18 de junio de 2009

Montevideanos en Montevideo

En Montevideo, durante el otoño, se debe tener cuidado de no caer en tentaciones o en desconcentraciones que no te permitan llevar a cabo inmediatamente las actividades y tareas previstas. Porque en Montevideo el tiempo pasa volando y en un abrir y cerrar de ojos los planes, los deseos, y tal vez parte de la vida se va con la fuerte brisa que arrastra hojas teñidas de rojo. Ese efecto de que todo pasa rápido también genera la sensación de que nada pasa en la ciudad, y que a la vez se complementa con el paisaje envejecido y gris de la ciudad, un otoño más nostálgico, profundo, lúgubre y sombrío que en otras partes (Buenos Aires por ejemplo), pero simpático a la vez, como la sensación de sentir las manos arrugadas de la abuela, ver el final de algo que se ha perseguido durante un tiempo, o como la melancolía con que le canta Jorge Drexler: Yo tengo pintada en la piel/ la lágrima de esta ciudad/, la misma que da de beber/, la misma te hará naufragar. También como en la película uruguaya “Wishky”, donde todos los días son iguales, los actos presentes son sinónimos del pasado, todo ya está calculado y el caos, el azar no puede traspasar una infranqueable barrera. Así, en vivo, entendí la explicación de un amigo de que esta película es una analogía del ser uruguayo, donde pareciera, repito, que todo ya está dicho.


Pero hace un mes, mientras me encontraba en Montevideo, algo pasó, por lo menos para mí, que no equivale a una realidad absoluta, pero esta fue una realidad para muchos, una realidad compartida. El día 17 de mayo Mario Benedetti fallecía y el 18 de mayo pude estar presente en su funeral. Simplemente para decirle gracias al maestro, gracias por “gracias por el fuego”, que fue uno de los primeros libros que leí con entusiasmo (donde sí pasan cosas), lo leí con aquella misma pasión que lo debió escribir en sus años de idealismo, de esperanzas, que fue parte de un inicio por un camino que no me canso de transitar. Y lo bueno de Mario es que pese a sus exilios, las injusticias que vivió, y tal vez la edad con las enfermedades que obligatoriamente arrastra, él seguía siendo un encanecido hombre con los ideales y sus entusiasmo intacto. Y ahí estaba en Montevideo, sintiéndolo vivo más que nunca, caminando por el edificio de Congreso, viendo su rostro totalmente blanco (como un sudario, una sabana de hospital, un blanco de paz pero de muerte a la vez) donde otros cientos montevideanos y de todas partes también iban a decirle adiós maestro y gracias por el fuego.

De la poesía nunca he sido amigo, no la entiendo. Me parece algo tan personal, tan intrínseco que no se debería compartir porque es imposible traspasar aquellos saltos, dudas, descalabros, emociones a otros. Por eso no sé mucho de García Lorca o de Neruda, y por eso mientras muchos que lo leyeron, en bitácoras o en las columnas de cultura copiaban o leían sus poemas, tal vez su parte más noble, su parte más de niño; y varias librerias corrían a colocar en sus estantes sus más reconocidas obras (como pan caliente), me dirigí hacía una tienda de libros usados, compré una edición desgastada de los 70´s de los “montevideanos” y los volví a leer. Uno por uno. Desde “el presupuesto” hasta “déjanos caer”, mientras estaba en Montevideo, y bajo la lluvía y el frío descubría la inspiración que generaba la ciudad (suerte que Benedetti la aprovecho), la belleza de la veloz monotonía. Entendía y disfrutaba cada vez más y mejor.



Acá abajo algunos párrafos de algunos de sus montevideanos y acá, varios de sus cuentos.

El presupuesto.

Otra vez supimos que el presupuesto había sido reformado. Lo iban a tratar en la sesión del próximo viernes, pero a los catorce viernes que siguieron a ese próximo, el presupuesto no había sido tratado. Entonces empezamos a vigilar las fechas de las próximas sesiones y cada sábado nos decíamos: “Bueno ahora será hasta el viernes. Veremos qué pasa entonces”. Llegaba el viernes y no pasaba nada. Y el sábado nos decíamos: Bueno, será hasta el viernes. Veremos qué pasa entonces. “ Y no pasaba nada. Y no pasaba nunca nada de nada.

Sábado de gloria.

Eso —la certeza del feriado— me proporciona siempre un placer infantil. Saber que puedo disponer del tiempo como si fuera libre, como si no tuviera que correr dos cuadras, cuatro de cada seis mañanas, para ganarle al reloj en que debo registrar mi llegada. Saber que puedo ponerme grave y pensar en temas importantes como la vida, la muerte, el fútbol y la guerra. Durante la semana no tengo tiempo. Cuando llego a la oficina me esperan cincuenta o sesenta asuntos a los que debo convertir en asientos contables, estamparles el sello de contabilizado en fecha y poner mis iniciales con tinta verde. A las doce tengo liquidados aproximadamente la mitad y corro cuatro cuadras para poder introducirme en la plataforma del ómnibus. Si no corro esas cuadras vengo colgado y me da nausea pasar tan cerca de los tranvías. En realidad no es nausea sino miedo, un miedo horroroso.

La guerra y la paz.

Cuando abrí la puerta del estudio, vi las ventanas abiertas como siempre y la máquina de escribir destapada y sin embargo pregunté: “¿Qué pasa?” Mi padre tenía un aire autoritario que no era el de mis exámenes perdidos. Mi madre era asaltada por espasmos de cólera que la convertían en una cosa inútil. Me acerqué a la biblioteca Y Me arrojé en el sillón verde. Estaba desorientado, pero a la vez me sentía misteriosamente atraído por el menos maravilloso de los presentes. No me contestaron, pero siguieron contestándose. Las respuestas, que no precisaban el estímulo de las preguntas para saltar y hacerse añicos, estallaban frente a mis ojos, junto a mis oídos. Yo era un corresponsal de guerra. Ella le estaba diciendo cuánto le fastidiaba la persona ausente de la Otra. Qué importaba que él fuera tan puerco como para revolcarse con esa buscona, que él se olvidara de su ineficiente matrimonio, del decorativo, imprescindible ritual de la familia.

Esa boca.

Entonces preparó la frase y en el momento oportuno se la dijo al padre: “¿No habría forma de que yo pudiese ir alguna vez al circo?” A los siete años, toda frase larga resulta simpática y el padre se vio obligado primero a sonreír, luego a explicarse: “No quiero que veas a los trapecistas.” En cuanto oyó esto, Carlos se sintió verdaderamente a salvo, porque él no tenía interés en los trapecistas. “¿Y si me fuera cuando empieza ese número?” “Bueno”, contestó el padre, “así, sí”.

Corazonada.

Apreté dos veces el timbre y enseguida supe que me iba a quedar. Heredé de mi padre, que en paz descanse, estas corazonadas. La puerta tenía un gran barrote de bronce y pensé que iba a ser bravo sacarle lustre. Después abrieron y me atendió la ex, la que se iba. Tenía cara de caballo y cofia y delantal. “Vengo por el aviso”, dije. “Ya lo sé”, gruñó ella y me dejó en el zaguán, mirando las baldosas. Estudié las paredes y los zócalos, la araña de ocho bombitas y una especie de cancel.

Aquí se respira bien.

Por más que nadie intenta arrebatárselo, Gustavo se cree obligado a correr para asegurarse el usufructo del banco. El padre llega después, sin apuro, con el saco en el brazo.

—Se respira bien en este rinconcito—dice, y para demonstrarlo resopla ostensiblemente. Luego se acomoda, saca la tabaquera y arma un cigarrillo entre las piernas abiertas.

A las diez de la mañana de un miércoles, el Prado está tranquilo. Tranquilo y desierto. Hay momentos tan calmos que el ruido más cercano es el galope metálico de un tranvía de Millán. Luego un viento cordial hace cabecear dos pinos gemelos y arrastra algunas hojas sobre el césped soleado. Nada más.

Familia Iriarte:

La verdad es que en un balneario uno sólo ve mujercitas limpias, frescas, descansadas, dispuestas a reírse, a festejarlo todo. Claro que también en Montevideo hay mujeres limpias; pero las pobres siempre están cansadas. Los zapatos estrechos, las escaleras, los autobuses, las dejan amargadas y sudorosas. En la ciudad uno ignora prácticamente cómo es la alegría de una mujer. Y eso, aunque no lo parezca, es importante. Personalmente, me considero capaz de soportar cualquier tipo de pesimismo femenino, diría que me siento con fuerzas como para dominar toda especie de llanto, de gritos o de histeria. Pero me reconozco mucho más exigente en cuanto a la alegría. Hay risas de mujeres que, francamente, nunca pude aguantar. Por eso, en un balneario, donde todas ríen desde que se levantan para el primer baño hasta que salen ma­readas del Casino, uno sabe quién es quién y qué risa es asqueante y cuál maravillosa.

Los novios.

Vivíamos en la calle principal. Pero toda avenida 18 de julio en un pueblo de ochenta manzanas, es bien poca cosa. A la hora de la siesta yo era el único que no dormía. Si miraba a través de la celosía, transcurría a veces un bochornoso cuarto de hora sin que ningún ser viviente pasase por la calle. Ni siquiera el perro del señor Comisario, que, según decía y repetía la negra Eusebia, era mucho menos perro que el señor Comisario. Por lo general, yo no perdía tiempo en esa inercia contemplativa; después del almuerzo me iba al altillo y, en lugar de estudiar el común denominador, leía como un poseído a julio Verne. Leía sentado en el suelo, incómodamente tirado hacia adelante, con la prevista consecuencia de unos alegres calambres en las pantorrillas o una opresión muscular en el estómago. Bueno, qué importaba. Después de todo, era un placer cerrar la puerta que me comunicaba con el mundo y con mamá, no porque yo fuera un solitario vocacional, ni siquiera por vergüenza o resentimiento. Tan sólo era un disfrute disponer de dos horas para mí mismo, construirme una intimidad entre esas paredes rugosamente blancas, y acomodarme en la franja de sol, cuidando, claro, de que Verne permaneciera en la sombra.

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