La novela, La mala hora, del escritor colombiano Gabriel García Márquez, cuenta, a través de sus páginas, como los habitantes de Macondo viven una tranquilidad desagradable. Los conservadores, ganadores de la guerra civil, persiguen cruelmente a sus opositores los liberales, y en las puertas de las casas amanecen pegados pasquines con chismes acerca de verdades que hasta entonces no habían sido públicas. Un día, al alba, mientras el padre Ángel llamaba a misa, un sonido de arma despierta a los habitantes. Un campesino ha matado al presunto amante de su esposa después de haber leído uno de los panfletos. También morirá el hijo de un coronel que no tiene quien le escriba, desatándose la violencia en el pueblo.
Una semana atrás me encontraba en el sur de la ciudad, caminando por la calle con un amigo; mientras conversábamos, él por una extraña razón (la misma por la que cuando uno pregunta una dirección, de un tiempo acá, muchos siguen caminando como si no existieras), que puede deberse al asalto que sufrió recientemente, me señalaba los buses, para al más puro estilo Nueve Reinas mostrarme lo que estaba por suceder: “¡Mira como en esa Cayetano se subieron cuatro carameleros!” (Para exigirles, en grupo, a las personas que les ‘compren’ sus mercancías); “¿viste a ese man que se trepó en el bus con los ojos rojísimos?” (Mendigo presuntamente drogado que le pide a los pasajeros que lo ‘apoyen’ porque recién salió de la Peni); “viste ese hijueputa, que se baja de la 42, guardándose algo en los pantalones, ¿de ley era un cuchillo, no?”, fueron algunas de sus observaciones en los veinte minutos que estuvimos andando por la Av. 25 de julio, y mi respuesta en la mayoría de los casos fue: “La plena, loco” porque desarrollé el mismo ojo clínico desde la época en que iba a la universidad, aunque la paranoia recién apareció cuando me fui a vivir a Cuenca y veía las noticias diarias relacionadas con la inseguridad de Guayaquil. Cada vez que venía estaba totalmente once a cada persona que se me acercaba y a quien tenía movimientos sospechosos. Empecé a entender el terror y los consejos que tienen las madres cuando sus hijos de provincia vienen a estudiar acá. Suerte que hasta ahora he podido esquivar a la delincuencia, pero eso no implica que estemos seguros en Guayaquil.
Una semana atrás llegó a mi correo el pasquín, que está en la foto, firmado por la BADG (Barriada Anti Delincuencial de Guayaquil). Grupo del cual no conozco sus miembros, pero ellos mencionan que tienen nexos en Colombia, están entrenados militarmente y muy bien armados. Señalan que a partir de las diez de la noche “no hay excusa para no estar en casa. Esta amenaza directa va a dirigida a toda clase delincuencial. Los [sic] demás personas honradas están a salvo…” El mismo aviso u otros con similar tono han rondado, como en La mala hora sin saber quien los pego, en cantones del Guayas y otras provincias, provocando que a las diez de la noche las calles estén silenciosas y desiertas, que estudiantes salgan más temprano de clases para dirigirse a sus casas, como lo relata el Informe del diario EL UNIVERSO del pasado domingo. No creo que en Guayaquil suceda algo parecido y espero que el correo no pase más allá de una mala broma. Pero este tipo de actos, en lugar de generar tranquilidad, son un multiplicador del temor y la inseguridad que ya se sienten en las calles. Por ejemplo, ahora tendré que cortarme el cabello porque me podrían confundir con un fumón marihuanero. Es uno de esos casos en que el remedio es peor que la enfermedad. Violencia trae más violencia. ¿No es así como nacen los grupos paramilitares? Aunque seguramente es una utopía para quienes siempre sugieren que a los ladrones se les debería cortar las manos o colgarlos de las bolas.
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