Como si salieran flores, ramas y crocantes frutos de las hojas al cerrar el libro. La misma inesperada sensación que abrir la puerta una mañana y encontrarse a Sinatra cantando mientras poda el césped vecino. Botar la basura en el poste de la esquina y en medio de los residuos tirados por el resto de personas que viven en el barrio hallar un unicornio de bolsillo con el don de descifrar los pronósticos deportivos de los siguientes cincuenta años. Una sonrisa difícil de cerrar, casi una lágrima por la nostalgia de que lo bueno se acabó y varias emociones encontradas al leer los últimos párrafos de Los autonautas de la cosmopita. Ese atemporal, fantástico y absurdo viaje que emprendieron Julio Cortázar junto a su esposa Caroline Dunlop, que tiene algo de Facebook prehistórico con fotos etiquetadas, comentarios y cambios de estado. Un mes recorriendo la autopista entre París y Marsella (la del Sur, la del atasco infinito de un cuento de 33 páginas), visitando cada paradero de la misma forma en que lo hacían los expedicionarios. Una travesía que únicamente pueden emprender aquellos que no toman en serio la vida y han encontrado ahí la alegría y felicidad. Detenerse un minuto y dilatar ese momento ante lo obvio, describir lo que se ve a diario. El Cronopio se comporta igual que uno de sus personajes, juega a ser parte de un cuento de Cortázar (¿o tal vez él fue el que les puso algo suyo al crearlos?). Imposible no disfrutar de haber caído en la trampa; ante la burla de una bitácora que se ríe de lo establecido.
Cuanto más avanzamos, mayor parece la libertad de que gozamos. Y no, de ninguna manera, porque nos estemos acercando a Marsella. Al contrario, probablemente el hecho de habernos alejado del punto de partida y de haber perdido de vista a la vez y completamente el fin del viaje, es lo que da esa calidad. Poco a poco aprendemos no sólo a mirar el espacio del que hablaba el hipotético filósofo indio, sino a serlo con todo lo que somos. Y este espacio entre los objetos, desde el momento en que la mirada los deja fuera, a un lado y otro de su campo de visión, ¿no es por definición sin límites?
Toda expedición supone que de alguna manera Marco Polo, Colón o Shackleton no habían perdido del todo al niño que llevaban dentro. El mío, en todo caso, está sumamente avispado y despierto a la hora en que cada parking le abre su cola de pavorreal (a veces un poco desplumada, a veces irisada y suntuosa) para llenarlo de maravilla, gusanos, hormigas y camiones con leyendas llenas de encanto, como por ejemplo el de la SOPA SPEEDY que acabo de ver pasar mientras termino esta frase.
También yo jugué ese último juego antes de las naranjas y el café y el agua fresca, un juego que viene de la infancia y que es taparse con la sábana, desaparecer en esas aguas de aire espeso y entonces de espaldas doblar poco a poco las piernas levantando la sábana con las rodillas para hacer una tienda, y dentro de la tienda establecer el reino y allí jugar pensando que el mundo es solamente eso, que por fuera de la tienda no hay nada, que el reino es solamente el reino y que se está bien en el reino y nada más hace falta. Dormías dándome la espalda, pero cuando digo que me la dabas estoy diciendo mucho más que una mera manera de decir, porque tu espalda se bañaba en el resplandor de acuario que nacía del sol filtrándose por la sábana vuelta cúpula traslúcida, una sábana de finas rayas verdes, amarillas, azules y rojas que se resolvían en un polvo de luz, oro flotante donde tu cuerpo inscribía su oro más sombrío, bronce y mercurio, zonas de sombra azul, pozas y valles.
La autopista un río rosa, sobre el cual flota una bruma violeta apenas perceptible, y los autos y los camiones pasan como fantasmas, su estrépito esfumado por la noche, por la niebla que todo lo suaviza, por la distancia que entre ellos y nosotros delimita los mundos que vivimos, como si no fuéramos ni pudiéramos ser viajeros de un mismo camino. Extraño silencio lleno de murmullos, roto de tiempo en tiempo por el arrancar de un camión, por los frenos estrepitosos de un tren, silencio hecho de sonidos y rumores y cuya existencia —de la que participa cada uno de nuestros gestos— nos confirma de algún modo que estamos ahí donde creemos estar, que el objetivo del viaje ha sido alcanzado, y sólo nos queda por decirnos, con esa sonrisa que acaso sin saberlo significa que darás otro paso adelante y que me encontraré de nuevo en tus brazos, que ese objetivo que no es más fijo que los paraderos, que el mundo o las estrellas, lo estamos viviendo con una naturalidad cada día.
Cuanto más avanzamos, mayor parece la libertad de que gozamos. Y no, de ninguna manera, porque nos estemos acercando a Marsella. Al contrario, probablemente el hecho de habernos alejado del punto de partida y de haber perdido de vista a la vez y completamente el fin del viaje, es lo que da esa calidad. Poco a poco aprendemos no sólo a mirar el espacio del que hablaba el hipotético filósofo indio, sino a serlo con todo lo que somos. Y este espacio entre los objetos, desde el momento en que la mirada los deja fuera, a un lado y otro de su campo de visión, ¿no es por definición sin límites?
Toda expedición supone que de alguna manera Marco Polo, Colón o Shackleton no habían perdido del todo al niño que llevaban dentro. El mío, en todo caso, está sumamente avispado y despierto a la hora en que cada parking le abre su cola de pavorreal (a veces un poco desplumada, a veces irisada y suntuosa) para llenarlo de maravilla, gusanos, hormigas y camiones con leyendas llenas de encanto, como por ejemplo el de la SOPA SPEEDY que acabo de ver pasar mientras termino esta frase.
También yo jugué ese último juego antes de las naranjas y el café y el agua fresca, un juego que viene de la infancia y que es taparse con la sábana, desaparecer en esas aguas de aire espeso y entonces de espaldas doblar poco a poco las piernas levantando la sábana con las rodillas para hacer una tienda, y dentro de la tienda establecer el reino y allí jugar pensando que el mundo es solamente eso, que por fuera de la tienda no hay nada, que el reino es solamente el reino y que se está bien en el reino y nada más hace falta. Dormías dándome la espalda, pero cuando digo que me la dabas estoy diciendo mucho más que una mera manera de decir, porque tu espalda se bañaba en el resplandor de acuario que nacía del sol filtrándose por la sábana vuelta cúpula traslúcida, una sábana de finas rayas verdes, amarillas, azules y rojas que se resolvían en un polvo de luz, oro flotante donde tu cuerpo inscribía su oro más sombrío, bronce y mercurio, zonas de sombra azul, pozas y valles.
La autopista un río rosa, sobre el cual flota una bruma violeta apenas perceptible, y los autos y los camiones pasan como fantasmas, su estrépito esfumado por la noche, por la niebla que todo lo suaviza, por la distancia que entre ellos y nosotros delimita los mundos que vivimos, como si no fuéramos ni pudiéramos ser viajeros de un mismo camino. Extraño silencio lleno de murmullos, roto de tiempo en tiempo por el arrancar de un camión, por los frenos estrepitosos de un tren, silencio hecho de sonidos y rumores y cuya existencia —de la que participa cada uno de nuestros gestos— nos confirma de algún modo que estamos ahí donde creemos estar, que el objetivo del viaje ha sido alcanzado, y sólo nos queda por decirnos, con esa sonrisa que acaso sin saberlo significa que darás otro paso adelante y que me encontraré de nuevo en tus brazos, que ese objetivo que no es más fijo que los paraderos, que el mundo o las estrellas, lo estamos viviendo con una naturalidad cada día.
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