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8 de julio de 2010

La insoportable levedad de ser arquero


Un gol recibido puede echar abajo toda la planificación previa (Maradona lo sabe), derrumbar los anhelos de los hinchas, tener los mismo efectos que tomar valium en los jugadores ahora abajo en el marcador, y a la vez llamar a ese vampírico ser nocturno llamado desesperación que se apodera, con sus frías garras y filosos colmillos, del equipo. Aunque es lo más buscado en el fútbol, en tiempos de juego mezquino con tácticas ultradefensivas, evitar un gol se ha vuelto aún más importante. En las espaldas del arquero, así los comentarios digan que nada se le puede reclamar, quedará ese peso de responsabilidad de haber podido esforzarse más en caso de recibir una anotación. Una sensación insufrible de culpa, como la de Atlas cargando el peso del mundo, en caso de existir complicidad.

Fueron notables escritores y consumados guardavallas Camus (todo lo que aprendió de la vida lo hizo bajo los tres palos, menciona) y Nabokov (disfrutaba de la fama de jugar en el arco durante sus años en Cambridge). A diferencia de ellos, a pesar de que en el arco me defendía como podía en época de colegio, con las letras resulto fácil de galletear. El año pasado traté de escribir un cuento futbolero inspirado en la vez que vi a un pequeño canaya pasando por el Gigante de Arroyito que besaba los pilares, se saludaba con los albañiles y guardias del estadio, y también en mis experiencias en el arco. Un puesto destinado para los gordos, inadaptados, malos; los desterrados. Una posición rehuida y por la que nadie pide en su cumpleaños un par de guantes. Era el nuevo del barrio y los vecinos mayores (entre 10 y 13 años hay una inmensa diferencia); y sin embargo sentía como propio ese lugar rechazado, después de todo Benji y Richard en los Súper-Campeones estaban al mismo nivel de Oliver, Steve y Tom. Cuando jugábamos algún campeonato y queríamos ganar lo elegía voluntariamente.




En ese cuento que pasó lejos del palo trataba de explicar la impopularidad de querer aguantar pelotazos y revolcarse; ser carne de cañón para el insulto si se pierde; la adrenalina de estar impartiendo órdenes y transmitir seguridad; la eterna soledad, comparable a un guardián de faros, de estar cuidando la portería y la perspectiva de las cosas que se tiene desde ahí; y el complejo de mártir impreso en el ADN que lo hace lanzarse, sin protegerse, ante cualquier ataque. No lo logré, Juan Villoro lo hizo (alguien que además de regalarnos relatos llenos de armonía, parecidos a un apacible paseo en velero, también gusta del buen fútbol y mantiene un blog desde Sudáfrica junto al bigotón de Caparrós). En su crónica El último hombre muere primero describe magistralmente, como sabueso investigador, la manía de los porteros por no cometer equivocaciones, el morir a plazos que eso significa, las altas dosis de neurosis de espía de la KGB y la desconfianza necesarias, lo introvertido y reflexivo (casi zen) que pueden llegar a ser lejos de las canchas, a partir del sucidio del portero alemán Robert Enke, entonces principal candidato para ser titular en su selección. Enke no aguantó la presión y se terminó lanzando a las vías del tren esperando detener su vida. Villoro detalla gambeteando con la elegancia de Zidane y terminándola de volea los motivos; y de paso también descubrir el porqué alguien tiene la vocación de tratar de impedir la mayor alegría del fútbol.

Robert Green y Julio César fallaron en Sudáfrica. Sus errores fueron catastróficos para sus equipos. No son motivos para colgarse, pero ahora deberán dedicar el resto de sus carreras a enmendar sus fatales equivocaciones. Zetti (del mágico Sao Paulo) fue el primer gran arquero que vi, después se le sumaron Taffarel, Navarro Montoya y Chilavert. Ahora que he colgado los guantes prefería tener un poco de la pluma de Villoro a las felinas habilidades de esos suicidas aguafiestas.


En su último lamento como cancerbero, dijo: «La gente cree que soy frío porque soporto el dolor. Una vez le pedí a mi esposa que me apagara un cigarrillo en el antebrazo y sufrí tanto como ella. Todavía tengo la cicatriz. Quería demostrar que uno puede soportar lo que se propone. No soy un bloque de mármol. Soy vulnerable como cualquier otro. Sólo soy brutal conmigo mismo. No soy un genio como Beckenbauer. No he heredado nada. Estamos en el purgatorio. Cuando deje de sentir dolor, estaré muerto». El área chica de Alemania es un purgatorio al aire libre.

El portero es el jugador que tiene más tiempo para reflexionar. No es casual que se trate de alguien muy preocupado. Algunos guardametas tratan de aliviar los nervios con supersticiones (escupen en la línea de cal, colocan a su mascota de la suerte junto a las redes, rezan de rodillas, usan los guantes raídos que les dio una novia que no se casó con ellos pero les trajo suerte). Otros buscan vencer la preocupación con altanería, considerando que un gol en contra no vale nada. Pero es raro que no tengan un alma en crisis. Schumacher convirtió esa tensión en dramaturgia: «A veces me concentro con el odio y provoco al público. No sólo juego contra los otros once. Soy más fuerte rodeado de enemigos. Cuando la mierda me llega hasta arriba, sé que puedo resistir. Un atleta no se hace creativo con amor sino con odio». Enke nunca tuvo esta claridad para revertir en méritos emociones negativas, pero heredó la cabaña de Schumacher y sus redes tensadas por la furia.

Cada posición futbolística determina una psicología. El portero es el hombre amenazado. En ningún otro oficio la paranoia resulta tan útil. El número 1 es un profesional del recelo y la desconfianza: en todo momento el balón puede avanzar en su contra. La gran paradoja de este atleta crispado es que debe tranquilizar a los demás. En su ensayo Una vida entre tres palos y tres líneas, escribe Andoni Zubizarreta: «Cuando me preguntan cuál debe ser la mayor virtud del portero, contesto sin dudarlo que la de generar confianza en el resto de los jugadores». El equipo debe ir hacia delante, sin pensar en quién le cuida la espalda. «Claro está que, para no transmitir dudas, es fundamental no tenerlas», añade Zubizarreta: «El portero no puede ser de carácter inseguro». Inquilino del desconcierto, el guardameta vive para no aparentarlo. Es el pararrayos, el fusible que se calcina para impedir daños mayores

19 de abril de 2010

Crónicas culinarias

El poeta, cronista y amante de la ciudad Jorge Martillo escribía en su “Viaje por la gastronomía ecuatoriana” que «en las deliciosas noches veraniegas de Guayaquil, acudo a la marisquería de Ochipinti, me acomodo en una mesa al aire libre y ordeno un par de cangrejos a la criolla (cocinados a fuego lento con yerbas, condimento y sal en grano), arroz blanco y una cerveza bien helada para matizar la espera. Es cuando doy por cierta la historia bíblica de Adán y Eva expulsados del Paraíso por probar el fruto prohibido ». JM tiene razón. Pocas cosas hay comparables a una buena comida, mejor si es con amigos y para celebrar. Preparar un plato y leer historias de cocinas, chefs y de los alimentos favoritos en una región son también para disfrutar.


Edmundo Paz Soldán, en su blog, comentaba acerca de la poca literatura gastronómica existente en español, siendo personas que disfrutamos de hablar durante y después de la comida, luego de varias conversaciones con el también escritor Diego Salazar. A diferencia de EUA, y otros países, en nuestro continente las letras sobre este tema se reducen a recetarios, críticas de restaurantes o relatos, tipo revista Soho, donde se compara al cocinar con el sexo (más del lado del jazz y lejos de los sartenes y las hornillas). Lástima porque siempre preferiré una buena crónica culinaria (biografía de un chef o las vivencias en la cocina de un restaurante, por ejemplo) a cualquier buena crónica deportiva, histórica o undeground con mucho realismo sucio. Razones: 1) Redactar la comida es sumamente descriptivo, se necesita precisión, se juega con los sentidos y los recuerdos. 2) Los ingredientes son algo vivo (o lo estuvieron), con una historia, que se plantaron y la naturaleza hizo lo suyo o encontrarlo requirió sacrificio, y mezclándose adecuadamente resultan en algo delicioso. 3) Muchos de de los célebres cocineros o empleados en una famosa cocina son excéntricas y frustradas estrellas de rock trabajando cerca de cuchillos, excesivos y pálidos seres que pasan cerca catorce horas diarias preparando platos, que se echan a llorar en los congeladores por malas críticas. 4) El ambiente de un restaurante, además de la competencia y camaradería, podría ser tan estresante como una sala de control de tráfico aéreo, despachando pedidos con el riesgo de quemarse, a contrarreloj y siendo exactos en la preparación. Y 5) una de las mejores cosas de viajar es probar lo que comen los lugareños y cómo esos alimentos y recetas son parte de su identidad.

Donde mejor he comido fue en el Mercado del Puerto en Montevideo. Probé carne de llama en un pueblito de Jujuy (el sabor es dulce aunque algo dura de masticar). Mientras estuve en Argentina pude comparar las empanadas de cada provincia y me quedo con las de Santiago del Estero. En Moguer comí cerdo ibérico criado con bellotas, en Lisboa mucho bacalao con cerveza negra y en Tánger la versión original del gazpacho español. Alrededor del Ecuador podría recomendar lugares como un pueblito cerca de Cuenca llamado Sertag donde el Sancocho es una ríquisima bomba, buenos cangrejos en Naranjal, empanadas negras en Guaranda, cevichocho (uno de mis favoritos) en Otavalo o los ceviches del mercado de Libertad. No sería yo el indicado pero hay tantas suculentas historias para escribir sobre estos sitios, y las personas que prepararon. Tal vez la razón de mi gusto por las historias de cocina es por lo poco que hay de las mismas. A disposición, a destacar, está el perfil de Julio Villanueva Chang al cocinero Ferran Adriá, la edición de la revista Etiqueta Negra “El diablo en la cocina” con las excelentes crónicas de Diego Salazar, pasando un mes en un restaurante de Madrid, y de DT Max retratando al célebre chef Gran Achatz, que sigue inventando platos a pesar de haber perdido el sentido del gusto por un cáncer de lengua, y la extensa novela: Calor.

Pequeñas porciones en letras que no llenan. Para eso están también Ratatouille en el cine y el mejor reality de tv: Anthony Bourdain No reservations (también autor del libro Confesiones de un chef), que hace poco estuvo en Ecuador para grabar un show (poniendo la música Rocola Bacalao en la capital y Los Niñosaurios en Guayaquil) y con su mordaz humor y cinismo nos retrató. La carne del cuy le pareció una delicia y mencionó a esta como solución para el hambre mundial, y el tour culinario por el país le resulto una clase de Magical mistery soup por la cantidad de sopas típicas que probó. Una vista de los ecuatorianos según los extranjeros. Poco sabía del país antes de su llegada. La comida como una ventana para descubrir una cultura.




Un extraterrestre en la cocina:

Adrià les exige la concentración, el ritmo y la precisión de un cirujano en el quirófano, de un mecánico de Fórmula Uno en los boxes de una carrera, de un modisto de alta costura durante el desfile principal. En un restaurante que busca la perfección hasta en sus actos microscópicos, romper un plato no es un asunto de mal agüero. Es la caída del equilibrista durante el show: la función debe continuar, pero jamás se van a olvidar de ti.

Días después de la charla, el chef renunciaría al bolero para declarar con un espíritu heavy metal: «La cocina es un trabajo de psicópatas». Había un antecedente psiquiátrico: meses después de que apareciera en The New York Times como el general de la nueva armada de cocineros españoles, el chef Bernard Loiseau se suicidó disparándose con una escopeta en la boca. Un artículo en Le Figaro había desatado el rumor de que a Côte d’Or, su restaurante tres estrellas Michelin, le iban a eliminar una estrella. En Francia, un país obsesionado por el estatus de su gastronomía, una mala crítica en el periódico puede producirle una úlcera mental a un chef.

Había nacido en México y tenía un pasado en otros altares de la cocina. En el Arzak del País Vasco, donde treinta cocineros trabajaban para ciento diez clientes. En el restaurante de Daniel Boulud, en la Gran Manzana, donde quince cautivos cocinaban para trescientos diez comensales. El estrés hacía que los cocineros de Boulud descendieran hasta las cámaras frigoríficas para desahogarse a gritos contra unas moles de carne helada.

El cocinero que no podía dormir y su persistente aprendiz de cocina:

Pienso en uno de los consejos que da Anthony Bourdain en Confesiones de un chef: «Nunca faltes con la excusa de estar enfermo. Excepto en casos de desmembramiento, hemorragia arterial, neumotórax o la muerte de un familiar inmediato. ¿Se murió la abuela? Entiérrala en tu día libre». Parece una estupidez, pero es mi estupidez. Sé que soy un egoísta, pero un egoísta con chaquetilla de cocinero y delantal, metido en una cocina que en noviembre del 2008 recibió su primera estrella Michelin.

Una vez allí, sobre el tablero de mármol donde suele trabajar, Xabi hace unas rebanadas de pan muy finas usando la máquina de cortar embutidos. Andrés coloca dos rebanadas sobre un plato formando una cruz, las dobla sobre sí mismas para comprobar si el pan resiste. Resiste. Xabi casca un huevo, separa la yema y la coloca sobre otra cruz de pan. Espolvorea sal, dobla las rebanadas, echa un poco de aceite y cierra el ravioli. Andrés sugiere añadir parmigiano por encima para que selle el pan al derretirse. Xabi lo coloca sobre papel manteca dentro de una sartén y lo mete al horno durante tres minutos. La alta cocina es un ejercicio de precisión. No basta con el talento y el mejor producto. Son imprescindibles, pero además hay que ser exacto. La diferencia entre correcto y estupendo puede estar en unos cuantos segundos. Y aquí no se espera que un plato sea correcto.

Los gastos que implica un restaurante son, a todas luces, desorbitados. Más allá de los sueldos de los empleados y la materia prima, que supone más del treinta por ciento del presupuesto, todo cuesta dinero. Un día, durante mi estancia en la cocina, pude espiar la factura de la nueva cubertería, que aún no había llegado: 41.457 euros, donde, por ejemplo, cada tenedor valía sesenta y tres euros y las cucharas de postre cincuenta y cinco euros cada una. Hay que sumar el alquiler del local, la factura del gas, el agua, la luz, teléfono y un largo etcétera de impostergables. No es de extrañar que los grandes chefs necesiten de empresarios que pongan ya no sólo el capital, sino los mecanismos para mantener el negocio andando. «No es fácil encontrar ese empresario, o grupo de empresarios, que apueste por un proyecto que no lo va a llenar de dinero. Pese a lo que la gente pueda creer, un sitio como éste no te va a hacer millonario».

El último Chef genio de Chicago no puede probar su comida:

En abril del 2001, con veintiséis años, Achatz presentó una solicitud para el trabajo de chef en Trio, un conocido restaurante en Evanston, Illinois, un suburbio de Chicago. El dueño lo contrató luego de que hiciera una prueba con una cena de siete platos. Rápidamente ganó reconocimiento en el mundillo gastronómico gracias a un plato llamando Explosión de Trufa. El comensal mordía un trozo de ravioles y era recompensado con un torrente de intenso jugo de trufa negra. En el 2002, el crítico del Chicago Tribune le dio cuatro estrellas a Trio; un año después, la Fundación James Beard nombró a Achatz como Cocinero Revelación. Un mes o dos después, una pequeña lesión aparecía a la mitad del lado izquierdo de la lengua de Achatz.

La influencia de Adrià era inconfundible cuando comí en el mes de marzo en Alinea. La comida era casi cómica de tan elaborada, se hallaba constituida por veinticuatro platos y costó trescientos setenta y cinco dólares, vino incluido. Empezaba en el final salado del espectro de sabores y, lentamente, se iba volviendo dulce, para terminar con café, en forma de un caramelo cristalizado. La mayoría de las cosas podía comerse en uno o dos bocados, pero la procesión tomó cuatro horas y media. Tomé pop corn dulce licuado en un vaso de shot, y un plato de frijoles que vino en una bandeja con un cojín relleno de aire de esencia de nuez moscada. El plato de frijoles estaba situado sobre la almohada, presionando para que el aroma saliera. Probé una «espuma de té de arbusto de miel en cascada sobre pudín de brioche de esencia de vainilla». Había también un plato con un arándano al centro, que había sido hecho puré para luego ser esculpido en su forma original. El arándano era luego preparado en un aparato llamado Antiplancha, que Achatz ayudó a diseñar. La Antiplancha congela el arándano por debajo, pero deja la parte superior suave.

Debido a que su sentido del gusto ha vuelto con el tiempo, Achatz siente que ahora entiende este sentido de una nueva manera, la manera en que uno vería si pudiera ver sólo en blanco y negro y de pronto recupera los colores. Dice: «Cuando probé por primera vez un milkshake de vainilla –tras el final del tratamiento– sabía muy dulce, porque no había ningún gusto salado o ácido. Tan sólo sabía dulce. Ahora que ya ha vuelto el amargo, estoy entendiendo la relación entre el dulce y el amargo, cómo trabajan juntos, cómo se equilibran. Y conforme vuelve lo salado, empiezo a entender la relación entre los tres componentes».

P.D. Maldigo a Anthony Bourdain porque tiene el trabajo que siempre quise tener (viajar, comer y escribir) pero acá dejó el episodio entero de su paso por Ecuador.











17 de marzo de 2010

Lo efímero (¡Por fin, Bolaño!)

Leer a Roberto Bolaño se ha vuelto más una cuestión de cultura general (una obligación) que de culto hacia un autor que se lo denomina el “último escritor de América Latina”. Porque de él en más de un rincón se habla y se escribe: Javier Cercas mencionaba el éxito de su obra y cómo en EUA su novela “2666” se ha convertido en un best-seller; varias reseñas se han escrito en diarios acerca del uso de personajes marginales, patéticos que dominan sus páginas; Mario Segovia en Etiqueta Negra nos plantea el porqué queremos ahora tanto a Bolaño, y todo escritor y lector menor de 40 lo sigue como a un ídolo; y Sebastián Cordero, en una entrevista, responde que algún día espera escribir un guión con un estilo que recuerde claramente a Los detectives salvajes. Algunos ejemplos de que Bolaño está en todas partes. Como la poesía (poetas nunca faltan) de la que nunca he sido un fanático, porque los versos que componen un poema me parecen tan personales que al final me resultan inaccesibles, ahí puede que estén concentradas todas las emociones (tengo libros de García Lorca cubiertos aún con la envoltura plástica).

En Los detectives salvajes, Bolaño, pienso, quiso comparar al paso de la juventud con la poesía (mezclar lo efímero de ambas), porque la historia que nos relata es la de unos jóvenes marginales, patéticos, lumpescos (inspirados en su época de juventud de los sesentas con drogas psicodélicas, manifestaciones panfletarias y tendencias beligerantes, que practicaba con su grupo los infra-realistas, letras adornadas por lo años de experiencia) que desean revolucionar el mundo de las letras y para lo cual forman la pandilla del “realismo visceral” (lo que los lleva a buscar una poeta al desierto y planear secuestrar a Octavio Paz), pero que con todo su idealismo, al final terminan siendo tan solo parte de una anécdota difícil de recordar por parte de varios entrevistados, que es la manera en la que está escrito el libro. Todo visto a través de los ojos de otros, los fugaces momentos en los que alguna vez pasaron los personajes principales por sus vidas. Belano y Lima nunca hablan, sin embargo poco a poco sabemos que son dos individuos que entre vender drogas y escribir versos buscan algo, por lo que emprenden un gran viaje a través del tiempo y por Europa, Israel, México y África. Una versión agigantada-visceral-brutal-alucinógena de las Confesiones de invierno de Sui Generis, donde los detectives salvajes trataran de sentir y experimentar todo, volverse poemas. Contándose así la historia de una generación. Abarcando una era, la posterior al Boom.

Así, entre la fama de Bolaño, llegué a Los detectives Salvajes, un libro al que Alan Pauls (autor de esa increíble novela y atroz historia de amor llamada El Pasado) recomienda leer en una “isla desierta”, o al menos en “un lugar de playa sin luz eléctrica, sin autos, sin agua potable”, porque Bolaño “no escribe novelas para ser leído… Bolaño escribe para poblar”. Y siguiendo los consejos del escritor argentino, a Los detectives… traté de leerlo entre las calurosas noches de lluvia guayaquileñas, casi como un naufrago en medio de un diluvio, entre rayos, cielos rojos y calles inundadas. Hay que leerla con paciencia, aislado, en estado unplugged, por su ritmo frenético y caótico, pero con la apariencia (debido a sus 613 páginas) de que nunca acabará; sin embargo no fue suficiente. Meterse en las páginas de LDS puede no ser una experiencia agradable. No lo digo por su calidad de escritura ni por el relato que se desarrolla o el tiempo que exige, sino porque la novela está diseñada para exprimir al lector, para sacudir cerebros. Una experiencia a la que pocos quieren volver debido al vértigo causado por la experiencia original. Entre la primera y la segunda vez que abrí las páginas del libro pasaron dos meses (lectura de Rayuela y The catcher in the rye en medio) para que se puedan calmar las aguas que quedaron agitadas después de seguir los pasos de Ulises Lima y Arturo Belano. Y al volver a la isla (y al continente) uno se da cuenta de que todo está movido. Se siente que el realismo visceral, aunque efímero, ha pasado por el lugar y ha plantado su bandera.




¿Ustedes han visto Easy Rider? Sí, la película de Dennis Hopper, Peter Fonda y Jack Nicholson. Más o menos así eramos nosotros entonces. Pero sobre todo más o menos así eran Ulises Lima y Arturo Belano antes de que se marcharan a Europa. Como Dennis Hopper y su reflejo: dos sombras llenas de energía y velocidad. Y no es que tenga nada contra Peter Fonda pero ninguno de ellos se le parecía. Müller sí que se parecía a Peter Fonda. En cambio ellos eran idénticos a Dennis Hopper y eso era inquietante y seductor, digo, inquietante y seductor para los que los conocimos, para los que fuimos sus amigos. Y esto no es un juicio de valor sobre Peter Fonda. Me gustaba Peter Fonda, cada vez que dan en la tele la película que hizo con la hija de Frank Sinatra y con Bruce Dern no me la pierdo aunque tenga que quedarme despierto hasta las cuatro de la mañana. Sin embargo ninguno de ellos se le parecía. Y con Dennis Hopper era todo lo contrario. Era como si conscientemente lo imitaran. Un Dennis Hopper repetido caminando por las calles de México. Un Mr. Hopper que se desplegaba geométricamente desde el este hacia el oeste, como una doble nube negra, hasta desaparecer sin dejar rastro (eso era inevitable) por el otro lado de la ciudad, por el lado donde no existían salidas. Y yo a veces los miraba y pese al cariño que sentía por ellos pensaba ¿qué clase de teatro es éste? Y una noche, poco antes del año nuevo de 1976, poco antes de que se marcharan a Sonora, comprendí que era su manera de hacer política. Una manera que yo no comparto y que entonces no entendía, que no sé si era buena o mala, correcta o equivocada, pero que era su manera de hacer política, de incidir políticamente en la realidad, disculpen si mis palabras no son claras, últimamente ando un poco confundido.

No les pregunté por el coche de mi padre. Arturo me dijo que se iban. ¿Otra vez a Sonora?, les pregunté. Arturo se río. Su risa fue como un escupitajo. Como si se escupiera sus propios pantalones. No, dijo, mucho más lejos. Ulises viaja esta semana a París. Qué bien, dije, podrá conocer a Michael Bulteau. Y el río más prestigioso del mundo, dijo Ulises. Qué bien, dije yo. No, no está mal, dijo Ulises. ¿Y tú?, le dije a Arturo. Yo me voy un poco después, a España. ¿Y cuándo piensan regresar?, dije yo. Ellos se encogieron de hombros. Quién sabe, María, dijeron. Nunca los había visto tan hermosos. Sé que es cursi decirlo, pero nunca me parecieron tan hermosos, tan seductores. Aunque no hacían nada para seducir. Al contrario: estaban sucios, quién sabe cuánto hacía que no se daban una ducha, cuánto que no dormían, estaban ojerosos y necesitaban un afeitado (Ulises no porque es lampiño), pero yo igual los hubiera besado a los dos, y no sé porque no lo hice, me hubiera ido a la cama con los dos, a coger hasta perder el sentido, y después a mirarlos dormir y después a seguir cogiendo, lo pensé, si buscamos un hotel, si nos metemos en una habitación oscura, sin límite de tiempo, si los desnudo y ellos me desnudan, todo se arreglará, la locura de mi padre, el coche perdido, la tristeza y la energía que sentía y que por momentos parecía que me asfixiaban. Pero no les dije nada.

Hay una literatura para cuando estás aburrido. Abunda. Hay una literatura para cuando estás calmado. Esta es la mejor literatura, creo yo. También hay una literatura para cuando estás triste. Y hay una literatura para cuando estás alegre. Hay una lectura para cuando estás ávido de conocimiento. Y hay una literatura para cuando estás desesperado. Esta última es la que quisieron hacer Ulises Lima y Belano.

… y así como hay mujeres que ven el futuro, yo veo el pasado, veo el pasado de México y veo la espalda de esta mujer que se aleja de mi sueño, y le digo ¿adónde vas, Cesárea?, ¿adónde vas, Cesárea Tinajero?

24 de febrero de 2010

No hay necesidad de un final

Marc Abrahams (creador de los premios anti – nobel y buscador de los inventos más ridículos) se preguntaba en la revista Etiqueta Negra si los punk son capaces de envejecer con gracia. Para responder a la interrogante, utiliza varios estudios acerca de la cultura punk y entrevistas realizadas a personas que seguían esta anarquista, antiautoritaria y destructiva tendencia durante su juventud. O te aíslas totalmente del pasado o te vuelves un ridículo son las dos respuestas. Y hay cosas que son mejor no saberlas. Por lo que al enterarme, previo a la muerte de Salinger, de la existencia de una segunda versión de The catcher in the rye (sesenta años después), escrita por un escandinavo bajo el seudónimo de John David California, que trata del escape de un anciano (H.C.) del hospicio donde ha pasado sus últimos días, la noticia no sonaba nada alentadora. Porque si, como lo dijo Juan Fernando Andrade en su blog, el protagonista de El guardián entre el centeno es el punk antes del punk, el rock antes del rock, el final de su vida es algo que no nos incumbe o nos incomodaría saberlo. Prefiero que continúe incierto, y la idea de Salinger de no dejar publicar una secuela es entendible. Él mismo decía que todo respecto a Caulfield se encontraba en lo ya escrito (además de ser el protagonista de The catcher… aparecía en otros cuentos publicados en The New Yorker).



Puede que Holden haya terminado en un hospicio; como en las teorías de su profesor: anclado en un bar quejándose de la gente, lanzándole grapadoras a su secretaría o burlándose de la gente en apariencia ignorante; muerto en alguna guerra; o de acuerdo a su deseo personal (como yo lo veo en el final de su vida), el de desaparecer de la gente, casarse con una guapa sordomuda y casi no hablar por el resto de su vida, vivir en una cabaña del dinero que gane. Encontrando ese lugar tan buscado, perdido en el tiempo y en el espacio (como Macondo, Santa María o Canciones tristes). Al sitio donde van los patos en el invierno (el periodista español Fernando Navarro escribió una oda a los patos de Salinger recordando lo que le sucedía a Tony Soprano con estos animales en su patio, que hicieron que me den ganas de ver en dos días todas las temporadas de la aclamada serie del psicópata jefe de la mafia), donde se halla la paz, el que todos debemos buscar. J.D. Salinger (sofisticado y familiar, demoledor e intermitente, y ligeramente japonés como lo describe Ray Loriga, alguien que se fue sin presentarse, escondido en la leyenda) también lo descubrió y ahí se quedó, en alguna colina de New Hampshire, lejos de la fama y el escrutinio.

Tal vez, al igual que de la vida de Holden, todo lo que hay que contar del autor también se encuentra en esas 134 páginas. Alguien que tomó la misma decisión que lo planeado por su personaje. Un muchacho de 16 años y de clase alta que lo expulsan del colegio antes de la navidad y decide pasar varios días en New York, y que su único deseo es escapar. Una novela que sobrepasa generaciones y muestra como un espejo una etapa llena de miedos a convertirse en alguien mediocre, el odio a la hipocresía y el saber que las cosas están mal y no tienen remedio.

Salinger murió, Holden no (que siempre será joven como Peter Pan o Los Beatles, un Dorian Grey). Caulfield está presente en toda la cultura de hoy, pasando por Ben en The Graduated hasta Luke Shapiro en The wackness. Personajes todos que al fin pueden gritar. Y vale la penar volver a leer The Catcher... Todo está ahí escrito.

Lo gracioso es que mientras hablaba estaba pensando en otra cosa. Vivo en Nueva York y de pronto me acordé del lago que hay en Central Park, cerca de Central Park South. Me pregunté si estaría ya helado y, si lo estaba, adonde habrían ido los patos. Me pregunté dónde se meterían los patos cuando venía el frío y se helaba la superficie del agua, si vendría un hombre a recogerlos en un camión para llevarlos al zoológico, o si se irían ellos a algún sitio por su cuenta.

Era un guante para la mano izquierda porque mi hermano era zurdo. Lo bonito es que tenía poemas escritos en tinta verde en los dedos y por todas partes. Allie los escribió para tener algo que leer cuando estaba en el campo esperando. Ahora Allie está muerto.

Esos tíos como Morrow que se pasan el día atizándole a uno con la sana intención de romperle el culo, resulta que no se limitan a ser cabrones de niños. Luego lo siguen siendo toda su vida.
Para cuando volvimos a la mesa ya estaba medio loco por ella. Eso es lo que tienen las chicas. En cuanto hacen algo gracioso, por feas o estúpidas que sean, uno se enamora de ellas y ya no sabe ni por dónde se anda. Las mujeres. ¡Dios mío! Le vuelven a uno loco. De verdad.

Nueva York es terrible cuando alguien se ríe de noche. La carcajada se oye a millas y millas de distancia y le hace sentirse a uno aún más triste y deprimido. En el fondo, lo que me hubiera gustado habría sido ir a casa un rato y charlar con Phoebe.

Me di un baño como de una hora, y luego volví a la cama. Me costó mucho dormirme porque ni siquiera estaba cansado, pero al fin lo conseguí. Lo único que de verdad tenía ganas de hacer era suicidarme. Me hubiera gustado tirarme por la ventana, y creo que lo habría hecho de haber estado seguro de que iban a cubrir mi cadáver en seguida. Me habría reventado que un montón de imbéciles se pararan allí a mirarme mientras yo estaba hecho un Cristo.

—Lo que quiero decir es si lo odias de verdad —le dije— Pero no es sólo el colegio. Es todo. Odio vivir en Nueva York, odio los taxis y los autobuses de Madison Avenue, con esos conductores que siempre te están gritando que te bajes por la puerta de atrás, y odio que me presenten a tíos que dicen que los Lunt son unos ángeles, y odio subir y bajar siempre en ascensor, y odio a los tipos que me arreglan los pantalones en Brooks, y que la gente no pare de decir...

Al final, antes de desdecirse, prefirió tirarse por la ventana. Yo estaba en la ducha y oí el ruido que hizo al caer, pero creí que había sido una radio, o un pupitre, o una cosa así, no una persona. Luego oí carreras por el pasillo y tíos corriendo por las escaleras, así que me puse la bata, bajé, y, tendido sobre la escalinata de la entrada, vi a James Castle. Estaba muerto. Todo alrededor había desparramados dientes y manchas de sangre y todo eso, y nadie se atrevía a acercarse siquiera. Llevaba puesto un jersey de cuello alto que yo le había prestado. A los chicos que le habían pegado no hicieron más que expulsarles. Ni siquiera los metieron en la cárcel.

Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Sólo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan a él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adonde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno. Te parecerá una tontería, pero es lo único que de verdad me gustaría hacer. Sé que es una locura.

Cada vez que iba a cruzar una calle y bajaba el bordillo de la acera, me entraba la sensación de que no iba a llegar al otro lado. Me parecía que iba a hundirme, a hundirme, y que nadie volvería a verme jamás. ¡Jo! ¡No me asusté poco! No se imaginan. Empecé a sudar como un condenado hasta que se me empapó toda la camisa y la ropa interior y todo.

Me pasé sin moverme como una hora, y al final decidí irme de Nueva. York. Decidí no volver jamás a casa ni a ningún otro colegio. Decidí despedirme de Phoebe, decirle adiós, devolverle el dinero que me había prestado, y marcharme al Oeste haciendo autostop. Iría al túnel Holland, pararía un coche, y luego a otro, y a otro, y a otro, y en pocos días llegaría a un lugar donde haría sol y mucho calor y nadie me conocería. Buscaría un empleo. Pensé que encontraría trabajo en una gasolinera poniendo a los coches aceite y gasolina. Pero la verdad es que no me importaba qué clase de trabajo fuera con tal de que nadie me conociera y yo no conociera a nadie. Lo que haría sería hacerme pasar por sordomudo y así no tendría que hablar. Si querían decirme algo, tendrían que escribirlo en un papelito y enseñármelo. Al final se hartarían y ya no tendría que hablar el resto de mi vida...

Eso es lo malo. Que no hay forma de dar con un sitio tranquilo porque no existe. Cuando te crees que por fin lo has encontrado, te encuentras con que alguien ha escrito un J... en la pared. De verdad les digo que cuando me muera y me entierren en un cementerio y me pongan encima una lápida que diga Holden Caulfield y los años de mi nacimiento y de mi muerte, debajo alguien escribirá la dichosa palabrita.

Nota: Acá la españolísima versión en PDF del libro.

6 de diciembre de 2009

Hay excusas pero al final no lo comparto

«Yo no pienso en la muerte ni digo que me juego la vida. El toro es vida, es mi luz, mi motivo. Salgo al ruedo copado de júbilo… No se puede olvidar a la muerte. Pero más nos vale aprender a llevar el tema» es uno de los testimonios de la crónica, Balada para un novillero, publicada un año atrás por Esteban Michelena en la revista SoHo. Al igual que el cuento La capital del mundo de Ernest Hemingway, donde dos camareros simulan un ruedo taurino dentro de una cocina, utilizando cuchillos afilados en lugar de los cuernos del toro, con muerte incluida, el toreo puede ser materia prima para buena literatura, pero es algo que no comparto.

Personajes que respeto, admiro y de los que desearía que algo de sus cualidades se me pegaran, como Ernest Hemingway (y su audacia) y Joaquín Sabina (y su poética) tuvieron y tienen, respectivamente, pasión por los toros. Pero igual es algo que no comparto.

Renee Kantor en la crónica, Los niños toreros de Francia sólo piensan en matar, publicada en la Revista Etiqueta Negra, escribía que si no fuera por las ferias taurinas, el toro de lidia se extinguiría porque no tendría razón para existir; y mencionaba también que la muerte del toro se dignifica en la Plaza, en el acto de lucha entre el hombre y el animal, a diferencia de la vergonzosa muerte que sufre en los mataderos (peor aún a principios del siglo XX cuando en los camales, donde se empezaron a silbar los primeros tangos, sólo trabajaban malevos y otras clases de tipos duros por la brutalidad del acto, como detallaba minuciosamente Tomás Eloy Martínez en su novela El cantor de tango). Pero continúa siendo algo que no comparto.

Dos años atrás viví por algunos meses en Quito, emplazado, con departamento y salida a trabajar todos los días en Ecovía. Estuve en las fiestas de Quito. Me invitaron a la Feria y por una cuestión más de curiosidad que por expectativa, accedí a ir. Pese a las excusas arriba escritas, en la taquilla no pude comprar los boletos. Esto no es para mí me dije. Cada loco con su tema. Lástima que tengan que pagar los toros por esto (no entiendo tampoco como Alfonso Reece puede comparar este acto, de muerte, con la salsa y señalarlo de cultura).

Por suerte las fiestas de Quito fueron mucho más que eso. También fue escuchar buen rock, ir semanas antes a un concierto de Sabina y de Serrat, dejar esas cuatro calles principales, y por una semana, caminar sin rumbo por vías menos transitadas junto a la muchedumbre, usando de hogar temporal las plazas y parques, envueltos en una espesura de celebración acentuada por el alcohol, cantando y la guaragua y la guaragua, y haciendo cosas de igual sin sentido, y con cierto toque surrealista, que no se parecen a arrancar orejas y utilizar rabos como trofeos.

P.D. El día viernes renació El Flaco Spinetta. Volvió a los escenarios alguien del que quisiera tener un poco de esa capacidad de mezclar ritmos, estilos, palabras y darle forma y volverlas bellísimas (como esa canción que tiene ritmos de samba, de rock y está inspirada en las cartas de Van Gogh). Salud por el Flaco y por Quito.


29 de septiembre de 2009

Portafolio rural por Tucu - Tucumán y un poquito de Salta

Pedro Salinas escribe que a la ciudad de Juliaca (en el provincia de Puno, Perú), él nunca volvería después de haber estado ahí un par de horas. Una especie de purgatorio, a cuatro mil metros, antes de llegar al lago Titicaca. “Una creación de Stephen King luego de una mala siesta”. Creo que Tampoco volverá después de ser declarado el enemigo público número uno por los lugareños.

De la capital de la provincia de Tucumán, muchos argentinos de otras partes me hablaron mal de ella. Algo de razón tenían. San Miguel me pareció como estar en un gran mercado de calles estrechas, con paredes llenas de humedad, un caótico tráfico y una capa de neblina amarilla en las noches producto de la contaminación de las industrias. Demasiadas personas para un lugar tan pequeño. Pero con una Plaza de la Independencia con edificios que parecen traídos de otra parte. También fue el único lugar donde llovió todos los días que estuve, y cuando hice un city - tour una fantasmagórica neblina no me dejo ver nada de lo que promocionaban. Aunque cuando salí de la ciudad, los alrededores de la provincia valen mucho la pena: Un recorrido que sólo iba a ser de dos días terminó en cuatro días: Tafí del valle, Quilmes y sus ruinas, la ruta de los vinos desde Cafayate hasta Cachi y la capital de la provincia de Salta con sus momias. Portafolio de fotos que no abarcan (porque se dañó la cámara en una estrepitosa caída) todo el paisaje que vi por escapar de San Miguel de Tucumán (faltan imágenes de la Garganta del diablo, El Sapo, viñedos entre Cafayate y Cachi, la Plaza de la Independencia de la capital de Tucumán y el centro de Salta).

1. Cerro San Javier en la afueras de San Miguel de Tucumán (capilla y cementerio de la Villa Nougues, y monasterio de monjes benedictinos).





2. Ruta de camping y trekking en Tafí del Valle.





3. Ruta a la ruinas y Ruinas de los Quilmes.








4. Cafayate.

5. Ruta de los vinos hasta Cachi.

6. Salta.

27 de septiembre de 2009

Pobre Pepe

José Alejandro Castaño, en la edición nº 67 de la revista Etiqueta Negra (junio del 2008), escribe que en Puerto Olaya, pueblito de pescadores en Santander, Colombia, sus habitantes están habituados a presenciar el espectáculo de lo atroz: “Llevaban años viendo pasar los cadáveres de gente asesinada, quién sabe dónde... Los llamaban los pasarápido y todos se santiguaban al verlos correr río abajo”. Pero este hecho común en el río Magdalena no fue lo que motivó la investigación del autor sino un suceso extraño que le dio nombre a su crónica: ¿A dónde van dos hipopótamos tristes? La historia de dos hermanos que se escaparon de la hacienda de Pablo Escobar, Napóles, en Puerto Triunfo, a trescientos kilómetros de Puerto Olaya, donde convivían con jirafas, monos, elefantes que adornaban el Edén construido por el capo de la droga (y que murieron, fueron robados o donados a zoológicos con la muerte de Escobar), porque Pablito, el macho alfa del grupo, no compartía las hembras y este par se fueron de la hacienda en busca de descendencia. Lo más probable es que ambos hayan llegado hasta un corredor de aguas estancadas, lugar sembrado por minas explosivas. Nunca más se supo de ellos.

En estos últimos días un trío de hipopótamos (Pepe, su pareja Matilde y su hija Hip) también hicieron noticia. El 18 de junio de este año apareció una foto donde un grupo de soldados colombianos y dos expertos cazadores posan junto al cadáver de Pepe, el hipopótamo (diario EL UNIVERSO publicó un reportaje al respecto que vale la pena leer), después de que se hiciera efectiva una orden de captura para los animales. Todo con la aprobación del Ministro de Ambiente colombiano (por lo cual piden su renuncia).

Varias protestas y defensas aparecen al respecto. Por un lado se dice que los hipopótamos son animales peligrosos que matan más gente en África que cualquier otro animal (sin incluir al hombre, claro), aunque en Colombia no existe ninguna denuncia de ataques de hipopótamos. Por otro se dice que es una buena oportunidad para la supervivencia de esta especie en caso de que en África empiecen a extinguirse, pero habría que recordar la alteración al medioambiente que generaría su propagación. Así que la estrategia fue mantener a los animales dentro de la hacienda del Tony Montana colombiano y en caso de que estos escapen: ejecutarlos (pareciera que ésta es la solución a todos los problemas por parte del Gobierno de Uribe). Porque el costo de capturarlos y mantenerlos, a cada uno, es de aproximadamente 40 mil dólares y los burócratas fueron incapaces de buscar una solución que no incluya la muerte de los animales. Dinero que podría utilizarse para beneficiar a personas que viven en la pobreza. Hasta ahora todo podría ser justificable. Pero de ahí a sacarse una foto, para el orgulloso recuerdo, junto a la presa: sólo los militares acostumbrados a resolver las cosas con plomo.
Pobre Pepe que nunca sabrá lo que pasó. Sólo quería vivir sin hacerle daño a nadie (su muerte suspendió la cacería del resto de la manada, por lo menos hasta que pase el escándalo). Ante los hechos habría que quedarse como conclusión con el final de la crónica de JAC: “La inútil travesía de los dos hermanos tal vez sea otra constancia de esta reiterada habilidad humana de joderlo todo”.

P.D. Acá, el escalofriante detalle de la operación militar para cazar a Pepe; acá, un artículo de opinión de la mejor pluma que tiene Diario EL TIEMPO de Colombia, Daniel Samper Pizarro; y acá, unas letras de la escritora Claudia Mar Ruíz.

10 de septiembre de 2009

En pensiones (no fue exactamente a lo que se refería Bukowski)

El Claustro se encuentra en la Rábida, a cinco minutos en bus y quince en bicicleta de Palos de la Frontera (de donde partió Colón en sus carabelas). A veinte en auto de la ciudad de Huelva. A una hora de Sevilla. En La Rábida, además del claustro, hay un museo dedicado al descubrimiento de América, y la iglesia y el monasterio franciscano donde la expedición se hospedó antes de partir, supuestamente, a la India. Paremos de contar. El claustro es ahora una de las sedes de la Universidad de Andalucía. Donde viví dos meses. Otra dimensión.

Charles Bukowski decía que nadie vive de verdad si no ha vivido en una pensión. Y Carlos Fernández, al estilo gonzo, escribió una crónica para la revista Soho, viviendo en una residencia estudiantil durante un mes en Bogotá, para demostrar las sabías palabras: "Ahí estaba mi casera, mandándome al infierno, pidiéndome a gritos el alquiler, porque el mundo nos había fallado a los dos". Una estudiante de enfermería con tremendo culo, un cincuentón desempleado, un aspirante a actor que no pagaba su alquiler y una casera que era la reencarnación de la enfermera de “One flew over the cuckoo´s nest” (te ve como a una marioneta que ella puede mover a su antojo), eran los compañeros del nuevo hogar del cronista. Además las duchas de siete minutos con agua caliente, las reglas que entapizaban la pensión, la dieta a base de papas y arroz, y los ruidos que declaraban la inexistencia de la intimidad, hicieron que Fernández, al final de un mes ahí, pensara que eso no es vida. A diferencia de lo dicho por Charles Bukowski. O tal vez eso es lo que quería decirnos.

En La Rábida nos sentíamos algo atrapados en días de semana, por lo que los viernes, sábados y domingos escapábamos a cualquier punto de esa Europa que se nos presentaba ante nosotros y nos era tan desconocida en paisajes, comida y costumbres, porque de lunes hasta el viernes al mediodía, la vida era parecida a la de la Casa del Gran Hermano. Después de las ocho horas diarias de clases, la diversión consistía en jugar al truco, sentarnos a conversar siempre con las manos apretando un vaso de vino de botella barata que nunca faltaba, ver películas apachurrados en un sofá, hacer yoga y estirar con algo de ejercicio (la siesta española y el sedentarismo se pegan a uno como la porcina). La mayor parte de los estudiantes éramos latinoamericanos (con predominación de ecuatorianos, colombianos, guatemaltecos, argentinos y uruguayos), pero debíamos hablar en un español neutral, lejos de coloquialismos, para entendernos mejor. Cosa que nunca pasaba. Muchos dejaron sus relaciones, sentimentalismo e inhibiciones al otro lado del charco, pero la vida en el claustro nunca llegó al extremo de ser como la crónica de Claudia Aldana: Déjenme volver a Disney. Las edades fluctuaban desde los que tenían hijos pasados de los veinte años y ya pintaban canas, y los menores de treinta. Lo que volvía a veces difícil la convivencia. Sobre todo en las noches. Los noctámbulos (en su mayoría los más jóvenes) nos partíamos de la risa y hacíamos ruido para el disgusto de los mayores, los que ya tenían la recomendación de dormir ocho horas y en la más profunda tranquilidad. Para velar por esa paz, existía un trío de guardias (un par buen dato y el otro antipático) que su trabajo más que vigilar por la seguridad de los residentes era controlar su conducta. Por eso muchas de las guitarreadas que hacíamos, eran prácticamente en la zona de picnics, al aire libre, lejos del claustro, con un frío cortante de medianoche, con lo que el consumo de cigarrillos era uno tras otro y la máquina nos arrojaban empaques con marcas desconocidas. En muchas ocasiones la libertad era más una sensación que una realidad.
Las habitaciones siempre tenían las sábanas limpias, calefacción que nosotros mismos podíamos controlar, dos personas por cuarto, siempre con agua caliente el baño, internet ilimitado. Confort con reglas. No creo que a esto se refería Bukowski con haber realmente vivido. Lo que él recomienda tal vez me tocó en Barcelona, donde dormí en Las Ramblas en una noche de invierno, mientras racistas insultaban a prostitutas africanas, y en Madrid donde tuve que meterme a un bar porque no tenía para pagar el hostal, gastando mis últimos euros en una cerveza. Palpar por unos segundos la suciedad, revolcarse en la mierda y disfrutar de eso.


17 de julio de 2009

(Des)memoriados

En la edición No. 73 de la revista peruana Etiqueta Negra (la mejor revista de crónicas de América según Martín Caparrós), el periodista chino Ma Jian escribe una crónica sobre sus experiencias con los hechos sucedidos en la plaza de Tiananmen, ese fatídico 4 de junio (él estuvo días antes), en vista de que este año se cumple el veinteavo aniversario de la marcha pacífica más grande de toda la historia en contra de un gobierno. Esa manifestación de 1989 que buscaba conversar con los líderes comunistas y encontrar una vía hacia la paz y la democracia, pero que finalmente se convirtió en una inmensa masacre donde el ejército disparó y aplastó con tanques a miles de ciudadanos que salieron a las calles a protestar, y que ahora “parece un instante atrapado en el siglo XX, olvidado o ignorado, mientras que China sigue en su ciega y vertiginosa carrera hacia el futuro”. Ma Jian cada vez que regresa a su país visita la plaza y cuando habla con los jóvenes que no vivieron estos hechos, muchos de ellos creen que no sucedieron o que la historia se exagera, y sus amigos que si estuvieron presentes, por miedo no hablan del tema. Por eso, en sus visitas, tan solo le queda contemplar el lugar ante la amnesia impuesta por los gobernantes a estos hechos, porque “cuando la palabra hablada y escrita se censura, el paisaje urbano se vuelve la única conexión que tiene la nación con su pasado”.


Otra crónica, de la revista colombiana Soho (ed. No. 102), escrita por Pablo Constaín, relata su visita a Corea del Norte, donde los visitantes no pueden tomar fotos, deben estar siempre acompañados por guías, deben hacer una reverencia obligatoria al gran líder Kim Il Sung, deben llevar todo el dinero (euros o yuanes) que van a gastar porque no hay cajeros automáticos en las ciudades, no pueden portar libros y revistas que muestren como es el mundo fuera de Corea del Norte (menos portar un celular), y deben estar bien de salud porque en caso de enfermedad resultará difícil que los atiendan. La crónica del periodista colombiano es más del estilo turístico (con su correspondiente sarcasmo), pero aparte de ver el paisaje de gris de Pyongyang, sus edificios únicamente adornados por la figura de Kim Il Sung, donde las calles son limpias y tranquilas por la falta de vehículos, la comida es monótona, y la carne de pollo y de res es escasa (debido a las restricciones en las importaciones), el retrato que logra captar Constaín es el de una nación donde sus habitantes no tienen opción a pensar otra cosa. Únicamente lo que su Gobierno les enseña, que por supuesto no incluye algunos de los resultados del Kimilsungismo (soberanía militar, política y económica) como genocidios, familias separadas y otros hechos que la historia impuesta por los gobernantes no han registrado.

Ambas crónicas se suman a la obra de Juan Pablo Toral, presentada en el 2005, llamada Hecatombe para recordarme que en el Ecuador, aunque es un país muy difícil de gobernar, los dictadores u otros políticos menos autoritarios (pero igual de corruptos) no tendrían que hacer grandes esfuerzos como los realizados en China y Corea del norte, donde el Estado es el encargado de borrar la memoria colectiva, para que la gente olvide sus atroces actos. En la obra se pueden ver un conjunto de vacas en filas y columnas, que lo único que las diferencia es un arete, que a manera de sellos muestran distintas fechas que para muchos pasan desapercibidas, pero que en realidad representan actos funestos para la historia del país. Ahí está la fecha del feriado bancario, la fecha del inicio de protestas de los jubilados en contra de Lucio Gutiérrez, varios crímenes de Estado, entre otros igual de recientes o que se remotan a un pasado más distante acosado por el olvido general.

Jorgenrique Adoum en Ecuador: Señas particulares, menciona que no fueron causas de reproches, por quienes tenían voz en el país, los actos realizados contra los indígenas que se retratan en la novela Huasipungo, sino el hecho de que Jorge Ycaza la haya publicado. Con nuestros funestos hechos del pasado también pareciera peor recordarlos que utilizarlos como memoria colectiva para que nunca más vuelvan a ocurrir.

16 de abril de 2009

Otros tres cadáveres no tan exquisitos

Continuando con la lectura de la Revista Etiqueta Negra y la opción de bajarse primer capítulos de distintos libros que publican editoriales relacionadas con la revista, para en un futuro tratar de comprarlos y verles las caras a los vendedores quienes creerán que les estoy tomando el pelo con la existencia de estos títulos, tuve la chance de hojear: “Un hombre en la oscuridad” de Paul Auster, “Punto de Fuga” de Jeremías Gamboa, y “Casi nunca” de Daniel Sada.

Un hombre en la oscuridad, Paul Auster.

“Un hombre…” trata de la vida de un abuelo que vive con su hija y nieta en Vermont, después de haber sufrido una enfermedad. Pasa todo el día encerrado en su casa, pero a diferencia del personaje de “La ventana indiscreta”, película de Hitchcock, que con un binocular empieza a ver (con estilo voyeur) la vida de los vecinos. Aquí el hombre empieza a inventarse historias para pasar el rato. El estilo es simplón y la realidad que está ubicada en la periferia de la trama principal, que es la historia inventada, parece mucho más interesante que el relato de un mago en tiempos de guerra.



Miriam, de cuarenta y siete años, que se acuesta sola desde hace cinco, y Katya, de veintitrés, única hija de Miriam, que antes dormía con un joven llamado Titus Small, pero ahora Titus ha muerto, y mi nieta duerme sola con el corazón destrozado/. Luz radiante, y luego oscuridad. El sol fulgurando por todos los rincones del cielo, seguido de la negrura de la noche, el silencio de las estrellas, el viento que agita las ramas. Ésa es la monotonía diaria/. Es un nombre maldito (Titus), un nombre que debería retirarse para siempre de la circulación. Pienso a menudo en el fin de Titus, la horrorosa historia de su último trance, las imágenes de su agonía, las demoledoras consecuencias de su muerte en mi atribulada nieta…/. Me quedo tumbado en la cama y me cuento historias. Quizá no sean gran cosa, pero siempre y cuando no me salga de ellas, me evitan pensar en cosas que prefiero olvidar/. Situar a un hombre dormido en un pozo, para luego ver lo que pasa cuando se despierte e intente salir trepando/. Pero ¿cómo se pueden abrir los ojos cuando ya están abiertos? Parpadea unas cuantas veces, en un intento pueril de romper el encantamiento; pero no hay hechizo alguno, y la cama mágica no llega a materializarse/. Que le den por culo a Irak. Esto es Norteamérica, y Norteamérica está luchando contra Norteamérica/. Porque la guerra es cosa suya. Es un producto de su imaginación, y todo lo que ocurre o está a punto de ocurrir se encuentra en su cabeza. Si se elimina esa cabeza, cesará la guerra. Así de sencillo.


Punto de fuga, Jeremías Gamboa.


En esta novela de autor peruano, la nueva movida literaria parece estar en Perú, un personaje asustado que le gusta tener un espacio para él solo, su soledad sin compartir, está asustado por un suceso que se ha salido de lo que considera normal. El texto da muchas vueltas por el mismo círculo y las acciones se repiten demasiado, lo cual no le da un mayor valor o entendimiento a la historia, sino que la desgasta. Sin embargo el intento del autor de que las emociones de sus personajes giren de acuerdo al entorno en que viven la vuelve interesante.



Llevaba acostado una hora, tenía los ojos cerrados e intentaba dormir infructuosamente después de haber sido relegado a un extremo de la cama por Lorena. Me estaba empeñando en evitar esas ideas absurdas que todas las noches se suceden en mi mente antes del sueño, cuando de pronto escuché que el timbre sonó/. Lo primero que me sorprendió del edificio de la calle Los Pinos fue su aspecto: era una construcción aparatosa, horrenda y delirante. Seguramente la peor de cuantas haya habido en Miraflores… Pensé inmediatamente en un enorme acordeón puesto de pie, en un sánguche desacertado, en una enorme nave espacial que nadie se animó a lanzar al espacio y que ahora existía como una absurda pieza de museo o una guarida de ratas o de locos/. Después de esa cita, echados en la cama, Lorena y yo descubrimos asustados que ese espacio era perfecto para cometer un crimen, violar a una mujer o torturar a una víctima a lo largo de una noche lenta y minuciosa/. Cuando ella se fue no sé por qué me arrepentí de haberme quedado con él, pero ahí estaba, sin tener claro qué decir/. Pensé de pronto que cada quien, en el fondo, busca el sitio en que está cómodo y nadie lo obliga a permanecer en él, el sitio en el que uno siente que encaja y al que pertenece como yo pertenecía a esa quinta en Barranco, a ese sitio en el que Lorena dormía y que nuestro gato recorría una y otra vez.



Casi nunca, Daniel Sada.

Daniel Sada ganó un premio en México con este libro, y la verdad no tengo idea que otras obras participaron, pero si el concurso hubiera sido con los textos arriba subrayados, “Casi nunca” hubiera ganado por goleada. Está escrito en un estilo desordenado, a pesar de que se cuenta la historia en primera persona, lo que lo vuelve interesante y la trama es más aún: El sexo como válvula de escape de la monotonía. Fue del que más subraye, principalmente por su estilo delirante.



El sexo, como pretexto válido para romper con la monotonía; el sexo-motor; el sexo-ansiedad; la costumbre del sexo, como un hartazgo cualquiera que se volverá lastre; el sexo colosal, incontenible, frenético, ambiguo como un juego que confunde y luego aclara y vuelve a confundir; el sexo-simulacro, el sexo-obviedad. El placer, al fin, como un encomio que vaya justo en sentido inverso a lo que se vive/. Cuadras de calles en declive y en ascenso. Dificultades al paso, y también en la mente/. Y así la hartura y ¿qué hacer?: pensar presintiendo certezas y dudas: cuántos descartes y cuántos reacomodos, mismos que, sin exprimirse mucho el seso, justo durante aquella tarde nublada, le ayudaron a hallar la chispa que le hacía falta/. Fue el sexo la elección más fácil, aunque el reto consistía en practicarlo cada veinticuatro horas. ¡Ojalá! Sí, sería todo un desembolso que valdría la pena/.Lo bueno fue que pronto hubo un distingo: notó a una morena grandullona de buenas carnes, una vulgaridad excéntrica que sonreía como nadie. Ella, sabiéndose elegida, se arrellanó de tal modo en su sillón que dejó ver para el mirón sus deliciosas piernas en largo, adrede/. Lo anterior queda como un vasto encuadre. Pareciera todo un pinturreo morboso, con coágulos de óleo apelmazados a propósito. Lo que sigue es una adivinanza: ¿en qué época estamos? La respuesta es 1945, año del estallido de la bomba atómica y fin de la Segunda Guerra Mundial/. Detestables los estrictos horarios de desayuno, comida y cena. Lapsos clave, porque en el comedor se suscitaba al sesgo cualquier plática, sobre todo de esa Rolanda, que destilaba amargura/. Mireya le dijo que mientras fuese rápida la bañada... Bueno, quitarse el polvo del campo no era cosa de una simple mojadura, había que estar buen rato bajo la regadera enjabonándose a fondo, por lo que Demetrio le dijo que por tal favor le pagaría una cuota adicional. Dinero para Mireya, en secreto, ¿eh?, y ella aceptó sonriente/. Al tiempo que te meto mi pistola, quiero meterte todo mi dedo índice izquierdo en tu fundillo... ¡Déjate!; o: Quiero que te portes mucho más puta que ayer; quiero que me hagas cosquillas en los güevos. Pero lo que más quiero es que me comprendas. La perversión sexual podía ir mucho más lejos: el sexo diabólico; el descaro del sexo, como arrebato ulterior, pero ya la índole de esas frases representaba el terror rarefacto por venir/. Primera vez que un cliente acudía tan puntual a pecar como ir campante a su trabajo de diario...

6 de abril de 2009

Prohibidas las fiestas

En tiempos de campaña electoral, Cuenca definitivamente es una excelente ciudad para vivir. Un sitio recomendable como cuando, comparando, hay un mundial de fútbol y las mujeres y hombres no amantes del deporte rey quieren encontrar un espacio de tranquilidad ante tanto jolgorio (aunque para el mundial de Sudáfrica, parece que todo el Ecuador será una tumba), o los que odiamos el reggaetón entramos a bares a prueba del asqueroso ruido. Las gracias de que no haya un fuerte eco de la propaganda política podríamos dárselas a la condición de Patrimonio cultural de la humanidad que tiene Cuenca; por lo que en el centro histórico y otros sitios no se puede pegar banderas o pancartas de los candidatos y sus respectivos movimientos políticos, a riesgo de que el material electoral sea confiscado y el partido o movimiento multado.

Puede que sea también el resultado previsible de la elección para presidente, porque esta es, entre todas las dignidades a escoger, la campaña donde más se derrocha y más bulla se hace. En Cuenca la única riña y la única incertidumbre está entre los aspirantes a alcalde. Sin embargo son las once de la mañana y me encuentro en el Parque Calderón, frente a la Catedral. El lugar más transitado de la ciudad, donde si quieres llamar la atención: ahí debes estar. Y ninguna caravana se asoma, ni veo las caras de futuros padres de la patria o de Cuenca, por lo menos, saludándome en una gigantografía desde edificios. Grupos de adolescentes con uniforme de colegio caminando por las calles hacia algún museo o actividad cultural, niñas de cuatro años danzando entre las astas de banderas, mujeres vendiendo flores frente a la iglesia, y rubios turistas buscando un desayuno típico son la postal que adornan el lugar. Fuera del centro histórico se pueden ver algunos caballetes con publicidad electoral y jóvenes regalando panfletos que luego se mezclan con la basura de los bolsillos. Este es el límite de la conmoción de la campaña electoral. Totalmente diferente a lo que viví en un solo fin de semana en una visita a Guayaquil, en época de referéndum aprobatorio, donde la publicidad por el Sí o por el No, uno podía encontrarla desde la entrada a la ciudad, pasando por las universidades, o en la radio mientras estabas en el bus. Estar sentado en un banco, en una soleada mañana, ausente el frío en el aire, también me recuerda una crónica de Pedro Navia, observador de comicios electorales, que leí meses atrás en la revista Etiqueta Negra (la fuente: http://etiquetanegra.com.pe/?p=281200), donde relata todo lo que vio durante su estadía en nueve países latinoamericanos, en esta llamada “fiesta democrática”.

Navia comienza señalando que lo único en común fue la ley seca (ironía la prohibición de alcohol en la “fiesta democrática”). Claro que existen leves diferencias: En Costa Rica y Chile la ley seca empieza la noche anterior a la elección; en Colombia y Perú, sesenta horas antes; en Brasil termina el mismo instante en que cierran las urnas; y en México cada estado decide su aplicación. Así el observador, viendo si le vendían alcohol en estas fechas, pudo comprobar que tan fuertes son las instituciones democráticas de cada país. En Perú, a cambio de un billete de 20 dólares, un mesero le pasó, tapiñada, una botella de Pisco; en Chile los hoteles solo le pueden vender licor a los extranjeros; en Costa Rica ninguno de los meseros quiso ganarse un dinero extra; y en Brasil por barreras de idioma no pudo llevar a cabo efectivamente la transacción. Además de anécdotas relacionadas con el consumo de alcohol, el cronista pudo ver otras particularidades electorales en cada país visitado: En Costa Rica los presidiarios pueden votar, ganando el actual presidente, Oscar Arias, en las cárceles del país; Álvaro Uribe se paseo por los canales de televisión dando entrevistas y hablando desde el aborto hasta la cocina nacional el día previo a las elecciones, porque en Colombia todo el país sabía quién sería el ganador; en Nicaragua para el conteo de los votos, los secretarios de mesa y vocales debieron utilizar sus celulares para terminar las labores, porque en la mayoría de escuelas que sirvieron como recintos no existe electricidad; en México un perdedor se impuso a él mismo la banda presidencial; en Venezuela la revolución no podía ser fotografiada, porque ante un intento que hizo Navia por tomarle una foto a una figura tridimensional de Hugo Chávez junto a la frase: “Vota contra el diablo. Vota contra el imperio”, un grupo de militares lo incriminaron y amenazaron; en la ciudad de Managua, tiendas te ofrecen descuentos el día de votaciones si vas con tu pulgar manchado; en Perú te embadurnan de tinta el dedo medio, porque en el pasado Sendero Luminoso juraba cortarte el pulgar si ibas a votar; y al último pero no menos importante (y anecdótico), en Ecuador, país donde tenemos un presidente cada dos años, un taxista con el que Pedro Navia iba conversando, durante las últimas elecciones presidenciales, le dijo: “Da lo mismo quien gana. Igual lo van a sacar antes”.

Es probable que la falta de propaganda política en Cuenca provoque desinterés por los actuales comicios electorales. Sin embargo las ruidosas caravanas o la foto de algún candidato que le dan el ritmo y los colores a esta falsa fiesta, no es la verdadera o única forma de expresión de la democracia. Por otro lado, lástima que el domingo no estaré en Cuenca para disfrutar con unas cervezas y algo más, en ley seca, la ausencia de la “fiesta democrática”.

P.S. Faltan anécdotas electorales en Argentina, Bolivia, Paraguay, Uruguay, Panamá, El Salvador, Guatemala y países del Caribe.

10 de marzo de 2009

Tres cadáveres exquisitos

A la hora de comprar libros que no pertenezcan a célebres literatos, osea cuando no compramos a Hemingway, o a Borges, o a Camus, o a Dostoievksy, o a cualquier otro que no aparece dentro de alguna enciclopedia en la lista de los grandes, los consejos que te pueden animar a leerlos son limitados y de poco fiar: Tener amigos intelectuales desempleados que se leen un libro diario, hacerle caso a las críticas proporcionadas por extraños que escriben en la Soho o en la Rolling Stone, o ir a la librería y leer el final del libro para ver si te convence, entre otras excentricidades.

Viendo y leyendo la página web de la mejor revista de crónicas que en mi pequeño mundo existe, Etiqueta negra, me encuentro con un link que permite bajar primeros capítulos de libros, de nuevos autores, recomendados. Últimamente me he estado dedicando a leer estos entremeses para ver si encuentro algunas delicias literarias que me hagan trajinar entre librerías, donde al preguntar por estos desconocidos textos en el medio, los empleados me verán con incrédulos ojos que revelaran su vergüenza e ignorancia al no saber de qué diablos les estoy hablando. Como las versiones estaban en PDF, acá dejo lo más suculento de tres cadáveres exquisitos.

EL PASEADOR DE PERROS: De Sergio Galarza Puente, N.P.I., es decir ni puta idea y la verdad es que no me interesa mucho buscarlo en Google, lo único que sé, por casualidad, es que escribió El paseador de perros. Un libro que lo encontré bastante simpático sin llegar a ser bacán, aunque lo bacán puede estar en que las hojas sangran sinceridad y crudeza. La historia está contada en primera persona como esas películas existencialistas de cine negro, con femme fatales y personajes al borde de un precipicio. Trata de un tipo que junto a su pareja escapan hacia Madrid, y ese Madrid relatado es el de barrio, el de residente y no el del turista; y se nos muestra también como ese sueño de migrante que no es lo que uno espera, pero no por racismo o discriminación, sino porque un misántropo es un misántropo tanto en Lima como en Madrid.




Madrid es como una maternidad para los viajeros. Aquí todo empieza y yo tenía ganas de borrar el Lado A de un disco sin éxitos…/.Tuve la suerte de que unas estudiantes danesas me eligieran como compañero de piso al lado de la plaza Dos de Mayo, el alma de Malasaña, donde los niños corretean y trepan entre los juegos de un pequeño parque infantil, mientras bandas de adolescentes latinos matan las horas disfrazados de pandilleros del Bronx y los gringos convertidos en madrileños artificiales comparten las terrazas de los bares con los jóvenes españoles que se mudan al barrio de moda (por siempre)…/. Cuando uno se enamora escribe un diccionario de tonterías que nadie imagina que es capaz de pronunciar. Los diminutivos se convierten en un lugar común, se pierde la vergüenza y se reivindica el derecho al ridículo… ese que me faltó para estar con ella su último cumpleaños, cuando aún manteníamos el título de novios, o más bien yo el de sponsor, porque, es cierto, me sentía como su sponsor…/. Empecé a ir a la cancha solo, todos los sábados, cuando entendí que esta me proveía de la dosis justa de sufrimiento que yo necesitaba, porque el Alianza es un club fundado sobre desgracias…/. No me disgusta hablar. Lo que me jodía entonces era que mi soledad fuera perturbada por alguien a quien no había invitado…/. Mis recuerdos de esos años son gigantografías de detalles borrosos...





ELOGIOS CRIMINALES: Julio Villanueva Chang es creador, editor y cronista de Etiqueta negra. El tipo es un genio de la crónica y en este libro esboza perfiles de personajes extraordinarios realizando cosas comunes. Los elogios conferidos son a través de humanizar al personaje. García Márquez, Kapuczinsky y otros más son los retratados. El capítulo disponible trata del cocinero más innovador del planeta y como su personalidad se refleja en su obra. El Bulli, su restaurante.




Un plato que cae al piso es una obra maestra del ruido. Pero cuando estalla en El Bulli, el eco se prolonga hasta decibeles de culpabilidad en el expediente de un ayudante de cocina…/. Hoy para un cocinero ir a El Bulli es como ir a Disney World… Quieres tomarte una foto con Mickey Mouse.../ Hoy los cocineros son famosos y los cocineros famosos casi nunca cocinan: dan entrevistas, ganan dinero y se preocupan por la dieta de los niños…/. “La creatividad es dura, una bestia mala que no tiene compasión. Enamorarme de la creatividad no es lo mío”…/. Ser chef de un restaurante de alta cocina es como trabajar en un manicomio de prestigio. “Comparado con otros trabajos creativos, la diferencia es que siempre, todos los días, estás en el filo de la navaja”…/. Adrià había hecho de los puntos suspensivos un ingrediente de su cocina…/. De mil que citan a Adrià en una cena, uno ha ido a su restaurante; de mil que han ido a cenar a su restaurante, uno lo entiende…/. ¿Alguien podía saber qué se necesitaba para ser el cocinero ideal en El Bulli? Quizás un mamífero que pone huevos y tiene pico de pato, patas de rana, pelo de topo, cola de castor, bolsa de canguro y un voraz apetito. Todo eso vestido de cocinero…/. “El ritmo es aquí como de una banda rock”…/. “Lo que cuenta en mi cocina no es el plato, es la experiencia de ir a mi restaurante. Es necesario conseguir una reserva, esperar con excitación la llegada del día, tomar el avión para llegar a una bahía perdida y comer treinta platos”…/. “Para ser anárquico, tienes que ser organizado”…/. “Venir a comer solo es un poco como masturbarte”/. Fotografío cada plato. Otros clientes filman cada escena. Todo es novedoso e irrepetible: escribo notas para no olvidarme. “Comer es la experiencia más multisensorial que existe”, declaró el chef…/. A veces se pone filosófico y define el silencio como “el momento en que todos se miran para pagar la cuenta en El Bulli y nadie dice nada”…



Sexografías: Gabriela Wiener escribe en estilo gonzo, que consiste más o menos en realizar crónicas solo de las cosas que uno ha experimentado, es decir contar la historia de otros pero a través de lo vivido con ellos. Lo que yo sentí. Es bastante bizarro que la introducción a este libro la haga otro autor en estilo Gonzo, contando todo lo vivido con Gabriela y el porqué ella es así. Y sería aún más bizarro hacer gonzo lo escrito por mí en estas líneas. Mencionando lo que sé de Javier Calvo, autor de la introducción, o lo que pienso del gonzo, tal vez podría hacerlo pero mejor no, porque el capítulo que tuve chance de leer habla de sexo y de sexo nunca escribiré, menos aún de poligamia porque no conozco a ningún gurú, menos a uno como Badani.

Mi obra muestra las olas que llegan a la orilla del lago; la de ella muestra al monstruo que vive en el fondo…/. Si Badani fuera un electrodoméstico, sería uno que corta, pica y raya a su interlocutor a miles de revoluciones por segundo…/. Badani huele tus intenciones, adivina tus preguntas, interpreta tus gestos, sospecha de tus palabras…/. Ellas pasan a ser parte de él y él se juega la vida por ellas. Parece una reciclada pero revolucionaria fórmula para ser feliz…/. A los machos y a las hembras los unen sus carencias, por eso la familia es para Badani la obvia integración de complementarios…/. Nada de periodistas, según Badani, mercaderes de gente…/. Vivir con una mujer es difícil, con dos es peor, imagínate con seis. El tipo es un genio…/. Dice Badani que nació en el clan de los “catolocos”. Léase católico=loco. Me explica que era demasiado inteligente para seguir prendiéndole cirios a la trasnacional más grande del mundo, que pide limosnas a los pobres mientras bebe en cálices de oro…/. Para las Badani ha sido una cuestión de elección. Tuvieron la oportunidad de ser mujeres emancipadas a la manera de las demás, pero escogieron esta singular manera de ser libres…/. Badani ha hecho realidad sus sueños, según él prefirió ser un loco como Don Quijote a morir de empacho en una cama a lo Sancho Panza…/. A veces Badani está en la cama haciendo el amor con dos de ellas y entra una tercera con galletitas y algo de beber para los fatigados amantes. Si alguien llama, una cuarta puede contestar al teléfono y disculpar al esposo que está muy ocupado. Son los siete mosqueteros: uno para todas y todas para uno, o todas para todas…
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