10 de noviembre de 2009

Cuento: Poca sabiduria la de Santiago


Un sonido parecido a un jadeo, más acorde a un matadero de animales que a un cuarto de motel, fue el botón de eyección que sacó a Santiago del rincón donde se había refugiado después de un desesperado escape de la realidad. Cuando abrió sus ojos lo primero ante él fueron otros ojos, acuosos, al borde del llanto. Él no esperaba que esos ojos, no los de él, se desorbitaran o tuvieran actitud posesa, ni esperaba escuchar voces pidiendo por más de la boca ubicada debajo de aquellos ojos rojos, contenidos, a punto de explotar; pero nunca imaginó encontrar un rostro paralizado del susto, esperando el impacto del camión que inminentemente lo atropellará en la oscura carretera.

Frente a él no estaba la imagen repetida en las decenas de videos porno vistos en su computadora los últimos meses, durante varios momentos del día mientras se pajeaba sentado en la silla de imitación de cuero que hacía juego con el escritorio del estudio de su padre, donde dos personas (o a veces más) tiraban como si los Rolling Stones estuvieran tocando Paint in black en la playa de Río, dándole duro a la batería. Tampoco escuchaba los ruidos de placer, gritos de dolor y frases lascivas tan típicos del hardcore al que se había vuelto adicto. Aunque en el fondo, después de la sonrisa de la mujer con la boca llena de semen y antes de los créditos, Santiago sabía que aquellas imágenes deshidratantes y amnésicas para olvidar al menos quince minutos, no era lo que realmente quería. No quería correrse en la cara de una mujer y obligarla a tragarse su leche, ni agarrarla fuertemente del cabello en actitud dominante mientras la penetraba por la boca. Creía anhelarlo como parte de una venganza, de una reivindicación puesta en práctica en sitios sucios y oscuros, cuartos de moteles en las afueras de la ciudad. Una fachada para lo realmente soñado: estar con una mujer en la mayor intimidad posible, desnudos los dos en el comedor de un pequeño apartamento, ella sentada en sus piernas, acomodándole el cabello y riéndose; y después de copular y quitarse los fluidos, posar su cabeza allá abajo, en el segundo corazón femenino, ese sitio cálido donde Santiago sentía calma. Ninguna de las dos cosas pasó. Después de tantas sesiones diarias de manuela hasta la jaqueca, por lo exprimido que quedaba, con lo que se topó fue con un cordero a punto de ser degollado, emanando una combustible sensación de miseria.

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No sabían nada el uno del otro y no importaba. Eso no era verdad pero estaba bastante cerca de serlo. Dos cosas eran lo que no volvía una entera verdad lo dicho. Primero ambos no se sentían alguien, eran un remedo de lo que habían sido, sin oportunidad a ser alguien nuevo; y segundo porque en el lugar donde se encontraron les habían pedido presentarse. Ya saben: lo clásico de los nombres, profesiones y, por ahí, algo más personal, útil para entablar una conversación y formar una amistad con fecha de expiración cuando ambos tomen otros rumbos, porque, aclarando el asunto, los dos se sentían de paso, impedidos de pasar el peaje. Habían olvidado la billetera, el pasaporte, y con eso: quiénes eran, sus pasados.

Santiago no prestó atención cuando ella se levantó de su silla y dio su nombre para todos, porque cuando hablaba, la persona que veía Santiago era un cromo repetido hasta el hartazgo. Mujeres fabricadas en serie. Usan denominaciones en los trabajos como “vecina” o “amiga” para referirse a sus compañeras, llaman a su novio “gordo”, conversan de maquillajes, se ríen por cualquier cosa, y seguramente en sus días libres van a Salinas y caminan por el malecón junto a la muchedumbre sin saber qué hacer, sólo siguiendo la larga cola de gente que tampoco sabe qué hacer y están ahí porque todo el mundo está ahí, enfundándose en ese disfraz trillado y falso pero cómodo, simplemente para caer bien, para hacer más llevable las ochos horas del día. Pero cuando mencionó que había sido Gerente de una empresa (pequeña, micro, minúscula empresa), con su aguda voz de marrana, lo único que él recordará, Santiago finalmente prestó atención a lo dicho por aquel ser, que por una especie de desprecio, metido en su ADN, le resultaba horrendo. Había sido Gerente y poseía un título en Administración. Tenía más de 40 años, se parecía a una profesora que tuvo alguna vez y que siempre olía a sopa, y su maquillaje era la obra de una prostituta en decadencia. Sin embargo lo interesante era lo de la Gerencia, porque a Santiago le dio la sensación que ella también tenía un prestigio de castillo de naipes al igual que él, desmoronado ante la primera brisa, condenado al fracaso sin importar los sacrificios.

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Le dolían intensamente las encías el día en que se conocieron. Le picaban, le sangraban. Además sentía la vejiga siempre llena, ganas intensas de orinar todo el día, y la garganta seca, pero a diferencia de la persona a su lado, Marcos (metalero, ex – guardia de una empresa de seguridad, 30 años, mujer e hijo a cuestas y con ganas siempre de echarse algunas cervezas los viernes), Santiago no escupía en el piso a vista de todos en los recesos, cuando salía a fumar un cigarrillo después de haber estado encerrado un par de horas, junto a un grupo de personas encontrados por la necesidad, convertidos en una manada de dóciles animales, ni carraspeaba su garganta cortando el silencio del lugar.

«Es la habitación del tiempo», pensó. Tuvo la sensación de que el lugar era como aquella nave espacial de Odisea 2001, en la secuencia donde el astronauta, metido en un agujero negro, vive varias decenas de años en pocos minutos, hasta que finalmente se convierte otra vez en un hermoso y rosado feto; o como el Maelstrom del cuento de Poe, porque aquí, donde el aire acondicionado y las cómodas sillas son un placebo, a diferencia de afuera, el lugar donde el tiempo transcurre normalmente la mayoría de veces, a excepción de noviembre y diciembre, cuando el tiempo acelera, desesperado por terminar, cruzar la meta, marcar tarjeta ante el final del turno, cerrar el telón y que alguien lo releve, en la caja, Santiago sentía, lentamente pero sin ninguna pausa y sin posibilidades de un espectacular y planificado escape, sus nervios quebrarse, su piel agrietarse, sus huesos endurecerse y su miopía aumentar. Pensaba en las charlas de los doble-A y a diferencia de esta capacitación, previo a empezar un trabajo rutinario pero de alta importancia para alguien que sí gana millones de dólares, donde se encontraba, un lugar lleno de alcohólicos lucía entretenido, con testimonios interesantes de los miembros, estando cerca de personas que se habían atrevido a vivir aunque quedaron maltrechos en el intento. En la caja, como llamó a su lugar de trabajo, no se podía hablar, era necesario pedir permiso para ir al baño, te piden sentarte si te levantas. Era el lugar que tanto había odiado y no sabía qué-chucha-hacía-ahí además de hacer la tarea y vivir como lo demás, echando panza mientras esperaba la orden del día.

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Al despertar gracias al chillido de miseria y acabar echando un prolongado y tardío chorro de esperma que parecía también llevarse parte de él, Santiago se dirigió al baño. Las luces no servían y algunos pelos que no eran los suyos ni de la mujer, mezcla de modelo Picasso-Botero, año 61, que todavía se encontraba acostada en la cama, los saludaban antes de perderse en el caño, por lo que descartó meterse al jacuzzi, a pesar que la idea de reportarse al siguiente día con un pie de atleta en todo el cuerpo y así tener una excusa para faltar no le pareció totalmente desquiciada. Ducharse fue otra idea descartada porque de repente le entró la paranoia de que podrían estarlo grabando en video, listo para ser vendido en internet por algún gordo español obsesionado con la princesa Leia, y muchos de esos freaks que usualmente corren a ver películas en su estreno para después despedazarlas, lo verían y comentarían con frases más grotescas que ver a alguien bañándose en un cuarto de motel.

La ida al baño fue otro intento de escape de la realidad, a la que volvió inconscientemente, yendo a la cama sin saber qué hacer, un puño venido de imprevisto. No sabía cómo escapar de aquel lugar, no sabía qué era lo siguiente después de haber visto a aquella persona al punto del quiebre total, poco antes de correrse dentro de ella, usando un condón con sabor a banano, los únicos disponibles en la recepción que también servía como tienda. «¿Qué tal el primer día?» preguntó. Ella movió la cabeza en señal de que no estuvo tan mal, tiritando aún el llanto contenido. «¿Crees que vas a regresar mañana?» dijo Santiago sin mirarla a los ojos. «Toca» fue la respuesta, mientras se levantaba en busca de su teléfono; y arqueadas venidas del fondo de sus intestinos, al ver por primera vez aquel cuerpo de pie y desnudo, le vinieron a esa cucaracha convertida en hombre, reverso de Gregorio Sansa, que estaba apoyado en la puerta del baño. Ella cerró la llamada, y como una niña desesperada empezó a recoger su ropa y vestirse. Santiago no dijo nada, no tanto por alivio sino por temor a que ella entre en un ataque de nervios, lo termine asesinando y aparezca en el diario EXTRA, al día siguiente, entre el resto de asesinatos ocurridos en el día, su cuerpo ya plomizo como una pieza de utilería en una clase de medicina, el titular: «Por no servir en la cama le metieron nueve puñaladas».

El polvo de Santiago, a la mañana siguiente, era más un sueño que un recuerdo, hasta que se metió al baño y vio los primeros signos del pie de atleta en su espalda. Se vistió e igual fue a la caja. Antes de entrar le pidió un cigarrillo a Marco y cuando ocultaba el encendedor entre sus manos, vio acercarse a otro compañero de trabajo, con quien nunca había conversado y no sabía su nombre, con una cara de estar comiendo mierda. Les contó, usando un tono de hacerse el bacán, el que no le tiene miedo a nada, que un chiclero le había dicho algo a su novia y quería pedirle prestado el tolete al guardia para entrarle a bastonazos al morboso vendedor. «Entren por favor» dijo una voz amable detrás de la puerta. «A echar panza» dijo el ofendido novio. Santiago se dio cuenta que ella no volvería. Ella se había atrevido a mandar a la mierda a la caja y buscar otra cosa. «La concha de su madre» pensó, al mismo tiempo que botaba el cigarrillo y se empezaba a arrepentir de la oportunidad que tuvo de haber aparecido en el diario EXTRA, descuartizado, flagelado, cercenado; pero sin panza, canas, ladillas y bigotes.

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