1 de mayo de 2013

Foster-Wallace



Me acuerdo de que en el instituto me pasaba Dexedrinas un chico a cuya madre se las recetaron para subirle el estado de ánimo, y me acuerdo del sabor tan raro que tenían, y de aquel efecto tan notable que producían de hacer que desapareciera mi problema de contar mientras leía o hablaba — las llamaban bellezas negras —, pero de que al cabo de un rato te provocaban un dolor en la baja espalda y un aliento realmente asqueroso. La boca te sabía igual que esas ranas que ya llevan mucho tiempo muertas dentro de sus frascos empañados en la clase de biología, cuando abrías el frasco por primera vez. Solo recordarlo me entran náuseas. También me acuerdo de cuando mi madre se enfadó muchísimo porque Richard Nixon saliera reelegido con tanta facilidad, y me acuerdo porque fue por esa época cuando probé el Ritalin, que le compré a un chico de la clase de Culturas del Mundo que tenía un hermano pequeño en la escuela primaria a quien se lo recetaba un médico que no llevaba muy bien la cuenta de sus recetas, y había gente que pensaba que el Ritalin no era gran cosa comparado con las bellezas negras, pero a mí me gustó mucho, al principio porque conseguía que me resultara posible y hasta interesante sentarme y estudiar durante periodos largos de tiempo, y  de verdad que me encantaba, pero costaba de conseguir en grandes cantidades, el Ritalin, sobre todo después de que al parecer al hermano pequeño se le fuera la pelota un día en su escuela primaria por no tomarse el Ritalin y los padres y el médico descubrieran lo que estaba pasando con las recetas, y de pronto dejara de haber un tipo con granos y gafas de color rosa vendiendo a cuatro dólares pastillas de Ritalin que sacaba de su taquilla del pasillo de primero y segundo.

(El Rey pálido, David Foster Wallace.)
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