



Donde mejor he comido fue en el Mercado del Puerto en Montevideo. Probé carne de llama en un pueblito de Jujuy (el sabor es dulce aunque algo dura de masticar). Mientras estuve en Argentina pude comparar las empanadas de cada provincia y me quedo con las de Santiago del Estero. En Moguer comí cerdo ibérico criado con bellotas, en Lisboa mucho bacalao con cerveza negra y en Tánger la versión original del gazpacho español. Alrededor del Ecuador podría recomendar lugares como un pueblito cerca de Cuenca llamado Sertag donde el Sancocho es una ríquisima bomba, buenos cangrejos en Naranjal, empanadas negras en Guaranda, cevichocho (uno de mis favoritos) en Otavalo o los ceviches del mercado de Libertad. No sería yo el indicado pero hay tantas suculentas historias para escribir sobre estos sitios, y las personas que prepararon. Tal vez la razón de mi gusto por las historias de cocina es por lo poco que hay de las mismas. A disposición, a destacar, está el perfil de Julio Villanueva Chang al cocinero Ferran Adriá, la edición de la revista Etiqueta Negra “El diablo en la cocina” con las excelentes crónicas de Diego Salazar, pasando un mes en un restaurante de Madrid, y de DT Max retratando al célebre chef Gran Achatz, que sigue inventando platos a pesar de haber perdido el sentido del gusto por un cáncer de lengua, y la extensa novela: Calor.
Pequeñas porciones en letras que no llenan. Para eso están también Ratatouille en el cine y el mejor reality de tv: Anthony Bourdain No reservations (también autor del libro Confesiones de un chef), que hace poco estuvo en Ecuador para grabar un show (poniendo la música Rocola Bacalao en la capital y Los Niñosaurios en Guayaquil) y con su mordaz humor y cinismo nos retrató. La carne del cuy le pareció una delicia y mencionó a esta como solución para el hambre mundial, y el tour culinario por el país le resulto una clase de Magical mistery soup por la cantidad de sopas típicas que probó. Una vista de los ecuatorianos según los extranjeros. Poco sabía del país antes de su llegada. La comida como una ventana para descubrir una cultura.


Un extraterrestre en la cocina:
Adrià les exige la concentración, el ritmo y la precisión de un cirujano en el quirófano, de un mecánico de Fórmula Uno en los boxes de una carrera, de un modisto de alta costura durante el desfile principal. En un restaurante que busca la perfección hasta en sus actos microscópicos, romper un plato no es un asunto de mal agüero. Es la caída del equilibrista durante el show: la función debe continuar, pero jamás se van a olvidar de ti.
Días después de la charla, el chef renunciaría al bolero para declarar con un espíritu heavy metal: «La cocina es un trabajo de psicópatas». Había un antecedente psiquiátrico: meses después de que apareciera en The New York Times como el general de la nueva armada de cocineros españoles, el chef Bernard Loiseau se suicidó disparándose con una escopeta en la boca. Un artículo en Le Figaro había desatado el rumor de que a Côte d’Or, su restaurante tres estrellas Michelin, le iban a eliminar una estrella. En Francia, un país obsesionado por el estatus de su gastronomía, una mala crítica en el periódico puede producirle una úlcera mental a un chef.
Había nacido en México y tenía un pasado en otros altares de la cocina. En el Arzak del País Vasco, donde treinta cocineros trabajaban para ciento diez clientes. En el restaurante de Daniel Boulud, en la Gran Manzana, donde quince cautivos cocinaban para trescientos diez comensales. El estrés hacía que los cocineros de Boulud descendieran hasta las cámaras frigoríficas para desahogarse a gritos contra unas moles de carne helada.
El cocinero que no podía dormir y su persistente aprendiz de cocina:
Pienso en uno de los consejos que da Anthony Bourdain en Confesiones de un chef: «Nunca faltes con la excusa de estar enfermo. Excepto en casos de desmembramiento, hemorragia arterial, neumotórax o la muerte de un familiar inmediato. ¿Se murió la abuela? Entiérrala en tu día libre». Parece una estupidez, pero es mi estupidez. Sé que soy un egoísta, pero un egoísta con chaquetilla de cocinero y delantal, metido en una cocina que en noviembre del 2008 recibió su primera estrella Michelin.
Una vez allí, sobre el tablero de mármol donde suele trabajar, Xabi hace unas rebanadas de pan muy finas usando la máquina de cortar embutidos. Andrés coloca dos rebanadas sobre un plato formando una cruz, las dobla sobre sí mismas para comprobar si el pan resiste. Resiste. Xabi casca un huevo, separa la yema y la coloca sobre otra cruz de pan. Espolvorea sal, dobla las rebanadas, echa un poco de aceite y cierra el ravioli. Andrés sugiere añadir parmigiano por encima para que selle el pan al derretirse. Xabi lo coloca sobre papel manteca dentro de una sartén y lo mete al horno durante tres minutos. La alta cocina es un ejercicio de precisión. No basta con el talento y el mejor producto. Son imprescindibles, pero además hay que ser exacto. La diferencia entre correcto y estupendo puede estar en unos cuantos segundos. Y aquí no se espera que un plato sea correcto.
Los gastos que implica un restaurante son, a todas luces, desorbitados. Más allá de los sueldos de los empleados y la materia prima, que supone más del treinta por ciento del presupuesto, todo cuesta dinero. Un día, durante mi estancia en la cocina, pude espiar la factura de la nueva cubertería, que aún no había llegado: 41.457 euros, donde, por ejemplo, cada tenedor valía sesenta y tres euros y las cucharas de postre cincuenta y cinco euros cada una. Hay que sumar el alquiler del local, la factura del gas, el agua, la luz, teléfono y un largo etcétera de impostergables. No es de extrañar que los grandes chefs necesiten de empresarios que pongan ya no sólo el capital, sino los mecanismos para mantener el negocio andando. «No es fácil encontrar ese empresario, o grupo de empresarios, que apueste por un proyecto que no lo va a llenar de dinero. Pese a lo que la gente pueda creer, un sitio como éste no te va a hacer millonario».
El último Chef genio de Chicago no puede probar su comida:
En abril del 2001, con veintiséis años, Achatz presentó una solicitud para el trabajo de chef en Trio, un conocido restaurante en Evanston, Illinois, un suburbio de Chicago. El dueño lo contrató luego de que hiciera una prueba con una cena de siete platos. Rápidamente ganó reconocimiento en el mundillo gastronómico gracias a un plato llamando Explosión de Trufa. El comensal mordía un trozo de ravioles y era recompensado con un torrente de intenso jugo de trufa negra. En el 2002, el crítico del Chicago Tribune le dio cuatro estrellas a Trio; un año después, la Fundación James Beard nombró a Achatz como Cocinero Revelación. Un mes o dos después, una pequeña lesión aparecía a la mitad del lado izquierdo de la lengua de Achatz.
La influencia de Adrià era inconfundible cuando comí en el mes de marzo en Alinea. La comida era casi cómica de tan elaborada, se hallaba constituida por veinticuatro platos y costó trescientos setenta y cinco dólares, vino incluido. Empezaba en el final salado del espectro de sabores y, lentamente, se iba volviendo dulce, para terminar con café, en forma de un caramelo cristalizado. La mayoría de las cosas podía comerse en uno o dos bocados, pero la procesión tomó cuatro horas y media. Tomé pop corn dulce licuado en un vaso de shot, y un plato de frijoles que vino en una bandeja con un cojín relleno de aire de esencia de nuez moscada. El plato de frijoles estaba situado sobre la almohada, presionando para que el aroma saliera. Probé una «espuma de té de arbusto de miel en cascada sobre pudín de brioche de esencia de vainilla». Había también un plato con un arándano al centro, que había sido hecho puré para luego ser esculpido en su forma original. El arándano era luego preparado en un aparato llamado Antiplancha, que Achatz ayudó a diseñar. La Antiplancha congela el arándano por debajo, pero deja la parte superior suave.
Debido a que su sentido del gusto ha vuelto con el tiempo, Achatz siente que ahora entiende este sentido de una nueva manera, la manera en que uno vería si pudiera ver sólo en blanco y negro y de pronto recupera los colores. Dice: «Cuando probé por primera vez un milkshake de vainilla –tras el final del tratamiento– sabía muy dulce, porque no había ningún gusto salado o ácido. Tan sólo sabía dulce. Ahora que ya ha vuelto el amargo, estoy entendiendo la relación entre el dulce y el amargo, cómo trabajan juntos, cómo se equilibran. Y conforme vuelve lo salado, empiezo a entender la relación entre los tres componentes».
P.D. Maldigo a Anthony Bourdain porque tiene el trabajo que siempre quise tener (viajar, comer y escribir) pero acá dejó el episodio entero de su paso por Ecuador.