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19 de diciembre de 2010

La belleza del suicidio

Compro la última SoHo al pelado de la esquina, al mismo que me pasó un billete de cinco dólares falso, y veo de reojo las palabras “suicidas” y ”Leila Guerreiro” en la incestuosa portada censurada. De una asocio y pienso que por fin leeré la crónica de la escritora argentina sobre el pueblo que durante una temporada vio a sus adolescentes quitarse la vida; un lugar de la Patagonia cercano al fin del mundo con un nombre musical. Nada. No se trataba de la pieza periodística que luego se convirtió en libro y terminó en un documental lleno de silencios, de vacíos, de soledad y desierto, de enfoques a árboles agitándose, la brisa ininterrumpida por algún ruido. Lo que había adentro era otra cosa, pero a la vez lo mismo.

Lo que había adentro era nuestro pueblo de suicidas, de un sitio de la provincia de Chimborazo en el que muchos niños se quedan sin sus padres que tienen el sueño de migrar, que mandan plata para el entierro de sus pequeños pero no vuelven. Quien la escribe es Marcela Noriega y todo bien, muy bien. Aunque sigo con las ganas de leer la crónica de la Guerreiro – que en esta SoHo apareció con una historia de anos y pezones –, disfruté mucha de la criolla.

He pasado por Chunchi en varias ocasiones, por ese lugar que está luego del desierto de Palmira, donde todavía existen internados para las niñas de otras ciudades que se portan mal, con su eterna y angustiante neblina. Nunca me detuve pero desde la primera vez sabía que escondía algo, que sus habitantes no eran iguales a las personas que uno normalmente conoce. Bacán por Marcela Noriega que fue hasta allá para descubrirlo, y mejor aún cómo lo cuenta, que más que describir si posee un estilo colonial, republicano, y mencionar las influencias para construir la casa, la de Usher, lo que hace es hablar sobres sus habitantes, sus anécdotas, sobre los que pasaron por ahí y la historia de esa gran mancha de humedad que es lo único que queda.

Un viaje por la Ruta 40 argentina, haber leído Los Detectives Salvajes de Bolaño y un amigo mostrándome una quebrada en Loja donde muchos despechados terminan con sus penas, me dieron la idea de un cuento. Un tipo que a dedo, en bus o en bicicleta recorre desde México hasta Ushuaia porque en el fin del mundo quiere quitarse la vida, y otro que lo conoce en Bolivia y decide acompañarlo, sin tratar de convencerlo de cambiar de idea, con las ganas de estar en primera fila para presenciar el acto. Un año después y sigue ahí. En pocas líneas. Qué cagada… A veces creo no avanzar porque poseo esa misma característica de muchos ecuatorianos, de todo explicarlo políticamente correcto, a manera de tesis de grado, de ensayo académico, o de forma populista para las tribunas; como los comentarios del Dr. Arguello que aparecen en la misma SoHo referentes a las cartas de suicidas, del tipo: «lo más probable es que la persona haya sufrido de algún evento traumático y no cree poseer los recursos para superarlo». Atrás de esas hojas escritas, llenas de desesperación y faltas ortográficas habían historias, vidas, situaciones, reacciones más grandes que un cuadro clínico. Hubiera sido mejor eso, hubiera calado en los huesos. Y de buena manera.

Marcela – no Noriega sino una amiga –, después de haber leído los papeles inesperados de Cortázar, me mencionaba las ganas de llorar que le quedaban con las cartas que el Cronopio le enviaba a su amor, ambos enfermos de cáncer pero separados, ambos sabiendo que en algún rato la muerte los iba a abrazar. Las palabras de alguien que no tiene nada que perder, infectadas de la verdad pura y dura, de un hombre asustado que por fin puede decir lo que quiere. Hemingway, Foster Wallace, Caicedo, Medardo Ángel Silva, las ficticias Vírgenes suicidas de Coppola, Ed Harris lanzándose al vacío frente a los ojos de Meryl Streep en The hours. En la muerte puede haber mucha belleza… Al final de Rayuela el buen tipo de Horacio Holiveira no se lanza de la ventana de quinto piso del manicomio, Gretchen en el hospital lo llena de comida…

6 de diciembre de 2009

Hay excusas pero al final no lo comparto

«Yo no pienso en la muerte ni digo que me juego la vida. El toro es vida, es mi luz, mi motivo. Salgo al ruedo copado de júbilo… No se puede olvidar a la muerte. Pero más nos vale aprender a llevar el tema» es uno de los testimonios de la crónica, Balada para un novillero, publicada un año atrás por Esteban Michelena en la revista SoHo. Al igual que el cuento La capital del mundo de Ernest Hemingway, donde dos camareros simulan un ruedo taurino dentro de una cocina, utilizando cuchillos afilados en lugar de los cuernos del toro, con muerte incluida, el toreo puede ser materia prima para buena literatura, pero es algo que no comparto.

Personajes que respeto, admiro y de los que desearía que algo de sus cualidades se me pegaran, como Ernest Hemingway (y su audacia) y Joaquín Sabina (y su poética) tuvieron y tienen, respectivamente, pasión por los toros. Pero igual es algo que no comparto.

Renee Kantor en la crónica, Los niños toreros de Francia sólo piensan en matar, publicada en la Revista Etiqueta Negra, escribía que si no fuera por las ferias taurinas, el toro de lidia se extinguiría porque no tendría razón para existir; y mencionaba también que la muerte del toro se dignifica en la Plaza, en el acto de lucha entre el hombre y el animal, a diferencia de la vergonzosa muerte que sufre en los mataderos (peor aún a principios del siglo XX cuando en los camales, donde se empezaron a silbar los primeros tangos, sólo trabajaban malevos y otras clases de tipos duros por la brutalidad del acto, como detallaba minuciosamente Tomás Eloy Martínez en su novela El cantor de tango). Pero continúa siendo algo que no comparto.

Dos años atrás viví por algunos meses en Quito, emplazado, con departamento y salida a trabajar todos los días en Ecovía. Estuve en las fiestas de Quito. Me invitaron a la Feria y por una cuestión más de curiosidad que por expectativa, accedí a ir. Pese a las excusas arriba escritas, en la taquilla no pude comprar los boletos. Esto no es para mí me dije. Cada loco con su tema. Lástima que tengan que pagar los toros por esto (no entiendo tampoco como Alfonso Reece puede comparar este acto, de muerte, con la salsa y señalarlo de cultura).

Por suerte las fiestas de Quito fueron mucho más que eso. También fue escuchar buen rock, ir semanas antes a un concierto de Sabina y de Serrat, dejar esas cuatro calles principales, y por una semana, caminar sin rumbo por vías menos transitadas junto a la muchedumbre, usando de hogar temporal las plazas y parques, envueltos en una espesura de celebración acentuada por el alcohol, cantando y la guaragua y la guaragua, y haciendo cosas de igual sin sentido, y con cierto toque surrealista, que no se parecen a arrancar orejas y utilizar rabos como trofeos.

P.D. El día viernes renació El Flaco Spinetta. Volvió a los escenarios alguien del que quisiera tener un poco de esa capacidad de mezclar ritmos, estilos, palabras y darle forma y volverlas bellísimas (como esa canción que tiene ritmos de samba, de rock y está inspirada en las cartas de Van Gogh). Salud por el Flaco y por Quito.


22 de noviembre de 2009

Peces pequeños

«Jefe, si lo que nunca falta es camello. Yo por ejemplo vendía caramelos en los buses y me metía 300 latas, más de lo que ganaba aquí, sólo que usted sabe que aquí es seguro», me decía hace dos años uno de los obreros de planta del lugar que trabajaba en ese entonces, mientras hacía una encuesta de clima laboral para uno de los tantos y típicos proyectos de investigación que se debe presentar en cada materia de la universidad.

No era uno de esos “carameleros” que se trepan en grupos de cuatro en los buses de Guayaquil, y te avisan que recién salieron de la Penitenciaría y piden que los ayudes con un dólar a cambio de 3 frutellas. Eran otros tiempos. Dos años atrás los obreros del lugar donde trabajaba estaban tercerizados, el sueldo que recibían llegaba a $ 170.00 mensuales y no habían tantos comerciantes trabajando en el transporte público. La brecha entre asalariados e informales era más estrecha y en varios casos las oportunidades de ingresos de los últimos superaban a las de los primeros. Pero la tercerización se abolió, los salarios mínimos aumentaron y como todos sabemos, en Guayaquil cuando uno tiene una idea rentable, esta se propaga y a los pocos días podrá ver como una gran cantidad de personas se dedican a la misma actividad, saturando el mercado, imposibilitando cualquier oportunidad de ganancias, y la competencia en un principio beneficiosa se vuelve un virus que no deja de expandirse acabando con todos los recursos. Si esto pasa a nivel formal, en una ciudad donde todas las personas quieren ser empresarios, lo que no significa dedicarse a una actividad industrial sino ponerse un pequeño negocio (conozco tanta gente que tiene negocios de comida, tantas galerías comerciales que venden los mismos productos – seguramente el proveedor es uno solo –, tantas personas que alquilan sus autos como taxi y tantas casas en calle principal, igual a la del vecino, con un local a la entrada para alquilar), imaginen lo que sucede en el mercado informal, donde se necesita una pequeña inversión y es el refugio de más de la mitad de la población (por este sector el desempleo no es mayor al 10%).

Sin embargo en la revista Soho del mes pasado, edición dedicada al dinero, leyendo dos perfiles realizados a personas discapacitadas dedicadas a pedir caridad en importantes calles de la ciudad, que señalan que en promedio ganan entre 15 y 20 dólares diarios, muestran que el negocio es aun es rentable (aunque esto puede ser únicamente para el caso de las personas que se dedican a pedir ayuda – sin olvidar el mayor costo de vida que tienen que asumir los discapacitados - y no en los comerciantes, en una Guayaquil donde no nos gusta pagar impuestos, a todo le pedimos una rebaja pero nos encanta tener fundaciones – debe ser como lo que decía Sabato, que ayudar a un mendigo no es un acto para favorecer al otro sino para limpiar la conciencia propia -).
Esto a colación por el desinterés del Municipio en las protestas (algunas con violencia) realizadas por los informales para exigir sus derechos a un trabajo libre, y el interés político del Gobierno en apoyar esta medida, no por defender las libertades de este colectivo, sino para ganar adeptos.

18 de octubre de 2009

Puesta en escena


Editado para la ocasión, William Percy explica el efecto que generan las imágenes de las películas que uno disfruta: “Otras personas, según he leído, atesoran momentos memorables en sus vidas: …la noche de verano que conocieron a una chica solitaria en Central Park y lograron una relación tierna y natural con ella… Yo también conocí a una chica en Central Park, pero no hay mucho que recordar. Lo que recuerdo es cuando John Wayne mató a tres hombres con una carabina… y la vez que el gatito encontró a Orson Welles en la puerta en EL TERCER HOMBRE”. Es cuestión de percepciones. Con tijeras y pegamento se llenan los baches de la realidad con las películas que sentiste propias. Por lo que la afirmación de Fernando Bustamante, acerca de que la inseguridad de Guayaquil es una percepción, no es la veo totalmente falsa, porque nadie puede negar que desde meses atrás a la ciudad uno la percibe como una tropical y con cuadrados edificios Ciudad Gótica en The Dark Knight, donde el caos lo genera un The Joker más loco y peligroso que el de Heath Ledger porque este, el real, lo conforman cada uno de los actos de los delincuentes, sicarios, choros de a pique, secuestradores; que, además de sus crímenes, generan temor en las personas, mirándonos todos sospechosamente y evitando cualquier contacto en la calle (como la crónica de Elías Urdánigo en Soho, que después de estar buscando a La Tigra – versión criolla, igual de lasciva, de la Megan Fox “come hombres” en Jennifer´s body -, lo que encontró fue un pueblo, Balzar, lleno de desconfianza hacia los extraños), y que crezcan las ganas de tomar justicia por las propias manos.

Aunque este mundo de crímenes, malevos, femme fatales, escoria social y todo lo marginal son la mejor materia prima para el realismo sucio (a personajes como Anthony Bourdain les puede reconfortar que en Suecia existan pandillas - después de todo imaginar vivir en Canadá suena bastante aburrido -), no es una excusa suficiente para vivir en una Guayaquil que últimamente, las 24 horas del día, parece la New York de Taxi driver, donde Scorsesse se puede subir al auto y contarte los efectos dañinos de una Magnum en su mujer ("So, What does a Magnum 44 to a woman´s pussy?") que lo está engañando con un negro. Uno también quisiera, en su ciudad, tener al New York de Woody Allen donde se puede conocer gente interesante. Loca pero inofensiva. Y ahora, recordando la última edición de Soho (dedicada al cine) y con esta percepción de realismo sucio, se podría decir que las películas guayacas tendrían que de ley capturar esa sensación de miedo, de inseguridad como parte de la puesta en escena. No me refiero a tramas únicamente dedicados a estos hechos (no obstante la mejor película ecuatoriana: Ratas, ratones y rateros, trata este tema a lo largo de toda la proyección), pero, por ejemplo, si cuentas la historia de unos tipos de colegio que se reencuentran, por ahí es casi necesario que deba haber una escena donde a alguno le roban la billetera (además de mostrar otras costumbres de la ciudad como gente jugando pelota en las calles).
La cuestión es que no se convierta en un cliché como el cine colombiano que sólo habla de drogas, narcos y guerrillas. Sin embargo, con este aumento de seguridad, aquel telón de fondo podría cambiar y el nuevo cine guayaco es probable que adoptaría aquella obsesión que tienen los británicos por filmar películas donde el resto del mundo ha colapsado y únicamente ellos se mantienen en pie. Todo a costo de un estado totalitario con toques de queda y sanciones por cualquier motivo (mi favorita es Children of men por su movimientos de cámaras, una de las mejores películas de esta década). Ahí los nuevos cineastas reflejarían eso que Capote escribió en A Sangre Fría: Mostrar cómo quedó un pueblito de Kansas después de un atroz crimen. La diferencia es que para Guayaquil, Capote no tendría tanta tinta en la pluma.




25 de septiembre de 2009

El pasado ya pasó

A Usain Bolt lo comparan con un extraterrestre. Personalmente, en carne y hueso, es lo más parecido que he visto a aquella animación del mundo de Matrix, llamada WORLD RECORD, donde un corredor por sobrepasar la marca mundial y alcanzar un tiempo inferior a los nueve segundos en los cien metros planos, exige tanto su cuerpo y su mente que lograr despertarse del idílico mundo creado por el computador y logra ver la horrible realidad (el personaje del Animatrix también tiene pinta de jamaiquino – aunque en su camiseta están escritas las siglas USA -; y esto puede deberse a que Jamaica es un país donde correr “forma parte del crecimiento como lo es jugar al beisbol en Estados Unidos o al fútbol en Europa, África o América Latina”, según el reportaje del NY TIMES publicado en EL UNIVERSO: Cuando se trata de correr, Jamaica gana). Bolt es el actual dueño de los récords mundiales en los cien y doscientos metros planos de atletismo. Marcas que estableció en el mundial de Berlín este año después de superar sus propios récords en las Olimpiadas de Beijing del 2008. Juegos olímpicos donde también el nadador Michael Phelps ganó ocho medallas de oro. Algo que nadie había alcanzado. Lo curioso es que Bolt y Phelps lograron estas proezas hace poco. En esta generación.


Lo de curioso lo digo porque últimamente también estuve a punto de embarcarme en esa nostalgia que se ha apoderado del ambiente, de las conversaciones y de varias lecturas. Como si todo lo que es presente y palpable fuera insuficiente y tuviéramos que hacer memoria. No como el personaje de El Túnel, Juan Pablo Castel, que recalcaba que la frase “todo tiempo pasado fue mejor” no indica que antes sucedieran menos cosas malas, sino que la gente las echa al olvido. Pero sí como si nada fuera a volver y nada más se pudiera crear. Lo que también ha generado, por ejemplo, que un grupo de escritores (Rodrigo Fresán, Alberto Fuguet) quieran evitar comparaciones con todo lo que significó el boom latinoamericano y el realismo mágico, y desestimen muchas de las obras que tanto se leyeron años atrás (Tomás Eloy Martínez mencionaba que las amas de casa compraban Rayuela y Cien años de soledad como si fueran parte de la canasta básica). Cometiendo un parricidio. Aunque esa nostalgia en la literatura puede servir para recordar (o para citar y pegar videos de cosas que siempre quisiste citar y pegarlas en un blog), como en la edición de Soho del mes pasado, dedicada a los ochenta, donde la crónica del Miche del empate con sabor a triunfo y la del Pájaro Febres Cordero sobre los célebres asesinos ecuatorianos fueron lo mejor. Porque al final lo único que está ahí, frente a los ojos, es el presente y si no te gusta deberías aplicar la de Frank Costello en Los Infiltrados; y al pasado siempre lo tendremos en DVD y en CD. Ahí tenemos los discos remasterizados de Los Beatles. Como diría Rodrigo Fresán en ese buenísimo especial que le hizo Página 12 a las grabaciones de Joh, Paul, George y Ringo: "Los Beatles son como Peter Pan y nosotros somos el retrato de Dorian Gray de los Beatles/. Y, aun así, mientras nos vamos deshaciendo, seguimos disfrutándolos como chicos". El pasado como una excusa para citar.



10 de septiembre de 2009

En pensiones (no fue exactamente a lo que se refería Bukowski)

El Claustro se encuentra en la Rábida, a cinco minutos en bus y quince en bicicleta de Palos de la Frontera (de donde partió Colón en sus carabelas). A veinte en auto de la ciudad de Huelva. A una hora de Sevilla. En La Rábida, además del claustro, hay un museo dedicado al descubrimiento de América, y la iglesia y el monasterio franciscano donde la expedición se hospedó antes de partir, supuestamente, a la India. Paremos de contar. El claustro es ahora una de las sedes de la Universidad de Andalucía. Donde viví dos meses. Otra dimensión.

Charles Bukowski decía que nadie vive de verdad si no ha vivido en una pensión. Y Carlos Fernández, al estilo gonzo, escribió una crónica para la revista Soho, viviendo en una residencia estudiantil durante un mes en Bogotá, para demostrar las sabías palabras: "Ahí estaba mi casera, mandándome al infierno, pidiéndome a gritos el alquiler, porque el mundo nos había fallado a los dos". Una estudiante de enfermería con tremendo culo, un cincuentón desempleado, un aspirante a actor que no pagaba su alquiler y una casera que era la reencarnación de la enfermera de “One flew over the cuckoo´s nest” (te ve como a una marioneta que ella puede mover a su antojo), eran los compañeros del nuevo hogar del cronista. Además las duchas de siete minutos con agua caliente, las reglas que entapizaban la pensión, la dieta a base de papas y arroz, y los ruidos que declaraban la inexistencia de la intimidad, hicieron que Fernández, al final de un mes ahí, pensara que eso no es vida. A diferencia de lo dicho por Charles Bukowski. O tal vez eso es lo que quería decirnos.

En La Rábida nos sentíamos algo atrapados en días de semana, por lo que los viernes, sábados y domingos escapábamos a cualquier punto de esa Europa que se nos presentaba ante nosotros y nos era tan desconocida en paisajes, comida y costumbres, porque de lunes hasta el viernes al mediodía, la vida era parecida a la de la Casa del Gran Hermano. Después de las ocho horas diarias de clases, la diversión consistía en jugar al truco, sentarnos a conversar siempre con las manos apretando un vaso de vino de botella barata que nunca faltaba, ver películas apachurrados en un sofá, hacer yoga y estirar con algo de ejercicio (la siesta española y el sedentarismo se pegan a uno como la porcina). La mayor parte de los estudiantes éramos latinoamericanos (con predominación de ecuatorianos, colombianos, guatemaltecos, argentinos y uruguayos), pero debíamos hablar en un español neutral, lejos de coloquialismos, para entendernos mejor. Cosa que nunca pasaba. Muchos dejaron sus relaciones, sentimentalismo e inhibiciones al otro lado del charco, pero la vida en el claustro nunca llegó al extremo de ser como la crónica de Claudia Aldana: Déjenme volver a Disney. Las edades fluctuaban desde los que tenían hijos pasados de los veinte años y ya pintaban canas, y los menores de treinta. Lo que volvía a veces difícil la convivencia. Sobre todo en las noches. Los noctámbulos (en su mayoría los más jóvenes) nos partíamos de la risa y hacíamos ruido para el disgusto de los mayores, los que ya tenían la recomendación de dormir ocho horas y en la más profunda tranquilidad. Para velar por esa paz, existía un trío de guardias (un par buen dato y el otro antipático) que su trabajo más que vigilar por la seguridad de los residentes era controlar su conducta. Por eso muchas de las guitarreadas que hacíamos, eran prácticamente en la zona de picnics, al aire libre, lejos del claustro, con un frío cortante de medianoche, con lo que el consumo de cigarrillos era uno tras otro y la máquina nos arrojaban empaques con marcas desconocidas. En muchas ocasiones la libertad era más una sensación que una realidad.
Las habitaciones siempre tenían las sábanas limpias, calefacción que nosotros mismos podíamos controlar, dos personas por cuarto, siempre con agua caliente el baño, internet ilimitado. Confort con reglas. No creo que a esto se refería Bukowski con haber realmente vivido. Lo que él recomienda tal vez me tocó en Barcelona, donde dormí en Las Ramblas en una noche de invierno, mientras racistas insultaban a prostitutas africanas, y en Madrid donde tuve que meterme a un bar porque no tenía para pagar el hostal, gastando mis últimos euros en una cerveza. Palpar por unos segundos la suciedad, revolcarse en la mierda y disfrutar de eso.


24 de agosto de 2009

Agua y sed, serio problema...

El domingo comenzó con viento recorriendo las calles. Se supone que en septiembre los días son menos calurosos. Uno duerme con una sábana para evitar el frío de la noche; pero es mediodía y en el cielo ya no hay nubes, aunque su color es más blanco que celeste, y el sol ya asesina en la calle junto a una pesada e insoportable humedad.



Se había avisado en los periódicos y en la televisión que casi el 70% de Guayaquil no tendría agua desde el viernes. En el mapa la ciudadela La Alborada, donde vivo, estaba dentro del grupo de zonas exentas del corte, pero a las once de la mañana, aparte de un fino hilo que desapareció a los dos segundos, nada más salió de la canilla. Fuckin´ Interagua. No cumplió lo que avisó y quién sabe cuanto dure el corte. Lo hicieron sin ningún comunicado y ante nuestra inocente credulidad, la de toda la familia, no recogimos agua en tanques, tampoco dejamos agua hervida en la refrigeradora, ni limpiamos la cisterna. Los vegetales para cocinar tuve que guardarlos, bebía agua por sorbitos, de lo que quedaba en una jarra, ante la sed que me quemaba la garganta. No podía volver a acostarme en la cama porque el cuerpo, sin tomar ducha desde el día anterior, húmedo por el sudor, se adhería a cualquier superficie, por lo que uno debía estar sentado todo el día, tratando de no hacer esfuerzos para no sudar más y con el ventilador en la cara. Había que evitar que el almuerzo comprado te deje melosas las manos. El calor te vuelve egoísta, no quieres que nadie se te acerque y te malhumora. En un día domingo donde normalmente veo a las personas lavando sus autos a punta de manguera, la sed y malos olores se sentían cada vez más.

En estos momentos, huérfano del agua, sin poder bañarme o mojarme la cabeza, pienso en como una gran parte de guayaquileños viven así todos los días. Años atrás leía como el cantón estaba en el puesto veinte entre las ciudades con cobertura al agua potable y alcantarillado a nivel nacional. Superada por cantones como Limones. Situación semejante al 40% (2800 millones de seres humanos) de la población mundial que vive sin acceso al líquido vital. Como en la crónica de Elías Urdánigo de la revista Soho (con Mirelly Barloza en la portada, que de volver a imaginarla se me hubiera hecho agua la boca si no tuviera tanta sed): “un baño en Guayaquil pobre”, en la que recorre Bastión Popular, barrio de 50 mil habitantes, donde el abastecimiento se da por los tanqueros que llegan cada quien sabe cuando y una red de mangueras unidas a algún pozo desconocido.


Hace mucho tiempo que no me había quedado sin agua en Guayaquil. En Punta Blanca, playa de la península, ahora privatizada para ricos pero que hace diez años carecía de agua potable, en la casa que teníamos, el baño era con balde y tarrina; y cuando vivía cerca de Otavalo, justo llegué en temporada de sequía y las canillas servían sólo dos horas al día para cocinar, bañarme y lavar. Suerte que en la primera tenía el mar al frente para cualquier cosa y en la segunda el frío disminuía mis ganas de bañarme. En Guayaquil la falta de agua pinta a tortura. Por suerte sólo fueron cuatro horas y cuando el calor ya lo tenía pegado y empezaba a despedir olores, pude bañarme. Salí donde unos amigos y en el encuentro también estaba una desconocida, que hablando del tema me salió con comentarios (si así se los puede llamar) de que desconocía el tema y que si eso le pasa a alguien es por mediocre y vago. Es cuando pienso que estas situaciones deberían ser obligatorias de vez en cuando y al estilo Clockwork Orange, con los párpados sujetos, recordarle y mostrarle a todo el mundo como viven otros; aunque dudo que esta persona en particular lo sepa algún día, porque cuando fuimos a dejarla, vi que vivía en una urbanización con nombre de agua, a orillas del río y con sistema de riego para el jardín.


17 de julio de 2009

(Des)memoriados

En la edición No. 73 de la revista peruana Etiqueta Negra (la mejor revista de crónicas de América según Martín Caparrós), el periodista chino Ma Jian escribe una crónica sobre sus experiencias con los hechos sucedidos en la plaza de Tiananmen, ese fatídico 4 de junio (él estuvo días antes), en vista de que este año se cumple el veinteavo aniversario de la marcha pacífica más grande de toda la historia en contra de un gobierno. Esa manifestación de 1989 que buscaba conversar con los líderes comunistas y encontrar una vía hacia la paz y la democracia, pero que finalmente se convirtió en una inmensa masacre donde el ejército disparó y aplastó con tanques a miles de ciudadanos que salieron a las calles a protestar, y que ahora “parece un instante atrapado en el siglo XX, olvidado o ignorado, mientras que China sigue en su ciega y vertiginosa carrera hacia el futuro”. Ma Jian cada vez que regresa a su país visita la plaza y cuando habla con los jóvenes que no vivieron estos hechos, muchos de ellos creen que no sucedieron o que la historia se exagera, y sus amigos que si estuvieron presentes, por miedo no hablan del tema. Por eso, en sus visitas, tan solo le queda contemplar el lugar ante la amnesia impuesta por los gobernantes a estos hechos, porque “cuando la palabra hablada y escrita se censura, el paisaje urbano se vuelve la única conexión que tiene la nación con su pasado”.


Otra crónica, de la revista colombiana Soho (ed. No. 102), escrita por Pablo Constaín, relata su visita a Corea del Norte, donde los visitantes no pueden tomar fotos, deben estar siempre acompañados por guías, deben hacer una reverencia obligatoria al gran líder Kim Il Sung, deben llevar todo el dinero (euros o yuanes) que van a gastar porque no hay cajeros automáticos en las ciudades, no pueden portar libros y revistas que muestren como es el mundo fuera de Corea del Norte (menos portar un celular), y deben estar bien de salud porque en caso de enfermedad resultará difícil que los atiendan. La crónica del periodista colombiano es más del estilo turístico (con su correspondiente sarcasmo), pero aparte de ver el paisaje de gris de Pyongyang, sus edificios únicamente adornados por la figura de Kim Il Sung, donde las calles son limpias y tranquilas por la falta de vehículos, la comida es monótona, y la carne de pollo y de res es escasa (debido a las restricciones en las importaciones), el retrato que logra captar Constaín es el de una nación donde sus habitantes no tienen opción a pensar otra cosa. Únicamente lo que su Gobierno les enseña, que por supuesto no incluye algunos de los resultados del Kimilsungismo (soberanía militar, política y económica) como genocidios, familias separadas y otros hechos que la historia impuesta por los gobernantes no han registrado.

Ambas crónicas se suman a la obra de Juan Pablo Toral, presentada en el 2005, llamada Hecatombe para recordarme que en el Ecuador, aunque es un país muy difícil de gobernar, los dictadores u otros políticos menos autoritarios (pero igual de corruptos) no tendrían que hacer grandes esfuerzos como los realizados en China y Corea del norte, donde el Estado es el encargado de borrar la memoria colectiva, para que la gente olvide sus atroces actos. En la obra se pueden ver un conjunto de vacas en filas y columnas, que lo único que las diferencia es un arete, que a manera de sellos muestran distintas fechas que para muchos pasan desapercibidas, pero que en realidad representan actos funestos para la historia del país. Ahí está la fecha del feriado bancario, la fecha del inicio de protestas de los jubilados en contra de Lucio Gutiérrez, varios crímenes de Estado, entre otros igual de recientes o que se remotan a un pasado más distante acosado por el olvido general.

Jorgenrique Adoum en Ecuador: Señas particulares, menciona que no fueron causas de reproches, por quienes tenían voz en el país, los actos realizados contra los indígenas que se retratan en la novela Huasipungo, sino el hecho de que Jorge Ycaza la haya publicado. Con nuestros funestos hechos del pasado también pareciera peor recordarlos que utilizarlos como memoria colectiva para que nunca más vuelvan a ocurrir.

13 de mayo de 2009

Escala en Santiago

Siempre he pensado que un avión se asemeja a una bala disparada. En el aeroplano se viaja a mil kilómetros por hora, por alturas que sobrepasan las nubes y en inhumanas condiciones climáticas como aquellos vientos huracanados que no sentimos. Así la diferencia no parece mucha con una bala de cualquier calibre disparada al azar. Ahí, dentro del avión, los pasajeros en una cabina herméticamente sellada, a prueba de contactos con el mundo exterior que intenta crear calma entre los intrépidos, ilusos y algo suicidas pasajeros.




Escribo esto mientras me encuentro en el aeropuerto Merino en Santiago de Chile. La verdad no me siento en Chile porque el estar en una terminal, no significa enteramente haber llegado a un país, sino más bien estar en el limbo (pregúntenselo a Tom Hanks en la Terminal). Todos son iguales con sus paseos de shopping, su blancura de hospital y su olor a bosque artificial. En un ambiente donde uno se siente estar en ningún lugar. Es la madre hermética, a prueba de contactos con el mundo exterior de un avión.

Pero en esta espera de dos horas, hasta que parta el vuelo que me lleve a Ezeiza, por lo menos puedo escribir. Con un cansancio que viene y va, producto, seguramente, de solo haber dormido un par de horas. Porque no quise dormir, porque por ahora la realidad se ve demasiado buena y no quería arruinarla con ninguna fantasía. Recuerdo haber partido viendo un Guayaquil en la noche, desde las nubes, donde por fin uno puede descubrir el orden en medio del caos; también descubrir incómodos asientos y sentir mi cuerpo como un guiñapo maniatado por el calor y el frío, lo que me hizo leer un par de revistas SOHO y agradecer que David Sosa ahora escribe en ellas (hace un par de meses leí un cuento de él en diario EL TELÉGRAFO que me dejó como loco). Pero mientras hago escala en Santiago, y ya, ahora, frente a una computadora corrijo letras y frases escritas durante una soñolienta mañana, donde aún así uno debe tener los sentidos alertas para no olvidar pasaportes y registrarse para el vuelo en la hora y puerta indicada, pienso que al menos puedo escribir.
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