28 de junio de 2009

Retratos comunes

Mi nombre es Tommie Holliday. Vivo en Kigman, Arizona. Tengo 54 años. ¿Y qué era lo otro?... Últimamente soy un cero a la izquierda, no tenga vida, no hago nada. Ando por ahí, no sé. Mi novia, el amor de mi vida, tuvo un novio antes que yo. Nosotros estábamos saliendo hacía como seis años pero este novio la acechaba: ella se mudó como veinte veces para alejarse de él. Y tres días antes de que ella lo matara, él me dijo que si no volvían a estar juntos iba a matarla con sus hijos. Aparentemente, fue, la atacó con un hacha, y ella tenía una ametralladora y lo mató. Me quedan 16 meses hasta que pueda verla, entonces vamos a casarnos e irnos lejos de acá. Vamos a tener una vida juntos. Me gustaría irme a Montana, lejos de la gente, en el medio de la nada, lejos de la sociedad. Lejos de estos idiotas, ¿entiendes? Esa gente que te trae nada más que problemas. Esos son mis sueños y esperanzas: agarro a mi novia y me voy a Montana. Sería el hombre más feliz sobre la Tierra. (Tommy, entrevistado en Kingman, Arizona).


Cada vez que me voy de un lugar (son algunos a los 25, sin dejar que esa palabra “algunos” sea sinónimo de cantidad), mientras tomo el metro o el bus que me lleve hacia el lugar que me sacará de ahí, empiezo a escrutar y a mirar a la gente, no con el ánimo de juzgarlos sino de conocer la historia detrás de aquel rostro, de esas arrugas, de esos ojos. Pienso que tienen algo que contar, sólo que nadie se atreve a preguntárselo. Y no es la excepción el trayecto desde que tomo el metro hacia a la estación San Martín, donde tomaré un bus hacia el lejano y estéril aeropuerto de Ezeiza. En el metro observó aquel señor barbado que no suelta una bolsa, como si esta fuera el único recuerdo de una vida previo a un desastre; también poso mi vista sobre una madre impaciente por llegar a algún lugar en una ciudad desierta en día domingo de sus tumultuosas soledades de otras fechas.

Una anécdota cuenta que previo al estreno de la primera “Star Wars”, George Lucas le había mostrado la película a sus amigos David Lynch o Brian de Palma (no recuerdo cual de los dos), además de Steven Spielberg. El creador de E.T. le dijo que sería un éxito de taquilla mientras el otro le vaticinó un fracaso completo. En caso de que ese pesimista haya sido Lynch, esto se puede comprender viendo que su filmografía es una obsesión por la vida cotidiana y lo escondido detrás de ella. Lynch cuenta historias alejadas de las grandes ciudades, las suyas tratan de vecinos que salen a podar el césped de sus jardines, de madres que acompañan a sus hijos a los partidos de beisbol, de huraños y solitarios ex militares, en fin, un retratista de la “América profunda”. “Se lo considera un director oscuro, o al menos uno capaz de filmar la oscuridad para volverla aterradoramente visible” escribe Violeta Gorosdicher en el Página 12 que compre en Ezeiza (puede que sea un periódico oficialista, pero es el de mejor sección cultural), y Violeta también escribe sobre el último proyecto de Lynch: “Interview Project”.


En “Interview Project”, al igual que el resto de sus películas y series, David Lynch cuenta las historias de seres al parecer comunes. La diferencia está en que aquí las historias no se deforman como en el resto del universo de Lynch, o por lo menos eso no lo podemos ver. La idea es sencilla: Un equipo recorre por setenta días 30 mil kilómetros por todos los Estados Unidos entrevistando personas que conocen en el camino. Todo, supuestamente, sin libreto alguno. El proyecto no es de primera mano. David Lynch no dirige, ni está presente en las entrevistas, sino las hacen diferentes cineastas. Son 103 episodios que comenzaron a circular a partir del 10 de junio y aparece uno nuevo cada 3 días. Hasta la fecha 10 están colgados en internet. Todos están filmados al estilo de documental. Con ese ruido, esa suciedad que se siente en el ambiente y la cual me encanta por estar tan alejada de la perfección. Los planos que se ven pueden ser de un viejo canoso de gorra y gafas, al lado suyo un bastón o una van como sus únicos compañeros. Tal vez la ruta por segundos, pero la voz nunca deja de hablar. Tomas del lugar donde viven. De casas con techos vetustos y perros en la calle. Y aunque por el tiempo de 4 minutos, que dura el episodio, sólo se puede escarbar superficialmente la vida de alguien que está contando su historia, la filmación de estos objetos, o un águila volando cerca, (imagino a Bob Dylan viendo lo mismo mientras iba a New York) completan el cuadro.

Debido a los realities, que por volverlos interesante o rentables se trastoca la naturalidad que en principio tenía la idea, maquillándola (en “Interview Project” también se añaden efectos y la música folk, esa de carretera, aparece al principio y al final), uno poco a poco va perdiendo la fe en su sinceridad. Sin embargo por la sencillez que tiene esta idea de Lynch, como un homenaje a la gente común, su fuente de inspiración, a uno le dan ganas de creer que algo de los cuatro minutos es verdad, y también dan ganas de hacer lo mismo y tomar las maletas y emprender un viaje sin saber las personas que uno encontrará. Es casi una obligación hacerlo para así dejarse de prejuicios y generalizaciones de grupos e individuos que supuestamente nada tienen que ver con uno, y saber que hay un mundo más allá de nuestras narices, pero mejor dejo que los expertos hablen y acá la reseña de Página 12 y la página donde se proyectan los episodios.

http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-5362-2009-06-14.html
http://interviewproject.davidlynch.com/



27 de junio de 2009

Portafolio porteño

Siempre he tenido de afición a la fotografía. Acá dejo diez imágenes que no sé si le hagan justicia a Buenos Aires, sólo sé que hay un par de historias detrás de ellas.

1. Después de un largo viaje desde Ezeiza hasta la plaza constitución (me arriesgué a ir en tren, aunque no es tan peligroso como me lo decían) y perderme por varias horas, esta fue la primera imagen que tuve del Buenos Aires de agencia de viajes.



2. En la lectura de Sobre heróes y tumbas, siempre pensé que el Parque Lezama era un lugar existente solo en la imaginación de Sabato. Cuando supe que estaba a pocas cuadras de donde me hospedaba tenía ansías de capturar a Alejandra con su belleza soberana o a Martín durmiendo entre las estatuas.



3 y 4. A manera de prejuicio, mi pensamiento sobre las ciudades argentinas eran pensamientos en gris. Ciudades sobrias, europeizadas, snobs. Caminar por San Telmo fue una cachetada al descubrir calles llenas de vida, con cierto toque de carnaval permanente.






5. En San Telmo un día domingo descubrí la mayor cualidad que tienen muchos argentinos. Muchos se dedican a hacer realmente lo que les gusta, aunque sea un día a la semana. Salud a ellos.


6 y 7. Recoleta me parecío algo sobrio, elegante, para andar vestido de marca con gabardinas y peinados de gomina. Agradable para la vista, pero el sol se había ido. Así que era buen momento para encerrarse en sus museos, galerías e iglesias.




8. Caminar por Caminito resulta algo falso, uno se siento hipócrita de estar ahí. A todos los que les pregunté cómo dirigirme hacia el arroyito me advirtieron de la peligrosidad del lugar. No fueron los tangos ni la chacareras ni el bife, pero esas advertencias de peligro me recordaron algo a casa.


9 y 10: Al principio de la película The dreamers de Bertolucci, el personaje interpretado por Michael Pitt dice que sólo los franceses utilizan a un palacio como cine. Con el Ateneo se puede hacer semblanza en Argentina, y sin lujos pero para perderse en ellas tienes las plazas dedicadas a los libros, como esta que encontré en Plaza Italia.



24 de junio de 2009

Un hombre atormentado

Será siempre el que esperó a que le abrieran la puerta, junto a un muro sin puerta. (Fernando Pessoa).

Si tuviéramos que describir a Ernesto Sabato en una concisa frase de tres palabras, sin ánimos de generalizar: “Un hombre atormentado” daría en el clavo. Pienso que Sabato estaría de acuerdo, y lo corroboro después de la lectura cronológica de cada una de sus novelas, ensayos, memorias y textos, donde uno puede notar el mayor tormento, la invasión de la melancolía y el apoderamiento de la desilusión con el paso de los años. Días atrás, caminando por Corrientes, en una de esas tantas librerías en la inmensidad “entre tantas soledades amontonadas”, me encontré un libro suyo que desconocía: “España en los diarios de mi vejez”. Me asalté por la curiosidad y empecé a leer las primeras notas. Cada vez más suplicio, cada vez más en las tinieblas. Desistí a comprarlo. Mejor me quedo con el recuerdo de el “El túnel”, “Sobre héroes y tumbas” y “Abaddón el exterminador”. Esos libros por los que hace un par de días o semanas me encontraba en el parque Lezama (“Y así, en muchas ocasiones he venido hasta esta plaza y me he sentado en sus bancos, como ayer. Y he permanecido durante horas observando a esos desamparados que abundan en Buenos Aires... Esos náufragos que, en medio de un océano tempestuoso, arrojan al mar su botella"), tratando de encontrar a los posibles Martín durmiendo junto a estatuas y a Alejandra con su soberanía, su belleza, esa mirada que delata milenarias batallas infernales entre el bien y el mal. Y saliendo del parque, tomando la calle Defensa, miré a través de los vidrios del bar inglés tratando de ubicarlo. Me lo imaginaba sumergido en algún atroz relato, creando un mundo que sin duda lo compraré, donde uno puede parecer un Greco y ser un tipo inteligente, interesante. Que horribles pensamientos pasen por la cabeza de uno, como un Fernando Vidal lleno de odio pero al final también conviven con seres como Hortensia Paz (los sufrimientos y desgracias “no habían podido borrar del rostro de aquella mujer una expresión dulce y maternal”). Pensamientos que ya llevan 98 años en su interior y que resultan verdaderos, así hayan salido de sus sueños o pesadillas, porque como él lo ha repetido más de mil veces: “De un sueño se puede decir todo, menos que no es verdad”.

Prefiero aquellas novelas donde Sabato grita por auxilio y no en las actuales donde todo fue consumido por un incendio que nadie más fue capaz de ver. Donde el verdadero Sabato es ese Bruno que consolaba a un “feo y risible” Martín, ese Bruno que dice: “escribe cuando no soportes más, cuando comprendas que te podés volver loco”. Escribiendo como forma de exorcismo, por lo que dejó su estable y prometedora carrera de físico y se hundió en las laberínticas cavernas del existencialismo y el surrealismo. Le agradezco a Sabato que me haya mostrado ese mundo en el que también me he sumergido varias veces, que parece salido de un loco naufrago que desconoce sus desvaríos y piensa que una pistola es lo mismo que un zapato. Es la vida de un hombre que jamás se puso de acuerdo con el mundo, él y el mundo transitaron por caminos diferentes, pero eso no lo hizo a Sabato peor sino mejor. Los que han tenido la suerte de verlo dicen que en ningún momento atemoriza, pese su capacidad de crear siniestros personajes y escenarios, sino sus ojos denotan sufrimiento, su sensibilidad. Sufrimiento causado cada vez que se conecta con el mundo y ve como millones de niños mueren cada año y personas son asesinadas en inútiles guerras. Como Woody Allen que quiere alegrar a las personas y a la vez eso es lo que lo vuelve triste. Los relatos de Sabato y su descripción pesimista de la humanidad son el propio veneno que lentamente lo mata.

Ahora que cumple 98 años y desde hace varios no tiene la compañía de su hijo Jorge Federico y de su amada Matilde, que le sirvieron de salvavidas en el surrealista naufragio que es su vida, deberíamos recordarle que no está solo y que todavía algunos lo leemos, lo citamos, lo recordamos.




Algunos buenos links sobre Sabato:

http://www.clarin.com/diario/2004/06/20/sociedad/s-780754.htm
http://www.relectura.org/cms/content/view/261/76/
http://www.clarin.com/diario/2001/06/24/s-05015.htm
http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=791430

20 de junio de 2009

Entre malecones y homenajes

En las semi - finales de la última Champions League, entre el Barcelona y el Chelsea, en una conversación entre Kempes (simpatizo del killer a diferencia de varios que lo (des) califican con adjetivos de parcializado, lánguido verbal y pobre de ideas, queriendo así jubilarlo de su novel carrera en la televisión; tambien simpatizo con él pese a ser de pocas palabras, algo así como cuando el genial John Carlin confiesa su encanto por ver jugar a Messi pero ratifica su negativa a volver a entrevistarlo por su parquedad en las respuestas, el matador te sale con anécdotas, algunas son perlitas, que amenizan el partido, sobre todos los aburridos. Anécdotas amenas sobre hechos importantes, porque él sabe lo que es estar en una final de copa del mundo, estar solo en el área 18 ante la estrecha posibilidad de la inmensidad de la gloria. Un tipo hosco que en su tiempo de jugador, en su natal Córdoba, no tenía para viajar en bus desde su pueblo (tampoco tenían para pagarle) hasta el club donde entrenaba, así que lo hacía solo en su casa, para el domingo dedicarse a romperla, dándole ese ermitaño una alegría al montón de extraños que eran sus compañeros de equipo y su hinchada. Lo prefiero antes que a comentaristas del tipo Bonafont, que solo adornan un montón de palabras, después de haber leído vagamente a Voltaire, pero en el fondo no dicen nada, no existe argumento, no existe sentimiento, mientras que las pocas y ásperas palabras del goleador están curtidas por las patadas, caídas, golpes y celebraciones de su gloriosa carrera.) y Miguel Simón o Quique Wolf (no recuerdo), mencionaban que Didier Drogba (quien, junto al Pipo Inzaghi, con mayor intensidad celebran sus goles marcados) tiene en su natal Costa de Marfil una calle con su nombre. Los dos comentaristas futboleros se interrogaban acerca del porqué la infrecuencia de que personajes deportivos sean reconocidos llevando nombres de espacios públicos, mientras otros personajes más polémicos y cuestionados (inclúyase a dictadores, generales de guerras, promotores de la esclavitud, políticos que arruinaron la economía de un país) los obtengan con tanta facilidad o por lo menos con mayor regularidad. Por mi parte, el único lugar donde había escuchado que deportistas lleven el nombre de calles, plazas, avenidas, parques, y no solo se les haga una estatua, fue en la novela “El área 18” del Negro Fontanarrosa, que narra la historia ficticia de Congodia, supuestamente ubicada en África, que logró su independencia en un partido de fútbol y el aeropuerto internacional Paulo Arigós Brizuela do Botafago lleva el nombre del héroe de la jornada en el inventado cotejo.


No resulta, aquí, importante elaborar un análisis entre las ventajas, desventajas y efectos de nombrar sitios con los nombres de heróes de campos de batalla, generales y artistas; comparándolos con personajes que nos dan una alegría en el deporte, principalmente del fútbol. Lo que importa es conocer el porqué a determinados sitios se les pone un nombre en específico y no otro. Lo que importa saber es si realmente los guayaquileños queremos que León Febres – Cordero sea el nuevo nombre del malecón (no creo que sea un deseo de todos los ciudadanos). Cuando pensaron en cambiar los símbolos patrios en la Constitución la idea ya tenía algunos años rondando entre intelectuales y argumentos le daban validez (leer Jorgenrique Adoum), pero tampoco se iba a dejar que un grupo de personas sean los únicos que decidan; así mismo es razonable que no se le dé inmediatamente el nombre del hombre que reconstruyó al malecón y le dio otra cara (el único caso semejante que he visto y me da vergüenza decirlo, es el del estadio del Barcelona, ahora estadio Banco del Pichincha, anteriormente llamado Isidro Romero Carbo), menos aún si este tiene acusaciones de crímenes de lesa humanidad. No es una defensa hacia Bolívar, pero si, ojalá sea después de una consulta o algún mecanismo democrático, el nuevo malecón se llama LFC, no deberíamos tener objeciones de que existan estatuas de Marulanda o de otros siniestros personajes (sin olvidar de mencionar que en la ficticia Congodia también se erigen estatuas para los nefastos que perjudicaron de alguna manera al país, con la opción de que los ciudadanos, a manera de democracia participativa, puedan escupirle, arrojarle piedras y realizar cualquier acto que mantenga en la memoria colectiva la vileza del "homenajeado").

18 de junio de 2009

Montevideanos en Montevideo

En Montevideo, durante el otoño, se debe tener cuidado de no caer en tentaciones o en desconcentraciones que no te permitan llevar a cabo inmediatamente las actividades y tareas previstas. Porque en Montevideo el tiempo pasa volando y en un abrir y cerrar de ojos los planes, los deseos, y tal vez parte de la vida se va con la fuerte brisa que arrastra hojas teñidas de rojo. Ese efecto de que todo pasa rápido también genera la sensación de que nada pasa en la ciudad, y que a la vez se complementa con el paisaje envejecido y gris de la ciudad, un otoño más nostálgico, profundo, lúgubre y sombrío que en otras partes (Buenos Aires por ejemplo), pero simpático a la vez, como la sensación de sentir las manos arrugadas de la abuela, ver el final de algo que se ha perseguido durante un tiempo, o como la melancolía con que le canta Jorge Drexler: Yo tengo pintada en la piel/ la lágrima de esta ciudad/, la misma que da de beber/, la misma te hará naufragar. También como en la película uruguaya “Wishky”, donde todos los días son iguales, los actos presentes son sinónimos del pasado, todo ya está calculado y el caos, el azar no puede traspasar una infranqueable barrera. Así, en vivo, entendí la explicación de un amigo de que esta película es una analogía del ser uruguayo, donde pareciera, repito, que todo ya está dicho.


Pero hace un mes, mientras me encontraba en Montevideo, algo pasó, por lo menos para mí, que no equivale a una realidad absoluta, pero esta fue una realidad para muchos, una realidad compartida. El día 17 de mayo Mario Benedetti fallecía y el 18 de mayo pude estar presente en su funeral. Simplemente para decirle gracias al maestro, gracias por “gracias por el fuego”, que fue uno de los primeros libros que leí con entusiasmo (donde sí pasan cosas), lo leí con aquella misma pasión que lo debió escribir en sus años de idealismo, de esperanzas, que fue parte de un inicio por un camino que no me canso de transitar. Y lo bueno de Mario es que pese a sus exilios, las injusticias que vivió, y tal vez la edad con las enfermedades que obligatoriamente arrastra, él seguía siendo un encanecido hombre con los ideales y sus entusiasmo intacto. Y ahí estaba en Montevideo, sintiéndolo vivo más que nunca, caminando por el edificio de Congreso, viendo su rostro totalmente blanco (como un sudario, una sabana de hospital, un blanco de paz pero de muerte a la vez) donde otros cientos montevideanos y de todas partes también iban a decirle adiós maestro y gracias por el fuego.

De la poesía nunca he sido amigo, no la entiendo. Me parece algo tan personal, tan intrínseco que no se debería compartir porque es imposible traspasar aquellos saltos, dudas, descalabros, emociones a otros. Por eso no sé mucho de García Lorca o de Neruda, y por eso mientras muchos que lo leyeron, en bitácoras o en las columnas de cultura copiaban o leían sus poemas, tal vez su parte más noble, su parte más de niño; y varias librerias corrían a colocar en sus estantes sus más reconocidas obras (como pan caliente), me dirigí hacía una tienda de libros usados, compré una edición desgastada de los 70´s de los “montevideanos” y los volví a leer. Uno por uno. Desde “el presupuesto” hasta “déjanos caer”, mientras estaba en Montevideo, y bajo la lluvía y el frío descubría la inspiración que generaba la ciudad (suerte que Benedetti la aprovecho), la belleza de la veloz monotonía. Entendía y disfrutaba cada vez más y mejor.



Acá abajo algunos párrafos de algunos de sus montevideanos y acá, varios de sus cuentos.

El presupuesto.

Otra vez supimos que el presupuesto había sido reformado. Lo iban a tratar en la sesión del próximo viernes, pero a los catorce viernes que siguieron a ese próximo, el presupuesto no había sido tratado. Entonces empezamos a vigilar las fechas de las próximas sesiones y cada sábado nos decíamos: “Bueno ahora será hasta el viernes. Veremos qué pasa entonces”. Llegaba el viernes y no pasaba nada. Y el sábado nos decíamos: Bueno, será hasta el viernes. Veremos qué pasa entonces. “ Y no pasaba nada. Y no pasaba nunca nada de nada.

Sábado de gloria.

Eso —la certeza del feriado— me proporciona siempre un placer infantil. Saber que puedo disponer del tiempo como si fuera libre, como si no tuviera que correr dos cuadras, cuatro de cada seis mañanas, para ganarle al reloj en que debo registrar mi llegada. Saber que puedo ponerme grave y pensar en temas importantes como la vida, la muerte, el fútbol y la guerra. Durante la semana no tengo tiempo. Cuando llego a la oficina me esperan cincuenta o sesenta asuntos a los que debo convertir en asientos contables, estamparles el sello de contabilizado en fecha y poner mis iniciales con tinta verde. A las doce tengo liquidados aproximadamente la mitad y corro cuatro cuadras para poder introducirme en la plataforma del ómnibus. Si no corro esas cuadras vengo colgado y me da nausea pasar tan cerca de los tranvías. En realidad no es nausea sino miedo, un miedo horroroso.

La guerra y la paz.

Cuando abrí la puerta del estudio, vi las ventanas abiertas como siempre y la máquina de escribir destapada y sin embargo pregunté: “¿Qué pasa?” Mi padre tenía un aire autoritario que no era el de mis exámenes perdidos. Mi madre era asaltada por espasmos de cólera que la convertían en una cosa inútil. Me acerqué a la biblioteca Y Me arrojé en el sillón verde. Estaba desorientado, pero a la vez me sentía misteriosamente atraído por el menos maravilloso de los presentes. No me contestaron, pero siguieron contestándose. Las respuestas, que no precisaban el estímulo de las preguntas para saltar y hacerse añicos, estallaban frente a mis ojos, junto a mis oídos. Yo era un corresponsal de guerra. Ella le estaba diciendo cuánto le fastidiaba la persona ausente de la Otra. Qué importaba que él fuera tan puerco como para revolcarse con esa buscona, que él se olvidara de su ineficiente matrimonio, del decorativo, imprescindible ritual de la familia.

Esa boca.

Entonces preparó la frase y en el momento oportuno se la dijo al padre: “¿No habría forma de que yo pudiese ir alguna vez al circo?” A los siete años, toda frase larga resulta simpática y el padre se vio obligado primero a sonreír, luego a explicarse: “No quiero que veas a los trapecistas.” En cuanto oyó esto, Carlos se sintió verdaderamente a salvo, porque él no tenía interés en los trapecistas. “¿Y si me fuera cuando empieza ese número?” “Bueno”, contestó el padre, “así, sí”.

Corazonada.

Apreté dos veces el timbre y enseguida supe que me iba a quedar. Heredé de mi padre, que en paz descanse, estas corazonadas. La puerta tenía un gran barrote de bronce y pensé que iba a ser bravo sacarle lustre. Después abrieron y me atendió la ex, la que se iba. Tenía cara de caballo y cofia y delantal. “Vengo por el aviso”, dije. “Ya lo sé”, gruñó ella y me dejó en el zaguán, mirando las baldosas. Estudié las paredes y los zócalos, la araña de ocho bombitas y una especie de cancel.

Aquí se respira bien.

Por más que nadie intenta arrebatárselo, Gustavo se cree obligado a correr para asegurarse el usufructo del banco. El padre llega después, sin apuro, con el saco en el brazo.

—Se respira bien en este rinconcito—dice, y para demonstrarlo resopla ostensiblemente. Luego se acomoda, saca la tabaquera y arma un cigarrillo entre las piernas abiertas.

A las diez de la mañana de un miércoles, el Prado está tranquilo. Tranquilo y desierto. Hay momentos tan calmos que el ruido más cercano es el galope metálico de un tranvía de Millán. Luego un viento cordial hace cabecear dos pinos gemelos y arrastra algunas hojas sobre el césped soleado. Nada más.

Familia Iriarte:

La verdad es que en un balneario uno sólo ve mujercitas limpias, frescas, descansadas, dispuestas a reírse, a festejarlo todo. Claro que también en Montevideo hay mujeres limpias; pero las pobres siempre están cansadas. Los zapatos estrechos, las escaleras, los autobuses, las dejan amargadas y sudorosas. En la ciudad uno ignora prácticamente cómo es la alegría de una mujer. Y eso, aunque no lo parezca, es importante. Personalmente, me considero capaz de soportar cualquier tipo de pesimismo femenino, diría que me siento con fuerzas como para dominar toda especie de llanto, de gritos o de histeria. Pero me reconozco mucho más exigente en cuanto a la alegría. Hay risas de mujeres que, francamente, nunca pude aguantar. Por eso, en un balneario, donde todas ríen desde que se levantan para el primer baño hasta que salen ma­readas del Casino, uno sabe quién es quién y qué risa es asqueante y cuál maravillosa.

Los novios.

Vivíamos en la calle principal. Pero toda avenida 18 de julio en un pueblo de ochenta manzanas, es bien poca cosa. A la hora de la siesta yo era el único que no dormía. Si miraba a través de la celosía, transcurría a veces un bochornoso cuarto de hora sin que ningún ser viviente pasase por la calle. Ni siquiera el perro del señor Comisario, que, según decía y repetía la negra Eusebia, era mucho menos perro que el señor Comisario. Por lo general, yo no perdía tiempo en esa inercia contemplativa; después del almuerzo me iba al altillo y, en lugar de estudiar el común denominador, leía como un poseído a julio Verne. Leía sentado en el suelo, incómodamente tirado hacia adelante, con la prevista consecuencia de unos alegres calambres en las pantorrillas o una opresión muscular en el estómago. Bueno, qué importaba. Después de todo, era un placer cerrar la puerta que me comunicaba con el mundo y con mamá, no porque yo fuera un solitario vocacional, ni siquiera por vergüenza o resentimiento. Tan sólo era un disfrute disponer de dos horas para mí mismo, construirme una intimidad entre esas paredes rugosamente blancas, y acomodarme en la franja de sol, cuidando, claro, de que Verne permaneciera en la sombra.

16 de junio de 2009

Entre dos Córdobas y la siesta santiagueña

Entre Santiago del Estero y Córdoba solo hay seis horas de distancia, pero son seis horas que parecen años en el tiempo. En Santiago el tiempo pasa lento, el sol parece que nunca va a ocultarse y los santiagueños actúan en total parsimonia, sin ningún apuro, como si no existiera el futuro. Algo así como Macondo pero sin el toque caribeño. La estancia de una semana en Santiago la tome como de descanso. Una prolongada siesta con la familia. Pero allá a seis horas todo se congestiona, se altera, se acelera. Hablando con algunos mochileros que iban en ruta inversa a la mía, es decir ellos iban hacia arriba mientras que yo hacia abajo, varios me dijeron que no entendían Córdoba porque es pequeña y grande a la vez. Puede que sea el hecho de que viven más de 130 mil estudiantes en ella de otras provincias del país, pero eso a la vez le da una gran calidez a la ciudad, una chispa, cierto dinamismo; o también que las mujeres se sienten en inferioridad o en mayor competencia entre ellas al superar en 80 mil a los hombres (tomando como fuente las declaraciones de una cordobesa que recientemente había terminado con su novio por esta particularidad). La cosa es que cuando uno arriba a Córdoba, uno siente que en sus peatonales y sus universidades se concentra todo, como un imán. Siempre llenas de personas, que se complementan con las catacumbas y ruinas jesuíticas que permanecen debajo de las calles, iglesias intactas desde el siglo XVII, que son los restos de un pasado tranquilo, de claustro, de monje; aunque el pasado más violento tampoco se olvida y eso me encanta. Que edificios donde se torturaron personas en época de dictadura ahora sean centros culturales y de artes es el mejor homenaje para los desaparecidos. Eso sin olvidar los cafés, la amabilidad de su gente y su amplia oferta cultural.

Los de arriba, los de las últimas líneas del párrafo anterior son sólo algunos ejemplos de porque Córdoba probablemente sea una buena ciudad para que un veinticincoañero decida ahí vivir. Algo parecido me había pasado cuando visité la Córdoba del otro lado del charco, la de España, la de la mezquita con una catedral en la mitad. Esa Córdoba también me fascinó por su clima, su multiculturalidad y su oferta cultural. De esa Córdoba nunca quise irme por su tranquilidad, pero a la vez uno sentía que estaba viva, que era transitable y que se dejaba vivir. La Argentina: la de Belgrano, la de Kempes puede que resulte algo más comercial, más bulliciosa, más caótica y quizá más peligrosa. Pero fuera de ese imán, donde todas las personas se concentran, los paisajes están para volverse loco, armar una casita y convertirse en hermitaño, y como el centro está a cuarenta y cinco minutos, puede que haya la tentación de ir de vez en cuando. Así con ese objetivo visité Alta Gracia atraído por sus ruinas jesuíticas, pero finalmente lo que me sedujo fue su lago, su parque García Lorca donde devoré la biografía de Sábato y que también me inspiró con su aire puro, su helado y delgado arroyo, sus árboles secos de árida belleza. El camino hacia Villa General Belgrano, pese a un frio viento que te abofeteaba el rostro también es una delicia. Y ahí en General Belgrano uno encuentra una villa de descendientes de alemanes. Alemanes metidos en América del Sur. Te hace pensar quienes fueron sus antepasados y el por qué muchos inmigrantes decidieron venir hasta el fin del mundo para esconderse, para empezar una nueva vida, o simplemente por aventurarse. Por eso en Córdoba estuve contento, visitando a unos amigos, conversando de películas y otras cosas y descubriendo el porqué son así, y la verdad es que en Córdoba muchos son así. Con algún toque de genialidad.

9 de junio de 2009

Confort y congoja en Tucu - Tucumán (y por Salta también)

El viajar sólo tiene sus contras. Está el temor o la duda de correr riesgos físicos, la imposibilidad de compartir gastos, escuchar otros criterios (además del propio) ante diversas situaciones, y otro contra bastante importante es la congoja. Que está ahí, siempre cerca para rascar con su fría uña la cabeza del acongojado viajero, provocando que le den ganas de volver a casa. Y debo confesar que después de la increíble experiencia en Jujuy, acompañado de una muy buena amiga, en vario instantes me dieron ganas de tirar la toalla, y volver al confort, a la dulce seguridad de la monotonía disfrazada de familia, de desayunos con manjar y huevos. De paso que de Tucumán, el siguiente destino, no tenía mayor información (y la que por ahí había escuchado hablaba mal de sus habitantes) y la prima que iba a visitar pasaba muy ocupada y no tenía mayor información de la ciudad donde vive. Y para rematar la capital de Tucumán no me gustó. A excepción de la Plaza Independencia, el resto me parecía sucio, sin ningún orden, y contaminado por las industrias aledañas. Fuera del centro, la mayor parte era como estar en la calle 10 de agosto de Guayaquil. Además de que llovió los días que estuve, y durante el único city tour que he pagado en todos los lugares visitados, el Cerro San Javier y otros atractivos estuvieron cubiertos por una densa capa de neblina. Así que tomando mis maletas, pero tratando de dejar el molestoso insecto de la congoja bajo la lluvia tucumana para que desaparezca, agarré un bus que señalaba como destino Tafí del Valle sin saber que esperar. Ahí, por un ruta diferente a la que te lleva de capital en capital de provincia (con sus grandes rectas y repetidos paisajes de plantaciones de soja y de forraje para alimento de animales), el entorno cambiaba para bien, hacia lo virgen, hacia lo aun no prostituido por el hombre. Pareciéndose un poco a las serranías ecuatorianas (por la predominancia del color verde y por el paso de ríos caudalosos), con un camino sinuoso, luego de dos horas llegué a Tafí. Y este tipo de pueblos desérticos y carentes de diario ajetreo, donde se puede percibir y disfrutar del silencio, donde parece que nada pasará, y muchas veces tu única compañía es la fría brisa, tienen un “no se qué” que me encanta. Al igual que ahora disfruto escribir estas líneas en la tranquilidad del parque García Lorca en Alta Gracia, a 30 kilómetros de la capital Córdoba.

En el hostal de Tafí, al parecer era el único hasta que llegó un mochilero procedente de Bélgica, junto a un mejor clima, por lo cual por fin pude hacer algo de Trekking, mientras conversábamos de la escritora belga Amelie, además de Salinger, Borges y otros más. Lo bueno de la compañía también fue que me dieron más ganas de visitar las ruinas de los Quilmes, porque la idea de caminar cinco kilómetros en el desierto hasta llegar a la entrada, era tan seductora como ponerse un panal de abejas en la entrepierna. Entonces a las 8 y 30 de la mañana del siguiente día estábamos tomando un bus, que después de 3 horas de viaje llegaría a la ruinas. Algo que rescato de viajar por Argentina (aunque sea por el norte, donde escasean los visitantes latinoamericanos), es que muchos de sus habitantes, también han viajado y disfrutado de otros países; por lo que los comentarios realizados por ellos te entusiasman mucho más acerca de los esperado en el destino elegido. Este fue el caso de una conversación con un tucumano iniciada con la pregunta de cuánto falta para llegar. El bus te deja en medio de la nada y ahí conocí también a una pareja compuesta por un holandés y una polaca, con los que caminamos por más de una hora hasta divisar la ciudad de los Quilmes, sin olvidar que de estos lugares no se pueden hace apreciaciones acerca de la estética o largas contemplaciones sobre los colores utilizados para pintar las casas, sino solo tratar de conectarse con el pasado y ser empático con una forma de vida, tan conectada con la naturaleza, que no se parece a la de uno. Otros belgas, además de un austriaco, una australiana (la mujer que estará en muchos de mis sueños) y otra polaca (además del belga, el holandés y la polaca que había conocido anteriormente), también trataron de conectarse con el lugar. Así nació una invitación para ir todos juntos hacia Cafayate y recorrer la ruta de los vinos. El excesivo peso en la kombi Volkswagen, propiedad del austriaco con más de 50 países visitados en su lista y que en este viaje pretende llegar hasta México en ella, rompió uno de los soportes de las llantas. El retraso duró más de dos horas y al termino de la tarde arribamos a la provincia de Salta, tomando rumbo directo hacia la recomendada tienda de helados de vino MIRANDA. Los helados un manjar, luego algo de camping, un asado, además de recorrer en bicicletas viñedos y degustar en un bar los vinos locales y escuchar sugerencias de otros viajeros que han decidido estancarse por un tiempo en Cafayate.

Se suponía que el plan iba a durar solo dos días, pero se extendió a cuatro, en la misma Kombi y recorriendo la ruta de los vinos hasta Cachi, pasando por la Garganta del diablo, el Sapo y otras maravillas geológicas con sus melancólicas tonalidades rojizas de otoño permanente. Después de pasar por el segundo volcán más alto de América, llegamos a la helada Salta, donde sus momias son el principal atractivo de la ciudad y es punto de partida de muchos visitantes hacia Umahuaca, Tilcara, el Tren de las nubes y otros atractivos naturales (recorridos que ya había hecho anteriormente). Ahí tuve que despedirme de los temporales compañeros, en este recorrido lleno de perros que te perseguían a todos lados esperando por ello un bocado de comida (sinónimo de que aquí la vida es más dura que en los glamorosos centros de las capitales, pero sin que sea enteramente como aquel anónimo poema de origen cubano donde la cantidad de perros en la calle es proporcional a la pobreza del lugar), sin cambiarme ni ducharme durante dos días, teniendo al almuerzo como única comida durante de 24 horas. Tal vez esta vuelta a lo primitivo, a lo minimalista y no el confort fue el remedio para la congoja.

5 de junio de 2009

El norte es cool. Ruta 40. Y 25 en Jujuy

Marta me llamó a las seis hora española/. Sólo para hablar, sólo se sentía sola/. Porque sebas se marchó/. De nuevo a buenos aires/. El dinero se acabó/. Ya no hay sitio para nadie/. Dónde empieza y dónde acabará/. El destino que nos une/. Y que nos separará/. Yo estoy sola en el hotel/. Estoy viendo amanecer/. Santiago de Chile/. Se despierta ante montañas/. Aguirre toca la guitarra en la 304/. Un gato rebelde/. Que anda medio enamorao/. De la señorita rock'n'roll/. Aunque no lo ha confesado/. Eso lo sé yo/. Son mis amigos/. En la calle pasábamos las horas/. Son mis amigos/. Por encima de todas las cosas. (Martha, Sebas, Guille y todos los demás; Amaral)

Las canciones de la española Amaral no son de mi gusto. Su voz tampoco. Pero la letra de la arriba escrita la tomamos como un himno un grupo de amigos mientras nos conocíamos y la pasábamos bien en España, para cada vez que nos reencontráramos en algún sitio del mundo. Y entre el 21 y el 25 del mayo que ya se fue, tuve otra vez la chance de corearla. Todo por visitar a una amiga en Jujuy. Recorriendo más de mil kilómetros desde Rosario, equivalentes a 19 horas de viaje (demasiadas para un ecuatoriano). No sabía que esperar. Repito que solo fui a visitar a una amiga. Pero la sorpresa fue grata. La mejor.

De la película “No country for old men” siempre me encantó la no existencia de una banda sonora durante toda la proyección. Me gustó pero no lograba entenderlo del todo. Pero en el momento en que me encontré en la Puna, a cuatro mil metros de altura, pude comprender que el mejor acompañante ante tal hostilidad, ante tal imponencia es el silencio.

La estadía en la capital San Salvador no duró ni un día. Lo interesante estaba fuera de la ciudad. Así que en la mañana de un viernes partimos rumbo a Pumamarca. En el trayecto el paisaje era verde con la Shunga saludándonos, apenas mostrándonos su perfil. También nos acompañaban algunos ríos secos, minas, hasta que al llegar al pueblo todo se vuelve color. Pumamarca es bastante singular. Poblado por coyas (los primeros indígenas que veo en Argentina, aunque S.S. de Jujuy es un poco como estar en Bolivia), con sus casas totalmente construidas de adobe y el camino de los colorados, donde uno piensa que el creador de aquel lugar(acomódese el creador a Dios, Pacha Mamma o a la religión que uno profese), en ese instante se volvió totalmente loco, como una especie de Van Gogh o Monet que quizo regar, con su pincel, de color el lugar. Con cerros de 7 colores, montañas teñidas de verde, rojo, gris, lila y otras tonalidades que a uno lo ponen a pensar que hay cosas que no son casualidad. Y al final eso es lo mejor de Jujuy (además de las personas que conocí ahí), lo que más uno disfruta. Esa infinidad de paisajes para apreciar. Porque ahí, en esa tierra, el entorno cambia cada pocos kilómetros. Uno cuenta hasta 100 y la tierra de ser totalmente arcillosa o árida, pasa a tener vegetación que torna verde todo los visto. Así hasta que uno llega a las “Salinas grandes”, tras un sinuoso carretero. En la blancura de las salinas el sol choca venciendo las retinas y ver el suelo no te ayuda. Llegar y permanecer ahí tal vez sea los más parecido a estar en la Antártica que visitaré. Y no lo digo por la semejanza de la sal con la nieve, sino por su esterilidad, esa falta de vida que vuelve hermoso al paisaje.

Las salinas te llevan hacia Chile, pero allá no nos dirigíamos. Cerca de ellas se encuentra la ruta 40. De la ruta 40 el periodista y viajero Federico Kirbus decía que: “En el siglo XXI, esa tortura convertida en ruta, mezcla de grava, polvaredas, vientos cortantes y asesina de cubiertas, demoledora de radiadores y trituradora de metales, está a punto de convertirse en uno de los pasaportes de la Argentina turística hacia el mundo”. De esta ruta que atraviesa todo el país, pude disfrutar más de 100 kilómetros de ella. Durante el viaje conocí a varias personas que la recorrieron completa desde la Patagonia hasta Jujuy en bicicleta. Lo que hicimos junto a mis amigos fue más al estilo rally. Viendo lagunas, saltando charcos y pasando caminos de tierra, con coyas y llamas que eran los únicos habitantes de distantes pueblos donde pasa un bus por semana, y el desértico paisaje hace caer en cuenta de que esto, después de haber visitado solo ciudades, tiene más pinta de “diarios de motocicleta”. En la ruta chocamos con el poblado de Abra Pampa, y en su Huancár cercano hicimos algo de sanboarding, comimos empanadas y pasamos la noche bajo los cero grados de temperatura.

Un huancár es algo parecido a un cúmulo de fina arena, de playa o desierto, en medio de una montaña. Es algo impresionante. Como si una parte del Sahara fuera trasladado a la Puna, y al subirlo con el poco oxígeno y la sangre faltante, producto a los cuatro mil metros de altura, el paseo resulta una agradable odisea. Con una vista impresionante, además del sublime reflejo del sol en la blanca arena. Y siguiendo la ruta 40 te encuentras con la “laguna de los pozuelos”, alejada de la civilización. Inmaculada, con un silencio que tranquiliza, únicamente poblada por aves. Es ahí donde abandonamos el aventurero carretero y tomar rumbo hacia la quebrada Umahuaca, que por varios kilómetros y según la ubicación del sol, te brinda una cantidad de tonos de colores que la retina no logra abarcar. Cerros que parecen de oro, otros de sangre derramada, dan idea de porqué los incas llegaron hasta acá y quisieron instalarse en poblados como Umahuaca o Tilcara. Y a la noche la vista de las estrellas da la misma idea del porqué la visita de los incas.

Al regreso a la ciudad un asado al mediodía del domingo y conocer a excelentes personas que me trataron como a uno más de la familia. La mejor forma de cumplir 25 años.

P.S. Queda pendiente colgar algunas fotos de las maravillas vistas/. Me disculpo por errores de semántica o sintáxis pero estos posts son escritos muchas veces en autobuses o bajo la influencia del sueño.


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