1 de mayo de 2010

Guía laboral



Christopher McCandless, en quien está basado el libro y la película Into the wild, mencionaba en su diario que la idea de libertad siempre nos extasió, «está asociada en nuestras mentes con la idea de un escape de la historia, la opresión, las leyes fastidiosas y las obligaciones». Mucha razón tiene el aventurero originario de West Virginia, porque entre la rutina diaria de despertarse, lavarse los dientes tomando el dentífrico desde el fondo para no desperdiciar, bañarse, desayunar, ir al trabajo, volver para descansar y meterse en la cama esperando estar de suerte con tu esposa antes de dormir, anhelando entre todo eso algún atisbo de lucidez o felicidad plena que le dé sentido al hacer lo mismo a diario, o disfrutar aquellos pequeños momentos de alegría infinita (una cucharada de azúcar se recuerda más que cien cucharadas de sal dicen las abuelas), pocas opciones de en caso de emergencia rompa el vidrio quedan.

No es para cualquiera donar todos sus ahorros a una ONG, cambiar de nombre y desaparecer de todo conocido en un viaje de renacimiento hasta Alaska como lo hecho por CM, que sirvió de inspiración para la película de Sean Penn; y el mundo se vendría abajo si todos quisiésemos aplicar la de los Goodfellas de Ray Liotta, Joe Pesci y De Niro, robando bancos y actuando como celebridades por el deseo de no tener un trabajo normal y pagar la hipoteca. Incluso el retiro voluntario de Salinger asusta. Marx (el viejo barbón y no el bueno de Groucho) decía que lo más probable es que el mundo ya te tenga asignado un lugar en la vida antes de nacer. Lo recomendable para esos casos cuando vienen aquellos pensamientos de horror ante todo lo que un hombre tiene que hacer para comer, dormir y vestirse, es volver al maestro, a Bukoswki, específicamente Factótum y en sus páginas llenas de un estilo seco, pesimista, sin mucho brillo y con sobredosis de realismo sucio, tratar de encontrar ese escape.


Empezar a leer Factótum el primero de mayo, en el día del trabajador, debería ser algo obligatorio, un ritual. El libro tiene poco más de ciento ochenta hojas y en un fin de semana, mejor si es en la playa y con varias cervezas o vasos de whisky encima, lo más lejos posible de las cuarenta horas a la semana de oficina o fábrica, las cosas se empiezan a ver claramente. Se lo recomienda acompañado con las melodïas de Don´t think twice it´s alright y Man of constant sorrow de Bob Dylan, o la banda sonora que Eddie Vedder compuso para Into the wild, con frases como las de la folk Hard sun que canta When I walk beside her/ I am the better man/ when I look to leave her/ I always stagger back again, para retratar el viaje que hizo Bukowski durante su juventud, escapando de servir en la Segunda Guerra Mundial (la novela puede ambientarse en cualquier época, aunque la imagen de Los Ángeles de Henry Chinaski que se me viene siempre a la cabeza es la de un LA igual al de A dog day afternoon), pasando de empleo mediocre a otros más mediocres, viajando alrededor de todos los Estados Unidos, viviendo con lo necesario para comer y beber, siendo parte del lumpen, emborrachándose en bares de mala muerte llenos de tipos duros y prostitutas, escribiendo novelas en servilletas de bares y acostándose con mujeres. Trabajando más que cualquiera y escribiendo mejor que cualquiera pero siempre haciendo las cosas a su modo, así esto signifique perder esposas, novias, trabajos y hasta la cabeza como lo dice Matt Dillon en el discurso final de la película basada en el libro. Hacerlo como se debe. «Si lo vas a intentar, dale con todo».

P.D. Acá la versión online de Factótum.




Fue entonces cuando aprendí que no es suficiente con hacer tu trabajo, sino que además tienes que mostrar un interés por él, una pasión incluso.

Era la primera vez que me había quedado solo en cinco días. Yo era un hombre que me alimentaba de soledad; sin ella era como cualquier otro hombre privado de agua y comida. Cada día sin soledad me debilitaba. No me enorgullecía de mi soledad, pero dependía de ella. La oscuridad de la habitación era fortificante para mí como lo era la luz del sol para otros hombres. Tomé un trago de vino.

Un convoy se había parado allí. Observé un manojo de caras neoyorquinas que me observaban. El tren arrancó y se alejó. Volvió la oscuridad. Entonces la habitación volvió a llenarse de luz. De nuevo contemplé los rostros escalofriantes. Era como una visión del infierno repetida una y otra vez. Cada nueva vagonada de rostros era más horrible, demente y cruel que la anterior. Me bebí el vino.

Trabajé durante varias semanas. Me emborrachaba todas las noches. No importaba; tenía el trabajo que nadie quería. Después de una hora en el horno, ya estaba sobrio. Mis manos estaban chamuscadas y llenas de ampollas. Todos los días me sentaba dolorido en mi habitación pinchándome las ampollas con alfileres que previamente esterilizaba con cerillas. Una noche estaba más borracho de lo habitual. Me negué a cargar una sola bandeja más.

Pero el morirse de hambre, desgraciadamente, no ayuda a mejorar el arte. Sólo era un impedimento. El alma de un hombre estaba radicada en su estómago. Un hombre podía escribir mucho mejor después de haberse zampado un buen solomillo de ternera y bebido medio litro de whisky de lo que jamás podría hacerlo después de haber comido una barrita de caramelo de a níquel.

Estuve bebiendo durante un cierto tiempo, tres o cuatro días. No conseguí levantarme para leer las ofertas de trabajo. La idea de sentarme enfrente de un hombre sentado detrás de un escritorio y contarle que deseaba un trabajo, que estaba capacitado para hacer ese trabajo, era demasiado para mí. Francamente, estaba horrorizado de la vida, de todo lo que un hombre tenía que hacer sólo para comer, dormir y poder vestirse. Así que me quedaba en la cama y bebía. Mientras bebías, el mundo seguía allí afuera, pero por el momento no te tenía agarrado por la garganta.

Nunca he sido muy bueno conversando así, pero, finalmente, con Carmen presionándome, la llevé a uno de los camiones que estábamos descargando en la parte trasera del almacén y allí me la tiré, de pie en el fondo de la caja del camión. Fue algo bueno, algo cálido, pensé en el cielo azul y en anchas playas vacías, aunque también fue un poco triste —había una ausencia definitiva de sentimiento humano que yo no podía comprender ni superar. Tenía su vestido subido por encima de las caderas y allí estaba yo, bombeándole mi polla en la vagina, abrazándola, presionando finalmente mi boca contra la suya, espesa de carmín, y corriéndome entre dos cajas de cartón sin abrir, con el aire lleno de cenizas y su espalda apoyada contra la pared mugrienta y astillada del camión en medio de la misericordiosa oscuridad.

Vagabundos e indolentes, todos los que allí trabajábamos sabíamos que teníamos los días contados. Así que andábamos relajados y aguardábamos a que descubriesen lo ineptos que éramos. Mientras tanto, vivíamos integrados en tal sistema, les dábamos unas pocas horas de honestidad y bebíamos juntos por las noches.

—Algún día —le dije a Jan—, cuando se demuestre que el mundo tiene cuatro dimensiones en vez de sólo tres, un hombre podrá salir a dar un paseo y desaparecer porque sí. Sin funerales, sin lágrimas, sin ilusiones, sin cielo ni infierno. La gente estará por ahí sentada y se preguntará «¿Qué le ha pasado a George?». Y alguien dirá, «Bueno, no sé. Dijo que iba a por un paquete de cigarrillos».

Las discusiones eran siempre las mismas. Entonces lo comprendí muy bien —los grandes amantes eran siempre hombres ociosos. Yo follaba mejor siendo un vagabundo desocupado que siendo un salta-cronómetros.

Cierto que yo no tenía muchas ambiciones, pero tenía que haber un lugar para la gente sin ambiciones, quiero decir un sitio mejor que el que se reserva habitual-mente para esta gente. ¿Cómo coño podía un hombre disfrutar si su sueño era interrumpido a las 6:30 de la mañana por el estrépito de un despertador, tenía que saltar fuera de la cama, vestirse, desayunar sin ganas, cagar, mear, cepillarse los dientes y el pelo y pelear con el tráfico hasta llegar a un lugar donde esencialmente ganaba cantidad de dinero para algún otro y aún así se le exigía mostrarse agradecido por tener la oportunidad de hacerlo?

Los vagabundos vivían allí abajo por centenares, en pequeños huecos en el hormigón bajo los puentes. Algunos habían puesto incluso macetas con plantas delante de sus refugios. Todo lo que necesitaban para vivir como reyes era calor enlatado (los tubos de calefacción) y lo que recogían del vecino vertedero de basura. Estaban bronceados y relajados y la mayoría de ellos tenían un aspecto mucho más saludable que cualquier típico hombre de negocios de Los Angeles. Aquellos hombres no tenían problemas con las esposas, los impuestos, los caseros, gastos de entierros, dentistas, intereses bancarios, reparaciones de automóvil, ni votos en una cabina con la cortinita cerrada.

En América siempre había gente buscando trabajo. Siempre había un montón de cuerpos utilizables para reemplazar a otros. Y yo quería ser escritor. Casi todo el mundo era escritor. No todo el mundo pensaba en que podía ser dentista o mecánico de automóviles, pero todo el mundo sabía que podía ser escritor. De aquellos cincuenta tíos de la clase, probablemente quince o más pensaban que eran escritores. Casi todo el mundo usaba palabras y podía también escribirlas, en consecuencia casi todo el mundo podía ser escritor. Pero la mayoría de los hombres, por fortuna, no son escritores, ni siquiera conductores de taxi, y algunos —bastantes— desgraciadamente no son nada.


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