Después de tantos desplantes, hacerme el loco, temores, dudas, finalmente terminé un libro de Borges, su historia universal de la infamia.El mundo continúa, pero es más ancho, más profundo...
Leer, por lo pronto, es una
actividad posterior a la de escribir: más resignada, más civil,
más intelectual.
El hombre que lo ejecutó era
asaz desdichado, pero se entretuvo
escribiéndolo; ojalá algún reflejo de aquel placer alcance a los lectores.
Perfilados bien por un fondo de paredes
celestes o de cielo alto, dos compadritos envainados en seria ropa negra bailan
sobre zapatos de mujer un baile gravísimo, que es el de los cuchillos parejos, hasta que
de una oreja salta un clavel porque el cuchillo ha entrado en un hombre, que cierra con su
muerte horizontal el baile sin música.Resignado, el otro se acomoda el
chambergo y consagra su vejez a la narración de ese duelo tan limpio. Ésa es la historia
detallada y total de nuestro malevaje. La de los hombres de pelea de
Nueva York es más vertiginosa y más torpe.
Si los populosos teatros del Bowery
(cuyos concurrentes vociferaban "¡Alcen el trapo!» a la menor impuntualidad del telón)
abundaban en esos melodramas de jinete y balazo, la facilísima razón es que América
sufría entonces la atracción del Oeste. Detrás de los ponientes estaba el oro de Nevada y de
California. Detrás de los ponientes estaba el hacha demoledora de cedros, la enorme
cara babilónica del bisonte, el sombrero de copa y el numeroso lecho de Brigham Young,
las ceremonias y la ira del hombre rojo, el aire despejado de los desiertos, la
desaforada pradera, la tierra fundamental cuya cercanía apresura el latir de los corazones como
la cercanía del mar. El Oeste llamaba. Un continuo rumor acompasado pobló esos
años: el de millares de hombres americanos ocupando el Oeste. En esa progresión,
hacia 1872, estaba el siempre aculebrado Bill Harrigan, huyendo
de una celda rectangular.
De esa feliz detonación (a los catorce
años de edad) nació Billy the Kid el Héroe y murió el furtivo Bill Harrigan. El
muchachuelo de la cloaca y del cascotazo ascendió a hombre de frontera. Se hizo
jinete; aprendió a estribar derecho sobre el caballo a la manera de Wyoming o
Texas, no con el cuerpo echado hacia atrás, a la manera de Oregón y de California.
Nunca se pareció del todo a su leyenda, pero se fue acercando. Algo del compadrito
de Nueva York perduró en el cowboy; puso en los mejicanos el odio que antes le inspiraban
los negros, pero las últimas palabras que dijo fueron (malas) palabras en español.
Aprendió el arte vagabundo de los troperos. Aprendió el otro, más difícil, de mandar
hombres; ambos lo ayudaron a ser un buen ladrón de hacienda. A veces, las
guitarras y los burdeles de Méjico lo arrastraban.
...pero Rosendo Juárez el Pegador era de
los que pisaban más fuerte por Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo
era uno de los hombres de D. Nicolás Paredes, que era uno de los hombres de Morel.
Sabía llegar de lo más paquete al quilombo, en un oscuro, con las prendas de plata;
los hombres y los perros lo respetaban y las chinas también; nadie inoraba que estaba
debiendo dos muertes; usaba un chambergo alto, de ala finita, sobre la melena grasienta;
la suerte lo mimaba, como quien dice. Los mozos de la Villa le copiábamos hasta
el modo de escupir. Sin embargo, una noche nos ilustró la verdadera condición
de Rosendo.