Aunque al valle del Cajas lo recorrí por última vez el 1 de mayo de este año, haciendo ese last tour en automóvil, disfrutándolo mejor que otras veces porque estaba en el asiento del frente y pude ver ese cielo totalmente gris que parecía una pausa de una lluvia interminable, montañas pintadas de diferentes tonalidades de verde que se mezclaban con el amarillo y rojo que hacen el aguante en ese monótono paisaje, volviendo esa vista una buena despedida para un lugar al que no pienso volver en algún tiempo, sino hasta que me haya acostumbrado a no recordarlo y la sensación de verlo de nuevo sea como esa experiencia que esperan volver a tener los junkies: disfrutar otra vez de la primera inhalación, de la primera pitada, de la primera aspiración, de la primera inyección, ese valle, en cada recorrido, no estaba frente mis ojos. Pero lo importante no era mirarlo sino sentirlo. Absorberlo. El bus podía ser cualquiera pero la ruta era siempre la misma. POR EL CAJAS siempre le repetía al de la boletería durante nueve meses. Desde Guayaquil hasta Cuenca y desde Cuenca hasta Guayaquil cada 15 días. En esas dos horas que recorría el camino (las otras dos horas, en la costa, eran para algún buen libro o revista), lleno de montañas y curvas, del valle con un televisor pasando una mala película o escuchando los grandes éxitos de la tecnocumbia, se me despertaban la imaginación y todos los sentidos. En el valle era como estar unplugged. Todo lo relacionado a trabajo, familia, amigos, obligaciones y cosas pendientes se olvidaban, quedaban en stand by. FOREVER YOUNG hubiera cantado Bob Dylan. Lejos del UNDER PRESSURE que David Bowie y Freddy Mercury entonaban. Y en ese rato de paz uno pasaba todo lo que estaba en borrador a limpio.
Nunca me he puesto a clasificar cuales han sido mis mejores posts. Ni siquiera sé si existe uno; pero los que escribí después de que se me haya ocurrido alguna idea mientras empezaba a divagar en El Cajas fueron a los que les puse más feelin´. El estar ahí era materia prima y de la buena para la mente. Recuerdo uno de Hemingway y la monotonía que me generaba apreciar las montañas, y uno sobre un libro de García Márquez después de haber creído encontrar en el bus a uno de esos personajes que los pensaba ficticios. Era como si en el Cajas pudiera manipular la realidad o inventarla. Es un sitio que me ha dado más de lo que imaginaba. No hay como estar en la playa, tener en una mano un buen libro, en la otra una cerveza y en las sillas de al lado a tus amigos; pero para estar solo, para uno mismo (uno de esos que si no lo tuvieras te sería imposible sobrevivir): el Cajas.
Lo transitaba desde pequeño cuando, junto a mi hermana y mi primo, nos mandaban de vacaciones a Cuenca y la vía que pasaba por La Troncal y por Azogues se volvió el camino largo. Mi tío me contaba que a él cuando le tocaba viajar a Guayaquil, y a veces pasaba por el Cajas y el bus se dañaba en las pendientes, alguno de los pasajeros mataba una gallina, otro sacaba el trago y hacían fiesta hasta que repararan el bus; y el mismo tío me contaba también que sus padres hacían el mismo recorrido en carretas tiradas a caballo y en caravana, y demoraban ocho horas hasta llegar a Naranjal, pasando la noche en el cantón y al día siguiente tomaban rumbo hacia Guayaquil. No eran viajes sino aventuras. Como la que Juan Fernando Andrade escribe, en una de sus crónicas para la revista Soho, cuando los primeros raidistas llegaron a Quito desde Chone, hartos del anterior recorrido: Quito - Bahía de Caráquez - en barco a Guayaquil - en tren a Chone, en diciembre de 1939. Casi un mes de viaje con todas las peripecias de ley pero al final todos los tripulantes y el automóvil llegaron sanos y salvos. Y el día jueves leí una columna de Ricardo Tello (está bueno que EL UNIVERSO ponga esta clase de columnistas que parecen escribir con libertad y no con obligación) dedicada a los primeros raidistas que cruzaron El Cajas hace 40 años. En este momento en que aquella vía, donde a uno lo obligaban a estacionarse por lapsos de hasta cuarenta minutos porque la estaban rellenando de hormigón, está finalmente pavimentada en todo su recorrido. Y sin ganas de obstruir el progreso, pienso que los que viajan hasta Cuenca deberían detenerse por un rato en la autopista, en medio de la nada, olvidarse del apuro por llegar y dejarse llevar por la vista, la monotonía y todo lo que ellas traen.
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