…Uno vuelve, uno vuelve, uno vuelve a su interior/ uno vuelve, uno vuelve, uno vuelve al lugar en que nació/ uno vuelve a su familia y aunque pese a la razón/ uno vuelve a su primer amor. Como el coro de la canción de los Cruks, con bises incluidos, uno al final vuelve a su inicios y en cuanto a literatura, desde día artrás he vuelto a mis raíces, a lo que más disfruto, y más me vuela los neuronas con sus irreales paisajes, es decir he vuelto a Macondo city, con su pinta de obra de arte expresionista por sus verdes intensos y su fauna hecha de figuras geométricas, un calor intenso en el que se puede escuchar el zumbido del sol por las calles y el aire concreto puede ser torcido como una barra de acero, mujeres que ven pasar a los muertos descuidando el arroz o la leche en la olla, y el pito de un tren amarillo y polvoriento que no se lleva a nadie e interrumpe en el silencio cuatro veces al día, en Macondo, un pueblo que Dios al parecer lo ha declarado innecesario.
Allí vinieron, confundidos con la hojarasca humana, arrastradas por su impetuosa fuerza, los desperdicios de los almacenes, de los hospitales, de los salones de diversión, de las plantas eléctricas; desperdicios de mujeres solas y de mujeres que amarraban la mula en un horcón del hotel, trayendo como un único equipaje un baúl de madera o un atadillo de ropa, y a los pocos meses tenían casa propia, dos concubinas y el título militar que les quedaron debiendo por haber llegado tarde a la guerra.
“La hojarasca” es la primera novela escrita por García Márquez y es en la que poco a poco, el autor, nos va revelando el mundo de un Macondo en decadencia. Lugar que podría estar ubicado en cualquier planicie, valle o playa América Latina y en cualquier espacio de tiempo. Volver a Macondo es recordar el pasado de riquezas de sociedades que vivían pacíficamente en estas tierras antes de las invasiones y conquistas; y volver a Macondo también es ver el pasado más presente de década atrás y ahora, de pueblos muertos después de haber sido saqueados. Las minas de Salinas en la provincia de Bolívar podrían ser un Macondo si los curas misioneros no hubieran ayudado a crear “El Salinerito”, San Lorenzo en Esmeraldas es un Macondo que recién está comenzando a reactivarse, y muchos pueblos escondidos, desolados, polvorientos y con un cruel sol donde solo al percatarnos que algo se mueve podemos estar seguros que el tiempo transcurre, son una imagen del mundo construido por el Nobel nacido en Aratacata.
En medio de aquel ventisquero, de aquella tempestad de caras desconocidas, de toldos en la vía pública, de hombres cambiándose de ropa en la calle, de mujeres sentadas en los baúles con los paraguas abiertos, y de mulas y mulas abandonadas, muriéndose de hambre en la cuadra del hotel, los primeros éramos los últimos: nosotros éramos los forasteros; los advenedizos.
Después de la guerra, cuando vinimos a Macondo y apreciamos la calidad de su suelo, sabíamos que la hojarasca había de venir alguna vez, pero no contábamos con su ímpetu. Así que cuando llegamos sentir la avalancha lo único que pudimos hacer fue poner el plato con el tenedor y el cuchillo detrás de la puerta y sentarnos pacientemente a esperar que nos conocieran los recién llegados. Entonces pitó el tren por primera vez. La hojarasca volteó y salió a recibirlo y con la vuelta perdió el impulso, pero logró unidad y solidez; y sufrió natural proceso de fermentación y se incorporó a los gérmenes de la tierra.