1 de agosto de 2010

(Mientras espero): JUSTO ANTES DE LA GUERRA CON LOS ESQUIMALES

Se dañó el DVD. No es el apocalipsis, pero es una cagada bastante grande. Me había hecho de dos películas indies que quería comentar porque creo valían la pena (al menos para pasar el rato). Sólo las vi una vez, la de del disfrute. Faltó la de los detalles.

Sacando el usual maquillaje de la realidad, que esta parezca un sueño, siempre en días de primavera, con primeros planos del sol y los árboles, sin olvidar los tiempos, a Salinger lo considero el rey de indie. No por lo que hizo con Holden Caulfield en The Catcher in the rye, sino más bien por sus cuentos. Por mostrar personajes complejos, familias disfuncionales, situaciones que se pueden salir de control, a través de historias sencillas, conversaciones entre extraños, amigos que no se veían hace años o llamadas por teléfonos, en medio de una sombría realidad que era los años posteriores a la guerra. La realidad dura y cruda como jamás nadie la ha podido describir.

Por eso mientras hago una colecta y compro un nuevo DVD, llamo al técnico o no sé que, para ver otra vez esas películas, en las que en una actúa el galán de las amantes de los nerds llamado Michael Cera, en su conocido papel de adolescente sensible, virgen, algo perdedor, buscando el amor de su vida, y en la otra aparece la rompecorazones de Zooey Deschanel conociendo a un vendedor de camas que desea adoptar un bebé chino, vuelvo a leer uno de los mejores cuentos que existen, de un libro que tiene otras obras de genio fuera de su época, a lo Van Gogh, como Un día perfecto para el pez plátano y Para Esmé con amor y sordidez.

La mejor parte…

-Acabo de cortarme este asqueroso dedo-dijo con cierta ansiedad. Miró a Ginnie como si fuera natural que la joven estuviera sentada allí-. ¿Alguna vez te has cortado un dedo? ¿Hasta el hueso?-preguntó. Su voz chillona contenía un verdadero ruego, como si Ginnie, con su respuesta, pudiera evitarle la desagradable tarea de romper el hielo.

Ginnie lo contempló extrañada.
-Bueno, no precisamente hasta el hueso-dijo-. Pero me he cortado.
Era el muchacho, o el hombre-le era difícil determinarlo-, más cómico que había visto jamás.

Tenía el pelo revuelto como si acabara de levantarse, y una barba rala y rubia, como de dos días o más. Su aspecto era... bueno, parecía un tonto.
-¿Cómo te has cortado?-preguntó Ginnie
Con la boca floja y entreabierta, tenía la vista fija en el dedo lastimado.
-¿Qué?-dijo él.
-¿Cómo te has cortado?
-¿Cómo diablos puedo saberlo?-dijo, dando a entender con su entonación que la respuesta a esa pregunta era irremisiblemente oscura-. Buscaba algo en la asquerosa papelera, y estaba llena de hojas de afeitar.
-¿Eres hermano de Selena?-preguntó Ginnie.
-Sí, diablos, me estoy desangrando. No te vayas. Tal vez necesite una de esas inmundas transfusiones.
-¿Te has puesto algo?

El hermano de Selena apartó un poco la mano herida del pecho y se quitó la venda para que Ginnie disfrutara de su aspecto.
-Sólo papel higiénico-dijo-. Para la sangre. Como cuando uno se corta al afeitarse -de nuevo miró a Ginnie-. ¿Quién eres?-preguntó-, ¿amiga de esa estúpida?
-Vamos a la misma clase.
-¿Sí? ¿Cómo te llamas?
-Virginia Maddox.
-¿Eres Ginnie?-dijo, observándola con los ojos entrecerrados tras las gafas-. ¿Eres Ginnie Maddox?
-Sí-dijo Ginnie, descruzando las piernas.
El hermano de Selena volvió a fijarse en el dedo, evidentemente su verdadero y único centro de atención.
-Conozco a tu hermana-le dijo con tono de indiferencia-. Es una asquerosa esnob.
Ginnie se enderezó.
-¿Quién?
-Ya me has oído.
-Mi hermana no es una esnob.
-Vaya si lo es-dijo el hermano de Selena.
-No lo es.
-¡Ya lo creo! Es la reina. La reina de todas las esnobs.
Ginnie observaba cómo levantaba los gruesos pliegues de papel higiénico y miraba por debajo.
-¡Ni siquiera conoces a mi hermana!
-¿Que no la conozco?
-¿Cómo se llama?... ¿Cuál es su nombre de pila? -preguntó Ginnie enfáticamente:
-Joan... Joan, la esnob.
Ginnie se calló.
-¿Cómo es?-preguntó de pronto.
No hubo respuesta.
-¿Cómo es?-insistió Ginnie.
-Si fuera la mitad de bonita de lo que cree ser, tendría una suerte endiablada-dijo el hermano de Selena.

Esta respuesta alcanzaba el nivel de interesante, según la opinión secreta de Ginnie.
-Nunca la oí hablar de ti-dijo.
-¡No me digas! Se me parte el corazón.
-De todos modos, está comprometida-dijo Ginnie, observándolo-. Se casa el mes que viene.
-¿Con quién?-preguntó él, levantando los ojos.
Ginnie aprovechó la ocasión:
-Con nadie a quien tú conozcas.
De nuevo empezó él a escarbar su obra de primeros auxilios:
-Lo compadezco-dijo.
Ginnie resopló.
-Sigue sangrando como un loco. ¿Crees que tendría que ponerle algo? ¿Qué será bueno? ¿Crees que la mercromina servirá de algo?
-El yodo es mejor-dijo Ginnie. Luego, pensando que su respuesta era demasiado cortés dadas las circunstancias, añadió:-Para eso la mercromina no sirve de nada.
-¿Por qué no? ¿Qué tiene?
-Simplemente, que para eso no sirve, nada más. Ahí hay que poner yodo.
-Pero escuece muchísimo, ¿no?-preguntó, mirando a Ginnie-. ¿No quema como el demonio?
-Si -dijo Ginnie-, pero no te vas a morir por eso.
Sin ofenderse, al parecer, por el tono de voz de Ginnie, el hermano de Selena dedicó otra vez su atención al dedo lastimado.
-Si quema, no me gusta-dijo.
-A nadie le gusta.
-Así es-dijo, asintiendo con la cabeza.
Ginnie lo observó por un instante.
-Deja de tocarte-exclamó repentinamente.

El hermano de Selena apartó la mano sana como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Se irguió un poco o mejor dicho, se repantigó un poco menos. Fijó la vista en algún objeto situado en el otro lado de la habitación. Una expresión casi soñadora inundó sus facciones irregulares. Metió la uña del dedo índice de la mano sana en el intersticio entre los incisivos, sacó una partícula de comida y se volvió hacia Ginnie.
-¿Ya has comido?-preguntó.
-¿Como?
-Que si ya has comido..
Ginnie negó con la cabeza.
-Comeré cuando llegue a casa-dijo-. Mi madre siempre me tiene la comida lista cuando llego.
-Tengo medio bocadillo de pollo en mi cuarto. ¿No lo quieres? Ni lo he tocado.
-No, gracias. De verdad.
-Vamos, acabas de jugar al tenis. ¿No tienes hambre?
-No es eso-dijo Ginnie, cruzando las piernas-. Es que mi madre me tiene la comida lista cuando llego a casa. Quiero decir que, si no tengo hambre cuando llego, se pone mala.
Al parecer, el hermano de Selena aceptó esa explicación. Por lo menos, asintió con la cabeza y miró hacia otro lado. Pero de pronto se volvió:
-¿Y un vaso de leche?-dijo.
-No, gracias... pero te lo agradezco.
Luego, distraídamente, él se inclinó y se rascó el tobillo desnudo.

-¿Cómo se llama ese tipo con el que se va a casar? -preguntó.
-¿Quién...? ¿Joan?-dijo Ginnie-. Dick Heffner.
El hermano de Selena continuó rascándose el tobillo.
-Es un capitán de fragata-dijo Ginnie.
-¡Qué bárbaro!
Ginnie lanzó una risita. Lo miró rascarse el tobillo hasta que se le puso rojo. Cuando empezó a arrancarse con una uña una costrita que tenía en la piel, dejó de mirarlo.
-¿De qué conoces a Joan?-preguntó-. Nunca te vi en casa ni en ningún otro sitio.
-Nunca estuve en tu asquerosa casa.
Ginnie esperó, pero no hubo nada después de esta.
-¿Dónde la conociste, entonces?-preguntó.
-En una fiesta.
-¿En una fiesta? ¿Cuándo?
-No sé. En la Navidad del 42.
Con dos dedos sacó del bolsillo superior del pijama un cigarrillo que parecía haber pasado allí toda la noche.

-¿Me tiras esos fósforos?-dijo.
Ginnie le pasó una cajita de fósforos que estaba sobre la mesa junto a ella. Encendió el arrugado cigarrillo y guardó el fósforo quemado en la cajita. Inclinando la cabe za hacia atrás, exhaló lentamente una enorme cantidad de humo por la boca y lo inhaló por la nariz. Siguió fumando en este estilo «a la francesa». Muy probablemente no era una escena de vodevil en un sofá, sino más bien la exhibición privada de un joven que, en un momento u otro, podía haber intentado afeitarse con la mano izquierda.
-¿Por qué dices que Joan es esnob?-preguntó Ginnie.
-¿Por qué? Porque lo es. ¿Cómo diablos voy a saber por qué?
-Sí, pero ¿por qué dices que lo es?
Volvió con cansancio la cabeza hacia ella.
-Escucha. Le escribí ocho malditas cartas. Ocho. No me contestó ni una.
Ginnie vaciló.
-Bueno, a lo mejor tenía mucho que hacer.
-Claro, estaría ocupada como una laboriosa abejita de mierda.
-¿Tienes necesidad de hablar de esa manera?-preguntó Ginnie.
-¡Mierda, es verdad que hablo mal!
Ginnie se echó a reír.

-De todas maneras, ¿cuánto tiempo hace que la conoces?
-Bastante tiempo.
-Quiero decir, ¿la has llamado por teléfono o algo por el estilo?
-No.
-Bueno, si nunca la llamaste ni nada...
-¡No podía hacerlo, diablos!
-¿Por qué no?
-¡Porque ni siquiera estaba en Nueva York!
-Ah... ¿Y dónde estabas?
-¿Yo? En Ohio.
-¿En la universidad?
-No. Lo dejé.
-¿En el ejército?
-No-con la mano que sostenía el cigarrillo, el hermano de Selena se dio un golpecito en el costado izquierdo del pecho-. La maquinita-dijo
-¿El corazón?-preguntó Ginnie-. ¿Qué le pasa?
-No sé qué diablos le pasa. Tuve fiebre reumática cuando era pequeño. Un dolor infernal en...
-Bueno, pero ¿no tienes que dejar de fumar? ¿No te dijeron que no debes fumar más y todo eso? El médico le dijo a mi...
-Oh, te dicen un montón de chorradas-dijo él.
Ginnie dejó de ametrallarlo durante un breve momento. Muy breve.
-Y, en Ohio, ¿qué hacías?-preguntó.
-¿Yo? Trabajaba en una asquerosa fábrica de aviones.
-¿En serio?-dijo Ginnie-. ¿Te gustaba?
-«¿Te gustaba?»-remedó él-. Me encantaba. Adoro los aviones. Son tan «ricos»...
Ginnie estaba demasiado interesada ahora como para sentirse ofendida.

-¿Cuánto tiempo trabajaste? En la fábrica de aviones, quiero decir.
-Diablos, no sé. Treinta y siete meses-se puso de pie y se acercó a la ventana. Miró hacia la calle mientras se rascaba la columna vertebral con el pulgar-. Míralos -dijo-. Imbéciles de mierda.
-¿Quiénes?-dijo Ginnie.
-Yo qué sé. Cualquiera.
-Si pones el dedo hacia abajo va a sangrarte de nuevo -dijo Ginnie.
La escuchó. Apoyó el pie izquierdo en el reborde de la ventana y descansó su mano herida sobre el muslo en posición horizontal. Seguía mirando hacia la calle.
-Todos van a esa inmunda oficina de reclutamiento -dijo-. En la próxima pelearemos con los esquimales. ¿No lo sabías?
-¿Con quiénes?-dijo Ginnie.
-Con los esquimales... presta atención, ¡demonios!
-¿Por qué con los esquimales?

-Yo que sé. ¿Cómo diablos voy a saberlo? Esta vez van a ir todos los viejos. Los tipos de sesenta años. No podrá ir nadie si no anda por los sesenta-dijo-. Les darán menos horas de trabajo, nada más... Es fenomenal.
-Tú no irías de todos modos -replicó Ginnie, quien no quería decir más que la verdad, aunque sabía, aun antes de terminar la frase, que había dicho lo que no debía.
-Ya lo sé-dijo rápidamente, y bajó el pie. Subió un poco la ventana y arrojó el cigarrillo a la calle. Después se volvió-: Oye. Hazme un favor. Cuando venga ese tipo, dile que estaré listo en dos segundos, ¿quieres? Sólo tengo que afeitarme, nada más. ¿De
acuerdo?
Ginnie asintió.
-¿Quieres que le diga a Selena que se dé prisa o algo? ¿Sabe que estás aquí?
-Sí, ya lo sabe-dijo Ginnie-. Y no tengo prisa. Gracias.
El hermano de Selena asintió. Acto seguido echó una última y larga mirada a su dedo herido, como para comprobar que estaba en condiciones de efectuar el viaje de vuelta a su habitación.

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