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27 de marzo de 2010

Puertas afuera


Nunca te gustó Billie Holiday. Me tachabas de viejo, de arcaico (y claro, es música de abuelos) cada vez que en el reproductor de la computadora la ponía y una suave voz invadía el blanco cuarto, con azules cortinas, una cama, televisor y la computadora. Nuestro búnker, el panic room para aislarnos del resto. Lo bueno de no compartir contigo algún gusto eran las peleas en las que querías ahogarme con la almohada para no ahogarte con tu risa contagiosa, y te detenías cuando ya no podíamos respirar.

Pero ahora que escucho, solo y en otro cuarto (con cierto masoquismo involuntario), a Billie Holiday cantar «When you´re smiling/ the whole world smile with you». En español algo así: cuando tú sonríes, el mundo entero sonríe contigo (te lo traduzco porque nunca fuiste buena para el inglés), más que recordar nuestros momentos puertas adentros, encerrados, metidos entre sábanas, pienso cuando nos juntábamos con otras personas, entre los millones de esta ciudad, nos colábamos entre las multitudes y hacíamos impacientemente las largas y obligadas filas para entrar a algún otro sitio. Porque cuando estabas conmigo y me sonreías, perdona lo cursi, el mundo también me sonreía. Éramos como La Maga y Oliveira. No, mejor. Reales. No era París, era Guayaquil y no nos encontrábamos al azar entre trayectos imposibles de planear (si no me llamabas o no te llamaba nada pasaba), ni enterrábamos paraguas que alguna vez sirvieron para no mojarnos (en invierno nos empapaban los aguaceros imprevistos y no te gustaba sentir como el agua se metía en tus, con apariencia de enfermera, blancos zapatos deportivos mientras caminábamos por La Alborada, cuando me acompañabas al Mi Comisariato a comprar y regresábamos a mi casa a pie, con tres fundas en cada mano y los falanges adoloridos porque no valía la pena tomar un taxi o alquilar una camioneta), aunque una noche, frente al malecón, cerca del Hotel Ramada, en una esquina donde la luz de las farolas no iluminaba, llevada por un impulso de Rayuela, cortazarianamente le preguntaste a un mendigo si dormía entre cartones por amor, por haber perdido uno, o si lo estaba en ese rato; y te miró molesto, lo habías despertado, te pedía un par de monedas y cuando notó el miedo en tus ojos (te habías dado cuenta de la imposibilidad de que el tipo estuviera así por amor, era por locura y ya no tenía oportunidad) me agarraste de la mano para correr y la multitud de jóvenes esperando entrar a algún sitio para pasar la noche en medio de la zona rosa fue nuestra salvación. Nos metimos a Ojos de perro azul (por lo menos, ahora tomándome una pausa de la escritura, puedo recordarlo y recordarte a diferencia de los trágicos personajes sin memoria del cuento de Gabo) porque escuchaste algo de jazz, y aunque no te gustaba Billie Holiday movías tu cabeza cuando escuchabas la Saint Thomas de Sonny Rollins, y como a pesar del susto seguías cortazariana, algo de jazzología hicimos, esa ciencia deductiva facilísima de entender después de las 4 A.M.

No nos agarrábamos mucho de las manos, a excepción de cuando nos poníamos serios y en algún banco, casi siempre del Malecón del salado, un lugar donde siempre discutíamos sin saber el porqué, en el corredor, junto a los murales de vidrio con las frases de Joaquín Gallegos Lara, Antonio Neumane, después de haber comido mariscos en los puestos frente al puente del velero, nos sentábamos y nos mirábamos a los ojos hasta que el otro sonriera más y eso era señal de todo solucionado. Tampoco fuimos muy expresivos en los besos en la calle, pero siempre que andábamos por la 9 de octubre, a pesar del calor (siempre una queja para los dos) y el ritmo frenético por los peatones impacientes avanzando, esperando llegar a donde los esperan, lo hacíamos abrazados (tal vez era porque eso pasaba después de la pelea) hasta llegar al Parque de las Iguanas y a la Catedral que tanto te gusta, y no te importaba su apariencia de gótico mall por las esquinas llenas de comercios como siempre te lo mencionaba; y ahí después de haber visto en una anterior ocasión a un viejo jubilado darle de comer lechugas a los reptiles que ahora extrovertidos se le subían en las rodillas casi arrancándole la comida de las manos, habías quedado fascinada y cada vez que podíamos las alimentábamos con lechugas y frutas. Lo hacíamos en las tardes. Después de las seis ya se trepaban a los árboles y desaparecían. La primera vez no lo sabíamos y les dejamos unos mangos como desayuno.

Al sur nunca fuimos, no lo recuerdo. Tal vez las noches en que alquilábamos un taxi y le pedíamos al chofer llevarnos por donde quisiera por las siguientes dos horas. Vagamente creo haber visto el colegio Cristobal Colón y algo de La Ría. Parábamos a comer yogurt y pan de yuca en algún puesto de Urdesa y un niño siempre me tentaba para comprarte una flor por el precio de un dólar. Comer era la razón por la que más salíamos. Restaurantes y cafés por muchas esquinas de mi memoria nos atienden todavía. Mi recuerdo favorito (ahora que Billie Holiday con su voz es casi como hacer hipnosis) es en un café en Plaza del Sol, ese sitio tan concurrido, lleno de bares, parrilladas y otros puestos para comer entre música y sombrillas. Pero era domingo, era de noche y el lugar, para nuestra suerte, estaba casi vacío. Pagamos los dos cafés en el Sweet & Coffee, nos estaban botando, y nos fuimos. Al frente estaba el Mall del Sol con personas que entraban y salían como si fuera un hormiguero y cerca el Casino donde más de un vicioso va a pasar su fin de fin de semana esperando ganar algo para poder salir el siguiente. Por la Plaza, por las mesas estábamos solos los dos abrazados, jugabas con mi mano, tenías el cabello áspero y me raspaba los codos pero me gustaba esa sensación. Se sentía la lluvia venir y sin embargo caminábamos con mucho letargo, estirando el momento, conversando de lo bien que pasábamos el uno con el otro y de la necesidad de siempre repetirlo y no pasar tan encerrados. De salir cuando sintamos a la casa tomada. Y si era así, como esa noche, valía la pena repetir, porque nos sentíamos como en esa canción de Fito Páez: Dos en la ciudad. Sólo que ahora concluida la canción de Billie Holiday no pega escuchar a Fito cantar: nos encontramos en la calle/ yo diría casualidad…
Más recomendable sería la versión mezcla de flamenco y mezcla de de jazz de Bebo y Cigala de Se me olvidó que te olvidé para este – ni bueno ni malo - rato puertas adentro.

Soundtrack:








4 de febrero de 2010

Don´t let me down


Dos gatos en el techo, un gato y una gata específicamente, maullando, inspeccionándose, eran la compañía de Andrés mientras fumaba un cigarrillo apoyado en la ventana durante una noche de lluvia de marzo sin poder dormir, envuelto en un insomnio acompañado por innumerables pensamientos terminados, siempre, en la imagen de un portazo. Eso de que un rayo cae dos veces no era un milagro en esta situación. En la punta del Empire State siempre caen rayos. Al igual que en la cabeza de Andrés.

Un nombre demasiado trágico para alguien con una vida parecida a una canción pop. Tres estrofas, tres acordes, el mismo coro pegajoso, una melodía fácil de olvidar pero que años después, por casualidad, una la encuentra en una radio, la tararea, feliz, esperando la próxima lejana vez que la escuchará. Andrés debería ser un nombre prohibido para alguien que no se preocupa por casi nada, se deja llevar, aplica la de lo que venga broder, sabe cuándo esforzarse, odia los sobresaltos y no sueña con una vida parecida a la de una novela mexicana con enfermedades cardíacas, pérdidas de herencia e intentos de envenenamiento entre cocinar, planchar y pasear al perro.

Nadie supo porque estuvo con Lucía, cómo se conocieron o cómo comenzó. Sus amigos supieron que después de haber desaparecido por casi dos meses, llegó tomado de la mano con alguien. Con alguien, Lucía, que no se parecía en nada a él. A ella siempre le gustaba estar en movimiento, tener el menor tiempo posible para pensar, un plan a cumplir, lleno de emociones y de vicisitudes pero nunca claudicar. Usar lentes de carey, ir a la oficina y luego a la universidad, casarse a los 26, tener el primer hijo a los 28 y tener una camioneta para su gran familia. Tener, tener y más tener. Tener = vivir (en sus pensamientos). Estuvieron juntos por 27 meses y ambos se adentraron en el mundo del otro y algo se les pegó de eso. Aunque eso adoptado del otro se mantenía entre ellos; para los de afuera, el resto, seguían siendo los mismos. Un pacto de dos mantenido en la intimidad. Las concesiones mínimas para lograr estar juntos.

Luego de dos años, para Lucía, ese acuerdo no resultaba suficiente. Necesitaba sacrificio, dolor, esas demostraciones parecidas a una guerra nuclear dentro de una relación, que luego de superarlas sólo pueden fortalecer el pasado, cicatrices de batalla, recuerdos de la razón por la que se luchó. Como parte de un plan, de una vida, de un futuro y no tanto de un presente, como le gustaba vivir a él, justificativo de los dos años de relación, aquellas pericias no podían dejarse a un lado. Porque Lucía vivía para el mañana, imaginando, soñando, estando en movimiento, exhibiéndose, mientras que Andrés podía quedarse todo el día en la cama, con un calor aplastante afuera pero ambos semidesnudos, envueltos en una manta por el frío del aire acondicionado, conversando del pasado, de cómo habían sido sus vidas antes de conocerse, encerrándose en una burbuja, inspeccionándose, estirando cada minuto, sintiendo el calor del otro cerca, únicamente levantándose para comer, ir al baño, lo básico. Atrás podía morir de hambruna la humanidad y a sus veintitrés su vida todavía no se veía como un cúmulo de responsabilidades sobre el escritorio. No era suficiente para ella esa intimidad y una noche, después que el televisor mostrara a Ed Harris, en su papel de escritor homosexual con sida, suicidándose en The Hours y Andrés la tomara de la cintura para apretarse a ella, le confesó que las cosas no podían seguir así, y si algo no cambiaba, si no se levantaban, no podría estar con él. Andrés esperó los créditos para botar las colillas de cigarrillo por el inodoro. Lucía esperaba que se encerrara en el baño, llorara por un momento y volviera a implorarle, o al menos increparle el porqué había tomado esa decisión. Cualquier reacción estaría bien, con tal de ver por primera vez llamas, locura, en los ojos de Andrés, que por el contrario, volvió sereno y en un tono casi diplomático le preguntó qué iban a hacer ahora y porqué tan momentáneamente había tomado esa decisión. Quien reaccionó histéricamente fue ella. Lanzó el cenicero limpio contra la pared y le gritó su cansancio de ese arreglo físico y emocional, tan lejano a lo esperado. «Que te jodas le gritó» después de recoger su bolso y tirar violentamente la puerta «Ojalá hagas algo con tu vida, o al menos alguien, que no seré yo, te ayude a componerte» fueron sus últimas palabras en la vida de Andrés.

Desde los veinte años Andrés vivía solo, ocupaba la casa de su tío que se había ido a vivir a Madrid. Después de la salida de Lucía, de ese lugar ahora vacío, durante dos semanas, lo único que se escuchó fue una y otra vez las estrofas de I hope I don´t fall in love with you de Tom Waits. No contestó llamadas, faltó a todas sus clases de la universidad y una vez al día salía, sucio, despidiendo un rancio aroma, con los ojos reventados, disimulando sin éxito la borrachera, a la visita obligada a sus padres y para después comprar las provisiones de alcohol, ocupación hasta acostumbrarse a su situación. Una de Johny Rojo (Jack Daniels la primera vez, la única en el inventario del tendero), una de ron, dos líneas de coca por la mañana y dos a las seis de la tarde, y algún Frito – Lay fueron las dosis diarias en aquella cuarentena, su prisión donde sólo recordaba las últimas frases de Lucía de hacer algo con su vida.

***
Un triste y mohoso jueves, perfecto para dormir, luego de quince días del inicio del aislamiento voluntario, arregló su casa, tiró todas las botellas, cambio las sábanas y se bañó durante cuarentaicinco minutos. La noche anterior mientras fumaba y veía tirar a una pareja de gatos, entre los infinitos y vagos pensamientos que tenía, teledirigidos a las últimas palabras de Lucía, previo a perderse entre la noche, tuvo la sensación de que ese algo a hacer con su vida debía ser doloroso, como si un batallón de termitas le carcomiera el alma, algo a odiar y aborrecer por dedicarle tanto tiempo, que lo volviera un autómata: dormir-desayunar-trabajar-almorzar-trabajar-dormir-trabajar. Cualquier droga alienante para olvidar. Algo sin un visible escape. Por el momento, y ya sin dinero, esperaba encontrar un empleo que realmente detestara. No fue como si Bob Dylan descubriera a Woody Guthrie pero al menos tener esa idea lo dejó dormir por la noche.

Varias semanas de inútil búsqueda. Empapeló los sectores marginales de la ciudad con su hoja de vida, marcaba en los clasificados los repulsivos anuncios que exigían récord policial, presentarse personalmente para entrevista inmediata, que ofrecían un paquete remunerativo de acuerdo al mercado laboral. Anuncios totalmente lejanos al verdadero trabajo a desempeñar. Encontraba eufemismos cuando buscaba epitafios. Lo rechazaron para guardia de seguridad, también cargando cajas. Para barrendero y recolector de basura no supo donde buscar. Odiaba las ventas y eso le parecía perfecto, pero los entrevistadores, por su hermetismo, se dieron cuenta de sus pocas aptitudes. Desistió a la idea de destapar botellas en El Gato, diez centavos por cada cerveza: la idea no resultaba tan mala, después de todo Faulkner decía que un cabaret es uno de los mejores lugares del mundo porque en las noches la compañía siempre es buena y en las mañanas hay silencio para poder escribir y las historias son interesantes. Tres semanas después lo llamaron para trabajar en servicio al cliente de una compañía de telefonía celular. El lugar era casi perfecto: el olor a grillos era inaguantable, cubículos de trabajo diminutos, sillas incómodas, un shhhhh de silencio reprobatorio siempre se escuchaba cuando los murmullos de conversación aumentaban. Casi perfecto para odiarse y para olvidar, dejar de pensar. Desperdiciar su tiempo y no tenerlo. Salió satisfecho de la entrevista, envuelto en la repugnancia del ambiente. Caminó hasta su casa prolongando el momento.

Odiarse y odiar. Odiar para olvidar. Luego tomar la decisión entre volver a refugiarse en su burbuja o aceptar y abrazar lo que nunca quiso conocer. Disfrutar algo era impensable. Volverse un autómata era la premisa, o al menos lo que debía experimentar y le recomendó la persona que más lo había conocido. Lucía, ahora convertida en un fantasma. El primer día, un sábado, fue excelente. Su horario empezaba a las 18 horas y terminaba a la 3 de la mañana del siguiente día. Miércoles y jueves eran sus días libres, por lo que su vida social, nimia pero al menos tenía una, quedaba minimizada. No conocía a nadie y no habló con nadie. Ocho horas sentado, casi sin levantarse, comiendo insípidas hamburguesas, sin tener tiempo para pensar ante la cantidad quejas y tipos molestos que habían. Escuchando insultos por parte de personas automáticamente convertidas en abogados y periodistas dispuestos a demandar y denunciar, tipos acusándolo de sicario, de inútil ladrón, extranjeros que se disculpaban en palabras y acentos incomprensibles. Ocho horas de tareas extremadamente inútiles y sin embargo le pagaban por hacerlas.
Tres semanas de lo mismo. El martes, previo a salir a sus días libres, mientras fumaba en una triste madrugada que lloviznaba, con un cielo rojo a punto del colapso, conoció a Laura, que le pidió una pitada. Andrés aspiró largamente el cigarrillo y se lo pasó a la mitad. «¿Deprimente salir a esta hora, verdad? - le dice ella después del gracias obligado - somos unos completos losers». Él sonríe y estira la mano en señal de que quiere de vuelta su Philipp Morris. Lo terminan entre los dos y ambos suben a la furgoneta. No se sientan al lado, sino uno frente al otro. Hay que llevar a ocho personas y ellos son de los últimos, casi no hablan durante el trayecto. Pasando la Av. Fco. Orellana, yendo hacía las Orquídeas, Laura le pregunta a Andrés si le gustan Los Beatles. Él cree que es una pregunta retórica, igual le contesta que sí. Lo invita a sentarse a su lado para escuchar algo. Suena Don´t let me down en una versión rara, de estudio, que Andrés nunca había escuchado. Paul McCartney como que juega y no sigue la seriedad de Lennon y algunos guitarras se extienden y quieren sobresalir de la canción, que la paran a cada rato para ensayar. A Andrés le gusta versión, le gusta más que la del último concierto en el tejado, su favorita. No sabe si es por el momento, ella ha colocado su cabeza sobre su hombro, pero se da cuenta que se siente bien. «Que se joda todo, que se joda ella, Lucía» dice para sí, «así estoy bien». El viernes Andrés volverá al trabajo, esperará sentarse al lado de Laura y tratar de seguir estando bien entre tanta mierda.










10 de noviembre de 2009

Cuento: Poca sabiduria la de Santiago


Un sonido parecido a un jadeo, más acorde a un matadero de animales que a un cuarto de motel, fue el botón de eyección que sacó a Santiago del rincón donde se había refugiado después de un desesperado escape de la realidad. Cuando abrió sus ojos lo primero ante él fueron otros ojos, acuosos, al borde del llanto. Él no esperaba que esos ojos, no los de él, se desorbitaran o tuvieran actitud posesa, ni esperaba escuchar voces pidiendo por más de la boca ubicada debajo de aquellos ojos rojos, contenidos, a punto de explotar; pero nunca imaginó encontrar un rostro paralizado del susto, esperando el impacto del camión que inminentemente lo atropellará en la oscura carretera.

Frente a él no estaba la imagen repetida en las decenas de videos porno vistos en su computadora los últimos meses, durante varios momentos del día mientras se pajeaba sentado en la silla de imitación de cuero que hacía juego con el escritorio del estudio de su padre, donde dos personas (o a veces más) tiraban como si los Rolling Stones estuvieran tocando Paint in black en la playa de Río, dándole duro a la batería. Tampoco escuchaba los ruidos de placer, gritos de dolor y frases lascivas tan típicos del hardcore al que se había vuelto adicto. Aunque en el fondo, después de la sonrisa de la mujer con la boca llena de semen y antes de los créditos, Santiago sabía que aquellas imágenes deshidratantes y amnésicas para olvidar al menos quince minutos, no era lo que realmente quería. No quería correrse en la cara de una mujer y obligarla a tragarse su leche, ni agarrarla fuertemente del cabello en actitud dominante mientras la penetraba por la boca. Creía anhelarlo como parte de una venganza, de una reivindicación puesta en práctica en sitios sucios y oscuros, cuartos de moteles en las afueras de la ciudad. Una fachada para lo realmente soñado: estar con una mujer en la mayor intimidad posible, desnudos los dos en el comedor de un pequeño apartamento, ella sentada en sus piernas, acomodándole el cabello y riéndose; y después de copular y quitarse los fluidos, posar su cabeza allá abajo, en el segundo corazón femenino, ese sitio cálido donde Santiago sentía calma. Ninguna de las dos cosas pasó. Después de tantas sesiones diarias de manuela hasta la jaqueca, por lo exprimido que quedaba, con lo que se topó fue con un cordero a punto de ser degollado, emanando una combustible sensación de miseria.

***
No sabían nada el uno del otro y no importaba. Eso no era verdad pero estaba bastante cerca de serlo. Dos cosas eran lo que no volvía una entera verdad lo dicho. Primero ambos no se sentían alguien, eran un remedo de lo que habían sido, sin oportunidad a ser alguien nuevo; y segundo porque en el lugar donde se encontraron les habían pedido presentarse. Ya saben: lo clásico de los nombres, profesiones y, por ahí, algo más personal, útil para entablar una conversación y formar una amistad con fecha de expiración cuando ambos tomen otros rumbos, porque, aclarando el asunto, los dos se sentían de paso, impedidos de pasar el peaje. Habían olvidado la billetera, el pasaporte, y con eso: quiénes eran, sus pasados.

Santiago no prestó atención cuando ella se levantó de su silla y dio su nombre para todos, porque cuando hablaba, la persona que veía Santiago era un cromo repetido hasta el hartazgo. Mujeres fabricadas en serie. Usan denominaciones en los trabajos como “vecina” o “amiga” para referirse a sus compañeras, llaman a su novio “gordo”, conversan de maquillajes, se ríen por cualquier cosa, y seguramente en sus días libres van a Salinas y caminan por el malecón junto a la muchedumbre sin saber qué hacer, sólo siguiendo la larga cola de gente que tampoco sabe qué hacer y están ahí porque todo el mundo está ahí, enfundándose en ese disfraz trillado y falso pero cómodo, simplemente para caer bien, para hacer más llevable las ochos horas del día. Pero cuando mencionó que había sido Gerente de una empresa (pequeña, micro, minúscula empresa), con su aguda voz de marrana, lo único que él recordará, Santiago finalmente prestó atención a lo dicho por aquel ser, que por una especie de desprecio, metido en su ADN, le resultaba horrendo. Había sido Gerente y poseía un título en Administración. Tenía más de 40 años, se parecía a una profesora que tuvo alguna vez y que siempre olía a sopa, y su maquillaje era la obra de una prostituta en decadencia. Sin embargo lo interesante era lo de la Gerencia, porque a Santiago le dio la sensación que ella también tenía un prestigio de castillo de naipes al igual que él, desmoronado ante la primera brisa, condenado al fracaso sin importar los sacrificios.

***
Le dolían intensamente las encías el día en que se conocieron. Le picaban, le sangraban. Además sentía la vejiga siempre llena, ganas intensas de orinar todo el día, y la garganta seca, pero a diferencia de la persona a su lado, Marcos (metalero, ex – guardia de una empresa de seguridad, 30 años, mujer e hijo a cuestas y con ganas siempre de echarse algunas cervezas los viernes), Santiago no escupía en el piso a vista de todos en los recesos, cuando salía a fumar un cigarrillo después de haber estado encerrado un par de horas, junto a un grupo de personas encontrados por la necesidad, convertidos en una manada de dóciles animales, ni carraspeaba su garganta cortando el silencio del lugar.

«Es la habitación del tiempo», pensó. Tuvo la sensación de que el lugar era como aquella nave espacial de Odisea 2001, en la secuencia donde el astronauta, metido en un agujero negro, vive varias decenas de años en pocos minutos, hasta que finalmente se convierte otra vez en un hermoso y rosado feto; o como el Maelstrom del cuento de Poe, porque aquí, donde el aire acondicionado y las cómodas sillas son un placebo, a diferencia de afuera, el lugar donde el tiempo transcurre normalmente la mayoría de veces, a excepción de noviembre y diciembre, cuando el tiempo acelera, desesperado por terminar, cruzar la meta, marcar tarjeta ante el final del turno, cerrar el telón y que alguien lo releve, en la caja, Santiago sentía, lentamente pero sin ninguna pausa y sin posibilidades de un espectacular y planificado escape, sus nervios quebrarse, su piel agrietarse, sus huesos endurecerse y su miopía aumentar. Pensaba en las charlas de los doble-A y a diferencia de esta capacitación, previo a empezar un trabajo rutinario pero de alta importancia para alguien que sí gana millones de dólares, donde se encontraba, un lugar lleno de alcohólicos lucía entretenido, con testimonios interesantes de los miembros, estando cerca de personas que se habían atrevido a vivir aunque quedaron maltrechos en el intento. En la caja, como llamó a su lugar de trabajo, no se podía hablar, era necesario pedir permiso para ir al baño, te piden sentarte si te levantas. Era el lugar que tanto había odiado y no sabía qué-chucha-hacía-ahí además de hacer la tarea y vivir como lo demás, echando panza mientras esperaba la orden del día.

***
Al despertar gracias al chillido de miseria y acabar echando un prolongado y tardío chorro de esperma que parecía también llevarse parte de él, Santiago se dirigió al baño. Las luces no servían y algunos pelos que no eran los suyos ni de la mujer, mezcla de modelo Picasso-Botero, año 61, que todavía se encontraba acostada en la cama, los saludaban antes de perderse en el caño, por lo que descartó meterse al jacuzzi, a pesar que la idea de reportarse al siguiente día con un pie de atleta en todo el cuerpo y así tener una excusa para faltar no le pareció totalmente desquiciada. Ducharse fue otra idea descartada porque de repente le entró la paranoia de que podrían estarlo grabando en video, listo para ser vendido en internet por algún gordo español obsesionado con la princesa Leia, y muchos de esos freaks que usualmente corren a ver películas en su estreno para después despedazarlas, lo verían y comentarían con frases más grotescas que ver a alguien bañándose en un cuarto de motel.

La ida al baño fue otro intento de escape de la realidad, a la que volvió inconscientemente, yendo a la cama sin saber qué hacer, un puño venido de imprevisto. No sabía cómo escapar de aquel lugar, no sabía qué era lo siguiente después de haber visto a aquella persona al punto del quiebre total, poco antes de correrse dentro de ella, usando un condón con sabor a banano, los únicos disponibles en la recepción que también servía como tienda. «¿Qué tal el primer día?» preguntó. Ella movió la cabeza en señal de que no estuvo tan mal, tiritando aún el llanto contenido. «¿Crees que vas a regresar mañana?» dijo Santiago sin mirarla a los ojos. «Toca» fue la respuesta, mientras se levantaba en busca de su teléfono; y arqueadas venidas del fondo de sus intestinos, al ver por primera vez aquel cuerpo de pie y desnudo, le vinieron a esa cucaracha convertida en hombre, reverso de Gregorio Sansa, que estaba apoyado en la puerta del baño. Ella cerró la llamada, y como una niña desesperada empezó a recoger su ropa y vestirse. Santiago no dijo nada, no tanto por alivio sino por temor a que ella entre en un ataque de nervios, lo termine asesinando y aparezca en el diario EXTRA, al día siguiente, entre el resto de asesinatos ocurridos en el día, su cuerpo ya plomizo como una pieza de utilería en una clase de medicina, el titular: «Por no servir en la cama le metieron nueve puñaladas».

El polvo de Santiago, a la mañana siguiente, era más un sueño que un recuerdo, hasta que se metió al baño y vio los primeros signos del pie de atleta en su espalda. Se vistió e igual fue a la caja. Antes de entrar le pidió un cigarrillo a Marco y cuando ocultaba el encendedor entre sus manos, vio acercarse a otro compañero de trabajo, con quien nunca había conversado y no sabía su nombre, con una cara de estar comiendo mierda. Les contó, usando un tono de hacerse el bacán, el que no le tiene miedo a nada, que un chiclero le había dicho algo a su novia y quería pedirle prestado el tolete al guardia para entrarle a bastonazos al morboso vendedor. «Entren por favor» dijo una voz amable detrás de la puerta. «A echar panza» dijo el ofendido novio. Santiago se dio cuenta que ella no volvería. Ella se había atrevido a mandar a la mierda a la caja y buscar otra cosa. «La concha de su madre» pensó, al mismo tiempo que botaba el cigarrillo y se empezaba a arrepentir de la oportunidad que tuvo de haber aparecido en el diario EXTRA, descuartizado, flagelado, cercenado; pero sin panza, canas, ladillas y bigotes.

31 de julio de 2009

Cuento: View-master de una vida con la redonda


En una final de fútbol, la efervescencia emocional que causa el partido tiene un efecto físico en que los cuerpos se tensan, se estiran al máximo y eso que les da una dureza increíble, también los vuelve más frágiles a violentos golpes. Una patada, un codazo, un cabezazo de una final es peor que ser noqueado por un púgil experto. Porque acá uno no está listo para recibirlos. Y en mi caso como arquero, el único objetivo es atrapar el balón protegiéndome de la maraña de brazos, piernas y escupitajos, todos dirigidos hacia donde también voy yo, y que la mayoría de veces alcanzo primero. Esta vez no fue la excepción sólo que en el mismo instante sentí unos botines impactar mi cabeza.

Sé que estoy en una final, sé que de mi depende mantener este uno a cero que logramos con un favor del árbitro (pitó un penal que yo desde el otro extremo claramente pude ver que no fue así). Pero las honestidades a la mierda, lo que importa es ganar; porque no gano sólo por gloria propia sino también porque quiero ver feliz a ese grupo de histéricos fanáticos que darían la vida por este equipo que estoy defendiendo. Ahí me siento como un Niño Jesús que da el mejor regalo que a cualquier hombre se le puede dar. Porque el ser campeón los disfrutas por todo un año y el resto de personas que no comparten tu emoción respiran envidia cada vez que te ven. Así recuerdo la primera vez que me hice hincha de aquel equipo, que después de estar perdiendo dos a cero, pudieron remontar el marcador en quince minutos, y terminar cuatro a dos. Con una fantástica actuación del número diez que además de hacer un gol de tiro libre, iniciando la remontada, después dio un pase en callejón para que el delantero, aquel negro que se lo veía aún más oscuro con esa camiseta amarilla, con una fuerza que pudo verse en sus ojos, casi desorbitados, le rompió las manos al pobre arquero que empezaba a ver que lo peor aún no había venido. La cosa se definió en los cuatro últimos minutos. Primero gracias a la confusión impuesta por la avalancha amarilla que con una fuerza impetuosa avanzaba hacia el área de los asustados rivales, en una serie de tiros que pegaban en los inoportunos defensas, pero para nuestra suerte, un remate golpeó en el muslo de uno de los delanteros que habían bajado a ayudar a su zaga y descolocó totalmente al arquero (mientras él se dirigía a la izquierda donde al principio parecía el destino de la bola, luego esta fue a la derecha y se depositó mansamente en la mallas con un toque de comicidad). Y el cuarto gol fue casi lo mismo, todos los hinchas empujamos aquella bola, porque se suponía era un centro pero agarró un chanfle, como si tuviera voluntad y quisiera que nos postremos a sus pies, que descolocó al arquero y pegó en el palo, la bola rebotó saliendo de las 18 yardas y apareció el lateral izquierdo, que no había hecho un gol en toda la temporada, nueve meses de esterilidad, y le pegó un balazo imposible de ver sin la ayuda de la cámara lenta (esa que al fútbol lo hace ver como ballet), casi doscientos kilómetros por hora.

Pero: ¿Por qué recuerdo estas cosas si estoy en una final y estoy a un paso de lograr algo que pocos han podido hacer? Recuerdo el golpe y me doy cuenta de que no tengo control de mi cuerpo. Quiero levantar las manos y no puedo, tampoco puedo abrir los ojos. Acá me siento tan bien porque seguramente afuera me costará respirar. Todo me cuesta afuera a excepción de tapar disparos. Aquella masa que es mi cuerpo debe haber colapsado por minutos. Pero mi espíritu sigue intacto, mantiene esos inmensos deseos de ganar. Esos deseos de ganar y jugar fútbol que tengo desde que convencí a mi abuela para que me haga amigo de los vecinos. A los ocho años, en la escuela podíamos jugar, pero teníamos una profesora que odiaba que lleguemos sudados, con aroma a victoria y derrota, del recreo y por lo tanto jugábamos a escondidas, con pelotas hechas de montones de hojas arrancadas de cuadernos. Ahí se iban como en un barco de papel, a merced de un lago con un inclemente remolino en la mitad, nuestros deberes, lo que habíamos hecho durante la noche, porque el fútbol era más importante que unas operaciones matemáticas y el concepto de sujeto y predicado.

Ellos, los vecinos, hicieron la cosa más por quedar bien con mi abuela y con sus madres que por integrarme, porque seguramente en mí no vieron nada interesante así como yo no veía nada interesante en ellos. Todos eran mayores y se notaba en sus físicos. Yo era un alfeñique, alguien para aplastar, un nuevo muñeco de plastilina con quien jugar hasta que se parta. Me mandaron al arco, la posición que el resto de jugadores odiaban. Nadie quiere ir allá a aguantar pelotazos. Nadie se toma la molestia de vestirse, pedirle a su vieja que le compre zapatos, tan sólo para ir y quedarse quieto hasta que el equipo contrario avance y haya algo de acción, de revolcones. Y a nadie le gusta ser culpable, que el resto se le cargue y lo insulten. Ser arquero es lo más parecido a los dementes que quieren ser árbitros. Ser arquero es un buen placebo para un suicida, un kamikaze, alguien con complejo de mártir. Pero al final me acomodé en el arco, porque era una soledad que me gustaba. En los ratos que los contrarios no atacaban trataba de dejar mi preocupación a un lado y ahí entendía las cosas que realmente eran importantes (si es que existía algo importante a los ochos años). Era un momento crucial, lleno de presiones ante la necesidad de ser preciso, pero donde mi mente se despejaba, me sentía en paz. Era tan linda la perspectiva desde ahí, como la cima de un monte sagrado que su vista te llena de sabiduría. Y en los momentos de ataque, cuando yo era el único autorizado para ordenar, putear y sacudir con mis palabras a los defensas y a cualquier solidario que bajaba hasta allá, también sentía que formaba parte de algo, que todos trabajábamos en conjunto por la victoria. Así era el arco una especie de lugar de disfrute que descubrí, además me sentía único, pues puede que otros lo crean como el lugar para los rechazados dentro del campo de juego, pero ahí yo sabía que era el único que tenía las agallas para estar en ese puesto. Y resulté bueno, porque no tapaba en esos arcos hechos de piedra donde sólo puedes marcar goles a ras de piso, acá utilizábamos la pared del vecino que la veía tan alta en ese entonces que mi mayor preocupación eran aquellos tiros desde fuera del área y la humillación (con las posteriores risas en todos los decibeles) de los sombreritos. En esa blanca pared llena de lunares de tierra con forma de balones (Mikasa, Nike, Penalty y otros que eran los constantes regalos de navidad que nos daban), aprendí a lanzarme lo más posible, aprendí a que las manos no me dolieran aunque fueran tiros realizados por personas que ya habían empezado a descubrir la pornografía y detenían el juego callejero cada vez que una mujer en diminutas ropas, a causa del calor vespertino, pasaba por el lugar. Sabía que sus disparos eran cada vez más fuertes por impotencia, porque los delanteros o cualquiera que subiera debían hacer un esfuerzo mayor para vulnerarme, y cuando llegaban hasta la puerta del área muchas veces su mayor deseo no era marcar el gol, sino derribarme y si era posible quebrarme ante la insolencia de mi parte. Lo hacían por angustia, por rabia por no poder concretar las cosas. Así llegué a ser cotizado por los equipos. A veces era el primero en ser elegido, porque era el único arquero seguro del sector, y el resto no se ubicaban en la cancha, solo querían hacer goles, ser los ídolos del barrio, que su leyenda se mantenga en los alrededores de ese parqueadero que utilizábamos como cancha.

2.

En la escuela el fútbol era otra cosa, porque nuestras profesoras pitaban los partidos, se inventaban reglas estúpidas que no nos dejaban jugar como lo visto en los estadios, como los que queríamos ser. Por eso para el colegio pedí que me cambien. Y así pasó. En el nuevo colegio éramos novatos, las mujeres eran más altas que nosotros y a la mayoría de los que conocí ahí fue en la cancha de fútbol, el lugar más rápido para hacer nuevos amigos. Primero las ganas de jugar y después el cómo te llamas. Inmediatamente me hice del arco. Lo más probable es que nadie más lo querría, pero previniendo ya había llevado unos guantes para asegurarme del puesto. Enseguida surgió rivalidad con el otro paralelo. Rivalidad obviamente creada por los partidos de fútbol. Ambos cursos esperamos las olimpiadas. Nosotros nos habíamos preparados en todos los frentes, la alineación ya estaba hechas desde meses atrás y en cada clase de educación física jorobábamos al profesor para que nos permita jugar. Igual a la hora de salida, cuando tocaba aquel timbre nos dirigíamos a la canchita de tierra, con el uniforme de diario y la mochila para sentir vida un rato más antes de volver a casa. En las olimpiadas les metimos tres a cero. Qué equipazo que teníamos. El capitán Córdoba y el número ocho de apellido Díaz eran las estrellas. El uno armador y el otro el puntero. El resto se completaba con Vasconcellos, Guzmán y Da Silva en la defensa; los dos últimos los más altos de la clase y Vasconcellos le daba una buena comba a los tiros libres (con sus pies pequeños, el mismo don en el fútbol, tal vez no en la cama, que confesó Chilavert) así que lo pusimos ahí. El trabajo sucio estaba a cargo de Erazo, un tanquecito que en estos días es un adulto con aspecto de manatí que eructa todo el día un aroma a cerveza y a cigarrillo (que ha vuelto su voz semejante a la de un viejo con cáncer de garganta); por la izquierda iba Moreira, quien llego un día al colegio a medio año y al siguiente ya no apareció más, y Córdoba completaba el mediocampo (era el guapo en el trato al balón, a veces ni se despeinaba, como un James Bond que se mantenía pulcro ante las amenazas de los rivales). Arriba iba solo Díaz, bajito y escurridizo (sabíamos que nunca iba a hacer un gol de cabeza pero a los doce años nadie hace un gol de cabeza). Todos nos llamábamos según el apellido, nunca supe el porqué y ahora eso me parece una reverenda idiotez porque al final éramos amigos y no se trataba de un batallón militar. Y con la victoria contra el otro curso creíamos que ya habíamos cumplido nuestra parte: demostrar cual de los dos era el mejor, porque sabíamos que difícilmente podíamos optar por el campeonato. Esa creencia se vio una semana después cuando perdimos cinco a cero contra tercer curso. No era la primera vez que me habían metido cinco goles en un partido pero la rabia, la humillación, las ganas de que todo se repitiera o de que todo se borrara fue un monstruoso acompañante durante la estancia en el colegio hasta el siguiente año. Cada vez que veía a uno de los autores de los goles que me metieron sentía vergüenza, quería meterme en otro lugar, quería cambiarme de colegio; por lo que, entre todos, juramos no cambiarnos de colegio para el próximo año ser campeones. A esa final del año siguiente llegamos con las justas, porque no éramos la máquina invencible que creímos ser. Díaz se había ido, Vasconcellos también y no llegó nadie a reemplazarlos. Cuatro victorias, dos empates y una derrota. Por gol diferencia jugamos contra el paralelo B que el año pasado le habíamos ganado cómodamente. Ahora ellos estaban muy favorecidos con la llegada de un nuevo alumno de apellido Salame. Era muy rápido y no tenía miedo de pegarle desde donde fuera. Por esas razones se había convertido en el goleador del torneo. Ahora los del B eran los vistosos en el juego, mientras que nosotros habíamos agarrado algo de maña, mística, todo sea para ganarle a los cursos superiores. En aquella final estaba muy nervioso, nunca me había sentido así. Sentía una presión muy intensa como si no tuviera más oportunidades.

Así que ahí estábamos con nuestros uniformes de la selección de Inglaterra y ellos con el del Peñarol de Uruguay. Desde el inicio del partido fui un espectador más de un cotejo que se jugaba veinte minutos en cada tiempo. Espectador porque no tuve mayor actividades que recoger pelotazos que se iban fuera de la cancha y yo los sacaba desde el arco, así hasta el minuto doce, más o menos, donde el jugador número diez del otro paralelo esquivo a Da Silva y sacó un disparo fuerte que pegó un pique en el piso de tierra y una piedra lo descolocó, exigiéndome utilizar la mano que en un principio no había estirado. Aquel partido fue como jugar en el desierto, un calor insoportable, con un sol totalmente celeste sin ninguna nube que asome, en una cancha de tierra (terreno baldío) con matitas de pasto que crecían irregularmente, con postes de caña guadua que ante cualquier remate potente en el horizontal se desbarataba. Diecisiete minutos y ese potente tiro sucedió en la final. Córdova pateó y la pelota se estrelló en el palo, este se cayó (literalmente) y finalmente la bola entró sin que se pueda ver enseguida debido a la polvareda armada como en una película del viejo oeste con blancos e indios en plena persecución. Queríamos que el partido se acabara ya y esas ansías nos perjudicaron porque retrocedíamos la bola, dábamos un sinnúmero repetitivo de toques que se habían vuelto monótonos y fáciles de adivinar. Por suerte los otros estaban aún temerosos, no se habían podido sincronizar y a más de uno le faltaba sed de gloria. Lastimosamente un contraataque que armamos, dejando a un defensa solo abajo, no terminó en gol y el arquero pudo agarrarla con las manos, sacar fuerte un balón al centro que debía ser interceptado por Da Silva que quedó como libero pero la bola le rebotó y no alcanzó a cabecear y otra vez el número diez contrario tuvo el balón, y ante mi salida dio un pase al número ocho que lo había acompañado y definió con el arco vacio. En ese instante ambos equipos nos dedicamos a cuidar el resultado. Entraron defensas por delanteros que no querían salir y mantuvimos a Guzmán, que había empezado a vomitar disimuladamente por la zona del córner, sólo para que patee un penal.

El primero lo pateó Córdoba, y Guerra, su arquero, se lanzó bastante bien para interceptarlo pero por suerte el tiro fue bastante esquinado y después de pegar en el palo izquierdo se metió en el arco. El capitán del otro paralelo fue a patear el primer penal de su equipo. Yo me había colocado bajo el horizontal y sentí que el sol me pegaba en la frente, se metía en mis ojos y vaciaba todos mis pensamientos como me pasaba cada vez que frente a mis ojos la maestra colocaba un examen en mi pupitre. El buzo también me daba un calor insoportable y sentía que en aquel minuto disminuí de peso con cada palpitación del corazón. Cuando vi que colocó la bola y se dirigió a patear, intuí que la iba a lanzar al lado derecho, para cruzármela, y así fue, por lo que me salí de la raya, corriendo como un héroe suicida que se lanza al ver una granada que pone en riesgo la vida del resto del pelotón, pero eso no importó, porque la violencia del tiro dobló mi mano haciendo inútil el esfuerzo, que visto desde afuera el histrionismo de la escena pudo haber provocado en más de un casual espectador una vergüenza ajena que les recordó sacrificios hechos años atrás pero que ahora tal vez no valen la pena, por bloquear aquel esférico que finalmente fue a parar a la calle por la falta de redes. Los segundos y terceros penales, para cada equipo, fueron anotados, hasta que en el cuarto penal, viendo la forma en que se colocó el pateador, pude taparlo quedándome quieto, porque sabía que iba a ir así, fuerte y al medio. Lo manoteé pero cuando tuvimos la oportunidad de definir el partido sin darle vueltas al asunto, en el instante que se presenta la primera oportunidad y que como un eclipse, que a esa edad uno cree que solo una vez podrá pasar un evento así, Erazo sintió toda la presión en sus piernas y por tratar de asegurarla fuerte y a una esquina, la botó hacia los espesos matorrales, cerca de donde habíamos detectado un fuerte hedor que finalmente resultó en el cadáver descompuesto de un perro color negro con manchas amarillas en la cara y gusanos blanquinosos que desesperadamente se movían dentro y fuera del estómago perforado del animal, como señal de una histeria ante semejante banquete, lo que provocó un lapsus de demora hasta que la bola sea encontrada que apareció blanca como una perla, brillante por los rayos de sol y con la marca ya desgastada por la tinta de tanto maltrato que se le dio. Ahora toda la presión estaba sobre mis hombros y el dirigente de mi equipo, aquel tipejo que nunca nos hizo entrenar, que odiaba el deporte, pero ahora se sentía parte del triunfo, un papa pitufo: trató de darme palabras de aliento que no escuché, mis oídos eran una radio que no recibía aquel tipo de hipócrita recepción. No recuerdo quién pateó el penal, sólo recuerdo que estaba más nervioso que yo y lo lanzó abajo a la derecha, a la esquina donde se me hace más cómodo lanzarme y alcancé a tocar el esférico, como un meteorito que es desviado a centímetros de la tierra en el último minuto, y ese pequeño roce fue suficiente y ahora éramos campeones. Lo gritamos, lo saboreamos, no paramos de cantar todo el día y a la mañana siguiente fuimos con aquella camiseta de la que no nos queríamos separar, sin importar que no nos dejaran entrar en la puerta del colegio. La alegría era así y la disfrutamos por todo el año. Un presagio de que el siguiente no sería igual.

3.

Varios se habían ido y varios habían llegado. Todo el trabajo anterior ahora no servía, había que comenzar de nuevo y empezar a practicar. Pero las mujeres habían pasado a ser una prioridad más que el fútbol. Ahora además de la gloria queríamos impresionarlas y por eso queríamos llegar a la final, pero confiando en nuestras habilidades individuales sin pensar en equipo. No entrenamos, pero llegamos a la final que perdimos uno a cero. Un gol de sombrerito donde tuve mucho de responsabilidad. En el barrio había dejado de jugar también y mis reflejos ya no eran los mismos. Lo lamentamos pero no hubo muchos sufrimientos ni sollozos y la cosa pasó tranquila. En navidad no pedíamos más balones, sino discos de música, ropa, juegos de video. La despedida del fútbol fue como una muerte ya anunciada a la que le habían borrado todas las perturbaciones anexas al duelo de rigor. La separación no tuvo traumas. El deseo de ganar ya no estaba anclado en nosotros. Hice mi último intento, el mismo año, metiéndome a la selección de fútbol del colegio pero fue una gran decepción porque aquel entrenador tenía sus favoritos y había armado una mafia donde además de sus titulares, el resto que entrenábamos ahí servía como prueba de lujo. Los muchachos que no tenían nada que hacer en casa, y jugaban y sudaban un rato, los que tenían números del 12 al 25, porque los favoritos uno los reconocía por el número que usaban en la espalda. Debo reconocer que algunos tenían mucha habilidad y técnica, pero muchos tampoco iban a entrenar e igual jugaban de titulares. Así con ese solapamiento, con esas desventajas naturales que había recibido y que ningún esfuerzo o disciplina cambiarían, empecé a alejarme del deporte. El resto de las olimpiadas anuales estaban sólo para pasar el rato y para salir de aquella dieta de fútbol que me había impuesto involuntariamente. No era gula porque lo disfrutaba mucho pero el romance ya se había ido. Vagamente recuerdo una semifinal en el quinto curso, un año antes de graduarnos que pudo resultar épica porque estando dos a cero abajo empatamos al curso favorito, pero al final un gol de último minuto nos impidió el pase a la final. Así era mi relación ahora con la razón de mi felicidad en años atrás, como si una grieta de abismo infinito sin eco nos hubiera separado y cada uno haya seguido el camino opuesto para no vernos más, con el fútbol hasta que un día, en un viaje familiar visitamos la ciudad de Rosario en Argentina. Yo me había separado de mi familia que fue a visitar el monumento a la Bandera con su perfección de concreto, su solemnidad patriotera, su alta columna, el Paraná que atrás se lo puede ver celestialmente limpio y sus islas como impresionistas óleos verdes. Yo fui al Gigante de Arroyito y después de caminar las ramblas, viendo como chicos en sus bicicletas de panadero, en pandilla les robaban los bolsos a mujeres que caminaban descuidadas por las abandonadas vías del tren que ahora están debajo de casas, de canchas y matorrales sin dueños ni visitas. Y al llegar ahí al estadio, además de ver el gran edificio pintado de amarillo y azul, me llamó la atención un chico de mi edad, que caminaba por el estadio junto a un amigo. Cantaba muchas canciones a favor de Rosario Central; hurgaba por las rejillas que permitían ver la cancha; se saludaba con los vecinos que vivían en las casas pintadas, del color del equipo de sus amores, cercanas al estadio; hablaba un rato, preguntando por famosos y desconocidos que por igual pertenecen al club del Arroyito, con las pintores que se encontraban refaccionando un letrero de una caricatura inspirada en un boceto del Negro Fontanarrosa; en la esquina Olmedo se persignó y en el Arroyito comenzó a corear alineaciones, a cambiarlas rápidamente en su mente como una partida de ajedrez, como un accionista o un vendedor de bolsa de valores que histéricamente realiza su trabajo en voz alta; y al ver una camioneta pintada con el amarillo y azul, y una bandera que soberanamente flameaba, comenzó a cantar: “Yo no abandono por que no soy del laguito/, yo soy guerrero y del barrio de Arroyito!/ no caben dudas que Rosario es de Central/ vení al gigante te lo vamo a demostrar...

Lo que vi aquel día fue la demostración más grande de amor que había presenciado, porque seguramente ese chico se probó en el equipo, fue rechazado, pero sigue siendo hincha de él, sin esperar nada a cambio por muchos días del año, únicamente la esperanza que uno de esos días le dé una de esas grandes alegrías que sirven como faros para iluminar el camino dentro de un túnel que puede demorar años en llegar hasta el otro extremo. Por ese evento volví al fútbol, por ver como los ojos le brillaban al sólo pasar, sentir que formaba parte de algo, que el club era más que una familia, era la razón de existir, antes de graduarme me fui a probar al equipo de mis amores, y después de siete meses, después de ser rechazado tres veces, pude entrar con las completas. Mi sueldo fue bajo y varias veces tuve que hacer sacrificios para ser el mejor. Pero ese recuerdo me lleva ahora aquí, hasta final, la antesala de la gloria, pero de la cual estoy en buena medida ausente, y de la que daría cualquier cosa por no salir de ella, porque estoy dispuesto a morir aquí. Si yo hiciera la película de mi vida, en el epílogo, en un atardecer como este, ante la banda sonora que son los cánticos de la hinchada, podría mi cuerpo dejar de existir sabiendo que he sido parte de la gloria que estamos a punto de conseguir. Por eso cuando escucho en los altavoces el cambio y los sollozos de varios de mis compañeros y los murmullos consternados de los médicos, alcanzó a levantar los ojos y al ver al joven arquero que está entrando mientras yo salgo, sólo puedo decirle que no la arruine y que disfrute de este título y de mi puesto, porque yo ya lo he dejado todo acá y de ahora en adelante nada tendrá más sentido que esto. Mejor me dejo llevar por aquella paz que me llama mientras en los últimos segundos de mi vida me imagino como será la celebración del campeonato y me siento en primera fila ante los recuerdos que como una película al revés se van presentando sin sonido alguno, y que tienen como un único denominador común un balón.

20 de julio de 2009

Cuento: Gemelas

Durante las últimas semanas he contado con demasiado tiempo libre. He leído como un maniaco mientras envió carpetas en busca de empleos. Y de tanto leer me han dado ganas de contar algo, de mezclar ficción con realidad. Puede que esto sea muy largo para un post, pero ahí me atrevo a publicarlo, por mi cuenta, para que este sea el motivo inicial de escribir historias y sacarme cosas de la cabeza.




Gemelas:

Ir al psiquiatra básicamente consiste en contar algo. Los locos o aspirantes a locos son a los que mas les gusta contar cosas. Todo es diferente después de haber contado algo. La libertad ahora está concentrada en la lengua y de ahora en adelante siempre existirá una necesidad, una ansiedad, de hablar de cosas que probablemente a muchos no les interesen y de estar dispuesto a entrar en el perímetro de otras personas, de otros nebulosos caos. Eso, en estos tiempos donde olvidar es tan común, donde la memoria está devaluada, donde el estar ocupado es símbolo de éxito, es un claro sinónimo de estar loco. Y loco me quedé en la ciudad argentina de Córdoba, donde existe una extravagante (bellísima también) iglesia, llena de colores vivos, predominando el lila, por fuera, y pálidos por dentro, donde la luz es escasa y debe traspasar vitrales que proyectan figuras angelicales, que junto a sus deprimentes estatuas pertenecen a la orden de los Capuchinos, de la que nunca había escuchado. La verdad es que la religión nunca me ha interesado, mis ojos brillan ante cosas más sencillas, las que no tienen que ver con el poder, con conspiraciones, con codicia o con redención para el resto de los pobres inferiores mortales ignorantes como yo. Pero lo que importa es que dentro de aquella iglesia, existe una de esas historias singulares, que uno difícilmente puede descubrir, en una ciudad que es temida en mayor medida por sus propios habitantes, si uno se muestra indiferente ante supuestas banalidades. En aquel lugar laboran dos mujeres bastante parecidas, se creería que son hermanas. Yo no lo pienso argumentando que nadie se dedica a trabajar en lo mismo que su hermano. Necesitamos esa independencia e individualidad. A ambas les caen sobre los hombros varios años de vida encima, están empezando el ocaso de su existencia. Todas las mañanas y tardes cada una ocupa una de las puertas de entrada y salida del gótico edificio para vender estampillas de los santos favoritos de la localidad a los fieles feligreses y a los turistas infieles.

A primera vista la escena no dista de muchas otras, porque las iglesias son las oficinas de muchos mendigos y comerciantes de la religión. Pero si uno se detiene un poco más de lo que dura tomar una foto, podrá ver lo curioso que resulta que ninguna de las dos se peleen por acaparar a los visitantes que entran y salen. Y no parece ser por algún pacto de no molestar las posibles ventas con discusiones o por cuestiones de respeto a la casa de Dios, porque hay algo más en la situación, o mejor dicho hay falta de algo: no se ve tensión, ni envidias, ni rencores. Es más, en el ambiente ronda un soplo de camaradería, de afecto, de empatía. Se cuentan chistes, comparten la comida ante el hambre, el abrigo ante el frío, además de que ambas salen a la misma hora de su lugar de trabajo conversando y escuchando, sobre todo escuchando lo que la otra dice.

Al día siguiente, ante una curiosidad que me hincó toda la noche y no me dejó dormir, suspendí la travesía que tenía planeada por todo el día en Villa Carlos Paz y las Sierras de la provincia. Me dirigí temprano al mismo lugar, pero cuando llegué únicamente vi a una de las dos vendedoras de estampitas. Pasaron gélidas horas, las calles se llenaron y se vaciaron de personas, los niños, unos alegres y otros soñolientos, se dirigían a aprender, a estar con sus amigos, los jóvenes con sus uniformes prendían a escondidas cigarrillos mientras reían y se golpeaban amistosamente como un gesto de confianza, y el sol también resplandecía haciéndose presente, con una fuerza que no alcanzaba para tapar aquel invierno que ya se comenzaba a vivir. Después de que mi mente, ante la expectativa de ver a los señoras juntas (como una misteriosa secta con un desconocido vínculo para el resto), haya divagado, mi corazón se haya enamorado y bailado con unas cuantas desconocidas y mis ojos hubieran visto que las cosas flotaban en el ambiente, me acerqué a aquella solitaria mujer que estaba sentada, y que ahora sin la otra se veía tan minúscula, toqué su hombro cubierto de incontables capas de abrigos, de todos los colores, de muchos años, con manchas que parecían feos trofeos del pasado, ella me vio y yo también pude hacerlo a través de sus gruesos lentes, sus pequeños ojos cubiertos por infinitas arrugas me sonreían, y con la aprobación retratada en su cálida mirada pude preguntarle donde estaba su compañera. Pensé que no me escuchó y que alegremente me iba a ofrecer alguna figurita de alguien que no conozco pero en el cual debería tener fe. Situación que me hubiera hecho sentir un miserable por rechazarla; pero se tomó su nariz, después con la misma mano tomó sus anteojos por los extremos y los llevó hacia adelante, después los colocó en el mismo lugar, las patas friccionaron con la rugosa piel hundida detrás de sus orejas. Esto lo hacía como seña característica de estar concentrándose, y prosiguió a entregarme un sobre que tenía como destinatario la primera persona que preguntara por la otra.

Para algún extraño:

Empiezo pidiéndole perdón si existen errores de escritura en esta carta, y perdone también si la historia no la siente completa. La verdad es que mi intención no es molestarlo con cosas de viejas que dan vueltas y vueltas en el mismo círculo, sólo lo utilizo a usted como una excusa para escribir, mi último acto individual, porque desde hace algún tiempo pienso que ya no pertenezco solamente a mi misma sino a otros. No digo esto como un acto de sacrificio por el cariño que le tengo a mi familia, como una señal que lo daría todo por ellos o a personas que conozco desde hace mucho tiempo. No me queda familia alguna para que usted piense eso. No tengo esposo, ni hijos, mis padres murieron años atrás y de mis hermanos no sé nada desde la fecha en que salí de mi cálido pueblo que lo extraño cada vez que estoy triste. Quienes únicamente me han acompañado en esta vida son estos libros que los leo una y otra vez, esperando algún rato poder sentir lo mismo que sus personajes, que algo de la imaginación de sus autores se pegue en mi solitaria realidad. Los escritores no son magos que pueden cambiar su presente pero ahora yo me atrevo a escribir esperando cambiar la mía. Así que seguiré con lo que quería contando desde el principio, esperando que usted siga leyendo.

Mi nombre no es importante, tampoco que sepa como conocí a Carmen. Carmen es la que usted está viendo ahora. Sólo le puedo decir que en principio no nos llevábamos mal pero eso no significaba que nos lleváramos bien, ahora que recuerdo casi no hablábamos. Era una riña silenciosa, donde pretendía no equivocarme con ruidos y todo el día deseaba que ella se cansara de aquel silencio y no volviera más. Pero después pasó lo que tuvo que pasar y ella me ayudó. Eso que pasó tampoco es importante. Al día siguiente yo se lo agradecí llevando un pedazo de pan y un termo con mate para conversar. Recuerdo que ese día casi nos olvidamos de vender, por suerte era lunes y los lunes para los religiosos y para los turistas no existen. Así pasaron varios días que no los conté, conversando de nimiedades o del pasado. Rememorando las cosas sencillas y lo que ya no teníamos. Todo eso era lo normal, eran cosas de viejas, hasta cada vez que una de las dos tenía algún problema. La siguiente vez fue una enfermedad. Y nuestra amistad era así. Todo dependía de que alguna tenga un problema para que esta creciera. Por eso a muchas personas como nosotras les gusta estar enfermas o tener algún problema. Porque es nuestra única forma de que la gente nos tome en cuenta. Que alguien se fije en mí, que vea que debajo de estos pliegos de trapos de invierno hay carne y hueso que late y llora.

Así por problemas de salud terminamos viviendo juntas. En un cuartito que apenas tenía un foco, una cocineta donde calentábamos mate en la noche, una vieja radio donde escuchábamos a Julio Sosa y nos imaginábamos bailando con él vestidas de gala, en un lugar seco y brillante no como aquí que todo es pálido y húmedo, también había en la habitación una cama de niños con forma de cohete espacial donde sentíamos la dureza de las tablas por lo flaco que era el colchón, pero lo compartíamos, y era donde dormíamos y soñábamos aquellos sueños de chiquilina o teníamos pesadillas en las que no estábamos juntas, y el lugar se completaba con un pequeño retrete que encima tenía un mohoso espejo y una ducha que nos daba un hilo de agua con el cual refrescarnos en los días de calor. No miento en decir que en ese lugar y junto a ella pase los mejores tiempos de mi vida. Pero también sufrí mucho, sufrí horrores porque me percaté que estaba cambiando y no sabía en qué. A mí que nunca me han gustado las sorpresas y a los cambios inesperados los he evitado desde mi infancia. Siempre traté de ser la misma, tal como mi madre me crió. Me enseñó un horario, y en ese tiempo los instantes que tenía para cocinar, para tejer, para bañarme. También la forma en que una señorita toma un vaso, el nunca pedir vino porque eso no bebían las personas como mi madre, el no gastar dinero en tonterías de las que después me arrepentiría, el ver como se visten las personas y que tan raídas y desteñidas están sus ropas, para saber si podían ser nuestros amigos o no. Todo eso lo aprendí y aunque el día en que murió en casa decidí irme de ahí, de sus enseñanzas no había podido escapar hasta ahora. Así que ante ese miedo a lo desconocido opté por ser como ella. Si como ella a la que usted está viendo ahí. A Carmen la espiaba en el espejo que era este hogar, veía la forma como tomaba el dentífrico y lo colocaba en el cepillo de dientes, todas esas pequeñas cosas además de cómo se vestía, lo que comía, la forma en que caminaba, la expresión en su sonrisa.

Vivir juntas hizo algunas cosas fáciles. Los grandes gestos eran cuestión de práctica. Pero la forma como veía a un gato cada vez que pasaba por el techo, sus muecas de fastidio cuando veía o escuchaba a los políticos, cualquiera que sea, la manera de persignarse, el como se acomoda los lentes cuando no sabía que responder, como se rascaba los codos ante los nervios, incluso a la hora de dormir trataba de estar demasiado cansada para al escuchar el primer ronquido automáticamente yo durmiera, como un despertador al revés, todo esas fueran tareas titánicas. Yo a veces sospechaba que ella sabía que la trataba de copiar, imitándola a la perfección. Lo que me confunde es que nunca me preguntó el por qué. Eso cuando empecé a vestirme igual, usar los mismos aretes, los mismos collares, la mismas marcas de maquillaje. Siempre me cambiaba de ropa después de ella y gasté mis últimos ahorros imitando su placar. Su perfil era exactamente el mismo al que se reflejaba en el espejo cuando yo estaba frente a él. Incluso trataba de pensar igual que ella, aprendiendo que le molestaba y que le gustaba, que le fascinaba, que le obsesionaba. Así cuando pensaba que ella tenía esas sospechas pero sentía que yo ya había aprendido finalmente la lección, ella cambiaba completamente su comportamiento, y esos eran mis peores días porque ya no recordaba quien era yo y al no ser ella me sentía en el limbo, me atacaban pensamientos horribles. Mis sueños no me ayudaban. En ellos me veía junto a un inmenso espejo que se agrandaba cada vez más pero ese espejo no reflejaba nada y a nadie más. Ahí estaba yo sola en aquel lugar y ni mi propia imagen me quedaba. Y no quería mi imagen, y si la tuviera lo probable es que no supiera que aquella era mía, que me pertenecía desde siempre, porque la única imagen que quería era la suya. Varias veces estuve a punto de rendirme dejándome llevar por ideas donde finalmente ambas ya no teníamos ningún espacio, la duplicidad había ocupado todo el cuarto y yo como un mártir dormía para siempre, y servía de alimento para el hambre de Carmen. Yo era el mejor asado que alguna vez ella había probado. Mi carne era tan tierna porque su piel era tan tierna, y cada vez que ella comía uno de mis muslos una lágrima se le salía y cuando probaba mi corazón, el suyo dejaba de latir. Así aquel acto caníbal consistía en una fusión, una fusión que anhelaba más que cualquier cosa. Pero después pensaba que Carmen era muy resistente y seguramente ella lo hubiera seguido intentando. No presumo pero creo que si se rompiera el espejo de la casa ella no lo necesitaría, a diferencia de lo mucho que yo la necesito a ella.

Así siguieron mis pesares, tratando de ser alguien que cada día conocía un poco más, hasta que la vi un día hablando con alguien que seguramente conocía de tiempo atrás y todas aquellas facciones y comportamientos fueron totalmente diferentes, la ropa, el maquillaje e incluso el parecido en el peso que había logrado debido a una masoquista dieta y el peinado que estaba luciendo, no servían de nada. Aquellos rostros me resultaban inverosímiles y ni una férrea disciplina, ni cualquier testarudez haría que pudiera copiar aquellos gestos. Era otra persona. El molde que había seguido se transfiguró totalmente. Me repugnaba, no la reconocía. Quedé devastada, y no pude más que salir corriendo de la iglesia y ahora escribir estas letras que usted está leyendo y que le ruego nunca se las muestre a Carmen porque creo que mi pesadilla me ha dominado y ante la única salida que veo no sé que va a pasar.

Atentamente,

Carmen.


En ese momento ante la mirada expectante de Carmen para que le cuente lo que había podido leer yo, comenzó a agarrarse del cuello, su rostro tomó la horrible expresión de un ahogado: los ojos empezaron a agrandarse, sus venas y arterias estaban a punto de estallar, la nariz palpitaba acompasadamente con la contracción de sus labios, minutos pasaron mientras trataba de ayudarla, hasta que su piel se tornó azul, los dedos de sus manos se arrugaron aún más de lo que estaban, de todos los agujeros de su cara empezó a brotar agua, y de sus ojos desapareció todo rastro de que alguna vez hubo vida en aquel cuerpo. Minutos después los paramédicos revisaban aquel cascarón vacío encontrando algas en su garganta. Las mismas algas que coincidentemente se hallaron en una mujer mayor que se había lanzado al río minutos atrás.

24 de marzo de 2009

Yo

Las dos palabras más hermosas del mundo no son “te amo” sino “es benigno”. (Woody Allen).
Hasta ahora lo más grave que me descubrió fue un quistecito sebáceo. Eso es muy poco para pagar treinta pesos por cada consulta. Uno los paga con gusto cuando el médico dice: Querido amigo, cuánto lo lamento, usted tiene cáncer. (Mario Benedetti).

A través de sus ojos, saliendo de la oscuridad ante la majestuosidad del amanecer, puede verse la primera escena de esta película con predecible final. Después de algunas imágenes borrosas y lagañas despegadas de lo que ahora sirve como una cámara orgánica de video, sobresalen una botella de whisky barato, que días atrás tranquilamente pudo haber sido calificada como veneno para ratas, en una mesita apolillada junto a diecisiete colillas de cigarrillos y tres más enteros aún dentro de la caja con la leyenda escrita en mayúsculas: FUMAR CAUSA CÁNCER, y tres pornos norteamericanas, pudiéndose ver únicamente de la primera el pezón de una rubia vestida de cuero y recostada sobre una Chopper. Al salir de su cama después de que el sol entró con fuerza autoritaria y lo sacó de su lecho, como nadie lo había podido lograr en el último tiempo, podemos ver una sala al parecer decorada por una mujer pero prácticamente abandonada, donde las partículas de polvo se pelean por el espacio y a la vez juegan en la claridad del lugar. FOREVER YOUNG de Bob Dylan apenas puede escucharse entre los ladridos de los perros y el llanto de los hijos de los vecinos, y justo cuando aquel protagonista, el centro de la escena, saca su cabeza por la ventana ante la curiosidad, podemos notar que la vida aún existe en otros lugares del mundo. Tipos con corbata, cabellos cortos y zapatos lustrados van a sus oficinas; niñas con trenzas, diademas y loncheras, todas agarradas de las manos se dirigen hacia alguna educativa actividad. En ese instante, dentro de su pecho, empieza a sentir algo de lo que ya se había olvidado y cuando sus ojos empezaban a agrandarse y volverse acuosos, y sus rodillan seguían un trémulo ritmo que lo hizo asirse de la pared, el timbre de la puerta sonó.

Meses atrás la imagen era una blanca clínica, con un olor a enfermedad, pus y putrefacción que removía el estómago, pero además de esos aromas todo en el lugar podía considerarse estéril. Enfermeras vestidas con sus blancos y menuditos vestidos, doctores con sus imponentes batas, camas con aires de limpieza y paredes como un pizarrón necesitados de color. El ambiente era el prefacio para los minutos posteriores, porque definitivamente la atmósfera que se sentía era la del limbo, de la nada, de la muerte. Entra a la oficina después de haber esperado cuarenta y cinco minutos exactos, porque ese es el protocolo del lugar, el doctor que lo había atendido desde cuando empezó a notar que cada vez se sentía más débil y que le costaba respirar. El médico le habló por otros quince minutos, otra vez debido al protocolo, con una profesionalidad que generaba confianza pero al mismo tiempo con la frialdad que te puede dar un título para decir sin ninguna vacilación: TE ESTAS MURIENDO. El hombre del estetoscopio y de la bata blanca quiso seguir hablando y explicarle la causa del futuro viaje sin retorno que le esperaba a su paciente. Pero interrumpiendo, el hombre con la sala llena tiempo después de la música de Bob Dylan lo único que pudo preguntar fue: ¿cuánto? Otra vez la respuesta fue parsimoniosa, ceremoniosa y profesional: Tres meses. El médico quiso continuar el diálogo que le habían enseñado otras personas con más canas pero con la misma corbata e igual estetoscopio. Pero antes de que pueda aconsejarlo según el manual de cómo podría aliviar el dolor, el personaje que meses después estaría caminando a abrir la puerta al haber escuchado el desusado sonido del timbre, agarró el abrigo sin saber nunca, y sin importarle, lo que lo estaba matando.

Al abrir la puerta un desconocido se presenta y señalándose a sí mismo dice: Este eres tú. Nuestro personaje no lo duda porque una apariencia, un garbo le dice que el extraño no está mintiendo, y que el único que podría encontrase a sí mismo en otro cuerpo es él. Lo invita a tomar algo que no es el whisky con sabor a veneno que está en su habitación, sino uno de los buenos, uno de esos que guardaba para alguna ocasión importante, sin saber que la ocasión importante sería el día que lo bebiera en un vaso de cristal con dos cubos de hielos geométricamente perfectos. Ambos beben lo mismo, sienten lo mismo cuando el líquido traspasa sus gargantas y los dos quieren empezar a hablar. «¿Por qué estás aquí?» es la primera pregunta. «Porque nos estás cagando» es la respuesta del extraño. «No ves que me estoy muriendo y lo que tú recuerdas no soy yo, ahora eres tú» continua el enfermo personaje. El desconocido le recuerda la vez que se fracturó la pierna por subirse al árbol de mangos para ver a Isabelita en calzones o la vez que comió pegamento simplemente para que la maestra lo cuide por unas horas y se olvide del resto de sus alumnos. La ocasión a los catorce años en que se metió al cine con sus amigos y casi aguantan una paliza solo para ver una teta. Una teta más hermosa que aquella que ahora levemente sobresale en la revista que acompaña a las colillas de cigarro y al whisky con sabor a veneno para ratas en la mesita apolillada junto a su cama. «Ese eres tú, ese ya no soy yo» le vuelve a decir con el mismo enérgico y resignado tono al extraño con igual semblante que él. «Ya que yo soy tu pasado, ¿te ha venido a visitar tu futuro?». «No seas imbécil, no ves que yo ya no tengo futuro» dice el personaje que vio una teta a sus catorce años, cada vez más al borde de un ataque de cólera que se podía notar claramente en el tamaño de la vena que sobresalía de su frente. «¿Y si tu futuro eres tú mismo ahora?» fue el final de la conversación. El extraño fue casi echado a patadas de la casa porque el personaje que huyó del médico meses atrás no podía creer que una versión de él, así fuera de un pasado cursi, con esperanza y recuerdos, dijera tamaña estupidez.

Se revolcó, después de varios años desde que su ex lo abandonó llevándose todo menos la desconocida enfermedad, con la vecina que le había empezado a coquetear desde que su prominente barriga comenzó a achicarse debido a que algo estaba alimentándose de él y de paso matándolo. Los encuentros con la vecina no los realizó por ningún temor, reflexión o congoja por su pasado. Lo hizo solo porque creyó así que nunca más vería al extraño imbécil que le había dicho que el futuro era él en este instante. Se llevó a la vecina a una playa, que fuera de las fechas que los protocolos dictan que se debe ir a la playa pasaba desierta, por temor a un nuevo encuentro. Solo pescadores que salían cuando la noche empezaba a morir y sus mujeres e hijos que preparaban la comida y tejían redes eran las únicas siluetas que veía y en pocas ocasiones les hacía un saludo a la distancia con la mano. Durante ese mes la pareja solo comió lo que ellos mismos atrapaban, bebían coco hasta que se transformaba en laxante y vestían ropas que habían improvisado con el mismo material con que se hacían las redes para pescar, además de aretes elaborados con conchas o con caracoles que fueron los regalos de un catorce de febrero atrasado, aniversarios inventados, reconciliaciones y despedidas. Una noche antes de acostarse en la hamaca el moribundo recordó a su versión del pasado y se cagó de la risa porque desde su aparición hizo lo que siempre había querido hacer previo a su muerte. Y eso que no pensaba mucho en su muerte. El doctor, que meses atrás lo había atendido con su estéril profesionalidad, lo buscó con una pasión no propia de un tipo que te dice sin tapujos que te estás muriendo. Finalmente lo encontró y tocó la puerta de la rudimentaria casa. Gritó antes de que lo atendieran que tenía excelentes noticias. Ante la futura decepción nuestro personaje se encerró en el baño y lo único que se pudo escuchar fue una sorda explosión y el seco sonido de un objeto grande cuando cae al piso. La vecina abrió la puerta y ante la cara de estupor del médico, ella le dijo mirando el inerte cuerpo de su amante: «Nunca supe su nombre pero siempre supe que era un sabio», mientras recordaba donde había guardado aquella soga de marineros que pidió prestada desde el mismo día en que lo conoció.
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