El Sábato con tilde de Abaddón el exterminador camina por Buenos Aires, con la cabeza gacha, seguramente inmerso en sus pensamientos. Llega a un cementerio donde encuentra una tumba y una cripta con su nombre. En su epitafio la única palabra que se lee es PAZ. Un anhelo, una ilusión. La mayoría de ocasiones los deseos no se cumplen. El Bruno de Sobre héroes y tumbas que escribía historias como el de la chica que rescata a Martín, del camionero de criollo dialecto, en mi imaginario, se parece más a su creador que el atormentado Sábato con tilde. Al menos eso quiero creer.
Con la noticia a Marcela le pido que me devuelva el Abaddón… que le presté hace tres años. Se hace la loca. Me dice que le gustó pero le dio mucho miedo. Sabato le da miedo, como si tuviera el alma poseída por algún demonio, con la capacidad de ver un atroz mundo. Los demonios ocultos. Después de leer su autobiografía Antes del fin (que me vendieron a seis pesos en Córdoba), ese mismo pensamiento que tenía cambió. A leguas se notaba la falta de deseos de vivir, la desesperanza total, la penetrante soledad, sin su hijo y fiel compañera. Algo de lástima provocaba. No parecía el mismo hombre que escribió las desquiciadas primeras páginas de El Túnel. Era uno más de sus condenados personajes, como ese joven con apariencia de pintura de El Greco llamado Martín. Casi un centenario es una carga pesada. Me arrepiento de no haberme topado antes con esa crónica de la Gatopardo sobre Santos Lugares y al mítico personaje que cobijaba, porque, me gusta pensar que, seguramente hubiera tomado el tren para dejar en la puerta principal de su casa una pequeña nota con la palabra gracias.
Otro que ya no está, un tucumano escribió un libro llamado Lugar común la muerte. Describía los momentos previos al fallecimiento de importantes personajes: Marx, Perón, Sucre, Rosas. Si hubiera narrado la muerte de Sabato puede que también haya mencionado la grata compañía de su gata, la ceguera final, el ánimo cerrándose, las sombras moviéndose detrás de la ventana, en otra dimensión como quien lo vivió. Sin embargo es probable que no haya atinado con su funeral. Para Alan Pauls el autor de esas tres novelas que son pocas para quienes piensan en cantidad, pero no han todavía comprendido la magnitud de lo que se encuentra en aquellas páginas, ya no se lo puede considerarse como un hombre de letras, trascendía de aquello (un referente nacional) y eso le disgustaba. Con toda esa hoja de vida no hubo grandes velorios. La ceremonia se desarrolló en el club deportivo de Santos Lugares porque así lo quiso. Únicamente con los amigos y vecinos, algo íntimo para un tipo que almorzó con Videla y que relató los horrores de la dictadura. Alguien del que su noticia de fallecimiento en el Ecuador apareció en el espacio de política y no de cultura. Un triste obituario.
Con la noticia viene una especie de extraño duelo, algo desapegado. Igual tristeza y nostalgia. Extraño saber el que ya no está allí, en ese pequeño rincón. Antes de leer Sobre héroes y tumbas lo máximo que había abierto eran los libros obligatorios de las clases de literatura del colegio. Las cosas cambiaron. Un nuevo mundo. No vacilo al decir que Sabato es lo mejor que he leído en mi vida. Y Sabato me acompañó en muchas ocasiones, en los buses de ida y vuelta a Durán para acudir al trabajo, en viajes a Cuenca dando vueltas por El Cajas, rupturas con novias, para pasar el rato en extraños hoteles, en Montañita mientras los otros iban al rave. Un motivo para visitar Buenos Aires, acudir al bar inglés, donde supuestamente escribía sus historias para no tener la tentación de quemarlas, sentarse y pedir algo, imaginarse como iba atrapando las ideas; al frente el Parque Lezama, recorrer el lugar en el que se encontraron Martín y Alejandra, viendo las mismas estatuas y también muchachos durmiendo en el parque, dándole de comer a las palomas mientras Fernando Vidal relataba su Informe sobre ciegos. A Marcela le pido que me devuelva el libro porque tres años son muchos. Casi un centenario muchos más.
Con la noticia a Marcela le pido que me devuelva el Abaddón… que le presté hace tres años. Se hace la loca. Me dice que le gustó pero le dio mucho miedo. Sabato le da miedo, como si tuviera el alma poseída por algún demonio, con la capacidad de ver un atroz mundo. Los demonios ocultos. Después de leer su autobiografía Antes del fin (que me vendieron a seis pesos en Córdoba), ese mismo pensamiento que tenía cambió. A leguas se notaba la falta de deseos de vivir, la desesperanza total, la penetrante soledad, sin su hijo y fiel compañera. Algo de lástima provocaba. No parecía el mismo hombre que escribió las desquiciadas primeras páginas de El Túnel. Era uno más de sus condenados personajes, como ese joven con apariencia de pintura de El Greco llamado Martín. Casi un centenario es una carga pesada. Me arrepiento de no haberme topado antes con esa crónica de la Gatopardo sobre Santos Lugares y al mítico personaje que cobijaba, porque, me gusta pensar que, seguramente hubiera tomado el tren para dejar en la puerta principal de su casa una pequeña nota con la palabra gracias.
Otro que ya no está, un tucumano escribió un libro llamado Lugar común la muerte. Describía los momentos previos al fallecimiento de importantes personajes: Marx, Perón, Sucre, Rosas. Si hubiera narrado la muerte de Sabato puede que también haya mencionado la grata compañía de su gata, la ceguera final, el ánimo cerrándose, las sombras moviéndose detrás de la ventana, en otra dimensión como quien lo vivió. Sin embargo es probable que no haya atinado con su funeral. Para Alan Pauls el autor de esas tres novelas que son pocas para quienes piensan en cantidad, pero no han todavía comprendido la magnitud de lo que se encuentra en aquellas páginas, ya no se lo puede considerarse como un hombre de letras, trascendía de aquello (un referente nacional) y eso le disgustaba. Con toda esa hoja de vida no hubo grandes velorios. La ceremonia se desarrolló en el club deportivo de Santos Lugares porque así lo quiso. Únicamente con los amigos y vecinos, algo íntimo para un tipo que almorzó con Videla y que relató los horrores de la dictadura. Alguien del que su noticia de fallecimiento en el Ecuador apareció en el espacio de política y no de cultura. Un triste obituario.
Con la noticia viene una especie de extraño duelo, algo desapegado. Igual tristeza y nostalgia. Extraño saber el que ya no está allí, en ese pequeño rincón. Antes de leer Sobre héroes y tumbas lo máximo que había abierto eran los libros obligatorios de las clases de literatura del colegio. Las cosas cambiaron. Un nuevo mundo. No vacilo al decir que Sabato es lo mejor que he leído en mi vida. Y Sabato me acompañó en muchas ocasiones, en los buses de ida y vuelta a Durán para acudir al trabajo, en viajes a Cuenca dando vueltas por El Cajas, rupturas con novias, para pasar el rato en extraños hoteles, en Montañita mientras los otros iban al rave. Un motivo para visitar Buenos Aires, acudir al bar inglés, donde supuestamente escribía sus historias para no tener la tentación de quemarlas, sentarse y pedir algo, imaginarse como iba atrapando las ideas; al frente el Parque Lezama, recorrer el lugar en el que se encontraron Martín y Alejandra, viendo las mismas estatuas y también muchachos durmiendo en el parque, dándole de comer a las palomas mientras Fernando Vidal relataba su Informe sobre ciegos. A Marcela le pido que me devuelva el libro porque tres años son muchos. Casi un centenario muchos más.
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