanismos para mantener el negocio andando. «No es fácil encontrar ese empresario, o grupo de empresarios, que apueste por un proyecto que no lo va a llenar de dinero. Pese a lo que la gente pueda creer, un sitio como éste no te va a hacer millonario».

El último Chef genio de Chicago no puede probar su comida:

En abril del 2001, con veintiséis años, Achatz presentó una solicitud para el trabajo de chef en Trio, un conocido restaurante en Evanston, Illinois, un suburbio de Chicago. El dueño lo contrató luego de que hiciera una prueba con una cena de siete platos. Rápidamente ganó reconocimiento en el mundillo gastronómico gracias a un plato llamando Explosión de Trufa. El comensal mordía un trozo de ravioles y era recompensado con un torrente de intenso jugo de trufa negra. En el 2002, el crítico del Chicago Tribune le dio cuatro estrellas a Trio; un año después, la Fundación James Beard nombró a Achatz como Cocinero Revelación. Un mes o dos después, una pequeña lesión aparecía a la mitad del lado izquierdo de la lengua de Achatz.

La influencia de Adrià era inconfundible cuando comí en el mes de marzo en Alinea. La comida era casi cómica de tan elaborada, se hallaba constituida por veinticuatro platos y costó trescientos setenta y cinco dólares, vino incluido. Empezaba en el final salado del espectro de sabores y, lentamente, se iba volviendo dulce, para terminar con café, en forma de un caramelo cristalizado. La mayoría de las cosas podía comerse en uno o dos bocados, pero la procesión tomó cuatro horas y media. Tomé pop corn dulce licuado en un vaso de shot, y un plato de frijoles que vino en una bandeja con un cojín relleno de aire de esencia de nuez moscada. El plato de frijoles estaba situado sobre la almohada, presionando para que el aroma saliera. Probé una «espuma de té de arbusto de miel en cascada sobre pudín de brioche de esencia de vainilla». Había también un plato con un arándano al centro, que había sido hecho puré para luego ser esculpido en su forma original. El arándano era luego preparado en un aparato llamado Antiplancha, que Achatz ayudó a diseñar. La Antiplancha congela el arándano por debajo, pero deja la parte superior suave.

Debido a que su sentido del gusto ha vuelto con el tiempo, Achatz siente que ahora entiende este sentido de una nueva manera, la manera en que uno vería si pudiera ver sólo en blanco y negro y de pronto recupera los colores. Dice: «Cuando probé por primera vez un milkshake de vainilla –tras el final del tratamiento– sabía muy dulce, porque no había ningún gusto salado o ácido. Tan sólo sabía dulce. Ahora que ya ha vuelto el amargo, estoy entendiendo la relación entre el dulce y el amargo, cómo trabajan juntos, cómo se equilibran. Y conforme vuelve lo salado, empiezo a entender la relación entre los tres componentes».

P.D. Maldigo a Anthony Bourdain porque tiene el trabajo que siempre quise tener (viajar, comer y escribir) pero acá dejó el episodio entero de su paso por Ecuador.











16 de abril de 2010

Sobreviviendo



Estoy volviendo a leer la novela más célebre de Saramago: Ensayo sobre la ceguera. Tiene su toque apocalíptico; pero a través de las hojas, el autor, no trata de mostrar al planeta devastado, los edificios destruidos, los mercados saqueados y el orden mundial colapsado. La mayoría de la historia transcurre dentro de un hospital psiquiátrico. El escritor lo que busca es enseñarnos lo más bajo que puede caer el hombre, el instante en que la civilización se quiebra y los bajos instintos son la primera reacción (el egoísmo como mecanismo de supervivencia). Sin embargo esto nunca justificó que la adaptación al cine de Fernando Meirelles sea tan blanda, tan light: no se siente el olor de los excrementos regados por doquier porque nadie se organiza para limpiarlos, la tensión por las peleas diarias y los robos durante repartición de la comida; y en la película el director de Ciudad de Dios y Diarios de motocicleta se olvida de las dos masacres causadas por los soldados, y las felonías de la banda de ladrones y violadores del otro pasillo son detalladas con mayor crueldad en la novela. En The Road (película de Jim Hillcoat, adaptada del libro de Comarc McCarthy, autor de No country for old men) uno recobra la fe de que este tipo de abyecto ambiente de fin de mundo si puede ser plasmado en la pantalla.

The Road es una de las mejores películas que he visto este año. Al igual que The hurt-locker y Memento uno la disfruta más la primera vez. Cuando no te la puedes sacar de la cabeza. Todo está en las sensaciones que causa. La historia está efectivamente narrada, las imágenes son aplastantes, la música pone su nota de tensión en las escenas y los personajes son humanos, llenos de errores y dudas. Uno quiere que les vaya bien, se alegra y sufre con ellos, aunque se sabe que lo que les espera no es alentador: un día, diez años atrás, un cataclismo cambió el mundo como lo conocemos. La mayoría de animales han muerto, las cosechas se han perdido, los árboles que quedan en pie caen con los menores temblores que constantemente se dan. El invierno es eterno y hay que preocuparse por conseguir comida, tener zapatos para el continuo caminar y no ser atrapado por algunas de las bandas que hacen del canibalismo su método para sobrevivir. En medio de eso el andar de un padre y un hijo (que nació después del terremoto y nunca vio como la vida era antes) que se dirigen hacia el sur por recomendación de su esposa muerta, donde el frío será menor y los alimentos más fáciles de encontrar. Cada día es una aventura, escenas impredecibles que son de esperanza o material para pesadillas. El suicidio no es una mala opción.
Lo mostrado durante las dos horas es realmente crudo y desolador. El gris del paisaje va de la mano con la melancólica voz y actitud de Viggo Mortensen (su mejor actuación hasta ahora) ante todos los hechos que se le presentan. Y en eso radica lo mejor de la película: la reacción de él ante los eventos, la forma en que le enseña a su hijo a apretar el gatillo y suicidarse en caso de una emboscada, la desconfianza que tiene ante lo que podría presentarse como bueno, el egoísmo que poco a poco lo va consumiendo y la paranoia de que lo están siguiendo al toparse con extraños a los que maltrata porque no le quedan esperanzas de que hayan buenas personas. Si no fuera por su hijo tal vez el padre también estaría convertido en uno de los hombres malos, alguien capaz de cualquier cosa. El niño es el que lo mantiene con el fuego interno, el que hace que no se cruce al otro lado. Es lo que lo ata a la humanidad y no lo convierte en un animal. Su ángel, su Dios.



13 de abril de 2010

Tampoco es una crónica de viaje (Guaranda)

Jesse Wallace, en uno de los diálogos con su Celine, en la hermana menor (Before the sunrise) de esa gran película Before the sunset, le comentaba que después de haber pasado días en tren recorriendo Europa se le había ocurrido que un buen programa de tv podría ser sentar a un grupo de personas en un largo viaje y que estos vayan comentando lo que piensan mientras ven los paisajes a través de la ventana. Mucha razón tiene el futuro escritor porque mientras estuve cinco horas en un bus con destino Guaranda, viendo el paisaje celeste de nubes y verde por los típicos valles, con música de Alex Murdoch que sirvió en ese viaje que es Away we go, experimenté la mayoría de sensaciones. Estuve cansado, irritado, curioso, ansioso, nostálgico, hasta que al final una suave placidez calmó los enredados pensamientos que tenía.


Al parecer la provincia de Bolívar no es destino de muchos guayaquileños. El primer bus sale a las ocho y el último a las cinco de la tarde. El regreso es lo mismo. Siempre hay asientos libres. Un recorrido de cuatro horas o menos se extiende a casi cinco. Además de las clásicas paradas para recoger pasajeros en Durán, Yaguachi, Juján (la carretera que va hacia Babahoyo), los choferes de la Flota Bolívar se detienen por largo rato en Babahoyo, Montalvo, Balsapamba, San Miguel y otras ciudades y pueblos. Pausas que son lo único que no vuelve totalmente disfrutable el viaje, porque en la Costa se puede ver a los campesinos llevando sus vacas para que pasten, los vendedores ambulantes gritando para levantar a los viajantes, las plantaciones de banano y cacao, pequeños botes transportando personas. Postales del litoral hasta llegar a Balsapamba, donde empieza la neblina y esa sinuosa y peligrosa carretera que no deja dormir. Por suerte está el paisaje con las verdes colinas que se sobreponen una sobre otra, las plantaciones de maíz, cebada, quinua, los recintos donde se ve en la escuela a niños con aspecto de duendes jugar en la polvorienta cancha de fútbol, mujeres indígenas sin dientes que igual no dejan de sonreír y sin importar el sol están totalmente cubiertas con sus abrigos de vivos colores, y las personas mayores (casi centenarios) sin nada que hacer sentados en alguna banca. Uno pasa por simpáticos pueblitos como Lourdes, Chillanes, San Miguel, Chimbo hasta llegar a Guaranda, la capital, con un bus ya lleno y yo el único costeño.



Ayer fue mi primera visita a la ciudad de las siete colinas. Sin embargo creo saber porque es tan reconocido su carnaval: además de recorrer una cálida ciudad con pocos autos, muchos caminantes, adolescentes con sus vestidos de colegio católico llamando a sus amigos que salían del colegio masculino, seguramente ubicado al otro lado de la ciudad, edificios de estilo republicano pintados con turísticos colores para la foto, casas de adobe y calles de otro siglo que podrían haber sido los lugares de filmación de Pasado y confeso, música chichera que raramente no generaba alboroto sino era parte de la armonía en los mercados, la catedral y el Parque del Libertador, el punto de encuentro al mediodía, lo que más resalta de la ciudad es su gente. Estuve un día y el trato no sólo era de hospitalidad y amabilidad, casi rozaba la fraternidad. Como estar en el pueblito de suave césped en Big Fish. Desde el taxista que me aconsejaba, sin necesidad de preguntarle, dónde comer, precauciones para más tarde porque había estado lloviendo y direcciones de cómo llegar a alguna plaza en caso de que me pierda; en el restaurante donde almorcé una pareja se me acercó y de la nada empezó a hablar conmigo, y además de preguntarme de dónde venía y qué estaba haciendo, me invitaron una cerveza caliente y unas empanadas (y aunque acepté la invitación, mi dañada mente guayaca no hizo que disfrutara tanto de la compañía estando alerta ante la posibilidad de yumbina o dulce sueños y terminar sin dinero, teléfono y zapatos); y en la entrevista que tuve con el Director del MIES para realizar algunos proyectos de comercialización para la región, con la apertura, las recomendaciones bien recibidas y el apoyo mostrado (incluso me invitaron a una de las reuniones que mantienen con los armeros de Chimbo), parecía que ya trabajaba ahí.

Antes de conocer Bolívar y su capital, la imagen que tenía era la de un desierto. No hay que olvidar que es la región más pobre del país. La nueva imagen es lo primero que vi al llegar a Guaranda: en la carretera un perro dálmata, que daban ganas de llevárselo a la casa, comía un gran vómito. Uno no puede creer como una región con tanta riqueza puede estar tan olvidada (Salinerito es la excepción). «Aquí siempre todo está por hacer» me dijo el Director del MIES.




9 de abril de 2010

El final de Donnie Darko


Resulta extraño y hasta chocante que una película del 2001 pueda considerarse como vieja, pasada de moda. No es tanto tiempo si se lo piensa bien. El día de hoy, casi diez años atrás, puede que haya estado sentado en mi banca de colegio, casi dormido, escuchando a la profesora de química con su chillona voz tratar de enseñarnos las combinaciones para formar un anhídrido carbónico. No es un clásico, pero con Donnie Darko, película dirigida en el año 2001 por Richard Kelly. La sensación mientras y después de verla es la de que podría ser tan contemporánea en el 2001 como ahora o en 1988, año en el que se acabaría el mundo.

No la vi en su estreno (nunca llegó a Ecuador). Compre el DVD cuando las tiendas de discos piratas eran algo común en la esquina de cualquier barrio. Digamos que en el 2007 ó 2008. Ya era una película de culto. La calidad del disco era muy buena hasta el minuto 104. Después se empezaba a trabar. Maldito dealer. La historia aunque resulta inexplicable (y tan fácil de entender a la vez) es algo que no se puede dejar de observar, analizar y desentrañar. El instante exacto cuando el disco se rayaba era en el que Donnie (Jake Gyllenhaal) le dice a su china y maltratada compañera de clases que él hará del mundo un lugar mejor. Luego lo peor. Antes pude ver ese excelente inicio con Donnie pedaleando hacia su casa (música de fondo de Never tears apart de INXS), al haber despertado en medio de una carretera, mostrando, junto a las peleas con su hermana y las cenas de familia republicana, que el sueño americano no es tan rosa como lo pintan; y también pude ver la historia que se desarrolla después que Donnie, un adolescente apartado, esquizofrénico según su psiquiatra, no muere al caer sobre su habitación una turbina de avión, porque un conejo, Frank, con aspecto diabólico lo invita a salir (además lo invita a inundar la escuela y quemar una casa). Una película de adolescentes (y comedia, de terro y de ciencia ficción) con mucha alma ochentera pero utilizando recursos de principios de este siglo con imágenes al principio que parecen casi de video juego o ese movimiento de cámaras de un costado hacia el frente, y con un Patrick Swayze que se vuelve un grande en su papel de pedófilo gurú de auto – ayuda, Donnie Darko es lo que no pudo ser, digamos, The butterfly effect. Imaginen que The Catcher in the rye no haya salido de la mente y experiencias de J.D. Salinger. Holden Caulfield pudo haber terminado en una historia tipo Gossip girl o peor.



Pasaron años pero por fin pude terminar de verla ayer. Y por supuesto todo tuvo que encajar, eso era lo primordial. Todos los eventos, las nimiedades de suburbio que se sucedían entre hechos violentos fuera de lo normal respondían a un destino. Darko justifica todos sus actos al final y el estar entre la realidad y un sueño se aclaró. Como en el cuento Los destructores de Graham Greene, que se cita varias veces, la destrucción también puede ser un acto de creación; o como en el corto de los Animatrix donde un callado skater debe huir y al final lanzarse de un edificio y suicidarse, aunque ese lanzarse al vacío le sirve para despertar en la realidad, el desenlace de la historia de RK, con la canción Mad world, redime todo los irracional y desmedido de la adolescencia.

«¿Cómo filmar a la adolescencia?», se preguntaba Mario Keiruz después de ver DD. «Un poco como una película de terror» él mismo respondía. Puede ser.




6 de abril de 2010

Que otro lo cuente...

«Yo era un hombre que me alimentaba de soledad; sin ella era como cualquier otro hombre privado de agua y comida. cada día sin soledad me debilitaba. no me enorgullecía de mi soledad, pero dependía de ella. la oscuridad de la habitación era fortificante para mí como lo era la luz del sol para otros hombres».


La frase es de Henry Chinaski, es decir de Charles Bukowski .

Por el momento el feriado se extiende y el blog entra en vacaciones. Estamos en la playa. Que otro se cuente algo y que mejor que Iron & Wine, a quien estoy oyendo todo el día, con su música acústica, íntima y muy buenas historias. Escuchen esto. Ya nadie hace canciones de nueve minutos.

The trapeze swinger:

Please, remember me
Happily
By the rosebush laughing
With bruises on my chin
The time when
We counted every black car passing
Your house beneath the hill
And up until
Someone caught us in the kitchen
With maps, a mountain range,
A piggy bank
A vision too removed to mention
But

Please, remember me
Fondly
I heard from someone you're still pretty
And then
They went on to say
That the pearly gates
Had some eloquent graffiti
Like 'We'll meet again'
And 'Fuck the man'
And 'Tell my mother not to worry'
And angels with their gray
Handshakes
Were always done in such a hurry
And

Please, remember me
At Halloween
Making fools of all the neighbors
Our faces painted white
By midnight
We'd forgotten one another
And when the morning came
I was ashamed
Only now it seems so silly
That season left the world
And then returned
And now you're lit up by the city
So

Please, remember me
Mistakenly
In the window of the tallest tower call
Then pass us by
But much too high
To see the empty road at happy hour
Leave and resonate
Just like the gates
Around the holy kingdom
With words like 'Lost and Found' and 'Don't Look Down'
And 'Someone Save Temptation'
And

Please, remember me
As in the dream
We had as rug-burned babies
Among the fallen trees
And fast asleep
Aside the lions and the ladies
That called you what you like
And even might
Give a gift for your behavior
A fleeting chance to see
A trapeze
Swing as high as any savior
But

Please, remember me
My misery
And how it lost me all I wanted
Those dogs that love the rain
And chasing trains
The colored birds above there running
In circles round the well
And where it spells
On the wall behind St. Peter's
So bright with cinder gray
And spray paint
'Who the hell can see forever?'
And

Please, remember me
Seldomly
In the car behind the carnival
My hand between your knees
You turn from me
And said 'The trapeze act was wonderful
But never meant to last'
The clown that passed
Saw me just come up with anger
When it filled with circus dogs
The parking lot
Had an element of danger
So

Please, remember me
Finally
And all my uphill clawing
My dear
But if i make
The pearly gates
Do my best to make a drawing
Of G-d and Lucifer
A boy and girl
An angel kissin on a sinner
A monkey and a man
A marching band
All around the frightened trapeze swingers


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