15 días atrás, hace 360 horas (esto fue escrito el viernes), gracias al llamado de un pana, Daniel, quedo cordialmente invitado a una travesía hacia Puerto López – Manabí que empezó el día sábado 29 de noviembre a las 4 A.M. y terminó el día domingo 30 a las 5 P.M. Aquel viaje de cerca de 36 horas está guardado en mi cabeza como una alucinación. Alucinación porque en todo ese recorrido, que empezó con 240 minutos de trayecto el viernes desde Cuenca a Guayaquil (deleitándome con
la monotonía del Cajas durante la mañana y mediodía, mi droga predilecta), tan solo, gracias a mi espíritu noctámbulo, tuve cinco horas de pesado y angustioso descanso. ¿Vacaciones? Es clásico que en estos
road trips uno llegue muerto al inicio de semana.
La herramienta para este trabajo (¡vaya dichoso camello!) era un Daihatsu de color azul, tunning of course, de propiedad del apresurado de Pablo, peruano al cual siempre le repito como diría Fito: Nos vamo´ al Perú, guevón, aunque para esta ocasión concordaba armoniosamente la lírica de: Se me hacía tarde y ya me iba/siempre se hace tarde en la ciudad… y a rodar, a rodar, a rodar mi vida…; los ocupantes eran tres panas desde colegio y uno de ellos con serias femeninas influencias en Puerto López, influencias gracias a las cuales la invitación era con hospedaje gratis. Así partimos con una hora de retraso (a las 5 A.M.) del famoso reducto de Pelucolandia tomando la vía que une Samborondón con Pascuales. En aquel instante el carretero estaba completamente muerto, a excepción de los camioneros, aquellos privilegiados noctámbulos, contra quienes, por sus abusivos vehículos, jamás uno podrá competir. Nobol era un montón de luces con vagas sombras que deambulaban por las poco transitadas vías, y la novel y marketeada beata de Narcisa, sumisa ante la parsimonia de la escena, no nos dio bendición alguna mientras nos dirigíamos hacia tierras manabas.
Una vez que dejamos la natal provincia del Guayas (lo supimos gracias a un arco con esculturas de montubios, atractivas mujeres, Alfaro, Velasco Ibarra y pescadores, que nos dio la bienvenida a Manabí), el sol también decidió acompañarnos, al principio tímidamente (típico de él a las 6 de la mañana). Nos detuvimos a desayunar en un solitario local camino hacia La Cadena donde el plato recomendado era el bollo de albacora, al cual lo acompañe con una suculenta humita y un café para este sistema nervioso adicto a la cafeína. Al regresar al camino (por cierto, otro auto con el resto de extraños nos acompañaba) se eligió las melodías que serían el cuarto ocupante del tuneado Daihatsu, llegando al consenso (siempre en democracia) que lo mejor para el rato era música para volar, así que aquellos parlantes con ventajas, que desconozco, estereofónicas empezaron a entonar, Tengo mal de alturas y aquí vuelan pájaros de oro sí me maree es por devoción, y yo, prefiero seguir tus pasos…, aunque para estos ambientes costeros también pegaba bastante la siempre pejagosa I don´t practice santería…, de los simpáticos de Sublime. Haciendo aquí un paréntesis, recomiendo a todo persona o grupete de amigos que vayan a Manabí, utilicen como medio de transporte un camión, porque la carretera es lo más parecido a estar en la luna, con un centenar de cráteres que pondrán en aprietos al conductor más avezado. Pero entre estas abruptas e irregulares vías se iban presentando polvorosos pueblos con casitas de cañas (de esas que aun mantienen pintadas sus fachadas con: Raye todo 6) y montubios a caballo al lado del camino (otra de Fito) que permitían olvidar el lejano tumulto citadino. Minutos después, ese finito paisaje poco a poco desapareció para dar paso a la verde selva manaba.
En la selva manaba casi todo lo inventado por el hombre muere, el más claro ejemplo fue adiós a Movistar, que nos hubiera sido muy útil cuando, debido a los aviesos baches, una de las llantas se ponchó y estuvimos una hora varados porque el babieco de Pablo se había olvidado de llevar la tan famosa y urgente gata. El problema fue superado gracias a una gentil familia que se transportaba en una camioneta y nos facilitaron todos los implementos, incluyendo la mano de obra, para realizar dichas operaciones. Continuamos el recorrido hasta que al fin se presentó el sublime mar, demarcándonos la entranda en territorio de pescadores, que huía y volvía para terminar el paisaje. Pasando Puerto Cayo, un túnel de bosques y el Parque Machalilla llegamos a Puerto López, donde lo primero que hicimos fue complacer nuestro estómago con un cebiche de pescado (el primer cebiche de pescado con maní que he saboreado).
Ya al tocar nuestros pies la caliente arena (suerte de sol en noviembre) y después de apreciar las labores de los pescadores y los trofeos que estos traían del océano (algo parecido a el éxtasis de Hemingway en Cabo Blanco – Perú) el grupo de extraños y amigos de colegio nos dirigimos también hacia altamar en un bote cortesía de las femeninas influencias de Daniel. Ahí un poco de práctica de Snorkel (con la cerveza encima, no haber dormido por cerca de 36 horas y sin almorzar, ahora que lo pienso, parece una irresponsabilidad de padres aquello que hicimos), con la consecuente observación de peces y manta rayas, visitar un par de islas, practicar kayak, las fotos de rigor y tostarse la piel.
Una vez tocamos tierra, el siguiente punto era ver la caída del sol en Salango con el último esfuerzo porque el cuerpo ya no daba más. Acto seguido en el hotel, una cama al azar y dos horas de plácido sueño hasta que nos levantaron para la obligatoria juerga nocturna, que estaría acompañada con la siempre fiel resaca mañanera. Vodka, cervezas, una fogota y agradables conversaciones de cine provocaron que la mayoría de los presentes se olvidaran del hotel y decidieran hacerse un lugar para acostarse entre la arena. El cielo tornándose celeste y dejando su nefasta para estimulante oscuridad nos alentaba a que nos arrastrasemos hacia aquellas cabañas previamente preparadas para el descanso corporal.
Fueron tan solo tres horas de descanso corporal y al día siguiente a las 9 A.M ya nos encontrábamos desayunando bolones y dirigiéndonos hacia al Parque Machalilla, otra vez recorriendo ese túnel de árboles. La playa del dichoso parque sirve de nido para las tortugas, jaibas, cangrejos y otros crustáceos, reptiles, moluscos y peces, por lo cual el buceo era digno de Jacques Costeau. Pasaron rápidamente las 8 horas y la hora de partir hacia Guayaquil era ya inminente. Se decidió a última hora que el regreso sería por la Ruta del Sol, lo que volvió un verdadero manjar para la vista este trayecto. Por Manabí el océano desapareció ni bien salimos de Puerto López, para después transportarte una vez más a esa selva verde de oscuros secretos, y regresa en el límite con la novísima provincia de Santa Elena, a unos balnearios llamados La Estancia y Las Nuñez, en los que decidí asentarme en algún momento y pasar ahí mi escasa y futura vejez.
Dejando aquellas tierras donde crece una palma alta y esbelta con hojas anchas y largas, verde claro (como señala Joaquín Martínez Amador en uno de los más didácticos libros para adultos de historia ecuatoriana, Los caminos del tiempo) y que son tierras violentas y generosas, tiernas y brutales, cachorreras y solemnes (en palabras de Donoso Pareja), el sol poco a poco decaía viéndose vencido ante las tinieblas que iban dominando este lado del hemisferio. Ahí una vez más estaba la tan familiar arena de Montañita, Manglaralto, Puerto Bolívar, Ayangue, San Pedro y las de recuerdo de la niñez, San Pablo y Punta Blanca. En San Pablo la cena fue un chicharrón de pescado, con un partido de vóley playero mientras esperábamos que lo prepararan, y ya con el estómago lleno y complacido, de vuelta a Guayaquil esperando algún día repetirlo pero por otros tramos aún no conocidos o por el mismo pero ahora con la compañía de los gigantes cachalotes que pasan su vacaciones por estos rumbos y otras influencias femeninas con iguales recursos.
PD: El regreso a Cuenca desde Guayaquil no fue por el embriagante Cajas sino por la abyecta y llena de paradas, vía Guayaquil – Azogues…