Estoy parado al inicio de las escalinatas del Cerro Santa Ana, junto al bar Diva Nicotina, con un espeso calor que corta la respiración y vuelve más lento los movimientos, como si el tiempo también estuviera sofocado. Me acompañan una amiga del trabajo uruguaya y su hija, con las cuales en días anteriores visitamos otros puntos de la ciudad, además de recorrer por un día las calles coloniales y las catedrales de Cuenca. Pero volviendo al cerro y el calor, ambas beben una botella de agua cada dos minutos y descansan cada tantos escalones debido a los 38 grados de temperatura a las 3 de la tarde. Mientras jadean y se pasan la mano por la cara, les hablo un poco de la historia de la ciudad y que en Guayaquil difícilmente podrán encontrar obras de los jesuitas, franciscanos o cualquier otra orden religiosa que entró al Ecuador en tiempos de colonia. Les continúo explicando que la historia de Guayaquil, después de los pueblos originarios del lugar, está marcada por invasiones de piratas, su condición de puerto y astillero, la exportación de cacao y los incendios debido a sus casas de madera.
El barrio Las Peñas les agradó a ambas por su aspecto un tanto caribeño y a la vez bohemio. De esos donde pueden convivir en armonía los artistas junto a las prostitutas y malhechores. También les agradó bastante el saber que el sitio estaba vivo. Porque el paseo aquí no es igual al de un muerto museo donde se aprecian estáticas obras o a una tétrica iglesia. Las Peñas es lo opuesto a observar el trabajo acabado de un taxidermista. En el cerro Santa Ana, donde nació la ciudad, el atractivo está en que, para su bien o para su mal, muchas personas residen en el barrio Las Peñas. Y ahí en el recorrido de los cuatrocientos cuarenta y cuatro escalones, a manera de voyeur, uno puede apreciar la vida de los inquilinos de esta zona. Las casas pintadas de rosa, azul, verde, amarillo y otros vivos colores, para atraer el turismo, mayormente son cuadradas, de techos de tejas, con amplias ventanas y puertas, que durante la tarde permanecen totalmente abiertas para no dejar que el calor se encierre en los cuartos. Así mientras uno camina hacia el faro, puede tranquilamente ver como es la vida de los habitantes de cada casa. Se puede observar a ancianos en sus hamacas disfrutando de una película en formato pirata en su DVD; en la esquina siguiente un par de jóvenes sentados en la entrada de una puerta tomando un par de cervezas mientras escuchan “Guajira a Guayaquil” de Héctor Napolitano; siguiendo el ascenso un grupo de personas congregadas para ver el partido entre Barcelona y Liga de Quito; y al frente un anciano sin camisa apoyado en la ventana escucha a Julio Jaramillo mientras ve a la gente pasar dejando a la vista su equipo de sonido, su comedor con cuatro sillas y un par de cigarros apagados en un cenicero de madera.
Y en la ciudad esto no sucede únicamente en el barrio Las Peñas. Recuerdo años atrás, en época de colegio, cuando iba a estudiar a la casa de una amiga en Sauces 3. Mientras recorría los callejones de aquella ciudadela, podía apreciar instantes de las familias que vivían en las bajas casas con grandes ventanas a la entrada. Veía como a señoras les tinturaban el cabello, lo que había de cenar en una casa, fiestas de cumpleaños que casi se salían a la calle, abuelas con sueros sentadas frente a las ventanas para que el aire les llegue. Antecedentes que llevan a la pregunta: ¿Será por esta arquitectura que no permite intimidad (peor aún que la familia tenga un secreto) y la fraternidad de los barrios donde en cualquier lugar se puede conversar y por la cercanía se debe mantener una cálida convivencia, sean caldo de cultivo del porqué el chisme es tan popular en Guayaquil? Para constatar está que la mayoría (o todos) los programas televisivos de farándula (eufemismo de chisme) son guayaquileños. En Cuenca tal vez las señoras de clase media – alta para arriba se reúnen una vez a la semana, a la hora del café, para cotorrear a qué hija de fulanita la embarazaron, y de paso enterarse que el padre del futuro bebé no tiene un apellido hidalgo. Pero Guayaquil es algo intrínseco, de lo que incluso se puede obtener rentabilidad (programas de tv que su lema debería ser: Dadme un chisme y moveré el mundo). Nuestra calidad de extrovertidos en Ecuador va de la mano con la cantidad de tiempo que conversamos en el día y para mantener esa condición de extrovertidos, muchas de esas palabras tienden a ser chismes. También por la faceta de sabidos, el murmullo y los datos no confirmados permiten anticiparnos ante futuros hechos; y ante cualquier evento fuera de lo normal formamos conglomerados de espectadores que después darán sus distintas opiniones sobre lo sucedido.
Ahora que estoy releyendo “Crónica de una muerte anunciada”, descubro esa semejanza de Guayaquil con un Macondo donde cada habitante está avisado de lo que está pasando. Así como el pobre Santiago Nasar ya tenía el destino marcado, en Guayaquil es bastante probable que nuestra intimidad (por arquitectura, aspectos sociológicos o culturales) también tenga ya la muerte anunciada.
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