Día sábado, en un memorando todos convocados a reunión extraordinaria de trabajo. Maldición, el viaje a Guayaquil o Quito, según las circunstancias, quedó en la nada. El motivo de la reunión lo conocemos los invitados pero el sitio de su celebración no. SE DEBERÁ ASISTIR A LAS 8 Y MEDIA DE LA MAÑANA A CHAULLABAMBA PARA LUEGO IR UNA HACIENDA DONDE SE LLEVARA A CABO EL COMITÉ, era más o menos el mensaje que contenía el itinerario. Así que en una mañana brumosa y con lluvia copiosa, digna de cuento de Allan Poe, y con aires de responsabilidad laboral, digno de libro de Donald Trump, me dirigí al encuentro pactado.
Durante los trayectos de ida y vuelta a Cuenca los vehículos nunca tocaron asfalto, todo el camino fue a través del barro. El barro era de todos los colores y densidades, se tenía del arcilloso de pigmentación rojiza, el gris y espeso que nos hizo patinar algunas ocasiones, y seguramente uno que otro mezclado con deyecciones de vacas, cerdos o cualquier otro animal de granja. Con una temperatura menor a diez grados y la lluvia cayendo en el piso, sintiendo filtrarse en la calcetas para llegar a los pies, el orinar al aire libre era una experiencia provocadora de sentimientos de semidiós atrapado en la nada, en la nada porque se veían personas cada tantos kilómetros, personas que te veían como a un alienígena dentro de un platillo que va de visita al lugar cada 100 años, pero la vegetación era abundante; no solo pastizales para ganado o llanuras como las del Cajas, sino se podían ver frutales y árboles variados que junto a varias cascadas, el cruce de puentes de madera en medio de tranquilos y cristalinos ríos, minas en una remota localidad de casas cariadas y a medio pintar llamada Chucharqui (de lo que conozco de Azuay lo sumo a lista donde también está: Cuenca, Sigsig, Camilo Ponce, Paute, Gualaceo, Certag, Jadán y otras más), escuchando gaitas colombianas promocionadas por el chofer proveniente de San Bartolo con anécdotas de carnavales y guarapos en pueblos remotos, completaban un paisaje de un lugar y personas que estás totalmente seguro que no volverás a ver, razón para detenerse y contemplar un segundo, recordando la revolución de la cotidianidad que promulga Juanele.
Este recorrido de rally amateur, con caminos que uno piensa de un Ecuador 50 años atrás y escenarios dignos para una película que recree la Batalla de Pichincha o para Pasado y Confeso, era el que se debía recorrer hace una década cuando la Josefina se desbordo en Paute abnegando una parte del país. La distancia que nos separaba de la carretera nunca pasó de los 10 kilómetros, pero esos diez kilómetros fue para creerse estar en lo hondo, en la esencia de algún lugar, un viaje en el tiempo, un regreso a Cumandá.
De regreso a Cuenca: parrillada uruguaya, partidos de fútbol, el resto de la reunión y todo lo demás que ya es otra cosa...
Durante los trayectos de ida y vuelta a Cuenca los vehículos nunca tocaron asfalto, todo el camino fue a través del barro. El barro era de todos los colores y densidades, se tenía del arcilloso de pigmentación rojiza, el gris y espeso que nos hizo patinar algunas ocasiones, y seguramente uno que otro mezclado con deyecciones de vacas, cerdos o cualquier otro animal de granja. Con una temperatura menor a diez grados y la lluvia cayendo en el piso, sintiendo filtrarse en la calcetas para llegar a los pies, el orinar al aire libre era una experiencia provocadora de sentimientos de semidiós atrapado en la nada, en la nada porque se veían personas cada tantos kilómetros, personas que te veían como a un alienígena dentro de un platillo que va de visita al lugar cada 100 años, pero la vegetación era abundante; no solo pastizales para ganado o llanuras como las del Cajas, sino se podían ver frutales y árboles variados que junto a varias cascadas, el cruce de puentes de madera en medio de tranquilos y cristalinos ríos, minas en una remota localidad de casas cariadas y a medio pintar llamada Chucharqui (de lo que conozco de Azuay lo sumo a lista donde también está: Cuenca, Sigsig, Camilo Ponce, Paute, Gualaceo, Certag, Jadán y otras más), escuchando gaitas colombianas promocionadas por el chofer proveniente de San Bartolo con anécdotas de carnavales y guarapos en pueblos remotos, completaban un paisaje de un lugar y personas que estás totalmente seguro que no volverás a ver, razón para detenerse y contemplar un segundo, recordando la revolución de la cotidianidad que promulga Juanele.
Este recorrido de rally amateur, con caminos que uno piensa de un Ecuador 50 años atrás y escenarios dignos para una película que recree la Batalla de Pichincha o para Pasado y Confeso, era el que se debía recorrer hace una década cuando la Josefina se desbordo en Paute abnegando una parte del país. La distancia que nos separaba de la carretera nunca pasó de los 10 kilómetros, pero esos diez kilómetros fue para creerse estar en lo hondo, en la esencia de algún lugar, un viaje en el tiempo, un regreso a Cumandá.
De regreso a Cuenca: parrillada uruguaya, partidos de fútbol, el resto de la reunión y todo lo demás que ya es otra cosa...
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