Saramago es portugués, sin embargo no creo que Ensayo sobre la ceguera haya transcurrido en Lisboa. Se supone que en la novela nadie tiene nombre y la ciudad aún menos. Todos víctimas de sus propios pecados y el castigo es la ceguera blanca como un mar de leche. Aunque ahora que lo pienso, pese a que Lisboa es una ciudad demasiada linda, demasiada cálida, entrañable, con gente extremadamente amable y romántica (y la mayoría de personas se veían mucho más felices que el resto de europeos que observé, teniendo en cuenta que es uno de los países con menores ingresos de la UE), y coqueta, quedarse ciego en Lisboa sería un verdadero castigo. Por algo Fernando Pessoa al contemplarla dejó su casi lúgubre y suicida estilo de escribir para recomendarnos que caminarla es «errar sin pensar», mencionando que «Si yo tuviese el mundo en la mano, lo cambiaría, estoy seguro, por un billete para la Calle de los Doradores».
Fado, bacalao y fútbol son lo principales referentes. El primero música triste parecida a un bolero; el otro algo delicioso, llevado a la perfección donde cada uno tiene su receta; y el último un fútbol vistoso y elegante pero que pocos títulos internacionales ha alcanzado. Eso era de lo único que me habían informadoen versión ultra zippeada. Por suerte algo más vi.
Se suponía que cuando estuve era invierno: llevar guantes, bufanda y varios abrigos encima, la comida casi hirviendo, fumar cigarrillos como desquiciado y una copa de jerez nunca venía mal. Madrid fue así, Barcelona casi, Sevilla también. En Portugal lo único frío fue la carretera llena de olivos. El sol nos esperaba ni bien cruzamos el puente 27 de abril y en Lisboa pudimos ir a la playa y andar en zapatillas (alguno se atrevió a surfear), quitarnos los abrigos, caminar sin descanso porque el clima era propicio, beber cerveza negra hasta hartarnos y el vino oporto que fue un lujo para un grupo de chiros, tratando de conversar con personas y únicamente respondiendo brigado, respirando una brisa extremadamente fresca con aroma a pasado.
Casas con techos rojos, azulejos por doquier, vistas al Tajo desde más de un rincón, puertos a montón, palacios, monasterios, el barrio alto de los bares, The dark side, donde los dealers no se cansan de ofrecerte hachís, los mendigos, los emigrantes angoleños, de Mozambique o Tanzania trabajando en las terrezas donde se ubican los bares, son algo de lo que pude visitar, observar y sacar algunas fotos, que son un montón pero acá solo dejo algunas.
Nunca te gustó Billie Holiday. Me tachabas de viejo, de arcaico (y claro, es música de abuelos) cada vez que en el reproductor de la computadora la ponía y una suave voz invadía el blanco cuarto, con azules cortinas, una cama, televisor y la computadora. Nuestro búnker, el panic room para aislarnos del resto. Lo bueno de no compartir contigo algún gusto eran las peleas en las que querías ahogarme con la almohada para no ahogarte con tu risa contagiosa, y te detenías cuando ya no podíamos respirar.
Pero ahora que escucho, solo y en otro cuarto (con cierto masoquismo involuntario), a Billie Holiday cantar «When you´re smiling/ the whole world smile with you». En español algo así: cuando tú sonríes, el mundo entero sonríe contigo (te lo traduzco porque nunca fuiste buena para el inglés), más que recordar nuestros momentos puertas adentros, encerrados, metidos entre sábanas, pienso cuando nos juntábamos con otras personas, entre los millones de esta ciudad, nos colábamos entre las multitudes y hacíamos impacientemente las largas y obligadas filas para entrar a algún otro sitio. Porque cuando estabas conmigo y me sonreías, perdona lo cursi, el mundo también me sonreía. Éramos como La Maga y Oliveira. No, mejor. Reales. No era París, era Guayaquil y no nos encontrábamos al azar entre trayectos imposibles de planear (si no me llamabas o no te llamaba nada pasaba), ni enterrábamos paraguas que alguna vez sirvieron para no mojarnos (en invierno nos empapaban los aguaceros imprevistos y no te gustaba sentir como el agua se metía en tus, con apariencia de enfermera, blancos zapatos deportivos mientras caminábamos por La Alborada, cuando me acompañabas al Mi Comisariato a comprar y regresábamos a mi casa a pie, con tres fundas en cada mano y los falanges adoloridos porque no valía la pena tomar un taxi o alquilar una camioneta), aunque una noche, frente al malecón, cerca del Hotel Ramada, en una esquina donde la luz de las farolas no iluminaba, llevada por un impulso de Rayuela, cortazarianamente le preguntaste a un mendigo si dormía entre cartones por amor, por haber perdido uno, o si lo estaba en ese rato; y te miró molesto, lo habías despertado, te pedía un par de monedas y cuando notó el miedo en tus ojos (te habías dado cuenta de la imposibilidad de que el tipo estuviera así por amor, era por locura y ya no tenía oportunidad) me agarraste de la mano para correr y la multitud de jóvenes esperando entrar a algún sitio para pasar la noche en medio de la zona rosa fue nuestra salvación. Nos metimos a Ojos de perro azul (por lo menos, ahora tomándome una pausa de la escritura, puedo recordarlo y recordarte a diferencia de los trágicos personajes sin memoria del cuento de Gabo) porque escuchaste algo de jazz, y aunque no te gustaba Billie Holiday movías tu cabeza cuando escuchabas la Saint Thomas de Sonny Rollins, y como a pesar del susto seguías cortazariana, algo de jazzología hicimos, esa ciencia deductiva facilísima de entender después de las 4 A.M.
No nos agarrábamos mucho de las manos, a excepción de cuando nos poníamos serios y en algún banco, casi siempre del Malecón del salado, un lugar donde siempre discutíamos sin saber el porqué, en el corredor, junto a los murales de vidrio con las frases de Joaquín Gallegos Lara, Antonio Neumane, después de haber comido mariscos en los puestos frente al puente del velero, nos sentábamos y nos mirábamos a los ojos hasta que el otro sonriera más y eso era señal de todo solucionado. Tampoco fuimos muy expresivos en los besos en la calle, pero siempre que andábamos por la 9 de octubre, a pesar del calor (siempre una queja para los dos) y el ritmo frenético por los peatones impacientes avanzando, esperando llegar a donde los esperan, lo hacíamos abrazados (tal vez era porque eso pasaba después de la pelea) hasta llegar al Parque de las Iguanas y a la Catedral que tanto te gusta, y no te importaba su apariencia de gótico mall por las esquinas llenas de comercios como siempre te lo mencionaba; y ahí después de haber visto en una anterior ocasión a un viejo jubilado darle de comer lechugas a los reptiles que ahora extrovertidos se le subían en las rodillas casi arrancándole la comida de las manos, habías quedado fascinada y cada vez que podíamos las alimentábamos con lechugas y frutas. Lo hacíamos en las tardes. Después de las seis ya se trepaban a los árboles y desaparecían. La primera vez no lo sabíamos y les dejamos unos mangos como desayuno.
Al sur nunca fuimos, no lo recuerdo. Tal vez las noches en que alquilábamos un taxi y le pedíamos al chofer llevarnos por donde quisiera por las siguientes dos horas. Vagamente creo haber visto el colegio Cristobal Colón y algo de La Ría. Parábamos a comer yogurt y pan de yuca en algún puesto de Urdesa y un niño siempre me tentaba para comprarte una flor por el precio de un dólar. Comer era la razón por la que más salíamos. Restaurantes y cafés por muchas esquinas de mi memoria nos atienden todavía. Mi recuerdo favorito (ahora que Billie Holiday con su voz es casi como hacer hipnosis) es en un café en Plaza del Sol, ese sitio tan concurrido, lleno de bares, parrilladas y otros puestos para comer entre música y sombrillas. Pero era domingo, era de noche y el lugar, para nuestra suerte, estaba casi vacío. Pagamos los dos cafés en el Sweet & Coffee, nos estaban botando, y nos fuimos. Al frente estaba el Mall del Sol con personas que entraban y salían como si fuera un hormiguero y cerca el Casino donde más de un vicioso va a pasar su fin de fin de semana esperando ganar algo para poder salir el siguiente. Por la Plaza, por las mesas estábamos solos los dos abrazados, jugabas con mi mano, tenías el cabello áspero y me raspaba los codos pero me gustaba esa sensación. Se sentía la lluvia venir y sin embargo caminábamos con mucho letargo, estirando el momento, conversando de lo bien que pasábamos el uno con el otro y de la necesidad de siempre repetirlo y no pasar tan encerrados. De salir cuando sintamos a la casa tomada. Y si era así, como esa noche, valía la pena repetir, porque nos sentíamos como en esa canción de Fito Páez: Dos en la ciudad. Sólo que ahora concluida la canción de Billie Holiday no pega escuchar a Fito cantar: nos encontramos en la calle/ yo diría casualidad…
Más recomendable sería la versión mezcla de flamenco y mezcla de de jazz de Bebo y Cigala de Se me olvidó que te olvidé para este – ni bueno ni malo - rato puertas adentro.
A excepción del maestro Johny Cash (y las variantes que Bob Dylan o Leonard Cohen hacen de la misma), a la música country siempre la he considerado como algo aburrido, o mejor explicado: simpáticas historias con un ritmo que no me agrada. Eso puede que cambie, porque siguiendo la recomendación de Fernando Navarro (a quien últimamente tengo como gurú musical), corresponsal de la edición española de la revista Rolling Stone, en su bitácora “La ruta norteamericana”, vi la película Crazy Heart, a la cual destaca por su excelente banda sonora con ritmos que muestran el country original. Pero, después de pensar por algo que me ha dejado como loco, lo que realmente sobresale y cautiva es la excelente interpretación que Jeff Bridges hace del alcohólico y antiguamente exitoso cantante sureño Bad Blake. Actuación que Juan Fernando Andrade sublimemente, y con tinta justiciera porque hace rato que el gran Bridges se merecía el Oscar, ovaciona en su blog “La Cultura B”. Y con estas dos cosas – la banda sonora y la interpretación de Jeff Bridges – basta para tener una experiencia grata en Crazy Heart, que se la podría considerar la versión menos cargada de este año de lo que pasó el anterior con The Wrestler, cambiando acá los esteroides y la necesidad de los aplausos del público por el bourbon y el amor a la música (aunque en esta última la forma en la que se cuenta la historia – el guión – está mucho más trabajado, en CH la historia es demasiado lineal, predecible). Lo que la salva es que tiene mucho corazón.
Y con el corazón basta por esta ocasión. Entre el hermoso y desolador paisaje de Nuevo México, con esos bastos desiertos y nubes que parecen ovejas con tonalidad rosácea, entre licoreras y gasolineras que se repiten cada cincuenta kilómetros, se cuenta la historia de Bad Blake, el antihéroe anteriormente exitoso y reconocido que decide llevar su vida de la forma que él quiere, así esto sea un sinónimo de autodestrucción, porque aquello es mucho mejor a seguir el estatus o haberse resignado a llevar una vida normal, esperando, en alguna esquina sucia y marginada de la América Profunda (donde los pueblitos se repiten, todos son vecinos cordiales y es material de inspiración para las películas de David Lynch), entre gente común y corriente que lleva su vida en medio de bares, salas de billar y sus hogares, que su buena racha vuelva. Ahí Jeff Bridges lleva a cabo una de las mejores interpretaciones que he tenido oportunidad de ver. A Bad Blake (al igual que al veterano luchador Randy “The Ram” – Mickey Rourke –) uno le agarra cariño, se frustra con sus equivocaciones, espera que le vaya bien, que se haga justicia, que se levante después de haber pagado por todas sus equivocaciones y excesos.
Lo que hace Bad Blake es casi un espejo de Bridges, es como estar viendo la realidad alternativa que hubiera tenido el actor si no hubiera elegido esa profesión, su alter – ego. El uno está dentro de la piel del otro. No es una cuestión de actuación sino de puro corazón. La escena en la que Blake pese a haberse redimido sabe que lo ha perdido todo, y en su casa, tirado en el patio apoyándose en la pared, con el sol pegándole en la cara, empieza a componer “The weary kind”, es un momento para el que ambos nacieron. Una canción a la que Bridges le pone mucho sentimiento, mucho de su pasado y para Blake es el resumen de su vida. Una canción que habla de los desesperados, de los desheredados, de los cansados, de los solitarios…
A pesar de ser la versión de Birgham (su compositor original) de “The Weary kind” más técnica, prefiero la cantada por Jeff Bridges por las emociones que le pone.
Se supone que la provincia tiene su acuoso nombre después de que García Moreno pasó por la misma y viendo su hidrografía la llamó Los Ríos. Se supone que también era el lugar donde mayor cantidad de cacao, en el siglo XIX, se producía para la exportación. También de donde provienen los montubios más arraigados (que no sueltan el machete y tienen los rodeos de mayor fama) y de donde son originarias las historias de seres que penan, como la llorona, porque mataron a su hijo y ahora vagan en el mundo de los vivos. Y suponiendo que “La patria ya es de todos”, aprovechando que ahora trabajo en una consultora que asesora proyectos estatales y empresas públicas, durante dos semanas, de lunes a sábado, he ido y venido (y viceversa) a Babahoyo, cuento algo de lo que es la capital de la provincia, aclarando que esta no es una crónica de viaje ni que me he dedicado esos días netamente a caminar por la ciudad. Sólo lo que he visto. In my face.
Si se tiene vehículo propio el trayecto desde Guayaquil dura aproximadamente una hora y pocos minutos más, sino el transporte directo y símbolo de la ciudad es el F.B.I. (Flota Imbabura de Babahoyo), un bus verde, al igual que le follaje que uno va viendo mientras recorre el camino, que en una hora y veinte minutos, escuchando radio Canela (la radio de los choferes costeños), pasando por Yaguachi, Juján , el desvío hacia Milagro, Mata de cacao, el Rey Park (una especie del Trucusucus de la infancia en versión extra-grande, lleno de esculturas de dragones, Piratas del Caribe y tiburones entre piscinas) y otros pueblitos donde se pueden ver a los ganaderos arriando sus reses, gaviotas entre los charcos, cultivos de arroz, cacao y café, gente bañándose en los ríos los fines de semana, los típicos accidentes de carretera con los tráileres o buses a un lado y las decenas de mirones, y los vendedores del Extra , de colas y aguas, tortas de choclo, muchines, panes de yuca y fritadas (que son mas chifle que carne) que pegan si uno no ha desayunado bien (se recomienda comprar los muchines de veinticinco centavos a la altura del peaje de Yaguachi), te dejará en el centro de la ciudad. Dato aparte: se le puede decir al cobrador en el terminal que uno es viajero frecuente para que pagues $ 1.00 en lugar del $ 1.40 que es el precio del pasaje original.
La imagen que siempre tuve de Babahoyo era la de agua, un islote en medio de la inundación, pero estando acá la cosa se parece más al lugar donde el Pantaleón Pantoja de Vargas Llosa inicia sus operaciones para saciar las necesidades de los soldados del Ejército peruano: muchas – en serio muchas - mujeres caminando por todos lugares, en holgada ropa por un calor y sobre todo una humedad que provoca que la camisa se te pegue y sea un estorbo. Todo con un aire a Guayaquil, que recuerda el pasear por el centro de Babahoyo a recorrer la Av. 10 de agosto o el resto de calles aún no regeneradas y llenas de puestos comerciales de comida, discos piratas, ropa, vendedores de colas y caramelos. Aunque la regeneración también existe en Babahoyo: los mismos adoquines, las mismas farolas, algunas palmeras e incluso en hay un malecón (en este sí te dejan andar en bicicleta) con iguales rejas color verde y vista al río. Sin ser esa, pero tratando de serlo, una justificación para creer que mi comparación no sale de una mente obtusa que cree que fuera del puerto principal cualquier ciudad costeña es una copia del mismo (imitando su estético “modelo de desarrollo”); pero notando esas diferencias o singularidades de Babahoyo en su gente y en su forma de vida como el saber que casi todas las personas con las que hablé menores de 30 años tienen al menos un divorcio, que aunque parece el pueblo de Pantaleón sólo hay un chongo en la ciudad y que lo chévere es ir en auto hasta alguno de Durán o Milagro, avenidas llenas de motos y bicicletas que son la aspiración de las personas para llegar temprano a sus lugares de trabajo, que el recreo de los sábados es irse a bañar a algún río, que comer en un chifa del centro es algo de caché y símbolo de dinero, y que el dinero es lo principal de la ciudad, pero a diferencia de Guayaquil aquí se nota mucho más. Algunos arriesgarían su integridad y te mentan a la madre por diez centavos, y en restaurantes si pides un vaso de agua te dicen que no tienen pero te pueden vender botellas a $ 0.30 cada una.
Me hubiera gustado ir a algún río, ver una cosecha de cacao y acompañar a quien lo seca en la carretera... Eso no era parte del trabajo así que será para la próxima vez.
Leer a Roberto Bolaño se ha vuelto más una cuestión de cultura general (una obligación) que de culto hacia un autor que se lo denomina el “último escritor de América Latina”. Porque de él en más de un rincón se habla y se escribe: Javier Cercas mencionaba el éxito de su obra y cómo en EUA su novela “2666” se ha convertido en un best-seller; varias reseñas se han escrito en diarios acerca del uso de personajes marginales, patéticos que dominan sus páginas; Mario Segovia en Etiqueta Negra nos plantea el porqué queremos ahora tanto a Bolaño, y todo escritor y lector menor de 40 lo sigue como a un ídolo; y Sebastián Cordero, en una entrevista, responde que algún día espera escribir un guión con un estilo que recuerde claramente a Los detectives salvajes. Algunos ejemplos de que Bolaño está en todas partes. Como la poesía (poetas nunca faltan) de la que nunca he sido un fanático, porque los versos que componen un poema me parecen tan personales que al final me resultan inaccesibles, ahí puede que estén concentradas todas las emociones (tengo libros de García Lorca cubiertos aún con la envoltura plástica).
En Los detectives salvajes, Bolaño, pienso, quiso comparar al paso de la juventud con la poesía (mezclar lo efímero de ambas), porque la historia que nos relata es la de unos jóvenes marginales, patéticos, lumpescos (inspirados en su época de juventud de los sesentas con drogas psicodélicas, manifestaciones panfletarias y tendencias beligerantes, que practicaba con su grupo los infra-realistas, letras adornadas por lo años de experiencia) que desean revolucionar el mundo de las letras y para lo cual forman la pandilla del “realismo visceral” (lo que los lleva a buscar una poeta al desierto y planear secuestrar a Octavio Paz), pero que con todo su idealismo, al final terminan siendo tan solo parte de una anécdota difícil de recordar por parte de varios entrevistados, que es la manera en la que está escrito el libro. Todo visto a través de los ojos de otros, los fugaces momentos en los que alguna vez pasaron los personajes principales por sus vidas. Belano y Lima nunca hablan, sin embargo poco a poco sabemos que son dos individuos que entre vender drogas y escribir versos buscan algo, por lo que emprenden un gran viaje a través del tiempo y por Europa, Israel, México y África. Una versión agigantada-visceral-brutal-alucinógena de las Confesiones de invierno de Sui Generis, donde los detectives salvajes trataran de sentir y experimentar todo, volverse poemas. Contándose así la historia de una generación. Abarcando una era, la posterior al Boom.
Así, entre la fama de Bolaño, llegué a Los detectives Salvajes, un libro al que Alan Pauls (autor de esa increíble novela y atroz historia de amor llamada El Pasado) recomienda leer en una “isla desierta”, o al menos en “un lugar de playa sin luz eléctrica, sin autos, sin agua potable”, porque Bolaño “no escribe novelas para ser leído… Bolaño escribe para poblar”. Y siguiendo los consejos del escritor argentino, a Los detectives… traté de leerlo entre las calurosas noches de lluvia guayaquileñas, casi como un naufrago en medio de un diluvio, entre rayos, cielos rojos y calles inundadas. Hay que leerla con paciencia, aislado, en estado unplugged, por su ritmo frenético y caótico, pero con la apariencia (debido a sus 613 páginas) de que nunca acabará; sin embargo no fue suficiente. Meterse en las páginas de LDS puede no ser una experiencia agradable. No lo digo por su calidad de escritura ni por el relato que se desarrolla o el tiempo que exige, sino porque la novela está diseñada para exprimir al lector, para sacudir cerebros. Una experiencia a la que pocos quieren volver debido al vértigo causado por la experiencia original. Entre la primera y la segunda vez que abrí las páginas del libro pasaron dos meses (lectura de Rayuela y The catcher in the rye en medio) para que se puedan calmar las aguas que quedaron agitadas después de seguir los pasos de Ulises Lima y Arturo Belano. Y al volver a la isla (y al continente) uno se da cuenta de que todo está movido. Se siente que el realismo visceral, aunque efímero, ha pasado por el lugar y ha plantado su bandera.
¿Ustedes han visto Easy Rider? Sí, la película de Dennis Hopper, Peter Fonda y Jack Nicholson. Más o menos así eramos nosotros entonces. Pero sobre todo más o menos así eran Ulises Lima y Arturo Belano antes de que se marcharan a Europa. Como Dennis Hopper y su reflejo: dos sombras llenas de energía y velocidad. Y no es que tenga nada contra Peter Fonda pero ninguno de ellos se le parecía. Müller sí que se parecía a Peter Fonda. En cambio ellos eran idénticos a Dennis Hopper y eso era inquietante y seductor, digo, inquietante y seductor para los que los conocimos, para los que fuimos sus amigos. Y esto no es un juicio de valor sobre Peter Fonda. Me gustaba Peter Fonda, cada vez que dan en la tele la película que hizo con la hija de Frank Sinatra y con Bruce Dern no me la pierdo aunque tenga que quedarme despierto hasta las cuatro de la mañana. Sin embargo ninguno de ellos se le parecía. Y con Dennis Hopper era todo lo contrario. Era como si conscientemente lo imitaran. Un Dennis Hopper repetido caminando por las calles de México. Un Mr. Hopper que se desplegaba geométricamente desde el este hacia el oeste, como una doble nube negra, hasta desaparecer sin dejar rastro (eso era inevitable) por el otro lado de la ciudad, por el lado donde no existían salidas. Y yo a veces los miraba y pese al cariño que sentía por ellos pensaba ¿qué clase de teatro es éste? Y una noche, poco antes del año nuevo de 1976, poco antes de que se marcharan a Sonora, comprendí que era su manera de hacer política. Una manera que yo no comparto y que entonces no entendía, que no sé si era buena o mala, correcta o equivocada, pero que era su manera de hacer política, de incidir políticamente en la realidad, disculpen si mis palabras no son claras, últimamente ando un poco confundido.
No les pregunté por el coche de mi padre. Arturo me dijo que se iban. ¿Otra vez a Sonora?, les pregunté. Arturo se río. Su risa fue como un escupitajo. Como si se escupiera sus propios pantalones. No, dijo, mucho más lejos. Ulises viaja esta semana a París. Qué bien, dije, podrá conocer a Michael Bulteau. Y el río más prestigioso del mundo, dijo Ulises. Qué bien, dije yo. No, no está mal, dijo Ulises. ¿Y tú?, le dije a Arturo. Yo me voy un poco después, a España. ¿Y cuándo piensan regresar?, dije yo. Ellos se encogieron de hombros. Quién sabe, María, dijeron. Nunca los había visto tan hermosos. Sé que es cursi decirlo, pero nunca me parecieron tan hermosos, tan seductores. Aunque no hacían nada para seducir. Al contrario: estaban sucios, quién sabe cuánto hacía que no se daban una ducha, cuánto que no dormían, estaban ojerosos y necesitaban un afeitado (Ulises no porque es lampiño), pero yo igual los hubiera besado a los dos, y no sé porque no lo hice, me hubiera ido a la cama con los dos, a coger hasta perder el sentido, y después a mirarlos dormir y después a seguir cogiendo, lo pensé, si buscamos un hotel, si nos metemos en una habitación oscura, sin límite de tiempo, si los desnudo y ellos me desnudan, todo se arreglará, la locura de mi padre, el coche perdido, la tristeza y la energía que sentía y que por momentos parecía que me asfixiaban. Pero no les dije nada.
Hay una literatura para cuando estás aburrido. Abunda. Hay una literatura para cuando estás calmado. Esta es la mejor literatura, creo yo. También hay una literatura para cuando estás triste. Y hay una literatura para cuando estás alegre. Hay una lectura para cuando estás ávido de conocimiento. Y hay una literatura para cuando estás desesperado. Esta última es la que quisieron hacer Ulises Lima y Belano.
… y así como hay mujeres que ven el futuro, yo veo el pasado, veo el pasado de México y veo la espalda de esta mujer que se aleja de mi sueño, y le digo ¿adónde vas, Cesárea?, ¿adónde vas, Cesárea Tinajero?
Antes de que todo vuelva a la normalidad en New Jersey, exactamente en el hospital Princeton Plainsbour, de presenciar otra vez los capítulos en que en homenaje a Sherlock Holmes y a su padre Arthur Conan Doyle, el misántropo genio de la medicina, antiguo adicto al Vicodine, Gregory House, resolverá misterios médicos usando el sarcasmo, quebrando reglas y utilizando la premisa de que todo el mundo miente (me imagino que en menor medida debido a que inició una rehabilitación), el primer episodio de la serie (este de dos horas de duración) muestra a House durante su estadía en un hospital psiquiátrico.
Lo vi, después lo repetí por segunda vez y a la mañana siguiente de sábado, después del desayuno, también por tercera ocasión.
En la serie, la mayoría de capítulos terminan con alguna canción suave, con una melodía casi cursi pero que agrada, del estilo Jack Johnson (o en mejor caso, mucho mejor, con algo de blues, folk, rock clásico), que refleja como las cosas mejoran para sus pacientes después del horrible calvario de la enfermedad y de la incertidumbre de saber qué tienen hasta que el irascible doctor protagonista de la serie se lo dice de la peor manera posible; o después de haber pasado por algún evento irreversible, donde no se puede volver al reconfortante pasado, los pacientes o el resto de los personajes del capítulo hacen un intento por caminar, seguir adelante. Ahí se refleja que el mundo no es el equivocado sino House. Porque a él no le gusta cambiar, así este sea la ilusión más parecida – después del Joker de The Dark Knight – a un agente de la anarquía. Se rehúsa a tomar riesgos que lo puedan exponer, desnudar (el ejemplo más palpable es cuando debe tratar a un agorafóbico que al final decide salir de su departamente-refugio pero su médico no se atreve a invitar a Cuddy a salir, llegando tan solo hasta la entrada de la casa de ella). Por lo que puede resultar curioso e incluso chocante ver al inicio de una nueva temporada a un House algo vulnerable.
Y la verdad es que sí resulta chocante verlo en una faceta casi de Patch Adams cuando aún mantenía su faceta suicida, antes de volverse un médico risueño, en un ambiente que recuerda a la One Flew Over the Cuckoo´s Nest de Milos Forman (con un gran Jack Nicholson), claro que acá en una versión algo más moderna pero igual de sombría, deprimente, desesperanzadora y sin indios que lanzan un bebedero hacia una ventana y escapan al horizonte en símbolo de la libertad. Acá todo comienza con House desintoxicándose en la mejor introducción que he visto para una serie donde la música la toca Radiohead con No surprises (casi se me sale una lágrima al escuchar a House gritando por ayuda – abajo está el video -) y él poniendo de su parte para no volverse loco. Una dirección implecable donde la historia que se cuenta no es la de ningún paciente sino lo que se ve y se trata de descifrar es cómo el protagonista puede salir de su actual estado.
Puede que extrañemos las geniales frases del médico que ahora sin Vicodin, al igual que Charly García, es probable que se encuentre en versión pasteurizada, y las descabelladas soluciones a los acertijos (aunque mucho del humor negro todavía estaba presente en el capítulo inicial de la sexta temporada) que podían terminar con una agresión hacia aquel que lo descifró, pero después de ver las dos primeras horas de vida de House en el hospital Mayfield, hasta su recuperación, puedo decir que por lo menos la calidad artística está asegurada
P.D. Son imperdibles los videos porque además de ser un gran momento para la televisión este inicio de temporada, también es un gran momento para la música. Canciones conocidas y no tan conocidas pero que valen la pena escuchar (ponerle atención a la canción de Iron & Wine que es sublime).
Siempre me han gustado las películas en las que se cuentan varias historias con un tópico en especial. Algo que puede ir desde las cintas del mexicano realizador de Amores Perros, 21 Grams (la mejor) y Babel; pasando por Magnolia de Wes Andersom; hasta cuestiones más delirantes como los monólogos en Waking Life del director Richard Linklater (más que un cineasta a veces parece un filósofo). Razón principal por las cuál me animé a ver París Je t´aime y New York, I love you. Que cada una por separado, en su mayoría cuentan historias de amor en las respectivas ciudades, mostrando de fondo a las urbes: sus costumbres, las calles y avenidas (los taxis por Manhattan y las estaciones de metro de París), los monumentos y plazas, la forma de pensar de su gente y un gran etcétera que no podría abarcar todo lo que representa un lugar, menos aún semejantes metrópolis.
Pero esto no es una crítica. Ni una reseña de ambas. Ni destacar que la que trata de la ciudad de las luces, los cortos los dirigen personajes como Gus Van Sant, los Coen, Walter Salles, Alfonso Cuarón, entre otros; ni que en la de NY actúan Andy García, Natalie Portman, Ethan Hawke, Gary Cooper. Ni que ambas a ratos son excesivamente cursis para mostrar cómo se conocen dos personas en una ciudad de millones; o que las historias de París, sin ser una obra maestra, superan infinitamente a los relatos románticos dentro de la Gran Manzana (un gran fiasco). De lo que se tratan estas líneas es de pensar un poco y tratar de imaginar la forma en que se haría una película parecida en Guayaquil. ¿Cómo podrían conocerse dos extraños en el trópico? Juntar varias historias y hacer algo real. Sea lo que sea esto.
No imagino aún las historias, por el momento habría que buscar el preámbulo. Tal vez buscar hechos comunes u otros que pasan un sola vez. Todos envueltos en un ambiente de inseguridad provocado por la alta delincuencia de la ciudad, donde hablar con un extraño en plena 9 de Octubre o calle Portete arrastra cierto nerviosismo, creo que más aún en bus (algo excepcional conocer a alguien bajo esta circunstancia); tampoco podrían haber besos en el malecón, ya saben: por los metropolitanos y sus silbatos (aunque los relatos son de encuentros, pero un vacile vago no habría que descartarlo); y contar historias que tengan que ver en espacios públicos como parques (desde el de las iguanas, el del centenario o alguno por La Alborada) tendrían ciertas dificultades a la hora de crear los diálogos por el poco uso que le damos a los mismos (sin embargo un corto que retrate el romance de un guardia con una chica de servicio doméstico de alguna casa cercana lo he visto más de una vez).
Sin que sea costumbre en el bus he conocido a mujeres y he conversado un rato con alguien a las 3 de la mañana en una gasolinera mientras comíamos algo o comprábamos más trago. Son casos bastante aislados, por lo que creo que no sería un director recomendado para dirigir un proyecto así. La verdad que casi no paseo por Guayaquil, no la vivo, no la respiro. La mayoría de veces me dirijo de un lugar a otro, de norte a sur, de este a oeste. De encerrado a mi casa a encerrarme a algún otro edificio. Caminar por la 9 de octubre, por la bahía, por Las Peñas o por Urdesa son cosas que cuando las hago pareciera que las hiciera por primera vez. Podría escribir un guión que suceda dentro de algún bar y con invitación a bailar, dos personas desempleadas que durante una entrevista (donde ninguno de los dos será el elegido – sino el sobrino del Gerente de RRHH –) conversan e intercambian teléfonos, alguna caminata en Salinas o Montañita, en la playa donde todos son amigos (y que son casi anexos de Guayaquil), entre otras cosas que se me ocurren.
De que tiene su encanto, lo tiene; pero no sé si Guayaquil sea una ciudad para este tipo de historias… Especialmente al aire libre. Creo que la mayoría serían puertas adentro.
Ir a un concierto de Charly García estaba entre una de las cosas a hacer, de ley, antes de morir. Misión cumplida. Ir a Egipto y hacer un tour por África, escuchar jazz en New York también están dentro del inventario aunque se ven bastante distantes. Una lista mental de películas también tengo, la cual se va reduciendo poco a poco. Se supone que son clásicos (al menos las personas que me hablaron de ellas me las hicieron sentir así) y celebrando mi cambio de trabajo la semana pasada tuve oportunidad de ver tres de estas.
The Graduate:
La película es algo así como la mamá de los pollitos dentro de la cultura norteamericana y el cine romántico. Está, para el primer caso, la fantasía de acostarte con una mujer madura, mejor si es amiga de tus padres; y el escapar en el último minuto de una boda que nunca debió haberse llevado a cabo. Dustin Hoffman es Ben y acaba de graduarse de la universidad, tiene veintitrés años y todo el futuro por delante, pero después de cumplida la tarea no sabe qué hacer con su vida (dato aparte: cuando leí HD de Juan Fernando Andrade, Miguel, el personaje principal, se me parecía más al Ben de Mike Nichols que al Holden Caulfield de Salinger).
Aunque hay cuestiones que realmente no entiendo, como el impedir la boda y seguir hasta Berkeley a la persona de quien se había enamorado, después de tan solo una cita, la película tiene partes magistrales: escenas de primeros planos que al espectador lo convierten en un voyeur, secuencias como la que empieza con su regalo de cumpleaños metiéndose a la piscina con un traje de buzo para contar su historia con la mujer mayor, sumado a la música de Simon & Garkenful, reflejan exactamente la incertidumbre que viene después de la graduación y después de los 23.
Leaving Las Vegas:
No sé si esta película se haya convertido en un clásico según los críticos. Seguramente es una película de culto para algunos. Fue algo así como estar en presencia del realismo sucio en su versión más pura y dura, con la carne hacia afuera emanando pus. Como ver en imágenes un cuento que Bukowski escribió en servilletas manchadas de un bar que nunca cierra. Junto a Taxi driver en las escenas que se presentan, uno casi puede sentir el ruido de la ciudad, el olor a vómito que se desprende de las esquinas, las conversaciones de los chulos con sus prostitutas, ese mundo underground que es casi un mito urbano, parte del lumpen, en otras ciudades pero que debe ser tan visible en un sitio como Las Vegas.
Ben Sanderson ha decidido dejar Los Angeles y ha decidido dejar de vivir. Beber hasta morir es la forma que ha elegido para matarse (¿o matarse es la forma que ha decidido para beber?). Conoce a Sera, una prostituta bastante cotizada pero que se siente sola, lo que los últimos días de Ben, gracias a la música con aires de Billy Holyday y con frases que hubiera dado un dedo porque se me hubieran ocurrido, cuentan una historia a perdurar, sólo oída por algunos.
Easy Rider:
Ray Loriga escribía en su libro Días extraños, que «sentirte como Jim Morrison no te convierte en Jim Morrison, pero no sentirte como Jim Morrison te convierte en casi nada. Yo nunca saldría a la calle sin sentirme como Jim Morrison o Dennis Hopper por lo menos». Con respecto a este último, siempre creí que el comentario se debía a su papel en Apocalypsis Now de Coppola, ahora sé que es por Easy Rider, la película de motociclistas que cambió una generación, pero no exactamente por su personaje (más que del lado de Hopper creo que me gustaría estar del de Peter Fonda, pero en la vida real puede que esté más del de Jack Nicholson) sino por haber dirigido este gran film.
Las ganas de encontrar América, de encontrarse a uno mismo, hacerlo montado en una Harley Davidson, esperando llegar al carnaval en New Orleans, para después ir a Florida con el dinero de un negocio que incluía cocaína en México y después vendida a algún hijo de zar ruso, todo contado hipnóticamente, con una alta dosis de psicodelia (una banda sonora de locos que incluye a Steppenwolf y Hendrix), como en una canción de Pink Floyd.
Siempre escribo posts largos, citando o divagando en pensamientos de otros pero sin que sean copy – paste de algo que haya leído en otro blog, en el ny times, en la revista Soho, o lo que sea. Este es un post para nostalgia, porque hace 2 años me iba de Madrid (allá donde se cruzan los caminos), una ciudad de la que no tenía pretensiones y sólo la iba a utilizar de paso en mi vuelta por Europa, pero que al final terminó siendo una droga que no quería dejar de consumir. Ese cielo gris, ese frío que llegaba hasta los huesos, los viajes en el metro, la feria del rastro el domingo, los museos, caminar por el Retiro, por la calle el Prado y seguir por la Gran vía para en la noche desembarcar en Callao, la puerta del Sol y cerca de Tirso de Molina escuchar buena música.
Mejor lo cuentan Sabina y Fito que tan bien le cantan a Madrid.