Estando en Buenos Aires pude pasear por el Parque Lezama, entre San Telmo y La Boca. Paso obligado en el trayecto hacia Caminito. Al parque siempre lo sentí como algo irreal, ficticio, producto de la fantasía de Sábato plasmada magníficamente en su novela; aunque ante su descubrimiento, igual me puse a buscar una Alejandra con su garbo soberano, a Martín con su apariencia de Greco durmiendo en las bancas, entre estatuas de próceres olvidadas. Y ahora que no me encuentro en Buenos Aires (estoy al otro lado del Río de la Plata por estos días), la ciudad me pareció también algo irreal. Además de los edificios de la Avenida de Mayo y Recoleta (la librería del Ateneo es una locura, una belleza) que le dan un buen aire de Madrid a la capital argentina, es irreal, para ser un país de Sudamérica, la mezcla de gente de todas partes del mundo en el centro; los judíos en el Abasto; los negros, paraguayos y peruano en Constitución; el filete que le da un toque alegre y de carnaval a San Telmo, y que muestra los últimos rastros de negros que alguna vez vivieron en la ciudad; y, principalmente, sus ferias: La de plaza Dorrego los domingos con sus artesanías, antigüedades y ropa, la de Boedo en el parque Ramírez con los norteños bailando folclore y los más pobres vendiendo sus pertenencias, en Plaza Cortázar toda la elite juvenil caminando entre tiendas de última moda; y las de libros a 15 pesos (un regalo) en Palermo cerca del Jardín Botánico (en Plaza Congreso y demás lugares hay otras), donde me hice de “El guardián entre el Centeno” de J.D. Salinger y “Área 18” de Roberto Fontanarrosa. Tal vez sea la costumbre de ver una Guayaquil, donde vivo, con sus espacios públicos convertidos en charcos de cemento y algunas palmeras para visitantes donde no existe mayor difusión cultural, o actividades interesantes para los ciudadanos, lo que vuelve mi visión de Buenos Aires irreal. Algo así como una ciudad diseñada para turistas ávidos de sentir una cultura nueva, porque aún no entiendo como la gente sale tanto a las calles, parques y plazas, sin que estos sean centros comerciales con aire acondicionado y luces de neón, donde un tipo es feliz o por lo menos tiene el coraje de vivir haciendo lo que le gusta, sea esto vender antigüedades o hacer de mimo en una calle. Porque en esos lugares uno no puede saber quién es un turista hasta que se delata con su cámara de fotos. No sé la verdad, pero a excepción de Caminito, toda la ciudad me parece irreal y me encanta.
Lo único que le falta a Buenos Aires es un toque tropical, no sé si caribeño pero definitivamente playero. Eso no lo sentí. Por suerte para el viaje de avión y algo de la estadía, lleve para leer “Atacames Tonic” del mejor cronista que tiene el Ecuador: Esteban Michelena. Una historia con romance y aventura que para libro uno disfruta pero llevada al cine podría terminar en culebrón de tipo novela mexicana. Así como el título lo señala, es una historia de negros, y por lo tanto, sin ánimos de ser prejuicioso y racista (aunque siempre he pensado que uno para escribir jamás podrá ser políticamente correcto), la trama está llena de ladrones, drogas, baile, fútbol y pasión. Todo en un lenguaje costumbrista. A ratos aburre y desde la mitad Atacames pierde el ritmo, pero a miles de kilómetros de distancia, en otoño, mientras devoraba sus hojas, por un rato pudo sentirme otra vez en Ecuador. Acá dejo un párrafo que es de lo mejor que he leído en literatura ecuatoriana.
… Como en los últimos diez años de mi vida, miro lentamente, una y otra vez, queriendo entender a mi amada playa Las Palmas. Me viene una puñalada nostálgica. Tanta vibra y embale, tanto feeling, vértigo, buena onda y gozadera, en esta Esmeraldas, en este malecón impredecible y bárbaro…
En la mañana repleta de peloteros, tarde y noche saturada de bomberos. He aquí playa Las Palmas, sede mayor de esta Esmeraldas, guarachera, punta en blanco, caliente, ansiosa, pura finta. Desde acá te veo, mi tierra, que nadie me la dio ni prometió ni nada de vainas. Esmeraldas, Perla del olvido. Con tus negros. Los que andan volando bajo, aguantando cerca de los bailaderos o vacilándose el rap que se cae de las flamantes Dodge Ran. Y los que han levantado algún billete, orondos y ostentosamente felices, apoyándose en las caderas de sus negras coquetas y radiantes.
Pasan mulatas, miembros de la Latin King buscando pleito, marines en pos de estos, rateros ubicando un candidato. El clásico cuentero, drogadote, ofreciendo la enloquecedora yohimbina y la clásica, venerable y potenciadota brocha china. O el bazuco de rigor, para salir de la juma de ayer. Niños de nadie, decenas de negritos silvestres paseando de la mano de la muerte. Siempre agazapados, entre su sonrisa cada vez más inexplicable y ese charolito de tabacos, donde camuflado, el afilado chuzo espera. Listo pa´ que lo libre de todo mal.
De pronto, tipo doce de la noche, el mar cae en quiebra, baja la marea y la rumba, como seducida por una fuerza inexorable, se baraja mar abajo, cielo adentro. Siempre me pasa estos por unos segundos en los que, paradójicamente, el tiempo también se me escapa. Es cuando desembarca la hora parda. De súbito, por instantes, Esmeraldas se me cae en un silencio funerario. A lo lejos, los pitos de un barco saludando al puerto, el ronquido de los borrachos, una bala perdida, una guitarra mal rasgada, los cien metros platos de un choro en ley de fuga. Y ese jadeo de los que no llegaron al motel ni al callejón ni a la camioneta ni bajo los bailaderos. Y se aman urgentes, bestiales, entre jaibas, mosquitos y vasitos de prensados.
Por el puerto, de un mar lejano va entrando una tristeza de segunda, tibia y lamentable como una cama recién usada; larga como las piernas de La Niña, espesa y malherida como las selvas de Borbón. Va llegando la hora parda. Densos, sordos y eternos minutos que toda Esmeraldas recala y desaparece de pronto, como un coletazo de lagarto. O se queda quieta, con la boca abierta, como animal cazado. Como recién muerta por olvido o causa natural, velada solo por fantasmas que resoplan bajo los toldos, ríen por las hendijas de guadúa y espían entre los techos de hojalata. Ahí se oyen de lejos los lamentos, los alabaos. Va llegando la hora parda. Por La Boca, por el Pampón, por Isla Piedad, Puerto Limón, por La Rivera. Sonando grave, tenaz, distante. Como un bajo eléctrico, con el músico muerto. Y el dedo quieto para siempre. En clave de re.