Inconformistas de tiempo completo. Apáticos con el mundo exterior. Poco convincentes de mantener los valores tradicionales. No importaba tener las mayores comodidades gracias a los beneficios de los padres yuppies. Todo estaba perdido. Un hueco en la capa de ozono, cada vez más grande, amenazaba con carbonizar el planeta. El SIDA estaba en el colegio, en las fiestas, en las salidas con amigos, en todas partes. Y los temores de no ir al baño en el cine porque habían viejos morbosos esperando aprovechar cualquier situación, o que a las salidas de clases habían hombres que vendían drogas a los niños eran algo común. El ambiente era como si una larga lluvia ácida hubiera cubierto la ciudad. Bueno… al menos para algunos…
“Con los pies en el aire y la cabeza en el piso, intenta este truco y tu cabeza colapsará” de los Pixies era una canción que oía sin cesar. La letra es casi un eterno sentimiento. En el documental acerca de las siete eras del rock, en la parte dedicada al grunge, se habla de que Nirvana después de escuchar Where is my mind? supo lo que debía hacer con la música. El capítulo más nostálgico, el más cercano. Mickey Rourke, que nos enseñó lo daniño que puede ser abandonar a una hija en “The Wrestler”, estaba equivocado cuando dijo que Cobain lo jodió todo.
No recuerdo a Reagan con su hipócrita sonrisa promoviendo el estilo de vida de los suburbios. Tampoco llegué a vestir camisas de franelas ni llevé el cabello hasta la nuca. El mundo que se me presentaba no era exactamente la sombría postal importada años atrás desde lugares como Washington y Oregon, donde seguía pegando Pearl Jam con Even Flow, Jeremy y Alive. Sólo que escuchaba Smell like teen spirit, Lithium, Aneurysm y Come as you are con la aguja del volumen en MAX una y otra vez. Los de Nirvana sabían de lo que hablaban a diferencia de Limp Bizkit, Linkin´Park y otros que eran la moda. Kurt me recordaba a Jesucristo que también se había cansado del planeta y de ser un humano. Antes de irse los Pixies le enseñaron el camino.
Y Chuck Palahniuk es un sobreviviente de aquella decadente y cada vez más lejana era. Prozac, técnicas prolongas de masturbación, enfermedades mentales, vagabundos están en su obra literaria. Una gran alcantarilla. Después de todo uno de los más famosos personajes de sus libros dice que debemos contemplar la posibilidad de que Dios nos odie; no es lo peor que podría pasar. El autor mantiene el espíritu de la Generación X, y ya que estaba leyendo su libro de cuentos “Error humano” hago copy-paste de uno de sus relatos – por cuestiones de espacio y pereza el más corto -, digno del realismo sucio; y acá haciendo click está una historia de adolescentes bastante visceral y angustiada. Los elementos necesarios…
ACOMPAÑANTE
En mi primer día como acompañante, a mi primera cita le falta una pierna. El tipo fue a una casa de baños gay, para quitarse el frío, me dijo. Tal vez en busca de sexo. Y se quedó dormido en el baño turco, demasiado cerca de la fuente de calor. Se pasó horas inconsciente hasta que alguien lo encontró. Para entonces la carne de su muslo izquierdo ya estaba completamente cocida.
No podía caminar, pero su madre vino de Wisconsin para verlo y el hospital para enfermos desahuciados necesitaba alguien que los llevara a los dos a visitar los sitios locales de interés turístico. Que los llevara de compras por el centro. A ver la playa. Multnomah Falls. Era lo único que podía hacer uno como voluntario a menos que fuera enfermero, cocinero o medico.
En ese caso se hacia uno acompañante, y el hospital del que hablo era un sitio al que iban a morir jóvenes sin seguro medico. Ni siquiera me acuerdo del nombre. No lo ponía en ningún letrero, y te pedían que fueras discreto en tus idas y venidas porque los vecinos no tenían ni idea de lo que pasaba en aquella casa enorme y antigua de su calle, una calle a la que no le faltaban fumaderos de crack y tiroteos desde los coches, a pesar de lo cual nadie quería vivir al lado de aquello: cuatro personas muriéndose en la sala de estar y dos en el comedor. Por lo menos dos personas en cama agonizando en cada dormitorio del piso de arriba, y la verdad es que no faltaban dormitorios. Como mínimo la mitad de aquella gente tenía sida, pero la casa no discriminaba a nadie. Uno podía ir allí y ver morir de lo que fuera.
Mi razón para estar allí era mi trabajo. Consistía en tumbarme de espaldas en una camilla con la línea motriz de un camión diesel clase ocho de cien kilos apoyada en el pecho, que me pasaba por entre las piernas hasta los pies. Mi trabajo consistía en meterme rodando bajo los camiones a medida que estos avanzaban en la línea de montaje e instalar aquellas líneas motrices. Veintiséis líneas cada ocho horas. Trabajando deprisa mientras los camiones avanzaban y me empujaban en dirección a los enormes hornos de pintura incandescente que había a escasos metros de mí en la línea de montaje.
Mi licenciatura en periodismo no podía darme más de cinco dólares la hora. Otros tipos del taller tenían en mismo título y entre nosotros bromeábamos diciendo que las licenciaturas en humanidades deberían incluir cursillos de soldador para poder sacarse por lo menos los dos pavos extra que nuestro taller pagaba a los cachacas que supieran soldar. Alguien me invitó a su iglesia y yo estuve lo bastante desesperado como para ir, en la iglesia tenían un ficus en una maceta que se llamaba el "Árbol de la generosidad " y que estaba decorado con adornos de papel, en cada uno de los cuales había impresa una buena obra que uno podía elegir.
Mi adorno decía "saca a pasear a un enfermo desahuciado". Esa era la expresión exacta: "saca". Y había un número de teléfono. Lleve al hombre con una sola pierna, y luego a él y a su madre, por toda la zona, a sitios con vistas y a museos, con su silla de ruedas plegada en el maletero de mi Mercury Bobcat de hacía quince años. Su madre fumaba en silencio. Su hijo tenía treinta años y ella tenía dos semanas de vacaciones. Por las noches yo la llevaba de vuelta a su TravelLodge situado junto a la autopista, luego se sentaba a fumar en la capota de mi coche y se ponía a hablar de su hijo ya en pasado. Su hijo tocaba el piano, me dijo. Se había sacado el titulo de música pero había terminado haciendo demostraciones de órganos eléctricos en tiendas de centros comerciales. Eran conversaciones que nacían cuando ya no nos quedaban emociones.
Yo tenía veinticinco años, y al día siguiente volví a meterme bajo los camiones después de haber dormido tal vez tres o cuatro horas. Con la diferencia de que ahora mis problemas ya no me parecían tan graves. Solamente tenía que mirarme las manos y los pies, maravillarme del peso que era capaz de levantar y de la forma en que podía gritar por encima del rugido neumático del taller, y mi vida ya no me parecía un error sino un milagro.
Al cabo de dos semanas la madre se volvió a su casa. Al cabo de tres meses su hijo estaba muerto. Muerto, desaparecido. Yo me dedicaba a llevar a gente con cáncer a ver el océano por última vez. Llevaba a gente con sida a la cima del monte Hood para que pudieran ver el mundo entero mientras todavía podían.
Me sentaba junto a las camas mientras la enfermera me explicaba que señales buscar en el momento de la muerte, el tragar saliva y la lucha inconsciente de alguien ahogándose dormido mientras el fallo renal les llenaba de agua los pulmones. El monitor pitaba cuando la maquina inyectaba morfina al paciente, cada cinco o diez segundos. El paciente tenía los ojos hinchados y completamente en blanco. Tu le cogías la mano fría durante horas hasta que otro acompañante llegaba al rescate o hasta que ya no importaba.
La madre de Wisconsin me envió una manta bordada que había tejido a ganchillo ella misma, purpura y roja. Otra madre o abuela para la que había hecho de acompañante me envió una manta bordada azul, verde y blanca. Luego me llego otra roja, blanca y negra. Mantas a cuadros u mantas con dibujos en forma de zigzag. Se fueron amontonando a un lado del sofá hasta que mis compañeros de casa me preguntaron si podíamos guardarlas en el desván.
Justo antes de morir, el hijo de aquella mujer, el hombre con una sola pierna, justo antes de perder el conocimiento, me suplico que fuera a su antiguo apartamento. Había un armario lleno de juguetes sexuales. Revistas. Consoladores. Ropa de cuero. El no quería que su madre encontrara nada de aquello y me hizo prometerle que lo tiraría todo.
Así que fui allí, a su pequeño estudio, cerrado a cal y canto y mal ventilado después de estar meses deshabitado. Como una cripta, diría yo, pero no es la palabra más adecuada. Suena demasiado dramática. Como música de órgano cutre, pero, de hecho, no es más que una palabra triste. Los juguetes sexuales y cacharros anales eran todavía más tristes. Huérfanos. Tampoco es la palabra adecuada, pero es la primera que me viene a la cabeza.
Las mantas bordadas siguen en una caja en mi desván. Todos los años por Navidad alguno de mis compañeros de casa sube a buscar adornos y se encuentra las mantas, rojas y negras, purpuras y verdes, cada una correspondiente a una persona muerta. Y quien las encuentra me pregunta si podemos usarlas en nuestras camas o darlas a Goodwill.
Y todas las navidades digo que no. No estoy seguro de qué me da más miedo, tirar a todos esos hijos muertos o bien dormir con ellos. No me preguntéis por qué, les digo. No quiero oír hablar del tema. Todo aquello paso hace diez años. Vendí el Bobcat en 1989. Y dejé de hacer de acompañante.
Tal vez porque después del hombre con una sola pierna, después de que muriera y después de que todos sus juguetes sexuales acabaran en bolsas de basura, después de enterrarlos en el vertedero, después de abrir las ventanas del apartamento y de que desapareciera el olor a cuero, a látex y a mierda, el apartamento resultó ser un lugar bonito. El sofá cama era de un elegante color malva. Las paredes y la alfombra de color crema. La pequeña cocina tenía encimera de madera para cortar la carne. El baño era todo blanco y estaba impecable.
Me quedé allí sentado guardando un elegante silencio. Podría haber vivido allí. Cualquiera podría haber vivido allí.
“Con los pies en el aire y la cabeza en el piso, intenta este truco y tu cabeza colapsará” de los Pixies era una canción que oía sin cesar. La letra es casi un eterno sentimiento. En el documental acerca de las siete eras del rock, en la parte dedicada al grunge, se habla de que Nirvana después de escuchar Where is my mind? supo lo que debía hacer con la música. El capítulo más nostálgico, el más cercano. Mickey Rourke, que nos enseñó lo daniño que puede ser abandonar a una hija en “The Wrestler”, estaba equivocado cuando dijo que Cobain lo jodió todo.
No recuerdo a Reagan con su hipócrita sonrisa promoviendo el estilo de vida de los suburbios. Tampoco llegué a vestir camisas de franelas ni llevé el cabello hasta la nuca. El mundo que se me presentaba no era exactamente la sombría postal importada años atrás desde lugares como Washington y Oregon, donde seguía pegando Pearl Jam con Even Flow, Jeremy y Alive. Sólo que escuchaba Smell like teen spirit, Lithium, Aneurysm y Come as you are con la aguja del volumen en MAX una y otra vez. Los de Nirvana sabían de lo que hablaban a diferencia de Limp Bizkit, Linkin´Park y otros que eran la moda. Kurt me recordaba a Jesucristo que también se había cansado del planeta y de ser un humano. Antes de irse los Pixies le enseñaron el camino.
Y Chuck Palahniuk es un sobreviviente de aquella decadente y cada vez más lejana era. Prozac, técnicas prolongas de masturbación, enfermedades mentales, vagabundos están en su obra literaria. Una gran alcantarilla. Después de todo uno de los más famosos personajes de sus libros dice que debemos contemplar la posibilidad de que Dios nos odie; no es lo peor que podría pasar. El autor mantiene el espíritu de la Generación X, y ya que estaba leyendo su libro de cuentos “Error humano” hago copy-paste de uno de sus relatos – por cuestiones de espacio y pereza el más corto -, digno del realismo sucio; y acá haciendo click está una historia de adolescentes bastante visceral y angustiada. Los elementos necesarios…
ACOMPAÑANTE
En mi primer día como acompañante, a mi primera cita le falta una pierna. El tipo fue a una casa de baños gay, para quitarse el frío, me dijo. Tal vez en busca de sexo. Y se quedó dormido en el baño turco, demasiado cerca de la fuente de calor. Se pasó horas inconsciente hasta que alguien lo encontró. Para entonces la carne de su muslo izquierdo ya estaba completamente cocida.
No podía caminar, pero su madre vino de Wisconsin para verlo y el hospital para enfermos desahuciados necesitaba alguien que los llevara a los dos a visitar los sitios locales de interés turístico. Que los llevara de compras por el centro. A ver la playa. Multnomah Falls. Era lo único que podía hacer uno como voluntario a menos que fuera enfermero, cocinero o medico.
En ese caso se hacia uno acompañante, y el hospital del que hablo era un sitio al que iban a morir jóvenes sin seguro medico. Ni siquiera me acuerdo del nombre. No lo ponía en ningún letrero, y te pedían que fueras discreto en tus idas y venidas porque los vecinos no tenían ni idea de lo que pasaba en aquella casa enorme y antigua de su calle, una calle a la que no le faltaban fumaderos de crack y tiroteos desde los coches, a pesar de lo cual nadie quería vivir al lado de aquello: cuatro personas muriéndose en la sala de estar y dos en el comedor. Por lo menos dos personas en cama agonizando en cada dormitorio del piso de arriba, y la verdad es que no faltaban dormitorios. Como mínimo la mitad de aquella gente tenía sida, pero la casa no discriminaba a nadie. Uno podía ir allí y ver morir de lo que fuera.
Mi razón para estar allí era mi trabajo. Consistía en tumbarme de espaldas en una camilla con la línea motriz de un camión diesel clase ocho de cien kilos apoyada en el pecho, que me pasaba por entre las piernas hasta los pies. Mi trabajo consistía en meterme rodando bajo los camiones a medida que estos avanzaban en la línea de montaje e instalar aquellas líneas motrices. Veintiséis líneas cada ocho horas. Trabajando deprisa mientras los camiones avanzaban y me empujaban en dirección a los enormes hornos de pintura incandescente que había a escasos metros de mí en la línea de montaje.
Mi licenciatura en periodismo no podía darme más de cinco dólares la hora. Otros tipos del taller tenían en mismo título y entre nosotros bromeábamos diciendo que las licenciaturas en humanidades deberían incluir cursillos de soldador para poder sacarse por lo menos los dos pavos extra que nuestro taller pagaba a los cachacas que supieran soldar. Alguien me invitó a su iglesia y yo estuve lo bastante desesperado como para ir, en la iglesia tenían un ficus en una maceta que se llamaba el "Árbol de la generosidad " y que estaba decorado con adornos de papel, en cada uno de los cuales había impresa una buena obra que uno podía elegir.
Mi adorno decía "saca a pasear a un enfermo desahuciado". Esa era la expresión exacta: "saca". Y había un número de teléfono. Lleve al hombre con una sola pierna, y luego a él y a su madre, por toda la zona, a sitios con vistas y a museos, con su silla de ruedas plegada en el maletero de mi Mercury Bobcat de hacía quince años. Su madre fumaba en silencio. Su hijo tenía treinta años y ella tenía dos semanas de vacaciones. Por las noches yo la llevaba de vuelta a su TravelLodge situado junto a la autopista, luego se sentaba a fumar en la capota de mi coche y se ponía a hablar de su hijo ya en pasado. Su hijo tocaba el piano, me dijo. Se había sacado el titulo de música pero había terminado haciendo demostraciones de órganos eléctricos en tiendas de centros comerciales. Eran conversaciones que nacían cuando ya no nos quedaban emociones.
Yo tenía veinticinco años, y al día siguiente volví a meterme bajo los camiones después de haber dormido tal vez tres o cuatro horas. Con la diferencia de que ahora mis problemas ya no me parecían tan graves. Solamente tenía que mirarme las manos y los pies, maravillarme del peso que era capaz de levantar y de la forma en que podía gritar por encima del rugido neumático del taller, y mi vida ya no me parecía un error sino un milagro.
Al cabo de dos semanas la madre se volvió a su casa. Al cabo de tres meses su hijo estaba muerto. Muerto, desaparecido. Yo me dedicaba a llevar a gente con cáncer a ver el océano por última vez. Llevaba a gente con sida a la cima del monte Hood para que pudieran ver el mundo entero mientras todavía podían.
Me sentaba junto a las camas mientras la enfermera me explicaba que señales buscar en el momento de la muerte, el tragar saliva y la lucha inconsciente de alguien ahogándose dormido mientras el fallo renal les llenaba de agua los pulmones. El monitor pitaba cuando la maquina inyectaba morfina al paciente, cada cinco o diez segundos. El paciente tenía los ojos hinchados y completamente en blanco. Tu le cogías la mano fría durante horas hasta que otro acompañante llegaba al rescate o hasta que ya no importaba.
La madre de Wisconsin me envió una manta bordada que había tejido a ganchillo ella misma, purpura y roja. Otra madre o abuela para la que había hecho de acompañante me envió una manta bordada azul, verde y blanca. Luego me llego otra roja, blanca y negra. Mantas a cuadros u mantas con dibujos en forma de zigzag. Se fueron amontonando a un lado del sofá hasta que mis compañeros de casa me preguntaron si podíamos guardarlas en el desván.
Justo antes de morir, el hijo de aquella mujer, el hombre con una sola pierna, justo antes de perder el conocimiento, me suplico que fuera a su antiguo apartamento. Había un armario lleno de juguetes sexuales. Revistas. Consoladores. Ropa de cuero. El no quería que su madre encontrara nada de aquello y me hizo prometerle que lo tiraría todo.
Así que fui allí, a su pequeño estudio, cerrado a cal y canto y mal ventilado después de estar meses deshabitado. Como una cripta, diría yo, pero no es la palabra más adecuada. Suena demasiado dramática. Como música de órgano cutre, pero, de hecho, no es más que una palabra triste. Los juguetes sexuales y cacharros anales eran todavía más tristes. Huérfanos. Tampoco es la palabra adecuada, pero es la primera que me viene a la cabeza.
Las mantas bordadas siguen en una caja en mi desván. Todos los años por Navidad alguno de mis compañeros de casa sube a buscar adornos y se encuentra las mantas, rojas y negras, purpuras y verdes, cada una correspondiente a una persona muerta. Y quien las encuentra me pregunta si podemos usarlas en nuestras camas o darlas a Goodwill.
Y todas las navidades digo que no. No estoy seguro de qué me da más miedo, tirar a todos esos hijos muertos o bien dormir con ellos. No me preguntéis por qué, les digo. No quiero oír hablar del tema. Todo aquello paso hace diez años. Vendí el Bobcat en 1989. Y dejé de hacer de acompañante.
Tal vez porque después del hombre con una sola pierna, después de que muriera y después de que todos sus juguetes sexuales acabaran en bolsas de basura, después de enterrarlos en el vertedero, después de abrir las ventanas del apartamento y de que desapareciera el olor a cuero, a látex y a mierda, el apartamento resultó ser un lugar bonito. El sofá cama era de un elegante color malva. Las paredes y la alfombra de color crema. La pequeña cocina tenía encimera de madera para cortar la carne. El baño era todo blanco y estaba impecable.
Me quedé allí sentado guardando un elegante silencio. Podría haber vivido allí. Cualquiera podría haber vivido allí.
2 comentarios:
Hey que genial este post. Una pregunta el documental que mencionas las sieta eras del rock, de que cadena es? Me gustaría mucho verlo! Saludos!
Venus: el documental es de la BBC, del año 2005 o algo así... lo estaban pasando por un canal de cable llamado INFINITO, aunque la semana pasada ya terminó
Ojalá que lo consigas y buena onda que hayas pasado por acá
Saludos
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