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31 de diciembre de 2012

Bukowski maduro...


Salí de los clásicos Cartero, Factotum y La Máquina de follar – los textos de sus inicios – y me encuentro con Se busca una mujer. Me gusta y mucho. Bukowski  maduro, con esa austeridad de los escritores norteamericanos en sus cuentos. Frases del tipo. “Ana tenía una linda casa afuera de la ciudad antes de que la violaran y asesinaran”. Directo al grano, al estilo Fitzgerald o Hemingway. Las historias de Bukowski… Bueno, siguen siendo las mismas: borrachos, pendencieros, mujeres de mala vida y esos tipos de grandes dientes amarillos y sin bañarse que vemos todos los días camino a la oficina…



Como cualquiera podrá deciros, no soy un hombre muy agradable. No conozco esa palabra. Yo siempre he admirado al villano, al fuera de la ley, al hijo de perra. No aguanto al típico chico bien afeitado, con su corbata y un buen trabajo. Me gustan los hombres desesperados, hombres con los dientes rotos y mentes rotas y destinos rotos. Me interesan. Están llenos de sorpresas y explosiones. También me gustan las mujeres viles, las perras borrachas, con las medias caídas y arrugadas y las caras pringosas de maquillaje barato. Me interesan más los pervertidos que los santos. Me encuentro bien entre marginados porque soy un marginado. No me gustan las leyes, ni morales, religiones o reglas. No me gusta ser modelado por la sociedad.


Una noche, estaba bebiendo con Marty, el ex-presidiario, en mi habitación. No tenía trabajo. No quería tener trabajo. Sólo quería sentarme con los zapatos quitados y beber vino y conversar, y reírme, a ser posible. Marty era un poco estúpido, pero tenía manos de trabajador, una nariz rota y ojos de topo; no era gran cosa pero lo sabía llevar.

Del Cuento Cojones.   

6 de diciembre de 2009

Hay excusas pero al final no lo comparto

«Yo no pienso en la muerte ni digo que me juego la vida. El toro es vida, es mi luz, mi motivo. Salgo al ruedo copado de júbilo… No se puede olvidar a la muerte. Pero más nos vale aprender a llevar el tema» es uno de los testimonios de la crónica, Balada para un novillero, publicada un año atrás por Esteban Michelena en la revista SoHo. Al igual que el cuento La capital del mundo de Ernest Hemingway, donde dos camareros simulan un ruedo taurino dentro de una cocina, utilizando cuchillos afilados en lugar de los cuernos del toro, con muerte incluida, el toreo puede ser materia prima para buena literatura, pero es algo que no comparto.

Personajes que respeto, admiro y de los que desearía que algo de sus cualidades se me pegaran, como Ernest Hemingway (y su audacia) y Joaquín Sabina (y su poética) tuvieron y tienen, respectivamente, pasión por los toros. Pero igual es algo que no comparto.

Renee Kantor en la crónica, Los niños toreros de Francia sólo piensan en matar, publicada en la Revista Etiqueta Negra, escribía que si no fuera por las ferias taurinas, el toro de lidia se extinguiría porque no tendría razón para existir; y mencionaba también que la muerte del toro se dignifica en la Plaza, en el acto de lucha entre el hombre y el animal, a diferencia de la vergonzosa muerte que sufre en los mataderos (peor aún a principios del siglo XX cuando en los camales, donde se empezaron a silbar los primeros tangos, sólo trabajaban malevos y otras clases de tipos duros por la brutalidad del acto, como detallaba minuciosamente Tomás Eloy Martínez en su novela El cantor de tango). Pero continúa siendo algo que no comparto.

Dos años atrás viví por algunos meses en Quito, emplazado, con departamento y salida a trabajar todos los días en Ecovía. Estuve en las fiestas de Quito. Me invitaron a la Feria y por una cuestión más de curiosidad que por expectativa, accedí a ir. Pese a las excusas arriba escritas, en la taquilla no pude comprar los boletos. Esto no es para mí me dije. Cada loco con su tema. Lástima que tengan que pagar los toros por esto (no entiendo tampoco como Alfonso Reece puede comparar este acto, de muerte, con la salsa y señalarlo de cultura).

Por suerte las fiestas de Quito fueron mucho más que eso. También fue escuchar buen rock, ir semanas antes a un concierto de Sabina y de Serrat, dejar esas cuatro calles principales, y por una semana, caminar sin rumbo por vías menos transitadas junto a la muchedumbre, usando de hogar temporal las plazas y parques, envueltos en una espesura de celebración acentuada por el alcohol, cantando y la guaragua y la guaragua, y haciendo cosas de igual sin sentido, y con cierto toque surrealista, que no se parecen a arrancar orejas y utilizar rabos como trofeos.

P.D. El día viernes renació El Flaco Spinetta. Volvió a los escenarios alguien del que quisiera tener un poco de esa capacidad de mezclar ritmos, estilos, palabras y darle forma y volverlas bellísimas (como esa canción que tiene ritmos de samba, de rock y está inspirada en las cartas de Van Gogh). Salud por el Flaco y por Quito.


23 de julio de 2009

Crónica de lector

Después de visitar la semana pasada la Feria del libro de Guayaquil, y después también de leer la crónica de Juan Bonilla: “La calle de los libros”, donde describe de forma nostálgica y que genera envidia, las librerías más bizarras pero a la vez encantadoras que ha podido encontrar en sus viajes, como aquella en Quito que a la vez funcionaba como un cabaret, así como los patios de muchas casas en La Habana (cuenta que incluso te ofrecen un café), me ponen a pensar que en Guayaquil no hay una calle (ni una esquina, por lo menos, de un día a la semana) para escarbar, sumergirse entre montones de obras, esperando encontrar algo de interés o para pasar el rato, algún clásico. Nunca he podido ver un conjunto de personas buscando novelas o ensayos en un espacio más grande que un hermético local, por lo que mi historia con una lectura menos esporádica (con meses de lapso entre el fin de un libro y el inicio de otro), comienza con las publicaciones que venían en los diarios y con el estreno de mi vida laboral. Todos los días me tocaba viajar al cantón Durán en tiempos en los que el puente entre Samborondón y Guayaquil era de dos carriles, y colas de una hora o más se armaban desde el Imperio, el chongo más famoso del cantón al otro lado del manso Guayas. Ahí, entre largas esperas, leí “Sobre heróes y tumbas” de Ernesto Sábato (además “Gracias por el fuego” de Benedetti, “Frankeistein” de M. Shelley y otros en dos años de viajes), con su delirante e iluminador (ante la penumbra de las seis de la tarde) informe para ciegos en medio de los ruidos de claxon y el fondo de música del Grupo Niche de los buses de la línea Panorama.


En otros paisajes, cuando fui a trabajar y vivir en una comunidad a dos horas de Quito, pude disfrutar de Rayuela de J. Cortázar, frente al volcán Cayambe y mientras hacía cola para obtener una visa de estudiante, recuerdo a Horacio junto a Traveler y a Talita armando un puente de tablones entre sus departamentos, arriesgando la vida de Talita que al mismo tiempo, a varios niños, les daba una peluda vista, desde arriba, por su (in)oportuna falta de calzones; y el sábado de feria de los ponchos en Otavalo, en la plaza que tiene un busto de Rumiñahui, Adoum restregaba en mi cara lo profundo y diverso que es el Ecuador. Ya al otro lado del charco, en España (además de las lecturas académicas), sólo lleve de Gilles Chatelet: “Vivir y pensar como puercos”. Ensayo sociológico que por poco interesante no lo leí entre visitas al museo El Prado, el parque Retiro ni la avenida Castellana (fue sólo peso en mi maleta durante caminatas por Lisboa, Barcelona, Córdoba y Sevilla), y en la Cuesta Moyano lo dejé en medio de otros libros usados. Su lugar lo ocupó aquel cuento de Vargas Llosa que relata la castración sufrida por el joven Cuéllar a dientes de un perro, que horrorizado leí en Barajas.

El año que víví en Cuenca, ante mi falta de liquidez (dinero ahorrado al máximo para un viaje), releí a Hemingway, Cortázar, Vargas Llosa, Onetti, Bryce Echenique, García Márquez y otros que anteriormente los había leído mientras realizaba otras actividades (a manera de pausa); pero como novedad recuerdo el atroz y maloliente mundo de “Ensayo sobre la ceguera”, y atras de una ventana, en las noches, donde se ve la estatua de un Cristo decapitado, podía sentir los aromas de la podredumbre, y en mis pies los fétidos desechos, que se pegaban en las separaciones de mis dedos, dejados por la historia de Saramago que transcurre en un abyecto manicomio. Se completa la lista de novedades en Cuenca con la historia de los Buendía de García Márquez y el Abaddón de Sábato entre trayectos por el Cajas. Y en Argentina (y Montevideo), de los libros (todos nuevos) que pretendí leer, varios corrieron la misma suerte de quedarse olvidados en los asientos de buses que tomaba para viajar entre provincias. En el inventario de bajas estuvieron “Atacames Tonic” de Esteban Michelena, “El guardián entre el centeno” de J.D. Salinger (no lo pude terminar), “La máquina de follar” del maldito de Bukowski, además de dos revistas Soho con suculentas modelos colombianas en la portada. “Antes del fin” de Sábato y “El área 18” de R. Fontanarrosa se salvaron y llegaron a Guayaquil, además de los ejemplares que compré la última tarde en Buenos Aires. Que se añaden a las decenas de obras que he leído y faltan en esta lista. Los nombrados son los que me han acompañado por un rato en viajes y en mis inicios leyendo.



Pero volviendo a la no existencia de una ruta de los libros en Guayaquil (traducida en una seguidilla de librerías dentro de una calle, cuadra o esquina), esta ausencia, tal vez, no sea tan cierta, y dicha ruta podría estar conformada por las esquinas de ventas de periódicos (debajo de los semáforos), en las afueras de la terminal de buses, en estériles sitios como farmacias y supermercados (además de las dos grandes librerías ubicadas en los centros comerciales, porque las del centro parecen más tiendas de útiles escolares), entre jeringuillas, pañales, frutas, embutidos y lácteos. Lástima que en estos lugares sólo se vendan obras de Paulo Coelho, la culpa es de la vaca (aunque en la Fybecca me hice de “Cien años de soledad” y algo de Javier Marías) y el resto de populares ediciones light de bolsillo fáciles de leer ante la modorra que produce el calor acá, porque cada vez que uno toma un libro en esta ciudad, el sopor inmediatamente te invade y hace que la cabeza te pese, ver a través de la bruma que se ha formado por el calor es otra dificultad, además de un sol que castiga afuera y se introduce pesadamente en las casas, generando una ola de sueño que se pega y adhiere a uno, como lo hace el efecto del sudor en las camisetas embadurnadas; así la lectura se vuelve una actividad física y los Ulises de Joyce son más difíciles de entender en el húmedo trópico. Razones por las que sólo faltaría encontrarle un sentido al caótico croquis de la ruta de tiendas donde se venden libros en la ciudad y comprar toallas húmedas, ahora que pretendo quedarme viviendo en Guayaquil, y mientras encuentro empleo: enviar carpetas a indiferentes jefes de recursos humanos y empezar a leer nuevas obras (posiblemente no encuentre todo lo que busque) serán las principales actividades que tenga en las calurosas tardes de semana.

17 de marzo de 2009

Cabo Blanco, Finca Vigía y otros lares

Uno a vez necesita materializar a sus héroes, a sus íconos o a sus referentes. Simplemente porque verlos en carne y hueso y al mismo tiempo conocer todas sus hazañas y saber que no fueron fáciles para ellos los engrandecen, les confieren una mayor soberanía y los vuelven respetables. Lo mismo a veces pasa con personajes de literatura y cine cuando necesitamos ponerles un rostro real a lo que antes estuvo en nuestra imaginación. Así el nefasto Edmundo Budiño de Mario Benedetti de “Gracias por el fuego” se presenta en el funesto León Febres Cordero; buscamos entre bares, viajes y sitios solitarios y oscuros a la Alejandra de Sabato en “Sobre héroes y tumbas” o en lugares alegres, algo plásticos y con buena iluminación a Mónica de Friends; y encontrarnos a coroneles sin nadie quien les escriba en buses camino a Cuenca, entre otras materializaciones.


Gus Van Sant hace varios años presentó una película acerca de la vida de un novelista, ganador del Pullitzer, claustrofóbico y su amistad con un alumno afroamericano regular en sus estudios pero con grandes dotes de escritor en “Finding Forrester”. La película no es mi favorita pero la he visto varias veces y la imagen del Sean Connery escritor siempre me resultaron lo más parecido a ver a Ernest Hemingway en movimiento y no como una foto en blanco y negro. Recientemente me entero de que la película está inspirada en el escritor J.D. Salinger, que además de ser un maestro de la literatura contemporánea calificaba a Hemingway y a Scott Fitzgerald (el mismo del “curioso caso de Benjamín Button”) de autores de segunda clase; sin embargo, aunque Ernest nunca fue claustrofóbico y Sean Connery nunca tuvo la talla de oso de 202 libras, la imagen de Bond, James Bond ya envejecido y con una canosa barba es dentro de esta imaginación, Hemingway en movimiento y cada vez que esa película pasa por la pantalla del televiso me digo: Ahí está el maestro.


No completamente por sus obras, sino por su estilo de vida y en lo que se inspiró para escribir, si alguien me dijera a quién te querrías parecer, sencillamente dijera al maestro. Es que Ernest Hemingway no se quedó en la biblioteca de su hogar natal en Oak Park, Illinios dando vueltas a su imaginación para crear mundos, sino que él se fue a descubir y a contarnos el mundo. Se alistó como reportero en el Kansas City Star y se marchó a Italia durante la Primera Guerra Mundial como conductor de ambulancias, donde fue herido de gravedad. Después de la guerra trabajó para el Toronto Star, hasta que se fue a vivir a París donde los escritores exiliados Ezra Pound y Gertrude Stein lo incentivaron a meterse en la literatura y donde García Marquez, años después, cuenta la leyenda, lo vió cruzando la calle y le gritó: Adiós maestro; además de los viajes a sus amores Cuba, España y África. Exponiendo su vida varias veces por el trabajo como los bombazos que cayeron en su hotel durante la Guerra civil española o chocar el taxi que conducía en la Segunda Guerra Mundial. “La capital del mundo” (El torero necesita la apariencia, si no de prosperidad, por lo menos de crédito, ya que el decoro y el grado de dignidad, aparte del valor, son las virtudes más apre­ciadas en España, y los toreros permanecían allí hasta gastar sus últimas pesetas…) refleja su amor por los toros (todos tenemos defectos) y por España con su estilo sereno, sólido, casi monótono y definitivamente sin sobresaltos para escribir. “Las nieves sobre el Kilimanjaro” y “Fiesta” (en París) son otras de sus herencias.


Juré que el día que en que abriría y empezaría a leer “El viejo y el mar” sería sentado en la playa de Cabo Blanco, cerca de Pimentel, Perú. Años tras año se está posponiendo el evento, y ahora que gracias a la revista Gatopardo me enteró de que se están rescatando cerca de 3,200 páginas de cartas, cuentas y manuscritos en la Finca Vigía; además de sus recuerdos de travesías como bastones de mando de tribus de África, sus veleros y balas de sus cacerías junto a sus trofeos (otro de sus defectos), la tentación por abrir “El viejo y el mar” es ya irresistible. Tal vez el próximo evento a planificar sea viajar a Cuba y no por visitar estatuas del Che Guevara o pasear por Baradero. Sino por ir a Cojimar y pescar algo imaginándome en el yate Pilar, tomarme unos tragos en el abrevadero “Floridita” y llegar hasta San Francisco de Paula donde se erige Finca Vigía, el refugio del maestro, esperando encontrarme con ese otro Hemingway que no conocemos, no ese de celebridad y errante que tanto gusta, sino ese monótono y directo que leemos en sus libros, sin olvidarme de llevar para el trayecto las páginas de “El viejo y el mar” bajo el brazo y tal vez una botella de Pisco para recordar el deseo no cumplido en Cabo Blanco, Perú. Porque la mejor y la única manera de leer a Hemingway debería ser en sitios donde aún no hemos dejado huellas en la arena.

1 de noviembre de 2008

Estragos de la monotonía: El Cajas, Hemingway, Vargas Llosa y Lawrence of Arabia

Bentley: Oh. Well, I was going to ask...eh; what is it, Major Lawrence, that attracts you personally to the desert?; Lawrence: It's clean.

Una extraordinaria escena, donde T.E. Lawrence contempla el vasto desierto, acompaña a este diálogo de Lawrence of Arabia, en el que Peter O´Toole (personificando a T.E.) responde a las preguntas de su compañero (Bentley). Son las pláticas de películas como esta, que a uno lo ponen a pensar en todo lo que lo rodea y debió pasar para llegar a presenciar ciertos momentos en particular.

Son tres meses de monótono recorrido, cada quince días, Cuenca – Guayaquil los viernes y Guayaquil – Cuenca los domingos; cuatro horas de agobiante trayecto junto a desconocidos de los que nunca sabré algo y no recordaré después del fin de semana, todo con el motivo de visitar a la familia y amigos. Así, en esa soledad de cuatro horas, los únicos compañeros de recorrido son libros que ya forman una pequeña biblioteca en la memoria, pero estos textos quedan a un lado una vez que el bus o automóvil que me transporta entra al valle del Cajas, y el escenario ahora presente ante todos, sin contemplaciones, nos arroja fuera del orbe; algo parecido a cuando recordamos nuestra mortalidad porque vemos un atropellado, pero en este caso, lo contrario.

La verdad no sé que tiene este lugar pero nunca me he cansado de apreciarlo, se puede verlo en la mañana gris y húmedo, al medio día en un cielo celeste con aspecto de mar que rebosa espuma con forma de nubes, en el atardecer bañado en sangre y acompañado de una bola de fuego con vagos tintes violetas que poco a poco se va extinguiendo, y en la noche negro salpicado con millares de puntos blancos que brillan como luciérnagas. Además de conocer la ubicación de cada una de las lagunas y otros puntos perfectos para admirar la obra de arte, llena de colores, que es la naturaleza, el aprecio personal hacia el Cajas es porque permite que despierte una imaginación que nunca hubiera creído.

Durante la última travesía, este lugar por el que he pasado un centenar de veces y que juega con mi mente, me ha permitido reconocer que he vuelto a la monotonía, ahí hace siete días, mientras fumaba un cigarro frente a una cascada, apenas visible por la neblina, tuve la certeza de que la vida me era más parecida a un cuento de Hemingway, agradable pero común, como Los asesinos o Las nieves sobre el Kilimanjaro donde todo sucede sin sobresaltos; y no a un relato de Mario Vargas Llosa, como Los cachorros donde a Pichulita después de jugar fútbol y cambiarse para volver a casa, se encuentra con un perro que lo muerde en la entrepierna, ¡paf! le amputan el falo (aunque en Ecuador esto es más común de lo que pensé) y se acaba toda la vida que el pobre Pichulita había conocido y soñado hasta el trágico cercene.

Y aún con los estragos de la intoxicación que causa la monotonía del Cajas, a cuatro mil metros de altura, como el inventar mil relatos y pensar en los millares de historias mudas existentes en estos lugares, hablando para dentro digo: Al mismo tiempo que busco algo parecido a lo que esperaba encontrar Lawrence of Arabia, pero al igual que el británico, solo sigo cabalgando por el desierto; si la monotonía me trae estos pensamientos: No está tan mal, creo, al menos hasta que encuentre algo menos estable.

Y en el instante en que apago el cigarrillo, que era la única luz entre la niebla, los pensamientos continúan tratando de descifrar qué es eso de la monotonía. ¿será algo parecido a lo de aquellos hombres que tienen la valentía de pasar toda la vida con una mujer y saben que todos los días se encontraran con el mismo lunar sobre aquel hombro femenino o con ese repetitivo brillo rojizo en su cabello a cierta luz del día? Y que al final eso, para aquellos valientes hombres, es algo que solo podríamos describir como belleza o como felicidad o la muerte que cada uno posee una diferente y tan propia, que te comprende mejor que nadie porque es la única que conoce tu destino o mejor dejémoslo ahí, y disculpen por los vagos pensamientos, que mejor se traducirían como delirios, ustedes saben, son los estragos de la monotonía.

21 de octubre de 2008

En un café

En un café se vieron por casualidad, cansados en el alma de tanto andar, ella tenía un clavel en la mano. Él se acercó y la preguntó si andaba bien, llegaba a la ventana en puntas de pie y la llevó a caminar por Corrientes.

Miren todos, ellos solos pueden más que el amor y son más fuertes que el Olimpo. Se escondieron en el centro y en el baño de un bar sellaron todo con un beso.

En un café – Fito Páez.

Café: El territorio neutral para los apátridas del alma.

Rayuela – Julio Cortázar.

Entre sueño y realidad y otro sueño mezclado con realidad, una vieja gitana viene hacia mí, me agarra la mano y se hace de mi futuro. Yo no se lo comparto, sino que ella me lo brinda por un instante, como un voyeur en mi mano, drogado por sus palabras, a través de esas líneas, creo que voy a conocer todo mi destino, pero ella solo egoístamente me dice: Veo un café.

Entonces un nuevo sueño entra y no me apuñala con un botella rota, como lo hacen la mayoría de estos engendros, esperando que uno reencarne en la realidad que el subconsciente desea, este sueño se presenta como un tren que me embarca en un viaje de primera clase, lo hace amablemente para que no se pierda el yo del sueño de la gitana y la mano, y al final del recorrido me empuja a ese nuevo laberinto que no ha sido conquistado.

Las primeras nuevas imágenes son del café inventado por la Gitana, palabra Gitana con aires de vieja, que comienza con mayúsculas porque dejó de ser objeto – adorno y ahora se convierte en ser, en parte de mi memoria. El local no tiene paredes, solo largos pretiles para evitar que aventureros caigan al limbo, mesas con patas de caballo, sillas hechas de cannabis. Quien atiende es la Gitana, que cobra una rupia para acceder a tu futuro, y con su milenaria magia puede reproducirse y atender a los clientes que entran y salen de mi nuevo sueño con aires de añagaza.

En una de las mesas está sentado Sartre con Danny “el rojo”, hablan de la pasividad y la falta de lugares para conversar de los guayaquileños y como lenta y tácitamente se van convirtiendo en corderitos de un pastor que no recuerda el nombre pero comienza con N y termina en T, y mientras continua con el discurso, Van Gogh lo interrumpe entrando a tropezones al local con su otra oreja en la mano, buscando a Paris Hilton para dársela como regalo. La música es animada por la chica tatuada Winehouse con nariz judía. Janis Joplin la aplaude y Satchmo se enamora de ella, y al lado Charly García discute con Mozart del por qué las personas están obstinadas con la repetición y que con la música del hoy, basta con ir una canción y ya lo habrás escuchado todo.

Sábato y Borges llegan juntos y la Gitana les ofrece una mesa, pero ellos prefieren sentarse en las barandillas porque es un mejor lugar para continuar sus charlas sobre el suicidio, Virginia Wolf que bastante experiencia tienen en estas situaciones, los escucha y decide unirse, pero Sarah Palin la muerde, cual pitbull con lápiz de labio, representando a las buenas mujeres, para que no siga cometiendo vergüenzas de la que las vivas, preocupados en el buen nombre, tienen que hacerse cargo quemando sus libros.

Con la quema de libros aparece Marx, que al escuchar las conversaciones entre Friedman y Goldwin, que lleva en sus brazos a una pequeña Mary Shelley, y por tanto a un Frankestein de peluche, solo se limita a decir: Enajenados y su tocayo Groucho le sirve un vodka de Siberia, que lo tomó el mismo Trotsky con Dostoievsky en alguna de mis pesadillas de Gran Inquisidor.

Allan Poe se emborracha con Pisco y Ron que Hemingway trajo después de pescar en Cabo – Blanco y Cuba, y Tim Burton le ruega un autógrafo al primero. Marilyn Monroe sale de un pastel y le canta cumpleaños feliz a Saddam Hussein, que en una silla alejada se siente solo y triste hasta que llega su compadre de caos, Marulanda. Attila el Huno se une al dúo y Bram Stoker se inspira para escribir Drácula, y Rembrandt, el padre de la luz e hijo de un ciego, enfurecido con Saramago, le reclama el por qué de su fascinación con los no videntes. García Lorca huyendo de España, se refugia en el café con ayuda de Walt Whitman y Oscar Wilde. Y García Lorca, al creador de Dorian Grey, le pinta un cuadro, con el auxilio de sus compatriotas: Picasso, Miro, Goya y Dalí, en el cual no morirá apreciándolo

Entonces yo, harto de solo ser un voyeur, quiero también entrar, pero la misma Gitana no me deja pasar, así me convierto en un esclavo de ella y de mis propios sueños, y la realidad poco a poco va muriendo entre fantasías y pesadillas que comienzan en un café.
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