Se supone que la tradición, de cada 31 de diciembre, en la cual quemamos un muñeco por el año que se va, y lo rellenamos de camaretas, viene de la colonial creencia de que el tiempo es cíclico, uno vuelve como cantan los Cruks, y no lineal como la ciencia indica. Y así con fórmulas demuestren que lo nuestro es algo más folclórico que efectivo (como el condón), hay veces en que el tiempo no se comporta como debe y le metemos unos tumbacasas por si quiere regresar. Hay veces que parece no moverse, o todo parece replay, o como si la realidad por fin encajara. De lo último, por ejemplo, mientras los diarios publican cómo la gente está buscando nuevas alternativas de ingresos por la falta de empleo, en cada conversación el tema de que están botando gente en las empresas es como un disco rayado; y de paso, en estos días, Ecuarisa, pasó la película de Jim Carrey y Tea Leoni, Fun with Dick and Jane, donde Dick Harper (Carrey), de ser vicepresidente de una empresa pasa a asaltar tiendas y hacernos cagar de la risa. Todo justo cuando uno anda buscando camello. Te martillean por todas partes con la pesimista realidad. Con Truman Capote, en cambio, hace tiempo que tenía ganas de volver a leer A sangre fría y coincidentemente el fin de semana pasaron la película Capote, además David Sosa escribió un excelente artículo y hoy, 30, cumpliría años el drogadicto, homosexual y genio escritor. La falla está en que a quien le presté el libro me dice que no lo encuentra. Por suerte tuve una entrevista pero sigo desempleado.
Y por otros lares pero volviendo a David Sosa, recuerdo que cuando el periodista cubano escribió para la revista Soho, mencionaba que del diario GRANMA, sus noticias son como avistamientos de OVNIS: tal vez uno sea verdad. Por eso si quiero saber de Cuba me dirijo al blog Generación Y. Lo que evito leer son los comentarios. Porque, por ejemplo, una entrada de un borracho gritando por comida termina en una discusión acerca de Miss Universo. Por lo que estoy de acuerdo con la diatriba que Renato Cisneros le hace a los bloggers, tildándonos de creernos dueños de la verdad y de utilizar el anonimato para darle rienda suelta a nuestros más bajos instintos. Sin olvidar que dichas diatribas son por encargo.
Sin embargo pienso que no es momento para referirse así de los blogs. No en un día como hoy de fin de mes, en que coinciden dos años del inicio de esta bitácora, de la que pensé que las opiniones iban a ser, en boca de los Soda, NADA PERSONAL, sino sólo de economía y desarrollo; y ahora que leo los últimos posts, veo que esto está medio personal. Lo único que puedo decir es que tras dos años, que también coinciden con 200 entradas y más de 20 mil visitantes, ya ni sé de qué va a este blog. Y ya que no pude releer A sangre fría (por suerte tuve una entrevista pero sigo desempleado) y copiar párrafos de esa historia que trata de mostrar cómo quedó un pueblo de Kansas después de un crimen, y volviendo a lo de las entradas muy personales, copio y pego un escrito de un tipo como Joaquín Sabina que con su libertina sinceridad vestida de versos con rima sí sabe escribir de estas cosas. Y aunque juré nunca copiar y pegar entero algo ya publicado en internet (mis entradas son excusas para citar), Sabina vale la excepción. Y hay que acordarse que son dos años y una canita al aire no está mal. Una canita no tan casual.
Lo único que siempre he querido es una llave en el bolsillo.
Por Joaquín Sabina.
Esta casa, que es la mía, está llena de tonterías. Soy un coleccionista de imbecilidades. Un cachivachero, como se dice en el Perú. Entonces no voy a decir que el mejor regalo que tengo es tal muñeca que guardo por ahí, o tal virgen o tal candelabro, ni tampoco la primera edición de tal libro. Prefiero ponerme un poco solemne al pensar en el regalo que más me ha hecho ilusión en la vida y decir con absoluta honestidad que mi mejor regalo fue una llave. Sí una llave: la primera que tuve, a los diecisiete años.
Todos los escritores y todos los cantantes y todos los pintores suelen decir que su patria es la infancia, y que quisieran volver a su infancia. Pero yo me siento un bicho muy raro porque, a pesar de haber tenido una infancia nada infeliz, pienso que lo único que siempre he querido es tener una llave en mi bolsillo para que nadie pudiera decirme a qué hora había que volver y para que nadie pudiera darme órdenes. Y esa llave la tuve por primera vez en una pensión mientras estudiaba en la Universidad de Granada. No recuerdo un momento más feliz en mi vida que al tener esa llave en el bolsillo y decir: «Ahora regreso cuando me salga de la punta de la polla, no cuando me diga mi padre». De veras la miraba como si fuera el Santo Grial. La llave es un símbolo fálico, ¡carajo! Abre cosas, no me joda. ¡Abre de todo! Si no tienes una llave, eres un eunuco, una mierda, no sirves para nada. Hay que tener una llave. Todos deberíamos tener una.
Desde aquel entonces hasta hoy, puedo decir que aún conservo esa llave. Es decir, hasta los diecisiete años yo era un niño de provincia, con una familia muy estricta, católica, apostólica, romana, franquista y fascista. Mi padre era comisario de policía, y muy buena gente y poeta de campanario. Pero la vida en un pueblo de provincia, en esos duros años del franquismo, era muy gris. Recuerdo esa época como si lloviera todo el tiempo, lo cual es mentira, por supuesto, un invento de imaginación, aunque la imaginación suele ser más justa que la realidad. Y yo quería huir de esa realidad. Quería crecer, quería ser mayor, ser adulto. Por eso digo que jamás he querido volver a mi infancia. Yo quería mi llave.
En verdad, ahora que lo pienso, creo que quería convertirme en un viejo verde, y lo estoy consiguiendo. Para mí esa llave, aunque parezca cursi, aunque parezca primario, aunque parezca lo que parezca, era mi pequeño símbolo de la libertad. Con esa llave por fin estaba solo: iba a la universidad, me enseñaban libros, me presentaban chicas, me daban whiskies baratos, y podía trasnochar a mi antojo. No había una estructura superior a mí. Ni mis padres ni la Iglesia ni el sindicato ni el pueblo ni la familia ni las vecinas ni la puta que los parió. Ya no había nadie que me diera órdenes. Nunca más.
***
Soy un regalón. Me gusta regalar, y entonces tengo muchas broncas con mis novias y con mis amigos, porque siempre regalo lo mejor que tengo. Si alguien me dice: «Este cuadro me gusta», y es el mejor cuadro que yo he tenido en mi vida, pues se lo regalo. Uno sólo debe regalar aquello de lo que le duele mucho desprenderse. Ir a una tienda y comprar cualquier cosa para una chica, no: regálale lo que más amas. Además, he tenido la suerte de algunos amigos que han oído esta teoría luego de que me han hecho unos regalazos. Por ejemplo, tengo dos capotes de toreo, uno de Antoñete y otro de José Tomás. A ambos toreros les pregunté: «¿Por qué me regaláis estas joyas?». Y me respondieron lo mismo: «Porque nos duele mucho». Eso me encanta. Lo otro, lo que compras, lo que te sobra, no vale nada.
Lo que sí me ha pasado una vez, debo admitirlo, es eso que dice Enrique Vila-Matas: que he comprado un libro y me lo he terminado quedando para mí. Hace poco un médico me revisó el estómago y me hizo una cosa cojonuda. Realmente genial lo que me hizo el tipo. Entonces me dije que tenía que hacerle un regalazo. Fui a un anticuario y conseguí L’Anatomie du corps humain, de 1684. Una absoluta joya, que decidí quedármela para mí. Es la única vez que me ha pasado. Debe ser porque lo único que me he regalado a mí mismo con verdadero cariño y orgullo son libros. Libros raros, que no aprecia nadie. He tenido mil guitarras, pero ninguna me ha emocionado. Tampoco tengo una gran discoteca ni suelo escuchar mucha música. Pero los libros me parecen objetos sagrados. Tengo primeras ediciones de Vallejo y un tesoro de Neruda: el ejemplar número cincuenta y siete de una edición cien de Residencia en la Tierra. Pero basta. Ya me estoy poniendo solemne otra vez.
Por eso diré otra cosa: que con mis músicos algunas veces nos hemos regalado unas cuantas putas para celebrar. Y siempre hemos pagado el doble, porque yo opino que las putas cobran muy barato para lo que dan. Yo me he arruinado con ellas, de modo que ahí está la fortuna de Sabina. Una vez vino a mi casa una chica de esas que se llaman por teléfono y que parecía Lady Di de lo impecable que estaba. Como yo no sabía qué decirle, ella me tranquilizó: «Desde los catorce años quiero ser puta», me dijo. Impresionante. Totalmente vocacional. Otra vez, un tío que era cura se salió del sacerdocio, y como ya estaba viejo y no conocía mujeres, se fue de putas, pero como seguía siendo un hombre religioso, al acabar con la puta le dijo eso que tantos hombres les han dicho haciendo siempre el ridículo: «¿Cómo has llegado a esta triste situación?». Ella le contestó: «Porque me gusta follar». Y mi pobre tío santo se quedó hecho mierda. Es decir, fantástico. Por eso yo les digo a mis hijas: «Vais a salir putas como vuestro padre», lo cual, ahora que hablamos de regalos, vendría a ser no un regalo, sino una herencia.
Así llego a mi peor regalo, que es un poco más solemne y literario. Podría tratar de ser más coloquial, pero una vez me contaron una historia sobre ese flaco maravilloso que fue Julio Ramón Ribeyro, y hasta ahora no puedo evitar recordarla. Yo conocí a Julio Ramón por Alfredo Bryce. Él me traía siempre sus libros, que acá en España empezaron a conocerse recién cinco minutos antes de que se muriera. Bueno, entonces un día me llega un artículo de periódico en el que decía que la hermana de Ribeyro había puesto en su tumba siete crisantemos en honor a una canción mía. Ella no sabía que yo adoraba a Ribeyro, y Ribeyro nunca debió haber sabido nada de mí, pero esa ceremonia me hizo pensar en qué es lo que yo no quisiera jamás que me regalaran. Y es precisamente eso: siete crisantemos en mi funeral. Porque yo no quiero morirme nunca.