El Claustro se encuentra en la Rábida, a cinco minutos en bus y quince en bicicleta de Palos de la Frontera (de donde partió Colón en sus carabelas). A veinte en auto de la ciudad de Huelva. A una hora de Sevilla. En La Rábida, además del claustro, hay un museo dedicado al descubrimiento de América, y la iglesia y el monasterio franciscano donde la expedición se hospedó antes de partir, supuestamente, a la India. Paremos de contar. El claustro es ahora una de las sedes de la Universidad de Andalucía. Donde viví dos meses. Otra dimensión.
Charles Bukowski decía que nadie vive de verdad si no ha vivido en una pensión. Y Carlos Fernández, al estilo gonzo, escribió una crónica para la revista Soho, viviendo en una residencia estudiantil durante un mes en Bogotá, para demostrar las sabías palabras: "Ahí estaba mi casera, mandándome al infierno, pidiéndome a gritos el alquiler, porque el mundo nos había fallado a los dos". Una estudiante de enfermería con tremendo culo, un cincuentón desempleado, un aspirante a actor que no pagaba su alquiler y una casera que era la reencarnación de la enfermera de “One flew over the cuckoo´s nest” (te ve como a una marioneta que ella puede mover a su antojo), eran los compañeros del nuevo hogar del cronista. Además las duchas de siete minutos con agua caliente, las reglas que entapizaban la pensión, la dieta a base de papas y arroz, y los ruidos que declaraban la inexistencia de la intimidad, hicieron que Fernández, al final de un mes ahí, pensara que eso no es vida. A diferencia de lo dicho por Charles Bukowski. O tal vez eso es lo que quería decirnos.
En La Rábida nos sentíamos algo atrapados en días de semana, por lo que los viernes, sábados y domingos escapábamos a cualquier punto de esa Europa que se nos presentaba ante nosotros y nos era tan desconocida en paisajes, comida y costumbres, porque de lunes hasta el viernes al mediodía, la vida era parecida a la de la Casa del Gran Hermano. Después de las ocho horas diarias de clases, la diversión consistía en jugar al truco, sentarnos a conversar siempre con las manos apretando un vaso de vino de botella barata que nunca faltaba, ver películas apachurrados en un sofá, hacer yoga y estirar con algo de ejercicio (la siesta española y el sedentarismo se pegan a uno como la porcina). La mayor parte de los estudiantes éramos latinoamericanos (con predominación de ecuatorianos, colombianos, guatemaltecos, argentinos y uruguayos), pero debíamos hablar en un español neutral, lejos de coloquialismos, para entendernos mejor. Cosa que nunca pasaba. Muchos dejaron sus relaciones, sentimentalismo e inhibiciones al otro lado del charco, pero la vida en el claustro nunca llegó al extremo de ser como la crónica de Claudia Aldana: Déjenme volver a Disney. Las edades fluctuaban desde los que tenían hijos pasados de los veinte años y ya pintaban canas, y los menores de treinta. Lo que volvía a veces difícil la convivencia. Sobre todo en las noches. Los noctámbulos (en su mayoría los más jóvenes) nos partíamos de la risa y hacíamos ruido para el disgusto de los mayores, los que ya tenían la recomendación de dormir ocho horas y en la más profunda tranquilidad. Para velar por esa paz, existía un trío de guardias (un par buen dato y el otro antipático) que su trabajo más que vigilar por la seguridad de los residentes era controlar su conducta. Por eso muchas de las guitarreadas que hacíamos, eran prácticamente en la zona de picnics, al aire libre, lejos del claustro, con un frío cortante de medianoche, con lo que el consumo de cigarrillos era uno tras otro y la máquina nos arrojaban empaques con marcas desconocidas. En muchas ocasiones la libertad era más una sensación que una realidad.
Las habitaciones siempre tenían las sábanas limpias, calefacción que nosotros mismos podíamos controlar, dos personas por cuarto, siempre con agua caliente el baño, internet ilimitado. Confort con reglas. No creo que a esto se refería Bukowski con haber realmente vivido. Lo que él recomienda tal vez me tocó en Barcelona, donde dormí en Las Ramblas en una noche de invierno, mientras racistas insultaban a prostitutas africanas, y en Madrid donde tuve que meterme a un bar porque no tenía para pagar el hostal, gastando mis últimos euros en una cerveza. Palpar por unos segundos la suciedad, revolcarse en la mierda y disfrutar de eso.
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