Más allá de una cuestión de supervivencia, de agarrar energías para continuar con las actividades diarias llenando el estómago con lo que sea, al recorrer desde hace seis meses la misma vía que va desde Guayaquil hasta Balzar, una y otra vez, en la búsqueda de algo que además de satisfecho en cantidad me deje con un agradable sabor en el diente, he podido hallar un par accesibles sitios en el que se cocina no sé si con amor pero sí con buenas manos, esperando que el lector, preocupado en no agarrar alguna intoxicación, infección o descompensación intestinal, y timorato de alimentarse y degustar de en la ruta, sepa apreciar y atreverse a poner en práctica estas recomendaciones.
Balzar: Pasando el redondel, al llegar al primer semáforo, donde muchos se bajan de la balzareña o la empalmeña, en la esquina un horno de metal se alcanza a ver con decenas de delicias envueltas en hojas de verde aguardando por ser devoradas. Los mejores bollos de pescado que he probado. Los mejores en 100 km. a la redonda. Todos los comen y piden, y sin embargo el local solo tiene tres mesas. Toca sentarse al lado de desconocidos para degustar. Nada mejor por $ 1,60 ($ 2,00 con cola). Te atiende el dueño con su acento de campesino. Un tipo que al no poder mejorar su perfecto bollo de pescado también ofrece bollos de pollo, cerdo y hasta guata. Todos valen la pena, aunque al final me sigo quedando con el de pescado más la respectiva porción de arroz (y cocolón para quien le guste).
Palestina: La Madrina debe ser toda una institución cantonal, un punto referente palestineño, una clásica parada de camioneros. Pasas la entrada al recinto Coroladal y ya estás cerca, pero si casi es la una de la tarde olvídalo, perdiste. Ya se acabaron los almuerzos. Cuatro mujeres cocinando con todo el amor que se puede darle a los clientes, a la carne cruda, condimentos y vegetales, y una supervisando: la matrona, la madame de ese huequito de placer al que uno accede por dos dólares. La carta nunca decepciona sea lo que sea: Viche, caldo de pata, bistec, seco de pollo, pescado apanado. El primer oasis que encontré, más de una sonrisa me he arrancado, y a varios escépticos quiteños y extranjeros los ha dejado contentísimos.
Santa Lucía: De la carretera hay que meterse a la cabecera cantonal, a un lado de la iglesia y frente al parque (lo que siempre, según recomendación de viajeros amigos, junto al chongo, es obligación conocer en los pueblos) para encontrar un muy buen asadero de pollos. Un sitio que además de su sabrosa ave dorada vale la pena conocer si estás a punto de filmar una película con tintes rurales, de fugas o de viajes a lugares sin sentido. Música chichera y corta venas, meseras de amplios escotes y duro tratar que parecen salidas de un burdel, decorados de madera, luces pálidas y deprimentes, hombres tatuados y silenciosos generan una atmósfera de cantina, de encontrarse en Tijuana a punto de cruzar la frontera.
Daule: Más pollo, presa acompañada con arroz con menestra. Una de las mejores recetas de fréjoles que se pueden probar por estos lares. Ni muy espesa ni muy liquida, el color café correcto, el tomate y los otros vegetales licuados no se sienten, los granos suaves. Echarle un poquito de esa espesa y mejorada mayonesa, que es especialidad de la casa, la vuelve todavía mejor. Como la mayoría de los sitios en los que uno puede comer, que aún están con el contrapiso, las paredes sin pintar, y los pilares casi vírgenes, tampoco tiene nombre ni un letrero que lo resalte. Ubicado cerca del Municipio, al lado de la farmacia Cruz Azul, el dueño siempre te atiendo con un “Hola Amigo” a pesar de que nunca lo hayas visto.
Nobol: Dos abuelos. Un par de jubilados sin deseo de tirar la toalla todavía en una ubicación que no podría ser mejor. Al lado del sendero que conduce al santuario donde descansa Narcisita, vendiendo unos jugos a 25 centavos por los que cualquiera podría pagar el doble. Es obligación tomar el denominado de leche: canela, clara de huevo y un polvo amarillo. Un viaje en el tiempo a la niñez. Y para cosas saladas es de esperar a las cuatro de la tarde, cuando tranquilamente llega una señora, instala su carpa y vende unos corviches y tortillas de verde que bañadas en ají son una verdadera obra de arte. Los clientes llegan como moscas, se congregan de la misma manera en que sucede con un accidente de tránsito. Es de esperar. Pase lo que pase ese sabor con un toque de limón alegra el día.
Palestina: La Madrina debe ser toda una institución cantonal, un punto referente palestineño, una clásica parada de camioneros. Pasas la entrada al recinto Coroladal y ya estás cerca, pero si casi es la una de la tarde olvídalo, perdiste. Ya se acabaron los almuerzos. Cuatro mujeres cocinando con todo el amor que se puede darle a los clientes, a la carne cruda, condimentos y vegetales, y una supervisando: la matrona, la madame de ese huequito de placer al que uno accede por dos dólares. La carta nunca decepciona sea lo que sea: Viche, caldo de pata, bistec, seco de pollo, pescado apanado. El primer oasis que encontré, más de una sonrisa me he arrancado, y a varios escépticos quiteños y extranjeros los ha dejado contentísimos.
Santa Lucía: De la carretera hay que meterse a la cabecera cantonal, a un lado de la iglesia y frente al parque (lo que siempre, según recomendación de viajeros amigos, junto al chongo, es obligación conocer en los pueblos) para encontrar un muy buen asadero de pollos. Un sitio que además de su sabrosa ave dorada vale la pena conocer si estás a punto de filmar una película con tintes rurales, de fugas o de viajes a lugares sin sentido. Música chichera y corta venas, meseras de amplios escotes y duro tratar que parecen salidas de un burdel, decorados de madera, luces pálidas y deprimentes, hombres tatuados y silenciosos generan una atmósfera de cantina, de encontrarse en Tijuana a punto de cruzar la frontera.
Daule: Más pollo, presa acompañada con arroz con menestra. Una de las mejores recetas de fréjoles que se pueden probar por estos lares. Ni muy espesa ni muy liquida, el color café correcto, el tomate y los otros vegetales licuados no se sienten, los granos suaves. Echarle un poquito de esa espesa y mejorada mayonesa, que es especialidad de la casa, la vuelve todavía mejor. Como la mayoría de los sitios en los que uno puede comer, que aún están con el contrapiso, las paredes sin pintar, y los pilares casi vírgenes, tampoco tiene nombre ni un letrero que lo resalte. Ubicado cerca del Municipio, al lado de la farmacia Cruz Azul, el dueño siempre te atiendo con un “Hola Amigo” a pesar de que nunca lo hayas visto.
Nobol: Dos abuelos. Un par de jubilados sin deseo de tirar la toalla todavía en una ubicación que no podría ser mejor. Al lado del sendero que conduce al santuario donde descansa Narcisita, vendiendo unos jugos a 25 centavos por los que cualquiera podría pagar el doble. Es obligación tomar el denominado de leche: canela, clara de huevo y un polvo amarillo. Un viaje en el tiempo a la niñez. Y para cosas saladas es de esperar a las cuatro de la tarde, cuando tranquilamente llega una señora, instala su carpa y vende unos corviches y tortillas de verde que bañadas en ají son una verdadera obra de arte. Los clientes llegan como moscas, se congregan de la misma manera en que sucede con un accidente de tránsito. Es de esperar. Pase lo que pase ese sabor con un toque de limón alegra el día.
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