Marta me llamó a las seis hora española/. Sólo para hablar, sólo se sentía sola/. Porque sebas se marchó/. De nuevo a buenos aires/. El dinero se acabó/. Ya no hay sitio para nadie/. Dónde empieza y dónde acabará/. El destino que nos une/. Y que nos separará/. Yo estoy sola en el hotel/. Estoy viendo amanecer/. Santiago de Chile/. Se despierta ante montañas/. Aguirre toca la guitarra en la 304/. Un gato rebelde/. Que anda medio enamorao/. De la señorita rock'n'roll/. Aunque no lo ha confesado/. Eso lo sé yo/. Son mis amigos/. En la calle pasábamos las horas/. Son mis amigos/. Por encima de todas las cosas. (Martha, Sebas, Guille y todos los demás; Amaral)
Las canciones de la española Amaral no son de mi gusto. Su voz tampoco. Pero la letra de la arriba escrita la tomamos como un himno un grupo de amigos mientras nos conocíamos y la pasábamos bien en España, para cada vez que nos reencontráramos en algún sitio del mundo. Y entre el 21 y el 25 del mayo que ya se fue, tuve otra vez la chance de corearla. Todo por visitar a una amiga en Jujuy. Recorriendo más de mil kilómetros desde Rosario, equivalentes a 19 horas de viaje (demasiadas para un ecuatoriano). No sabía que esperar. Repito que solo fui a visitar a una amiga. Pero la sorpresa fue grata. La mejor.
De la película “No country for old men” siempre me encantó la no existencia de una banda sonora durante toda la proyección. Me gustó pero no lograba entenderlo del todo. Pero en el momento en que me encontré en la Puna, a cuatro mil metros de altura, pude comprender que el mejor acompañante ante tal hostilidad, ante tal imponencia es el silencio.
La estadía en la capital San Salvador no duró ni un día. Lo interesante estaba fuera de la ciudad. Así que en la mañana de un viernes partimos rumbo a Pumamarca. En el trayecto el paisaje era verde con la Shunga saludándonos, apenas mostrándonos su perfil. También nos acompañaban algunos ríos secos, minas, hasta que al llegar al pueblo todo se vuelve color. Pumamarca es bastante singular. Poblado por coyas (los primeros indígenas que veo en Argentina, aunque S.S. de Jujuy es un poco como estar en Bolivia), con sus casas totalmente construidas de adobe y el camino de los colorados, donde uno piensa que el creador de aquel lugar(acomódese el creador a Dios, Pacha Mamma o a la religión que uno profese), en ese instante se volvió totalmente loco, como una especie de Van Gogh o Monet que quizo regar, con su pincel, de color el lugar. Con cerros de 7 colores, montañas teñidas de verde, rojo, gris, lila y otras tonalidades que a uno lo ponen a pensar que hay cosas que no son casualidad. Y al final eso es lo mejor de Jujuy (además de las personas que conocí ahí), lo que más uno disfruta. Esa infinidad de paisajes para apreciar. Porque ahí, en esa tierra, el entorno cambia cada pocos kilómetros. Uno cuenta hasta 100 y la tierra de ser totalmente arcillosa o árida, pasa a tener vegetación que torna verde todo los visto. Así hasta que uno llega a las “Salinas grandes”, tras un sinuoso carretero. En la blancura de las salinas el sol choca venciendo las retinas y ver el suelo no te ayuda. Llegar y permanecer ahí tal vez sea los más parecido a estar en la Antártica que visitaré. Y no lo digo por la semejanza de la sal con la nieve, sino por su esterilidad, esa falta de vida que vuelve hermoso al paisaje.
Las salinas te llevan hacia Chile, pero allá no nos dirigíamos. Cerca de ellas se encuentra la ruta 40. De la ruta 40 el periodista y viajero Federico Kirbus decía que: “En el siglo XXI, esa tortura convertida en ruta, mezcla de grava, polvaredas, vientos cortantes y asesina de cubiertas, demoledora de radiadores y trituradora de metales, está a punto de convertirse en uno de los pasaportes de la Argentina turística hacia el mundo”. De esta ruta que atraviesa todo el país, pude disfrutar más de 100 kilómetros de ella. Durante el viaje conocí a varias personas que la recorrieron completa desde la Patagonia hasta Jujuy en bicicleta. Lo que hicimos junto a mis amigos fue más al estilo rally. Viendo lagunas, saltando charcos y pasando caminos de tierra, con coyas y llamas que eran los únicos habitantes de distantes pueblos donde pasa un bus por semana, y el desértico paisaje hace caer en cuenta de que esto, después de haber visitado solo ciudades, tiene más pinta de “diarios de motocicleta”. En la ruta chocamos con el poblado de Abra Pampa, y en su Huancár cercano hicimos algo de sanboarding, comimos empanadas y pasamos la noche bajo los cero grados de temperatura.
Un huancár es algo parecido a un cúmulo de fina arena, de playa o desierto, en medio de una montaña. Es algo impresionante. Como si una parte del Sahara fuera trasladado a la Puna, y al subirlo con el poco oxígeno y la sangre faltante, producto a los cuatro mil metros de altura, el paseo resulta una agradable odisea. Con una vista impresionante, además del sublime reflejo del sol en la blanca arena. Y siguiendo la ruta 40 te encuentras con la “laguna de los pozuelos”, alejada de la civilización. Inmaculada, con un silencio que tranquiliza, únicamente poblada por aves. Es ahí donde abandonamos el aventurero carretero y tomar rumbo hacia la quebrada Umahuaca, que por varios kilómetros y según la ubicación del sol, te brinda una cantidad de tonos de colores que la retina no logra abarcar. Cerros que parecen de oro, otros de sangre derramada, dan idea de porqué los incas llegaron hasta acá y quisieron instalarse en poblados como Umahuaca o Tilcara. Y a la noche la vista de las estrellas da la misma idea del porqué la visita de los incas.
Al regreso a la ciudad un asado al mediodía del domingo y conocer a excelentes personas que me trataron como a uno más de la familia. La mejor forma de cumplir 25 años.
P.S. Queda pendiente colgar algunas fotos de las maravillas vistas/. Me disculpo por errores de semántica o sintáxis pero estos posts son escritos muchas veces en autobuses o bajo la influencia del sueño.
Las canciones de la española Amaral no son de mi gusto. Su voz tampoco. Pero la letra de la arriba escrita la tomamos como un himno un grupo de amigos mientras nos conocíamos y la pasábamos bien en España, para cada vez que nos reencontráramos en algún sitio del mundo. Y entre el 21 y el 25 del mayo que ya se fue, tuve otra vez la chance de corearla. Todo por visitar a una amiga en Jujuy. Recorriendo más de mil kilómetros desde Rosario, equivalentes a 19 horas de viaje (demasiadas para un ecuatoriano). No sabía que esperar. Repito que solo fui a visitar a una amiga. Pero la sorpresa fue grata. La mejor.
De la película “No country for old men” siempre me encantó la no existencia de una banda sonora durante toda la proyección. Me gustó pero no lograba entenderlo del todo. Pero en el momento en que me encontré en la Puna, a cuatro mil metros de altura, pude comprender que el mejor acompañante ante tal hostilidad, ante tal imponencia es el silencio.
La estadía en la capital San Salvador no duró ni un día. Lo interesante estaba fuera de la ciudad. Así que en la mañana de un viernes partimos rumbo a Pumamarca. En el trayecto el paisaje era verde con la Shunga saludándonos, apenas mostrándonos su perfil. También nos acompañaban algunos ríos secos, minas, hasta que al llegar al pueblo todo se vuelve color. Pumamarca es bastante singular. Poblado por coyas (los primeros indígenas que veo en Argentina, aunque S.S. de Jujuy es un poco como estar en Bolivia), con sus casas totalmente construidas de adobe y el camino de los colorados, donde uno piensa que el creador de aquel lugar(acomódese el creador a Dios, Pacha Mamma o a la religión que uno profese), en ese instante se volvió totalmente loco, como una especie de Van Gogh o Monet que quizo regar, con su pincel, de color el lugar. Con cerros de 7 colores, montañas teñidas de verde, rojo, gris, lila y otras tonalidades que a uno lo ponen a pensar que hay cosas que no son casualidad. Y al final eso es lo mejor de Jujuy (además de las personas que conocí ahí), lo que más uno disfruta. Esa infinidad de paisajes para apreciar. Porque ahí, en esa tierra, el entorno cambia cada pocos kilómetros. Uno cuenta hasta 100 y la tierra de ser totalmente arcillosa o árida, pasa a tener vegetación que torna verde todo los visto. Así hasta que uno llega a las “Salinas grandes”, tras un sinuoso carretero. En la blancura de las salinas el sol choca venciendo las retinas y ver el suelo no te ayuda. Llegar y permanecer ahí tal vez sea los más parecido a estar en la Antártica que visitaré. Y no lo digo por la semejanza de la sal con la nieve, sino por su esterilidad, esa falta de vida que vuelve hermoso al paisaje.
Las salinas te llevan hacia Chile, pero allá no nos dirigíamos. Cerca de ellas se encuentra la ruta 40. De la ruta 40 el periodista y viajero Federico Kirbus decía que: “En el siglo XXI, esa tortura convertida en ruta, mezcla de grava, polvaredas, vientos cortantes y asesina de cubiertas, demoledora de radiadores y trituradora de metales, está a punto de convertirse en uno de los pasaportes de la Argentina turística hacia el mundo”. De esta ruta que atraviesa todo el país, pude disfrutar más de 100 kilómetros de ella. Durante el viaje conocí a varias personas que la recorrieron completa desde la Patagonia hasta Jujuy en bicicleta. Lo que hicimos junto a mis amigos fue más al estilo rally. Viendo lagunas, saltando charcos y pasando caminos de tierra, con coyas y llamas que eran los únicos habitantes de distantes pueblos donde pasa un bus por semana, y el desértico paisaje hace caer en cuenta de que esto, después de haber visitado solo ciudades, tiene más pinta de “diarios de motocicleta”. En la ruta chocamos con el poblado de Abra Pampa, y en su Huancár cercano hicimos algo de sanboarding, comimos empanadas y pasamos la noche bajo los cero grados de temperatura.
Un huancár es algo parecido a un cúmulo de fina arena, de playa o desierto, en medio de una montaña. Es algo impresionante. Como si una parte del Sahara fuera trasladado a la Puna, y al subirlo con el poco oxígeno y la sangre faltante, producto a los cuatro mil metros de altura, el paseo resulta una agradable odisea. Con una vista impresionante, además del sublime reflejo del sol en la blanca arena. Y siguiendo la ruta 40 te encuentras con la “laguna de los pozuelos”, alejada de la civilización. Inmaculada, con un silencio que tranquiliza, únicamente poblada por aves. Es ahí donde abandonamos el aventurero carretero y tomar rumbo hacia la quebrada Umahuaca, que por varios kilómetros y según la ubicación del sol, te brinda una cantidad de tonos de colores que la retina no logra abarcar. Cerros que parecen de oro, otros de sangre derramada, dan idea de porqué los incas llegaron hasta acá y quisieron instalarse en poblados como Umahuaca o Tilcara. Y a la noche la vista de las estrellas da la misma idea del porqué la visita de los incas.
Al regreso a la ciudad un asado al mediodía del domingo y conocer a excelentes personas que me trataron como a uno más de la familia. La mejor forma de cumplir 25 años.
P.S. Queda pendiente colgar algunas fotos de las maravillas vistas/. Me disculpo por errores de semántica o sintáxis pero estos posts son escritos muchas veces en autobuses o bajo la influencia del sueño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario