24 de marzo de 2009

Yo

Las dos palabras más hermosas del mundo no son “te amo” sino “es benigno”. (Woody Allen).
Hasta ahora lo más grave que me descubrió fue un quistecito sebáceo. Eso es muy poco para pagar treinta pesos por cada consulta. Uno los paga con gusto cuando el médico dice: Querido amigo, cuánto lo lamento, usted tiene cáncer. (Mario Benedetti).

A través de sus ojos, saliendo de la oscuridad ante la majestuosidad del amanecer, puede verse la primera escena de esta película con predecible final. Después de algunas imágenes borrosas y lagañas despegadas de lo que ahora sirve como una cámara orgánica de video, sobresalen una botella de whisky barato, que días atrás tranquilamente pudo haber sido calificada como veneno para ratas, en una mesita apolillada junto a diecisiete colillas de cigarrillos y tres más enteros aún dentro de la caja con la leyenda escrita en mayúsculas: FUMAR CAUSA CÁNCER, y tres pornos norteamericanas, pudiéndose ver únicamente de la primera el pezón de una rubia vestida de cuero y recostada sobre una Chopper. Al salir de su cama después de que el sol entró con fuerza autoritaria y lo sacó de su lecho, como nadie lo había podido lograr en el último tiempo, podemos ver una sala al parecer decorada por una mujer pero prácticamente abandonada, donde las partículas de polvo se pelean por el espacio y a la vez juegan en la claridad del lugar. FOREVER YOUNG de Bob Dylan apenas puede escucharse entre los ladridos de los perros y el llanto de los hijos de los vecinos, y justo cuando aquel protagonista, el centro de la escena, saca su cabeza por la ventana ante la curiosidad, podemos notar que la vida aún existe en otros lugares del mundo. Tipos con corbata, cabellos cortos y zapatos lustrados van a sus oficinas; niñas con trenzas, diademas y loncheras, todas agarradas de las manos se dirigen hacia alguna educativa actividad. En ese instante, dentro de su pecho, empieza a sentir algo de lo que ya se había olvidado y cuando sus ojos empezaban a agrandarse y volverse acuosos, y sus rodillan seguían un trémulo ritmo que lo hizo asirse de la pared, el timbre de la puerta sonó.

Meses atrás la imagen era una blanca clínica, con un olor a enfermedad, pus y putrefacción que removía el estómago, pero además de esos aromas todo en el lugar podía considerarse estéril. Enfermeras vestidas con sus blancos y menuditos vestidos, doctores con sus imponentes batas, camas con aires de limpieza y paredes como un pizarrón necesitados de color. El ambiente era el prefacio para los minutos posteriores, porque definitivamente la atmósfera que se sentía era la del limbo, de la nada, de la muerte. Entra a la oficina después de haber esperado cuarenta y cinco minutos exactos, porque ese es el protocolo del lugar, el doctor que lo había atendido desde cuando empezó a notar que cada vez se sentía más débil y que le costaba respirar. El médico le habló por otros quince minutos, otra vez debido al protocolo, con una profesionalidad que generaba confianza pero al mismo tiempo con la frialdad que te puede dar un título para decir sin ninguna vacilación: TE ESTAS MURIENDO. El hombre del estetoscopio y de la bata blanca quiso seguir hablando y explicarle la causa del futuro viaje sin retorno que le esperaba a su paciente. Pero interrumpiendo, el hombre con la sala llena tiempo después de la música de Bob Dylan lo único que pudo preguntar fue: ¿cuánto? Otra vez la respuesta fue parsimoniosa, ceremoniosa y profesional: Tres meses. El médico quiso continuar el diálogo que le habían enseñado otras personas con más canas pero con la misma corbata e igual estetoscopio. Pero antes de que pueda aconsejarlo según el manual de cómo podría aliviar el dolor, el personaje que meses después estaría caminando a abrir la puerta al haber escuchado el desusado sonido del timbre, agarró el abrigo sin saber nunca, y sin importarle, lo que lo estaba matando.

Al abrir la puerta un desconocido se presenta y señalándose a sí mismo dice: Este eres tú. Nuestro personaje no lo duda porque una apariencia, un garbo le dice que el extraño no está mintiendo, y que el único que podría encontrase a sí mismo en otro cuerpo es él. Lo invita a tomar algo que no es el whisky con sabor a veneno que está en su habitación, sino uno de los buenos, uno de esos que guardaba para alguna ocasión importante, sin saber que la ocasión importante sería el día que lo bebiera en un vaso de cristal con dos cubos de hielos geométricamente perfectos. Ambos beben lo mismo, sienten lo mismo cuando el líquido traspasa sus gargantas y los dos quieren empezar a hablar. «¿Por qué estás aquí?» es la primera pregunta. «Porque nos estás cagando» es la respuesta del extraño. «No ves que me estoy muriendo y lo que tú recuerdas no soy yo, ahora eres tú» continua el enfermo personaje. El desconocido le recuerda la vez que se fracturó la pierna por subirse al árbol de mangos para ver a Isabelita en calzones o la vez que comió pegamento simplemente para que la maestra lo cuide por unas horas y se olvide del resto de sus alumnos. La ocasión a los catorce años en que se metió al cine con sus amigos y casi aguantan una paliza solo para ver una teta. Una teta más hermosa que aquella que ahora levemente sobresale en la revista que acompaña a las colillas de cigarro y al whisky con sabor a veneno para ratas en la mesita apolillada junto a su cama. «Ese eres tú, ese ya no soy yo» le vuelve a decir con el mismo enérgico y resignado tono al extraño con igual semblante que él. «Ya que yo soy tu pasado, ¿te ha venido a visitar tu futuro?». «No seas imbécil, no ves que yo ya no tengo futuro» dice el personaje que vio una teta a sus catorce años, cada vez más al borde de un ataque de cólera que se podía notar claramente en el tamaño de la vena que sobresalía de su frente. «¿Y si tu futuro eres tú mismo ahora?» fue el final de la conversación. El extraño fue casi echado a patadas de la casa porque el personaje que huyó del médico meses atrás no podía creer que una versión de él, así fuera de un pasado cursi, con esperanza y recuerdos, dijera tamaña estupidez.

Se revolcó, después de varios años desde que su ex lo abandonó llevándose todo menos la desconocida enfermedad, con la vecina que le había empezado a coquetear desde que su prominente barriga comenzó a achicarse debido a que algo estaba alimentándose de él y de paso matándolo. Los encuentros con la vecina no los realizó por ningún temor, reflexión o congoja por su pasado. Lo hizo solo porque creyó así que nunca más vería al extraño imbécil que le había dicho que el futuro era él en este instante. Se llevó a la vecina a una playa, que fuera de las fechas que los protocolos dictan que se debe ir a la playa pasaba desierta, por temor a un nuevo encuentro. Solo pescadores que salían cuando la noche empezaba a morir y sus mujeres e hijos que preparaban la comida y tejían redes eran las únicas siluetas que veía y en pocas ocasiones les hacía un saludo a la distancia con la mano. Durante ese mes la pareja solo comió lo que ellos mismos atrapaban, bebían coco hasta que se transformaba en laxante y vestían ropas que habían improvisado con el mismo material con que se hacían las redes para pescar, además de aretes elaborados con conchas o con caracoles que fueron los regalos de un catorce de febrero atrasado, aniversarios inventados, reconciliaciones y despedidas. Una noche antes de acostarse en la hamaca el moribundo recordó a su versión del pasado y se cagó de la risa porque desde su aparición hizo lo que siempre había querido hacer previo a su muerte. Y eso que no pensaba mucho en su muerte. El doctor, que meses atrás lo había atendido con su estéril profesionalidad, lo buscó con una pasión no propia de un tipo que te dice sin tapujos que te estás muriendo. Finalmente lo encontró y tocó la puerta de la rudimentaria casa. Gritó antes de que lo atendieran que tenía excelentes noticias. Ante la futura decepción nuestro personaje se encerró en el baño y lo único que se pudo escuchar fue una sorda explosión y el seco sonido de un objeto grande cuando cae al piso. La vecina abrió la puerta y ante la cara de estupor del médico, ella le dijo mirando el inerte cuerpo de su amante: «Nunca supe su nombre pero siempre supe que era un sabio», mientras recordaba donde había guardado aquella soga de marineros que pidió prestada desde el mismo día en que lo conoció.

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