…Al cabo de un tiempo descubrió que cada miembro de la familia repetía todos los días, sin darse cuenta, los mismos recorridos, los mismos actos, y que casi repetía las mismas palabras a la misma hora. Solo cuando se salían de esa meticulosa rutina corrían el riesgo de perder algo. (Cien años de soledad, Gabriel García Márquez)
El vino que pagué yo, con aquel euro italiano, que había estado en un vagón antes de estar en mi mano. Y antes de eso en Torino y antes de Torino, en Pratto, donde hicieron mi zapato sobre el que, caería el vino. (Todo se transforma, Jorge Drexler)
Su rostro es un cuadro de naturaleza muerta donde todo está perfectamente definido. Las líneas y las formas no varían, todo se encuentra en idéntico sitio desde la primera vez que la vi. Tiene la misma dura expresión cuando está dormida que cuando está despierta. La única diferencia son los ojos, cerrados como flores de loto. No parece un cadáver porque el resto de su cuerpo se mueve, y los músculos de su cara también se contraen y expanden, pero siempre manteniendo ese milenario semblante. Ahora que lo pienso, cuánto daría porque el cuadro se moviera un poco, el vino se derramara, las uvas se pudrieran por el paso del tiempo, la manzana se llene de gusanos y el pan se ponga mohoso. Pero si el cuadro se moviera, nada estaría bien, o al menos como lo conocemos. Si el cuadro se alterara un poco sería el definitivo caos, una total locura. Si ella quisiera salir de la actual imagen y pintar otra por un rato, los teléfonos se volverían gatos, las alfombras en arena, los excusados en relojes, el amarillo en verde y el sol en un tirano que nos manejaría a su antojo.
Nadie me llama por el nombre, a secas, a excepción de mi familia o personas que el nombre es lo único que conocen de mí. Lo detecto con facilidad, como detecto con facilidad repeticiones en los números. Por ejemplo desde pequeño siempre supe que los números elevados al cuadrado son sumatorias de número impares seguidos; es decir el dos al cuadrado que es igual a cuatro, resulta lo mismo a sumar uno más tres; el nueve como resultado de tres al cuadrado, también es la suma de uno más tres más cinco; y así cuanto potencia quieran. No soy un Einstein por eso y no lo califico como un don, pero es algo que la mayoría de personas que conozco nunca han estado conscientes y este hecho me hace pensar que vivo en otra dimensión; como también aún no perciben que las calles adoquinadas de Cuenca, las cercanas al terminal de bus están adornadas en un principio por un cuadrado grande, color tomate, formado por dieciséis cuadrados más pequeños y el siguiente por nueve y el próximo por cuatro hasta llegar a un solo cuadrado pequeño, para después repetirse la misma secuencia pero de menor a mayor hasta llegar al de los dieciséis cuadraditos. Algo parecido me puede suceder con las personas. Sin ser psicoanalista puedo descifrar su estado de ánimo. Lo relaciono con lo dicho en un principio que nadie me llama por el nombre, a excepción de familiares y desconocidos, porque he notado, específicamente con las mujeres, que cuando alguien me llama por Raulex, ella es atrevida, sexy y fulgura algo de sensualidad, estando perfectamente consciente de esto; Raulo es para aquellas que no me conocen pero en lo poco, algo simpático les caigo; Raulinho y Raulillo para amigas de confianza que se siente bien en mi compañía, pero para eso, no más que amigas; y Raulito para las que tienen muchos años de confianza conmigo o algún vínculo más allá de la amistad. Para las que les caigo mal o son indiferentes conmigo, simplemente Raúl, o señor, o joven. También sé que cuando alguien está de buen humor y pasa por mi oficina, la mayoría de veces hará un sonido sobre el escritorio, apoyando las yemas de sus dedos, por separado, sobre la madera, tal vez con el sentido de darse a notar, parecer simpático, o de querer transmitirme algo de su buen humor, eso si no lo sé, lo único que puedo descifrar es que en ese momento la persona que golpea, al pasar, el escritorio con sus dedos, está algo más cerca a eso llamado felicidad. Así constato no ser un completo pendejo en eso del lenguaje corporal, lo de completo en la frase “completo pendejo” va porque de ella, quien más me intriga y de quién quiero conocer más, aún no he podido reconocer nada en sus gestos, y tal vez esa naturaleza muerta que veo en su rostro sea solo un reflejo para mí, una postal para la extraña dimensión donde vivo, porque tal vez haya alguien, seguramente, que en su rostro pueda encontrar algo además de dureza.
La he visto tan pocas veces que podría beberme una cerveza mientras cuento con los dedos las ocasiones en que sus ojos han estado frente a los míos. Pero esa ignorancia, tal vez, es lo que más me atrae de ella, ese espacio que nos separa puede ser lo que me impulsa a escribir esto, porque al final de cuentas de todas las otras mujeres, las del pasado, ni bien las conocí ya no las aguantaba, quería que vuelva esa distancia que tanto acercaba. Días atrás, viajando en autobús por un recorrido más que conocido, domado y algo maniatado a mis necesidades, esperando un asiento me encuentro con ella en la terminal de buses, en el sitio menos esperado, en un ambiente que no era para ninguno de los dos. Se la notaba decaída; sin maquillaje; vestida con el primer atuendo que encontró; su voz se notaba pedregosa, cavernosa, lo que le daba una gravedad desconocida. Pensé que tal vez era mi oportunidad, esa de descubrir algo más allá de su rostro semejante a un cuadro de naturaleza muerta. Me puse la armadura de paciencia y humanidad, la de buen oyente, la que generaría algo de confianza, la de compresión. Pero nada de eso sirvió, el vino no se derramó ni los teléfonos se convirtieron en gato y para colmo todas las armaduras sirvieron para que me invada una incomodidad descomunal. No encontraba donde apoyar los codos, ni un adecuado tono de voz para la ocasión, la mente divagaba ante el familiar paisaje, no sabía cómo modular el rostro para crear ese rostro que no había tenido oportunidad de practicar frente al espejo, quería volver a la bendita ignorancia que era desconocerla. Y el mundo concentrado en su cara no se alteró y no escape de la dimensión en que vivo. Cruzamos palabras banales, como las de dos compañeros de trabajo, como cuando hablas con alguien en la fila mientras esperas en la cola de un trámite, parecido a las conversaciones con el taxista. Lástima que no tenemos amigos en común me dije, pero pensándolo bien, no conozco nada que tengamos en común. Bajamos del bus, la ayudé con su maleta hasta que tomara un taxi y desapareciera en las entrañas de ese dragón con apariencia de inocente iguana llamado Guayaquil. Me subí a un taxi sabiendo que estaba en casa pero sin pensar en nada. Ante el primer pensamiento recordé que su rostro no había cambiado, había desaparecido. Traté que nadie notara mi comportamiento, no sé si fui convincente, pero lo que hice fue no llamar a ningún amigo para contarles este relato, ni a ningún mago que saque de ese sombrero llamado experiencia algún consejo desempolvado. Simplemente tomé el cuadro que antes era de naturaleza muerta y lo puse en el sótano de los recuerdos, de esos que te olvidas, como con las anteriores lo había hecho antes. Solo para que todo volviera a ser como antes, o por lo menos hasta que alguna de esas resacas del destino, mal llamadas casualidad, me permitiera volver a escrutar su rostro asesinado.