Termino de leer ese intento de buscar justicia y advertencia de lo que está por venir que es “Operación Masacre”, y no puedo dejar de pensar en el Informe de la Comisión de la Verdad recientemente publicado en el país con todas las opiniones y comentarios que ha generado.
Pedro Valverde, de pobre y despectiva pluma, en su columna “¿Más leña para el fuego?” escribe acerca de si era necesaria la conformación de la Comisión para investigar los casos atentatorios a los derechos humanos, porque esto nos costará dinero por posibles demandas. ¿El Estado no debe acaso responsabilizarse y procurar que se tomen las medias para que estos sucesos no vuelvan a ocurrir? El Arzobispo de Portoviejo, José Mario Ruíz Navas, recomienda algo parecido con su mejor olvidar para perdonar en su editorial “La justicia extrema se toca con la injusticia”. ¿No es igual a dejar en la impunidad estos actos para no revivir hechos traumáticos?
Estoy empezando a leer el Informe con sus más de dos mil páginas, (supuesta) parcialidad al tener una visión única, acusaciones de ser un instrumento político y otras polémicas que generaron con su presentación, semejantes a las que surgieron en el resto de las más de treinta Comisiones de la Verdad en países como Argentina (presidida por Ernesto Sabato), Chile, Perú y Guatemala, en el que esperaba que la mirada al pasado más oscuro ayude a mejorar el sistema de justicia (situaciones en cárceles por ejemplo), evitar la impunidad y en el respeto de los derechos humanos por parte de las instituciones, para que los sucesos redactados jamás se repitan; pero por el momento la sensación que queda con el debate surgido, a diferencia de Roberto Walsh que lo tenía todo claro en su investigación, es que al igual que estas líneas quedan más preguntas que respuestas.
Los hacen salir a la calle, de a uno. Y allí los está esperando el jefe, que no tarda en repartir nuevos gritos, trompadas y culatazos a medida que los suben en el colectivo. A Livraga le martilla fuertemente el estómago con el cañón de la pistola, gritando: –¿Así que vos ibas a hacer la revolución? ¿Con esa facha? A Carlitos Lizaso le ha dicho lo mismo. A todos les va preguntando el nombre. La mayoría no le significan nada, se adivina en el gesto desdeñoso, en el “¡Anda, seguí!” con que los empuja hacia el colectivo. Pero el de Gavino parece toda una revelación para él. Se le ilumina la cara de alegría. Lo sujeta fuertemente por el cuello y de un golpe le introduce el cañón de la pistola en la boca. –¡Así que vos sos Gavino! –aulla–. ¡Así que vos...!
4.45. Parece que Rodríguez Moreno estuviera tratando de ganar tiempo. No ha de resultarle muy agradable salir con semejante noche para matar a diez o quince infelices. Personalmente está convencido de que más de la mitad no tienen nada que ver. Y aun los otros le inspiran dudas. Nerviosos partes se cambian entre él y el jefe de Policía, que ya ha llegado a La Plata. Las instrucciones son terminantes: fusilarlos. La alternativa: quedar incluido él mismo en la ley marcial. Parece que hasta se habla de mandarle un delegado con tropas.
Benavídez salta. Siente los dedos de Carlitos que se deslizan entre los suyos. Con desesperada impotencia comprende que el chico se le queda, sepultado bajo los tres cuerpos que se le echan encima. Abajo, los policías oyen el tiro a retaguardia y por una fracción de segundo titubean. Algunos se dan vuelta. Giunta no espera más. ¡Corre! Gavino hace lo mismo. El rebaño empieza a desgranarse. –¡Tírenles! –vocifera Rodríguez Moreno. Livraga se arroja de cabeza al suelo. Más allá, Di Chiano también se zambulle. La descarga atruena la noche. Giunta siente una bala junto al oído. Detrás oye un impacto, un gemido sordo y el golpe de un cuerpo que cae. Probablemente es Garibotti. Con prodigioso instinto, Giunta hace cuerpo a tierra y se queda inmóvil. A Carranza, que sigue de rodillas, le apoyan el fusil en la nuca y disparan. Más tarde le acribillan todo el cuerpo. Brión tiene pocas posibilidades de huir con esa tricota blanca que brilla en la noche. Ni siquiera sabemos si lo intenta. Vicente Rodríguez ha hecho cuerpo a tierra una vez. Ahora oye los vigilantes que se acercan corriendo. Trata de levantarse, pero no puede. Se ha cansado en los primeros trein-ta metros de fuga y no es fácil mover el centenar de kilos que pesa. Cuando al fin se incorpora, es tarde. La segunda descarga lo voltea. Horacio di Chiano dio dos vueltas sobre sí mismo y se quedó inmóvil, como si estuviera muerto. Oye silbar sobre su cabeza los proyectiles destinados a Rodríguez. Uno pica muy cerca de su rostro y lo cubre de tierra. Otro le perfora el pantalón sin herirlo. Giunta permanece unos treinta segundos pegado al suelo, invisible. De pronto salta como una liebre, zigzagueando. Cuando presiente la descarga, vuelve a tirarse. Casi al mismo tiempo oye otra vez el alucinante zumbido de las balas. Pero ya está lejos. Ya está a salvo. Cuando repita su maniobra, ni siquiera lo verán. Díaz escapa. No sabemos cómo, pero escapa.* Gavino corre doscientos o trescientos metros antes de pararse. En ese momento oye otra serie de detonaciones y un alarido aterrador, que perfora la noche y parece prolongarse hasta el infinito. –Dios me perdone, Lizaso –dirá más tarde, llorando, a un hermano de Carlitos–. Pero creo que era su hermano. Creo que él vio todo y fue el último en morir.
–¡Si avanzas un paso, te levanto la tapa de los sesos! –le informaba a intervalos regulares–. ¡Si hablas, te levanto la tapa de los sesos! ¡Si haces un gesto, te levanto la tapa de los sesos! Su vocabulario era más bien limitado, pero convincente. De a ratos, sin embargo, lo incitaba: –Anda, movete, así te puedo pegar un tiro. El prisionero no ensayaba el menor ademán. De tanto en tanto el otro parecía cansarse y enfundaba el arma. Pero después volvía a su divertido juego. Lo empujaban deliberadamente a la locura. En los cambios de guardia se producían conversaciones en voz baja, calculadas para parecer secretas y al mismo tiempo para que el detenido alcanzara a oírlas: –Esta noche “sale”... –murmuraba uno. –¿Para dónde! –contestaba otro con una risita. –Dos veces no se salva ninguno. No le daban de comer, salvo algún sandwich, con intervalos de horas. Cuando quiso dormir, tuvo que tenderse en las heladas baldosas. Gritos que llegaban de afuera le cortaban el penoso sueño. –¡Cuidaaado, que se escaaapa! ¡Cierren todas las ventanas! Parece que lo incitaban a la fuga. Al fin y al cabo no era tan difícil. No estaba en un verdadero calabozo. Giunta no se dejó tentar.