Mostrando entradas con la etiqueta Calor en Guayaquil. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Calor en Guayaquil. Mostrar todas las entradas

22 de noviembre de 2009

Peces pequeños

«Jefe, si lo que nunca falta es camello. Yo por ejemplo vendía caramelos en los buses y me metía 300 latas, más de lo que ganaba aquí, sólo que usted sabe que aquí es seguro», me decía hace dos años uno de los obreros de planta del lugar que trabajaba en ese entonces, mientras hacía una encuesta de clima laboral para uno de los tantos y típicos proyectos de investigación que se debe presentar en cada materia de la universidad.

No era uno de esos “carameleros” que se trepan en grupos de cuatro en los buses de Guayaquil, y te avisan que recién salieron de la Penitenciaría y piden que los ayudes con un dólar a cambio de 3 frutellas. Eran otros tiempos. Dos años atrás los obreros del lugar donde trabajaba estaban tercerizados, el sueldo que recibían llegaba a $ 170.00 mensuales y no habían tantos comerciantes trabajando en el transporte público. La brecha entre asalariados e informales era más estrecha y en varios casos las oportunidades de ingresos de los últimos superaban a las de los primeros. Pero la tercerización se abolió, los salarios mínimos aumentaron y como todos sabemos, en Guayaquil cuando uno tiene una idea rentable, esta se propaga y a los pocos días podrá ver como una gran cantidad de personas se dedican a la misma actividad, saturando el mercado, imposibilitando cualquier oportunidad de ganancias, y la competencia en un principio beneficiosa se vuelve un virus que no deja de expandirse acabando con todos los recursos. Si esto pasa a nivel formal, en una ciudad donde todas las personas quieren ser empresarios, lo que no significa dedicarse a una actividad industrial sino ponerse un pequeño negocio (conozco tanta gente que tiene negocios de comida, tantas galerías comerciales que venden los mismos productos – seguramente el proveedor es uno solo –, tantas personas que alquilan sus autos como taxi y tantas casas en calle principal, igual a la del vecino, con un local a la entrada para alquilar), imaginen lo que sucede en el mercado informal, donde se necesita una pequeña inversión y es el refugio de más de la mitad de la población (por este sector el desempleo no es mayor al 10%).

Sin embargo en la revista Soho del mes pasado, edición dedicada al dinero, leyendo dos perfiles realizados a personas discapacitadas dedicadas a pedir caridad en importantes calles de la ciudad, que señalan que en promedio ganan entre 15 y 20 dólares diarios, muestran que el negocio es aun es rentable (aunque esto puede ser únicamente para el caso de las personas que se dedican a pedir ayuda – sin olvidar el mayor costo de vida que tienen que asumir los discapacitados - y no en los comerciantes, en una Guayaquil donde no nos gusta pagar impuestos, a todo le pedimos una rebaja pero nos encanta tener fundaciones – debe ser como lo que decía Sabato, que ayudar a un mendigo no es un acto para favorecer al otro sino para limpiar la conciencia propia -).
Esto a colación por el desinterés del Municipio en las protestas (algunas con violencia) realizadas por los informales para exigir sus derechos a un trabajo libre, y el interés político del Gobierno en apoyar esta medida, no por defender las libertades de este colectivo, sino para ganar adeptos.

11 de agosto de 2009

Lo que quedó de un viernes de trova

Días atrás escribí sobre el agrado que me provoca que Bono (vocalista de U2) tenga una columna en el NY Times. Sin embargo no concuerdo con él cuando en un su primer editorial – Notes from a chairman – señala que al igual que la voz de Bob Dylan, Nina Simone, Pavarotti, la voz de Sinatra “mejora con la edad”. Y compara una grabación que Frankie blue eyes hizo en 1969 de My way y otra, mucho mejor para Bono, que grabó décadas después, a los 78 años. No concuerdo con esta generalización porque para muchos de los que coreamos y aún escuchamos canciones de Silvio Rodríguez, y sobre todo para aquellos que pude conocer, como una hermandad cósmica o por lo menos latinoamericana, concordamos en que lo mejor del trovador cubano es como aún mantiene esa voz. Esa voz de niño, con gusto a hombre de campo que endulza sus letras poéticas, letras que subrayan y embellecen las cosas sencillas.


Suerte que por conocidos que trabajan en el gobierno me regalaron una de esas entradas amarillas que te dan acceso a las sillas, y pude estar a diez metros de Silvio Rodríguez. Suerte también que fui a las cuatro de la tarde (el concierto empezó puntual a las 7 y 30) y alcancé un buen puesto porque las sillas estaban repletas de quiteños y personas de otras provincias que habían pagado avión o viajaron por carretera las ocho horas de ley, cuidándoles los puestos a amigos que llegarían más tarde, sobre la hora. Había gente de todas partes del país, además de venezolanos, peruanos que manejaron cerca de dieciséis horas, colombianos, cubanos, chilenos y otros más que tuve oportunidad de hablar un rato o al menos ver. Habían comunistas con boinas rojas, jóvenes sentados en la cancha, coreando canciones, haciendo el respectivo calentamiento, parejas que se abrazaban, hombres de terno salidos de sus trabajos, y chicas con un celular pasando el tiempo sin saber lo que hacían ahí. Suerte también y resalto de que no hubo propaganda del Gobierno, ni himnos, ni políticos hablando de sus obras tomándose el escenario. Y casi puntual (además habría que destacar el orden y el sonido casi impecable) empezó el espectáculo con la voz dramática y afinada por una cantidad considerable de aguardientes de Hugo Idrovo. Carlos Prado tocó la flauta. Les siguieron Beatriz Gil y Héctor Napolitano El viejo Napo se llevó una ovación de pie al finalizar la clásica Gringa loca junto a Hugo Idrovo. Y quince minutos después, sin ninguna presentación, con sombrero de paja toquilla, apareció cantando Silvio Rodríguez para regalar un repertorio de dos horas y media. Muchas canciones que no conocía, mezcladas con las clásicas, con ritmos y descripciones de paisajes de su tierra, inspiradas en melodías que seguramente escuchaba de niño, pero que en la mayoría de ocasiones, ante la belleza y simplicidad de las letras, quería que se estiraran lo máximo posible. Mi favorita: Te doy una canción estuvo para el final, cuando ya salió sin el grupo Trovarroco y sin su esposa, la flautista, Niurka González que lo acompañaron el resto de la noche. En ese momento de intimidad, él solo y su público. Pero en este concierto me quedo con la tercera canción de las veintitantas que cantó, la primera que todo el estadio comenzó a corear y en la que Silvio se quedó callado, encandilado ante un estadio lleno que repitió aquella melodía que vino inesperadamente después de Quién fuera y que habla (y suena igual desde 1970) de una mujer con sombrero, como un cuadro del viejo Chagall.

En este año que se celebra el aniversario doscientos del primer grito de independencia; en realidad una proclamación de apoyo al rey español y de rechazo al hermano de Napoleón Bonaparte, y no la mecha que encendió la llama en América Latina (además de que en esta gesta únicamente participaron personas de hidalgas familias, mientras que los negros e indígenas todavía eran sometidos a la esclavitud), que la celebración además de recordar el pasado también incluya cultura en los actos hacen que se ponga realmente bueno y valga la pena el Bicentenario.

A la salida del estadio caminé hasta la 9 de octubre, tomé un taxi como si nada hubiera pasado, y recién a la mañana siguiente en mi cabeza seguían entreveradas estrofas de Ojalá, La masa, Unicornio azul, Sueño con serpientes, La era está pariendo un corazón, pero sobre todo aquella (que me acompañará por un buen tiempo) que habla de una mujer con sombrero como un cuadro del viejo Chagall.

P.D. Abajo dos links de buenos posts que encontré sobre el concierto y también un video informal del concierto y los coros de la gente.

http://manusava.blogspot.com/2009/08/bicentenario-musical-silvio-rodriguez.html
http://lanocheguayaca.blogspot.com/2009/08/silvio-rodriguez-en-guayaquil.html







25 de julio de 2009

Más ciudad (pero en serio más ciudad)

En Gran Bretaña, el termino “guerrilla” tiene otra connotación a la que usualmente estamos acostumbrados por estas latitudes. Richard Reynolds es un guerrillero que anda todos las noches en su camioneta, pero en lugar de realizar secuestros y entrenarse militarmente, él se dedica a plantar clandestinamente, junto a un grupo de amigos activistas, plantas y árboles que adornen las grises y estériles aceras, rotondas y esquinas descuidadas, en los diferentes barrios, de Londres. Reynolds también ha publicado un libro sobre estos movimientos (además de un blog), vagamente políticos, de hacer crecer plantas donde no deben, que van desde los invasores de predios en Honduras hasta artistas y estudiantes residentes en New York en los años 60´s (que durante la crisis económica, ante la cantidad de terrenos baldíos, se dedicaron a crear jardines en estos espacios), pasando por las experiencias imitadas en otras ciudades como Ámsterdam, Turín y Tokio, adaptando tácticas guerrilleras ideadas por el Che Guevara y por Mao (en jardinería estas estrategias de guerra suenan mucho más románticas) para lo que se ha definido cómo: “el cultivo de tierra de otros sin contar con el permiso”.

Ya que estamos en fiestas julianas (474 años de la Fundación de Guayaquil), además de la evidente escasez de espacios verdes en la ciudad (de existir seguramente no podríamos pisar el césped, y mucho menos pasear al perro o andar jugando fútbol), en medio del asfalto de largas calles y edificios o el “represivo y monótono césped zombie”, las palabras y obra de Reynolds: “‘Existe esta sensación de que alguien más va a hacerlo por nosotros’… Respetamos el espacio público no degradándolo: no ensuciando, no vandalizando. Pero rara vez consideramos lo que podríamos contribuir a él. Por ello, las áreas comunes de nuestras ciudades terminan no perteneciéndole a nadie en lugar de pertenecernos a todos por igual”, sirven de ejemplo de la forma en que los ciudadanos podrían apropiarse de la ciudad y principalmente de los espacios públicos, en medio de las prohibiciones (por sentarse en flor de loto en el césped, de entrar con una bicicleta a los malecones, dar besos, permitirse el derecho de admisión) acompañadas por el siempre molestoso silbido de los metropolitanos, y la falta de diálogo que tiene el Municipio con grupos como los vendedores informales (no se justifica si hubo violencia por parte de los informales, como no se justifica la falta de apertura al diálogo del alcalde), que son claros ejemplos de los ciudadanos turistas en los que nos hemos convertido (además de la inexistencia de iniciativas de mayor alcance que promuevan una fiscalización ciudadana, o la participación en la administración), donde lo importante es mostrar una buena cara a costa de marginalizar lo que da mal aspecto.

La “guerrilla jardinera” caería como anillo al dedo para el proceso de regeneración de Guayaquil (que es de destacar después de la administración roldosista), pero lo más importante es que podría incentivar a otras actividades como huertos y jardines comunitarios, además de expresiones artísticas como las realizadas por Banksy y Julian Beever en otras ciudades del mundo, o cualquier acción (incluyendo música, literatura, expresiones corporales y no sólo artes plásticas) emprendida desde los barrios hasta los sitios públicos de mayor movimiento de personas que muestren la expresividad de las personas y las distintas realidades de la ciudad, y que no necesariamente sean acordes a la postal imaginada por la administración del calbido. Sin olvidar que lo más probable es que estas actividades no logren resultados satisfactorios enseguida, por el estado de consumidor de vitrina, donde sólo se nos permite mirar, en el que nos encontramos los ciudadanos; pero ver personas que se visten como quieren en los malecones o se expresan sin dañar a otras personas, ya sería un gran avance.

P.D. Más información de la "guerrilla jardinera" de Gran Bretaña en: http://etiquetanegra.com.pe/index.php?cat=37&titulo=Miedo%20Ambiente&numero=63&flip=http://issuu.com/etiqueta.negra/docs/en63final?mode=embed&documentId=080918003704-3760791c610446c68a72338c44a38ac8&layout=grey



23 de julio de 2009

Crónica de lector

Después de visitar la semana pasada la Feria del libro de Guayaquil, y después también de leer la crónica de Juan Bonilla: “La calle de los libros”, donde describe de forma nostálgica y que genera envidia, las librerías más bizarras pero a la vez encantadoras que ha podido encontrar en sus viajes, como aquella en Quito que a la vez funcionaba como un cabaret, así como los patios de muchas casas en La Habana (cuenta que incluso te ofrecen un café), me ponen a pensar que en Guayaquil no hay una calle (ni una esquina, por lo menos, de un día a la semana) para escarbar, sumergirse entre montones de obras, esperando encontrar algo de interés o para pasar el rato, algún clásico. Nunca he podido ver un conjunto de personas buscando novelas o ensayos en un espacio más grande que un hermético local, por lo que mi historia con una lectura menos esporádica (con meses de lapso entre el fin de un libro y el inicio de otro), comienza con las publicaciones que venían en los diarios y con el estreno de mi vida laboral. Todos los días me tocaba viajar al cantón Durán en tiempos en los que el puente entre Samborondón y Guayaquil era de dos carriles, y colas de una hora o más se armaban desde el Imperio, el chongo más famoso del cantón al otro lado del manso Guayas. Ahí, entre largas esperas, leí “Sobre heróes y tumbas” de Ernesto Sábato (además “Gracias por el fuego” de Benedetti, “Frankeistein” de M. Shelley y otros en dos años de viajes), con su delirante e iluminador (ante la penumbra de las seis de la tarde) informe para ciegos en medio de los ruidos de claxon y el fondo de música del Grupo Niche de los buses de la línea Panorama.


En otros paisajes, cuando fui a trabajar y vivir en una comunidad a dos horas de Quito, pude disfrutar de Rayuela de J. Cortázar, frente al volcán Cayambe y mientras hacía cola para obtener una visa de estudiante, recuerdo a Horacio junto a Traveler y a Talita armando un puente de tablones entre sus departamentos, arriesgando la vida de Talita que al mismo tiempo, a varios niños, les daba una peluda vista, desde arriba, por su (in)oportuna falta de calzones; y el sábado de feria de los ponchos en Otavalo, en la plaza que tiene un busto de Rumiñahui, Adoum restregaba en mi cara lo profundo y diverso que es el Ecuador. Ya al otro lado del charco, en España (además de las lecturas académicas), sólo lleve de Gilles Chatelet: “Vivir y pensar como puercos”. Ensayo sociológico que por poco interesante no lo leí entre visitas al museo El Prado, el parque Retiro ni la avenida Castellana (fue sólo peso en mi maleta durante caminatas por Lisboa, Barcelona, Córdoba y Sevilla), y en la Cuesta Moyano lo dejé en medio de otros libros usados. Su lugar lo ocupó aquel cuento de Vargas Llosa que relata la castración sufrida por el joven Cuéllar a dientes de un perro, que horrorizado leí en Barajas.

El año que víví en Cuenca, ante mi falta de liquidez (dinero ahorrado al máximo para un viaje), releí a Hemingway, Cortázar, Vargas Llosa, Onetti, Bryce Echenique, García Márquez y otros que anteriormente los había leído mientras realizaba otras actividades (a manera de pausa); pero como novedad recuerdo el atroz y maloliente mundo de “Ensayo sobre la ceguera”, y atras de una ventana, en las noches, donde se ve la estatua de un Cristo decapitado, podía sentir los aromas de la podredumbre, y en mis pies los fétidos desechos, que se pegaban en las separaciones de mis dedos, dejados por la historia de Saramago que transcurre en un abyecto manicomio. Se completa la lista de novedades en Cuenca con la historia de los Buendía de García Márquez y el Abaddón de Sábato entre trayectos por el Cajas. Y en Argentina (y Montevideo), de los libros (todos nuevos) que pretendí leer, varios corrieron la misma suerte de quedarse olvidados en los asientos de buses que tomaba para viajar entre provincias. En el inventario de bajas estuvieron “Atacames Tonic” de Esteban Michelena, “El guardián entre el centeno” de J.D. Salinger (no lo pude terminar), “La máquina de follar” del maldito de Bukowski, además de dos revistas Soho con suculentas modelos colombianas en la portada. “Antes del fin” de Sábato y “El área 18” de R. Fontanarrosa se salvaron y llegaron a Guayaquil, además de los ejemplares que compré la última tarde en Buenos Aires. Que se añaden a las decenas de obras que he leído y faltan en esta lista. Los nombrados son los que me han acompañado por un rato en viajes y en mis inicios leyendo.



Pero volviendo a la no existencia de una ruta de los libros en Guayaquil (traducida en una seguidilla de librerías dentro de una calle, cuadra o esquina), esta ausencia, tal vez, no sea tan cierta, y dicha ruta podría estar conformada por las esquinas de ventas de periódicos (debajo de los semáforos), en las afueras de la terminal de buses, en estériles sitios como farmacias y supermercados (además de las dos grandes librerías ubicadas en los centros comerciales, porque las del centro parecen más tiendas de útiles escolares), entre jeringuillas, pañales, frutas, embutidos y lácteos. Lástima que en estos lugares sólo se vendan obras de Paulo Coelho, la culpa es de la vaca (aunque en la Fybecca me hice de “Cien años de soledad” y algo de Javier Marías) y el resto de populares ediciones light de bolsillo fáciles de leer ante la modorra que produce el calor acá, porque cada vez que uno toma un libro en esta ciudad, el sopor inmediatamente te invade y hace que la cabeza te pese, ver a través de la bruma que se ha formado por el calor es otra dificultad, además de un sol que castiga afuera y se introduce pesadamente en las casas, generando una ola de sueño que se pega y adhiere a uno, como lo hace el efecto del sudor en las camisetas embadurnadas; así la lectura se vuelve una actividad física y los Ulises de Joyce son más difíciles de entender en el húmedo trópico. Razones por las que sólo faltaría encontrarle un sentido al caótico croquis de la ruta de tiendas donde se venden libros en la ciudad y comprar toallas húmedas, ahora que pretendo quedarme viviendo en Guayaquil, y mientras encuentro empleo: enviar carpetas a indiferentes jefes de recursos humanos y empezar a leer nuevas obras (posiblemente no encuentre todo lo que busque) serán las principales actividades que tenga en las calurosas tardes de semana.

Powered By Blogger