Atrapado en la tierra de la naranja. Me dicen que estoy en la Sierra pero me siento en la Costa. La mezcla de acentos no ayuda. Caluma tiene mucho de Macondo... El río con esas piedras blancas que parecen huevos de dinosaurio.
No para de llover, toda la noche de ayer sin luz. Acá el mundo real parece otra dimensión, a varios años luz de distancia y eso que Guayaquil sólo está a tres horas en la Calumeña. Igual tengo la sensación de ser un misionero (Vengo por tus recursos naturales, destruiremos tu cultura)... Se camina tranquilo por la calle, Correa no existe y los cantones cercanos de Los Ríos son casi el infierno.
La laptop ya quiere morir, el internet viene por intervalos. Mejor me apuro...
Jesse Wallace, en uno de los diálogos con su Celine, en la hermana menor (Before the sunrise) de esa gran película Before the sunset, le comentaba que después de haber pasado días en tren recorriendo Europa se le había ocurrido que un buen programa de tv podría ser sentar a un grupo de personas en un largo viaje y que estos vayan comentando lo que piensan mientras ven los paisajes a través de la ventana. Mucha razón tiene el futuro escritor porque mientras estuve cinco horas en un bus con destino Guaranda, viendo el paisaje celeste de nubes y verde por los típicos valles, con música de Alex Murdoch que sirvió en ese viaje que es Away we go, experimenté la mayoría de sensaciones. Estuve cansado, irritado, curioso, ansioso, nostálgico, hasta que al final una suave placidez calmó los enredados pensamientos que tenía.
Al parecer la provincia de Bolívar no es destino de muchos guayaquileños. El primer bus sale a las ocho y el último a las cinco de la tarde. El regreso es lo mismo. Siempre hay asientos libres. Un recorrido de cuatro horas o menos se extiende a casi cinco. Además de las clásicas paradas para recoger pasajeros en Durán, Yaguachi, Juján (la carretera que va hacia Babahoyo), los choferes de la Flota Bolívar se detienen por largo rato en Babahoyo, Montalvo, Balsapamba, San Miguel y otras ciudades y pueblos. Pausas que son lo único que no vuelve totalmente disfrutable el viaje, porque en la Costa se puede ver a los campesinos llevando sus vacas para que pasten, los vendedores ambulantes gritando para levantar a los viajantes, las plantaciones de banano y cacao, pequeños botes transportando personas. Postales del litoral hasta llegar a Balsapamba, donde empieza la neblina y esa sinuosa y peligrosa carretera que no deja dormir. Por suerte está el paisaje con las verdes colinas que se sobreponen una sobre otra, las plantaciones de maíz, cebada, quinua, los recintos donde se ve en la escuela a niños con aspecto de duendes jugar en la polvorienta cancha de fútbol, mujeres indígenas sin dientes que igual no dejan de sonreír y sin importar el sol están totalmente cubiertas con sus abrigos de vivos colores, y las personas mayores (casi centenarios) sin nada que hacer sentados en alguna banca. Uno pasa por simpáticos pueblitos como Lourdes, Chillanes, San Miguel, Chimbo hasta llegar a Guaranda, la capital, con un bus ya lleno y yo el único costeño.
Ayer fue mi primera visita a la ciudad de las siete colinas. Sin embargo creo saber porque es tan reconocido su carnaval: además de recorrer una cálida ciudad con pocos autos, muchos caminantes, adolescentes con sus vestidos de colegio católico llamando a sus amigos que salían del colegio masculino, seguramente ubicado al otro lado de la ciudad, edificios de estilo republicano pintados con turísticos colores para la foto, casas de adobe y calles de otro siglo que podrían haber sido los lugares de filmación de Pasado y confeso, música chichera que raramente no generaba alboroto sino era parte de la armonía en los mercados, la catedral y el Parque del Libertador, el punto de encuentro al mediodía, lo que más resalta de la ciudad es su gente. Estuve un día y el trato no sólo era de hospitalidad y amabilidad, casi rozaba la fraternidad. Como estar en el pueblito de suave césped en Big Fish. Desde el taxista que me aconsejaba, sin necesidad de preguntarle, dónde comer, precauciones para más tarde porque había estado lloviendo y direcciones de cómo llegar a alguna plaza en caso de que me pierda; en el restaurante donde almorcé una pareja se me acercó y de la nada empezó a hablar conmigo, y además de preguntarme de dónde venía y qué estaba haciendo, me invitaron una cerveza caliente y unas empanadas (y aunque acepté la invitación, mi dañada mente guayaca no hizo que disfrutara tanto de la compañía estando alerta ante la posibilidad de yumbina o dulce sueños y terminar sin dinero, teléfono y zapatos); y en la entrevista que tuve con el Director del MIES para realizar algunos proyectos de comercialización para la región, con la apertura, las recomendaciones bien recibidas y el apoyo mostrado (incluso me invitaron a una de las reuniones que mantienen con los armeros de Chimbo), parecía que ya trabajaba ahí.
Antes de conocer Bolívar y su capital, la imagen que tenía era la de un desierto. No hay que olvidar que es la región más pobre del país. La nueva imagen es lo primero que vi al llegar a Guaranda: en la carretera un perro dálmata, que daban ganas de llevárselo a la casa, comía un gran vómito. Uno no puede creer como una región con tanta riqueza puede estar tan olvidada (Salinerito es la excepción). «Aquí siempre todo está por hacer» me dijo el Director del MIES.