Siguiendo la onda Sabato - al que ya le cansó puede cerra aquí la página -, un texto propio, que apareció en la Gatopardo (Juan Fernando Andrade en su blog escribió un sublime post, deseándonos a todos haber nacido en un pequeño pueblo) de un escritor argentino que mientras un Papa iba camino a ser santo, él dejó su pequeño paraíso.
Ya muy cansado en esta calurosa tarde de verano he salido a despejar mi ánimo al jardín. Sentado junto a la silenciosa compañía de las magnolias, entre los jazmines y las inmensas araucarias, me detuve a observar la trama que las enredaderas han ido labrando sobre las paredes de esta casa que es ya una ruina querida, con persianas podridas o desquiciadas, y, sin embargo, o precisamente por su vejez parecida a la mía, comprendo que no la cambiaría por ninguna mansión en el mundo.
Así he pasado un largo rato bajo la luz del crepúsculo, mientras volvían a mi memoria algunos acontecimientos, el recuerdo de personas que me han ayudado a resistir esta vida tumultuosa y llena de contradicciones, y que han sido para mí como esta costa lejana en la que finalmente podemos descansar luego de un largo naufragio.
A medida que pasan los años, cuando nos vamos despidiendo de sueños y proyectos, más nos acercamos a la tierra de nuestra infancia, no a la tierra en general, sino a aquel pedazo, a aquel ínfimo (¡pero tan querido, tan añorado!) pedazo de tierra en que transcurrió nuestra niñez. Y entonces recordamos un árbol, la cara de algún amigo, un perro, un camino polvoriento en la siesta de verano, con su rumor de cigarras y un arroyito. Cosas así. No grandes cosas sino pequeñas y modestísimas, pero que entonces adquieren increíble magnitud. Durante mi infancia tuve enormes alegrías. Me recuerdo sintiendo las primeras gotas de lluvia en la tierra reseca de mis calles, sobre los techos de zinc, hasta que el chaparrón amainaba y los chicos salíamos corriendo descalzos a largar barquitos de papel. Y a esas maestritas del colegio primario que nos enseñaron a ser buscadores de la verdad, capaces de despertar en nosotros la pasión y el asombro, con ternura, como si se tratara de una partera. Fueron ellas las que nos señalaron las mayúsculas que deben llevar palabras como Justicia, Libertad, Patria. Hasta que un día crecemos y vemos cómo son degradadas por la corrupción y el oportunismo, descendido a minúsculas y, finalmente, debiendo ser puestas entre pavorosas comillas. También en esa época comencé mis torpes intentos en la pintura con unas acuarelas que me había regalado mi hermano Pancho.
Cuando me enviaron a seguir mis estudios secundarios en la ciudad de La Plata, lejos de mi madre, sufrí muchísimo. A menudo lloraba durante la noche en esa ciudad tan remota y extraña para mí, pero que luego estaría entrañablemente unida a mi destino. Ni el amor, ni los encuentros verdaderos, ni siquiera los profundos desencuentros son obra de las casualidades, y así, en esos conflictivos años, tuve también momentos de enorme alegría. En La Plata se echaron las raíces de todo lo que luego tuvo que ser, y las ciudades, que más tarde recorrí por el mundo, no pudieron borrar sus calles arboladas, sus tilos y sus plátanos. En sus bosques se forjaron las ideas que hasta hoy me acompañan, y fue en sus calles donde conocí el fervor libertario, cuando nos manifestábamos por el general Sandino, por los valerosos Sacco y Vanzetti. En aquel tiempo abracé los ideales anarquistas, los mismos que aún sigo alentando, por una comunidad de hombres libres y en la que haya también justicia social. Fue una época verdaderamente feliz en mi vida, con sus interminables partidas nocturnas de ajedrez que continuaban por la mañana con el estudio de las aperturas más célebres. Tanta era mi pasión que había llegado a pensar que con el diagrama de aquellas jugadas famosas se podría reflejar plásticamente la personalidad del jugador, y serviría, además, para distinguir si su estilo era clásico o barroco, impetuoso o de los exquisitos. ¡Con cuánto candor recuerdo aquellas ocurrencias de adolescente! También por esa época descubrí el enorme poder de la creación literaria. Me veo entrando en esas bibliotecas de barrio fundadas por hombres pobres e idealistas, para embargarme hacia los mundos de Salgari y de Julio Verne, en las grandes creaciones de los escritores rusos y la literatura romántica.
En muchas ocasiones he ido a los lugares donde vivieron los personajes de aquellas obras que me estimularon e influyeron en mi espíritu. Y cuando en un otoño de 1962 pude divisar la pequeña iglesia de Ry, desde una colina en Normandía; o cuando tembloroso entré en lo que había sido la farmacia de M. Homais; o cuando miré el sitio donde la pobre Emma tomaba la diligencia que la llevaba a Rouen, se me oprimió el corazón al pensar que por allí mismo había pasado tantas veces Flaubert. ¡Cuántas veces aquel hombre había ido hasta esa aldea! ¡Cuántas, desde una colina como esa se había detenido a meditar sobre la vida y la muerte! En una ocasión fuimos con Matilde hasta Tübingen, con el solo propósito de visitar el Seminario Evangélico y sentarnos en el banco aquel donde alguna vez un joven estudiante llamado Schelling se reunió a conversar con su compañero Hegel. Y luego nos acercamos a la casita del carpintero.
Las obras y los libros que leí, las teorías que frecuenté no estuvieron nunca dictadas de antemano, sino a partir de mis propios desgarramientos, a través de mis búsquedas personales en la ciencia, el surrealismo, la literatura, la revolución, atravesando desiertos tras un oasis que amenazaba siempre con desaparecer. Así he pasado de peligros de amor, de amargura, de pobreza, de desengaños políticos, mientras me aguardaba divisar bajo un cielo estrellado una señal que indicara nuevamente el rumbo. Y en momentos de grandes tristezas me ha reconfortado alguna cantata de Bach, un quinteto para cuerdas de Mozart, y, desde luego, el apasionado Beethoven, el desdichado y maravilloso Schumann. Y tantos, tantos otros: Brahms, Rachmaninov, Schönberg. Con los años, he sabido escuchar con agrado también esas tiernas canciones de Lennon, y la melancólica belleza que se trasluce en la voz de Joan Báez, aquella artista genial que tuve la dicha de conocer. Siempre he considerado que la música es el arte supremo. Basta a veces con un simple acorde, el melancólico sonido de una trompa para sentir nuevamente la presencia del absoluto.
Pero quienes me han ayudado a reconciliarme con la existencia, quienes me han revelado cuánto de placer y dignidad hay en la vida han sido esa clase de seres, a veces, muchas, los más humildes seres, que, con su coraje y su desinterés, con su solidaridad frente a los infortunios y los fracasos, han mantenido en mí una sed de infinito, y me han alentado hacia nuevas luchas.
Buenos Aires, marzo del 2000.
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