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16 de noviembre de 2010

Una imagen que se le olvidó a Fernando Mieles


Un cuadrado edificio al que sus exageradas y simétricas divisiones le da el aspecto de un gigante Cubo de Rubik, sólo que sin tantos colores. Un sol asesino que pega directo en la nuca y provoca sopor. Cientos de transeúntes yendo de izquierda a derecha y viceversa, de norte a sur y al revés. Boyacá y Luis Urdaneta.

- ¿8 x 7? – pregunta el delgado hombre de lentes y camisa manga corta metida dentro del pantalón, con tono de voz de parecer estar escondiendo algo y al mismo tiempo querer vendértelo. Ciertos de sus movimientos recuerdan a los de un roedor.

- 56 - le contesto volviendo mi cabeza para verlo. Espero mi turno aburrido, observando como de forma ni rápida ni lenta avanzan los números en el cronómetro digital mientras saco copias de mi cédula y certificado de votación.

El tipo con pinta de estar transformándose en roedor sin darse cuenta, al que le falta rechinar los dientes cuando habla, no me ha prestado atención. Una chica con apariencia de tener más de veinte pero menos de veinticinco le pregunta si es él es quien vende las papeletas de pago. El hombre que está sacando las copias se voltea y le dice que le cuesta siete dólares. La chica que anda apurada y no quiere ir al banco a depositar los cinco dólares que es el costo verdadero saca de su cartera el dinero. Se lo da. Espera a que un policía salga del radio de visibilidad, cruza los brazos y de la misma forma en que se le pasa la coima a los vigilantes de tránsito, con la mano hacia dentro – escondiendo los billetes –, el de las copias le entrega una papel celeste con el sello del Banco del Pacífico. Antes que se vaya, con un ademán para que se acerque, el señor rata le comenta que también tiene certificados de salud. Ella, que seguramente ha encontrado un nuevo trabajo y está haciendo los odiosos trámites con una sonrisa en el rostro, le contesta con un no gracias.

- ¿8 x 7? – vuelve a preguntarme, al mismo tiempo que saca un fajo de billetes para contar las ganancias del día. Cerca se escucha a otro policía redactando una carta en una máquina de escribir.

Un año atrás para sacar el Récord policial se pagaban cinco dólares en la ventanilla de la dependencia de la PJ. Un año después se debe depositar el mismo valor en una cuenta corriente del Banco del Pacífico. Los más probable es que durante un tiempo hubieron constantes descuadres en la caja; y ante los robos se tomó la decisión más sencilla, la que muchas veces es la típica en el Ecuador. Con la que uno se lava las manos. Los que pierden son los que obligadamente deben hacer el trámite – en un trabajo anterior también recuerdo que debido a la constante pérdida de rollos de papel higiénico se decidió que cada persona debía traer el suyo –. Los únicos beneficiados son los que descaradamente venden el certificado de pago dentro de un edifico de la policía. No suena tan irónico. Más bien tan ecuatoriano.

Creo que eso no lo vio Fernando Mieles, sino de ley que lo ponía en su película.

20 de octubre de 2010

Una película, un país


¿Qué es un ecuatoriano? Una pregunta absurda e inútil si la atención se centra en una respuesta inexistente - y si la hay son millones de pequeñas soluciones –; pero que sirve de espejo para vernos y recordarnos de dónde venimos, el papel que ocupamos dentro del país, y enseñarnos las realidades, vivencias y costumbres que suceden a una montaña o selva de distancia. Un ejercicio para conocernos del que existen varios intentos documentados. Están las señas particulares de Adoum, el maldito país de Cueva, el viaje de Hermida y ahora la historia de aeropuertos de Prometeo deportado. La mejor propuesta, artísticamente hablando, que trata de descifrarnos. Sin embargo ¿es eso suficiente para poder llamarla “película”?

Una terminal aérea es un lugar de espera. No se ha llegado ni se ha salido. El cuerpo se pone en pausa y la mente divaga. Charly García escribió canciones sobre aeropuertos y Alberto Fuguet está pronto a publicar un libro sobre sus ratos en las salas de espera. Con Prometeo deportado Fernando Mieles le da vida a un espacio en el que normalmente las cosas apenas se mueven. Lo lleva a cabo tratando de contestar la absurda e inútil pregunta, creando una miniatura de país. Su versión de un ecuatoriano no es la de un ser imaginario, como uno de sus personajes menciona, sino la de un individuo que cuando se junta con otro, o más, de su misma especie, sin importar en que parte del mundo se encuentren, terminará junto al resto haciendo las mismas cosas y comportándose de igual forma que en su tierra natal. Haciendo patria con procesiones católicas, cuys asados y cangrejos hervidos, golpes de estado y el resto de elementos que en conjunto forman eso llamado Ecuador.




Una metáfora nacional que tomó diez años; con imágenes influenciadas en cortos de Buñuel; un ambiente de encierro a lo Ensayo sobre la ceguera; y la sensación tragicómica de autocrítica que recuerda la escena del restaurante de Gracias por el fuego. Imagino a Mieles, antes del rodaje, llenando el cesto de basura con hojas de ideas descartadas, borrando párrafos y queriendo añadir situaciones, sin darse cuenta en lo que se había metido. Y aunque a Prometeo deportado le cuesta despegar, sabe cuándo iniciar y dónde terminar. En lo del medio y en el cómo es donde falla. La musicalización es nula, varias de las escenas parecen más una obra de teatro y los diálogos con mayor intensidad resultan forzados, dando la impresión que los personajes no fueron trabajados como individuos sino que al estilo VIVOS se pusieron en pantalla varios estereotipos que juntos y revueltos son parte de un éxito que hace que los ecuatorianos nos reíamos de nosotros mismos y que seguramente traerá nostalgia a los migrantes cuando se proyecte en el exterior. Espectacular como un todo con una excelente dirección, puesta en escena, llegando al nervio patriota, y con la mejor campaña publicitaria que he visto en el país,pero mediocre en los detalles. Si ésta es una película, es de ecuatorianos para ecuatorianos.

En Barajas, desesperado por un cigarrillo y sin un euro, un otavaleño me regaló uno de los suyos al rato que me contaba su vida en Holanda. Años atrás, después de hacer fila por cinco horas en el consulado español, terminé panísima de un quevedeño y un zarumeño, celebrando con bielas el sello en el pasaporte. A punto de irnos, pienso, es cuando mostramos lo mejor de lo que es un ecuatoriano - no tenemos tiempo para armar el paro y el golpe de estado -. Y a pesar de haber salido del cine con una sensación agridulce, porque las películas que me quedan grabadas vienen con trama, dirección de fotografía, varios escenarios, y personajes con pasado, de carne y hueso, al día siguiente, al pasar por la Av. Quito y estar detenido varios minutos por una procesión familiar que se dirigía hacia el cementerio, y cerca de la Laica escuchar a una señora insultar al chofer del bus que no le había parado bien, no podía dejar de reírme. Entendí lo que quería mostrar Mieles.




P.D. Ahora toca esperar Rabia de Cordero. Ojalá se estrene durante las ocho semanas en que se tiene previsto mantener a Prometeo deportado en cartelera. Dos obras ecuatorianas al mismo tiempo en la salas de cine son una esperanza de que tan mal no estamos haciendo las cosas.

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