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5 de mayo de 2011

Aquellos Santos Lugares

Siguiendo la onda Sabato - al que ya le cansó puede cerra aquí la página -, un texto propio, que apareció en la Gatopardo (Juan Fernando Andrade en su blog escribió un sublime post, deseándonos a todos haber nacido en un pequeño pueblo) de un escritor argentino que mientras un Papa iba camino a ser santo, él dejó su pequeño paraíso.







Ya muy cansado en esta calurosa tarde de verano he salido a despejar mi ánimo al jardín. Sentado junto a la silenciosa compañía de las magnolias, entre los jazmines y las inmensas araucarias, me detuve a observar la trama que las enredaderas han ido labrando sobre las paredes de esta casa que es ya una ruina querida, con persianas podridas o desquiciadas, y, sin embargo, o precisamente por su vejez parecida a la mía, comprendo que no la cambiaría por ninguna mansión en el mundo.

Así he pasado un largo rato bajo la luz del crepúsculo, mientras volvían a mi memoria algunos acontecimientos, el recuerdo de personas que me han ayudado a resistir esta vida tumultuosa y llena de contradicciones, y que han sido para mí como esta costa lejana en la que finalmente podemos descansar luego de un largo naufragio.

A medida que pasan los años, cuando nos vamos despidiendo de sueños y proyectos, más nos acercamos a la tierra de nuestra infancia, no a la tierra en general, sino a aquel pedazo, a aquel ínfimo (¡pero tan querido, tan añorado!) pedazo de tierra en que transcurrió nuestra niñez. Y entonces recordamos un árbol, la cara de algún amigo, un perro, un camino polvoriento en la siesta de verano, con su rumor de cigarras y un arroyito. Cosas así. No grandes cosas sino pequeñas y modestísimas, pero que entonces adquieren increíble magnitud. Durante mi infancia tuve enormes alegrías. Me recuerdo sintiendo las primeras gotas de lluvia en la tierra reseca de mis calles, sobre los techos de zinc, hasta que el chaparrón amainaba y los chicos salíamos corriendo descalzos a largar barquitos de papel. Y a esas maestritas del colegio primario que nos enseñaron a ser buscadores de la verdad, capaces de despertar en nosotros la pasión y el asombro, con ternura, como si se tratara de una partera. Fueron ellas las que nos señalaron las mayúsculas que deben llevar palabras como Justicia, Libertad, Patria. Hasta que un día crecemos y vemos cómo son degradadas por la corrupción y el oportunismo, descendido a minúsculas y, finalmente, debiendo ser puestas entre pavorosas comillas. También en esa época comencé mis torpes intentos en la pintura con unas acuarelas que me había regalado mi hermano Pancho.

Cuando me enviaron a seguir mis estudios secundarios en la ciudad de La Plata, lejos de mi madre, sufrí muchísimo. A menudo lloraba durante la noche en esa ciudad tan remota y extraña para mí, pero que luego estaría entrañablemente unida a mi destino. Ni el amor, ni los encuentros verdaderos, ni siquiera los profundos desencuentros son obra de las casualidades, y así, en esos conflictivos años, tuve también momentos de enorme alegría. En La Plata se echaron las raíces de todo lo que luego tuvo que ser, y las ciudades, que más tarde recorrí por el mundo, no pudieron borrar sus calles arboladas, sus tilos y sus plátanos. En sus bosques se forjaron las ideas que hasta hoy me acompañan, y fue en sus calles donde conocí el fervor libertario, cuando nos manifestábamos por el general Sandino, por los valerosos Sacco y Vanzetti. En aquel tiempo abracé los ideales anarquistas, los mismos que aún sigo alentando, por una comunidad de hombres libres y en la que haya también justicia social. Fue una época verdaderamente feliz en mi vida, con sus interminables partidas nocturnas de ajedrez que continuaban por la mañana con el estudio de las aperturas más célebres. Tanta era mi pasión que había llegado a pensar que con el diagrama de aquellas jugadas famosas se podría reflejar plásticamente la personalidad del jugador, y serviría, además, para distinguir si su estilo era clásico o barroco, impetuoso o de los exquisitos. ¡Con cuánto candor recuerdo aquellas ocurrencias de adolescente! También por esa época descubrí el enorme poder de la creación literaria. Me veo entrando en esas bibliotecas de barrio fundadas por hombres pobres e idealistas, para embargarme hacia los mundos de Salgari y de Julio Verne, en las grandes creaciones de los escritores rusos y la literatura romántica.

En muchas ocasiones he ido a los lugares donde vivieron los personajes de aquellas obras que me estimularon e influyeron en mi espíritu. Y cuando en un otoño de 1962 pude divisar la pequeña iglesia de Ry, desde una colina en Normandía; o cuando tembloroso entré en lo que había sido la farmacia de M. Homais; o cuando miré el sitio donde la pobre Emma tomaba la diligencia que la llevaba a Rouen, se me oprimió el corazón al pensar que por allí mismo había pasado tantas veces Flaubert. ¡Cuántas veces aquel hombre había ido hasta esa aldea! ¡Cuántas, desde una colina como esa se había detenido a meditar sobre la vida y la muerte! En una ocasión fuimos con Matilde hasta Tübingen, con el solo propósito de visitar el Seminario Evangélico y sentarnos en el banco aquel donde alguna vez un joven estudiante llamado Schelling se reunió a conversar con su compañero Hegel. Y luego nos acercamos a la casita del carpintero.

Las obras y los libros que leí, las teorías que frecuenté no estuvieron nunca dictadas de antemano, sino a partir de mis propios desgarramientos, a través de mis búsquedas personales en la ciencia, el surrealismo, la literatura, la revolución, atravesando desiertos tras un oasis que amenazaba siempre con desaparecer. Así he pasado de peligros de amor, de amargura, de pobreza, de desengaños políticos, mientras me aguardaba divisar bajo un cielo estrellado una señal que indicara nuevamente el rumbo. Y en momentos de grandes tristezas me ha reconfortado alguna cantata de Bach, un quinteto para cuerdas de Mozart, y, desde luego, el apasionado Beethoven, el desdichado y maravilloso Schumann. Y tantos, tantos otros: Brahms, Rachmaninov, Schönberg. Con los años, he sabido escuchar con agrado también esas tiernas canciones de Lennon, y la melancólica belleza que se trasluce en la voz de Joan Báez, aquella artista genial que tuve la dicha de conocer. Siempre he considerado que la música es el arte supremo. Basta a veces con un simple acorde, el melancólico sonido de una trompa para sentir nuevamente la presencia del absoluto.

Pero quienes me han ayudado a reconciliarme con la existencia, quienes me han revelado cuánto de placer y dignidad hay en la vida han sido esa clase de seres, a veces, muchas, los más humildes seres, que, con su coraje y su desinterés, con su solidaridad frente a los infortunios y los fracasos, han mantenido en mí una sed de infinito, y me han alentado hacia nuevas luchas.

Buenos Aires, marzo del 2000.

5 de enero de 2010

Un review de HD de JFA x RF

Terminé hace dos días de leer y releer Hablas demasiado, la primera novela del cronista–baterista-de-rock–blogger–cuentista–articulista–cinéfilo–guionista–portovejense–manaba–ecuatoriano, Juan Fernando Andrade, y la sensación que me queda es la de haber recordado durante 210 páginas parte de mi infancia–pubertad–adolescencia–juventud-y-lo-que-se-llame-que-comienza-a-partir-de-los-23-y-uno-ya-es-un-profesional-joven-y-supuestamente-serio. Me sentí como el niño que en Pulp Fiction (y que después será el boxeador–asesino Bruce Willis) sólo pasa viendo televisión antes de que Christopher Walken, vestido de militar, lo interrumpa contándole la historia de la herencia del reloj de su padre prisionero y muerto en Vietnam.



El mundillo, real y ficticio, en el que uno se ha mezclado es lo que rodea a la novela. Recuerdo a primera mano la frase con la que empieza Juno: It all started with a chair, porque acá también la historia pasa a partir de un evento determinado, personal, que nada tiene que ver con acontecimientos históricos, sino sólo aquellos que marcaron, tatuaron o desmembraron parte de una vida, todo con un aire indie, relajado, coolto. También recuerdo la frase de Peter Parker, y que JFA la utilizó para uno de sus posts: esta, como cualquier historia que valga la pena contar, es sobre una chica, porque ahí aparece Clara, que es parte del universo en el que Miguel, el protagonista (graduado de la USFQ, la u más costosa del país), ha vivido pero nunca ha querido probar. Y la sensación puede ser bastante amarga. El costo de estar cerca de la perfección.
Esa es la historia lineal, la de tiempo real, en vivo y en directo, la de Miguel y Clara. Clara es la futura portada de Cosas o de Hogar, por ahora material de paja que se burla de los hombres y su excesiva confianza puede volverla irresistible. Por ahora se interesa en Miguel, aunque tiene un novio de toda la vida, con quien cree que todo podría ser diferente, alguien lejano a the beautiful people, que no le sirva de espejo para saber en el lugar en el que vive y del que difícilmente podrá escapar. Miguel que es un hijo huérfano de la generación X, nacido entre el glamour, las exigencias yuppies de los viejos y el mantener las apariencias, prefiere estar callado, o chupar a seguir el establishment. Y a un margen, sin ser menos importantes, el valido v… de su amigo Castor, la Casa del niño terror (el niño es un real rock´nrolla), donde terminan las noches las almas en pena quiteñas; y un Quito que no deja respirar, que marea y te aplasta pero es lo único verdadero, el nido y no vale la pena pelear con él.

JFA en su blog escribió que después de no haber muerto en el intento de llevar a cabo su obra, se dio cuenta que al final no hay que creer que uno está publicando la última gran novela latinoamericana; y es verdad, si uno va con aires de grandeza esperando encontrar algo del estilo Ulyses de Joyce o Cien años de soledad (la mejor manera de resumir el universo es escribiendo acerca de la propia aldea), va a salir perdiendo con HD; pero los que hemos visitado los posts del pescado, y no lo hemos agarrado como a un maestro, sino como a un pana a la distancia, que por ahí nos mostró buena música, buenas películas (materia prima para varios de los diálogos de HD y algunas de las frases que deberían aparecer en un bizarro texto de citas) y buenos libros, entramos a una historia que para bien o para mal, en parte, nos ha sucedido, y que por suerte, como Miguel, estamos siempre en proceso de superarlo sin morir en el intento.




Esos pijamas ausentes me unían a mi madre más que otras cosas. Nunca compré los famosos pijamas térmicos. Preferí escuchar, diez millones de veces, que me iba a enfermar y que no hay nada peor que enfermarse cuando uno está solo. La profecía se cumplió. Estuve enfermo. Estuve solo.

Clara es, definitivamente, material de paja.

El mundo es la planta baja, por donde paso sólo por obligación, el ascensor son las cosas que hago y el apartamento es mi cabeza, donde paso la mayor parte del tiempo. Tal cual.

Un día llegó a mi casa con un aparentemente inofensivo six pack y se quedó una semana entera. La misma semana que yo debía empezar la universidad. No fui a clases ni un solo día.

Creo que mi viejo está convencido de que soy maricón y de que Castor es mi marido… A veces me dan ganas de decirle que es verdad, que soy maricón, menestra, gay. Se me ocurre que mi viejo me daría un montón de billete para que desapareciera. Me podría borrar. Irme a cualquier parte del mundo con beca completa, darme una gran y anónima vida. La gente, envidiosa, me preguntaría que hago para vivir tan bien y yo, orgulloso diría: me dedico a ser la vergüenza de mi familia.

Como los perros con pedigrí, las peladas como Clara siempre tienen dueño, siempre están amarradas, en proceso de, en una pelea que no durará mucho, evaluando pretendientes o matando el tiempo libre con algún comodín que las distraiga hasta que vuelvan, con su arma entre las piernas, a lamer la mano que los golpea y les pide comida.
La Casa Blanca es la casa de los desamparados, de las almas que penan esperando que el patíbulo se descongestione un poco.
Una vez, viendo Adaptation, Juliana entendió exactamente lo que le pasaba conmigo. En una escena, cerca del final, Donald Kaufman (Nicolas Cage) y su hermano gemelo Charlie (Nicolas Cage) hablan sobre un amor colegial de Donald. Charlie, el escritor torturado, solitario, gordo, calvo y pajero, le exige a Donald, que lo admira y es tan simpático como un arcoíris después de una refrescante llovizna, que reconozca que la chica en cuestión nunca lo amó, ni de lejos, que lo maltrató y lo escupió sin siquiera haberlo saboreado primero. Donald, inmenso en su sabiduría, dice que eso no importa, porque ese amor era de él, no de ella y él fue feliz, y con eso le basta. Después de ver esa escena, Juliana, que llevaba puesta mi camiseta de los White Stripes y mi calentador Umbro, me arranchó el control remoto y retrocedió y la vio de nuevo, toda, repitiendo, como loca, a Donald diciendo ese amor es mío, mío, mío. Luego dijo ya entendí y desde entonces todo ella cambió y estuvo orgullosa de las cosas que había hecho, en teoría, para conquistarme…
Si Juliana pasa sus depresiones a punta de Bob Dylan, todo esto ha valido la pena.
Joey Ramone, el vocalista, es un tipo que admiro de todo corazón. Era un freak por todos lados… En su vida tuvo una sola novia. Linda Cummings, su gran amor. La tipa terminó yéndose con Johny Ramone, el guitarrista. Esto sucedió antes de que la banda se disolviera y el bueno de Joey escribió la gran The KKK took my baby away, mi canción favorita de los Ramones, para sobrellevar en algo la pérdida.

No me voy a echar para atrás, pero el cuerpo de Clara no está listo para mí todavía. Debe ser duro. Ahí dentro está el vacío.

La ventaja de ser extranjero es poder quejarse de todo y no tener la culpa de nada.

Para mi viejo, el éxito se demuestra a la europea: el carro alemán, los restaurantes franceses, los zapatos y las corbatas italianas, el traje inglés y el reloj suizo. Por lo pronto el man tiene el Mercedes y el Rolex.

…Me hace pensar que las mujeres perfectas son un invento de los hombres imperfectos que no pueden conseguir mujeres imperfectas.

Me quería morir tomando y escuchando los Strokes, para que nunca te olvidaras de mí.

Atravieso La Carolina que está repleta de gente, obreros quemando sus quincenas, desempleados que brillan en las canchas porque en la vida no se brilla tanto, novios besándose debajo de los árboles.

Uno quiere ser otro, pero no siempre, lo suficiente como para existir dos veces. Uno no es siempre uno. Nadie es, siempre, alguien. Uno a veces es nadie, no existe, no importa, podría desaparecer y el resto seguiría tranquilo…

A menudo sueño que el tiempo se detiene y no tengo que hacer nada. En esta vida todos tenemos que hacer algo, que ser alguien, está en el contrato, escrito con las letras chiquitas que nunca leemos y que están allí para estafarnos.

Si le cuentas algo a un taxista es como si lo estuvieses contando a un agujero profundo en el muro de los lamentos, un grieta que nunca, jamás, te va a delatar.

Los comienzos son difíciles, a menudo más complicado y absurdo que los finales.

17 de septiembre de 2009

El lugar donde todo está en stand by


Aunque al valle del Cajas lo recorrí por última vez el 1 de mayo de este año, haciendo ese last tour en automóvil, disfrutándolo mejor que otras veces porque estaba en el asiento del frente y pude ver ese cielo totalmente gris que parecía una pausa de una lluvia interminable, montañas pintadas de diferentes tonalidades de verde que se mezclaban con el amarillo y rojo que hacen el aguante en ese monótono paisaje, volviendo esa vista una buena despedida para un lugar al que no pienso volver en algún tiempo, sino hasta que me haya acostumbrado a no recordarlo y la sensación de verlo de nuevo sea como esa experiencia que esperan volver a tener los junkies: disfrutar otra vez de la primera inhalación, de la primera pitada, de la primera aspiración, de la primera inyección, ese valle, en cada recorrido, no estaba frente mis ojos. Pero lo importante no era mirarlo sino sentirlo. Absorberlo. El bus podía ser cualquiera pero la ruta era siempre la misma. POR EL CAJAS siempre le repetía al de la boletería durante nueve meses. Desde Guayaquil hasta Cuenca y desde Cuenca hasta Guayaquil cada 15 días. En esas dos horas que recorría el camino (las otras dos horas, en la costa, eran para algún buen libro o revista), lleno de montañas y curvas, del valle con un televisor pasando una mala película o escuchando los grandes éxitos de la tecnocumbia, se me despertaban la imaginación y todos los sentidos. En el valle era como estar unplugged. Todo lo relacionado a trabajo, familia, amigos, obligaciones y cosas pendientes se olvidaban, quedaban en stand by. FOREVER YOUNG hubiera cantado Bob Dylan. Lejos del UNDER PRESSURE que David Bowie y Freddy Mercury entonaban. Y en ese rato de paz uno pasaba todo lo que estaba en borrador a limpio.

Nunca me he puesto a clasificar cuales han sido mis mejores posts. Ni siquiera sé si existe uno; pero los que escribí después de que se me haya ocurrido alguna idea mientras empezaba a divagar en El Cajas fueron a los que les puse más feelin´. El estar ahí era materia prima y de la buena para la mente. Recuerdo uno de Hemingway y la monotonía que me generaba apreciar las montañas, y uno sobre un libro de García Márquez después de haber creído encontrar en el bus a uno de esos personajes que los pensaba ficticios. Era como si en el Cajas pudiera manipular la realidad o inventarla. Es un sitio que me ha dado más de lo que imaginaba. No hay como estar en la playa, tener en una mano un buen libro, en la otra una cerveza y en las sillas de al lado a tus amigos; pero para estar solo, para uno mismo (uno de esos que si no lo tuvieras te sería imposible sobrevivir): el Cajas.

Lo transitaba desde pequeño cuando, junto a mi hermana y mi primo, nos mandaban de vacaciones a Cuenca y la vía que pasaba por La Troncal y por Azogues se volvió el camino largo. Mi tío me contaba que a él cuando le tocaba viajar a Guayaquil, y a veces pasaba por el Cajas y el bus se dañaba en las pendientes, alguno de los pasajeros mataba una gallina, otro sacaba el trago y hacían fiesta hasta que repararan el bus; y el mismo tío me contaba también que sus padres hacían el mismo recorrido en carretas tiradas a caballo y en caravana, y demoraban ocho horas hasta llegar a Naranjal, pasando la noche en el cantón y al día siguiente tomaban rumbo hacia Guayaquil. No eran viajes sino aventuras. Como la que Juan Fernando Andrade escribe, en una de sus crónicas para la revista Soho, cuando los primeros raidistas llegaron a Quito desde Chone, hartos del anterior recorrido: Quito - Bahía de Caráquez - en barco a Guayaquil - en tren a Chone, en diciembre de 1939. Casi un mes de viaje con todas las peripecias de ley pero al final todos los tripulantes y el automóvil llegaron sanos y salvos. Y el día jueves leí una columna de Ricardo Tello (está bueno que EL UNIVERSO ponga esta clase de columnistas que parecen escribir con libertad y no con obligación) dedicada a los primeros raidistas que cruzaron El Cajas hace 40 años. En este momento en que aquella vía, donde a uno lo obligaban a estacionarse por lapsos de hasta cuarenta minutos porque la estaban rellenando de hormigón, está finalmente pavimentada en todo su recorrido. Y sin ganas de obstruir el progreso, pienso que los que viajan hasta Cuenca deberían detenerse por un rato en la autopista, en medio de la nada, olvidarse del apuro por llegar y dejarse llevar por la vista, la monotonía y todo lo que ellas traen.

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