Después de haber visto The Hurt Locker, la gran competidora de Avatar en los premios Oscar de este año, dirigida por Kathryn Bigelow´s (quien a diferencia de la mayoría de directoras mujeres está más del lado de las películas de acción y ciencia ficción que los dramas de época o las comedias), creo que ya no tengo necesidad de visitar Iraq. La sensación que da el verla es tan real que al parecer ahí está todo: los gatos cojeando buscando entre la basura algo para comer; las calles sin asfaltar, llenas de desperdicios, con apariencia de una ciudad en medio del desierto en la época de Jesús y los doce apóstoles; los edificios cariados, al borde del colapso, sin pintar, de color arena; ese sol que no da tregua; los habitantes divididos entre los que odian la ocupación norteamericana (y esperan cualquier oportunidad para expresársela a los soldados) y los que simpatizan con ellos y creen que su presencia es un símbolo de seguridad; las constantes amenazas de bombas y los atentados que sí cumplen con su objetivo y dejan un paisaje de destrucción que se a volviendo monótono; y sobre todo ver The Hurt Locker da la sensación de haber estado en Iraq por el ambiente de tensión en el que te envuelve sus dos horas de duración, estar a la expectativa de que en cualquier momento algo inesperado, trágico, puede suceder.
Y esa es su cualidad número uno, la de ponerte los nervios de punta, de transmitirte diferentes sensaciones al mismo tiempo, de crear expectativa ante lo imprevisto que puede suceder en cada escena, de permitirnos experimentar la incertidumbre, la constante espera que deben pasar los soldados en el campo de acción, en un lugar donde cualquiera puede ser el enemigo, donde no existe el destino y el azar tiene mucho que ver en que al final del día termines con todas tus extremidades o al menos vivo. Donde, con ayuda que está filmada en un estilo con muchos aires de documental, uno es casi parte de la misión que deben cumplir sus protagonistas; que no es la de matar a algún líder terrorista, capturar a Saddam Hussein, vengar a las víctimas de atentados o cualquier otro acto patriota del estilo Jack Bauer en 24 (muchas vidas en riesgo y sólo un hombre puede impedir que el plan de los hombres malos se lleve a cabo) o Día de la Independencia (únicamente los Estados Unidos pueden salvar al mundo de las garras amenazadoras que se agazapan sobre la humanidad). Estos soldados solamente cumplen con su trabajo. Un trabajo que consiste en acudir a los lugares donde haya una amenaza de bomba, acordonar el lugar y desactivar los explosivos. Un empleo que está lleno de anécdotas (como por ejemplo volar en pedazos o encontrar vísceras de un suicida pegadas a la pared) y que puede terminar con la muerte de cualquiera. Como la del técnico de explosivos, que es de la manera en la que empieza la película: a poco más de un mes de la vuelta a casa de una compañía militar, durante un atentado muere el experto en explosivos (interpretado por Guy Pearce), y su reemplazo será un tipo que al parecer disfruta la guerra y quiere sacar el máximo provecho de ella (por algo al principio aparece la frase “la guerra es una droga”), incluso metiendo en problemas a sus compañeros. Él quiere estar ahí, el resto de su unidad no. Todos los ven como un peligro pero tal vez es el recluta soñado para el ejército.
Poco se ha filmado de la actual invasión a Iraq (la excelente Jar Head de Sam Mendes está ambientada en la primera Guerra del Golfo) y esta película precisamente no contiene un mensaje ideológico. Es un retrato de las peripecias que deben pasar un grupo de soldados en su terreno de batalla. Es un tour bélico, un paseo por una zona devastada. La quise ver por segunda vez y no fue lo mismo. La experiencia es imperdible pero no se puede repetir. No fue lo mismo. Como cuando los adictos a la heroína quieren repetir la primera dosis, cabalgar al dragón (riding the dragon) lo llaman.
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