Cuando el malecón era el baño público más grande del mundo, el refugio de los abandonados por la noche y las madres prohibían acercarse a la orilla a ver pasar lo lechuguines, el jabalí estaba sobre una base más alta, a la altura de un pelado de escuela al que le quedaba grande su camiseta de Barcelona; parecía que se estaba hundiendo en un pantano y las ranas, lagartijas, serpientes a su lado miraban con burla a la presa caída en la trampa. En esos ratos que pasaba por el lugar y contemplaba al animal atrapado, me preguntaba para qué había venido, quién lo había traído, si algún día se iría. Quería ver algo de lo que había afuera y China no sonaba nada mal. Guayaquil me parecía entonces una isla donde no llegaba nada de otra parte, un puerto de barcos fantasmas, un lugar escondido como Macondo antes del ferrocarril.
Ahora la escultura está a nivel del piso y a varias cuadras de mi casa pasa galopando la Metrovía. Ese dragón azul que, para bien o mal, viajando en él es cuando me siento parte de la ciudad, de un colectivo trabajando como se pueda, yendo y viniendo todos los días (hasta la demencia), comiéndose la camiseta y riéndose, cuidando sus bolsillos, burlas por doquier porque otros están más jodidos. Pasa por Olguita, donde con Diana peregrinamente comemos arroz con pescado frito + limón. Cruzamos para fumar y me dice que no se ve viviendo en otro lado. Le respondo que Guayaquil no está mal, pero le falta más mundo, gente con turbantes por las calle, que uno no tenga que ir hasta Pichincha y Colón para comprar buen curry, y que al menos un puñado de personas se dediquen a lo que quieren, sean curiosas, anárquicas, sin repetirse. Llegamos. El lugar es simpático y se lo menciono, lo que olvido decirle es que acá también faltan un par de grandes parques con lagos, paseadores de perros y árboles para dormir. En este hay césped y niños; no hay patos, esos animales que tanto miraban Holden Caulfield, Jack Kevorkian y Tony Soprano. No dejo de pensar en que estas aves están ligadas a idealistas, a personas que toman al toro de los cuernos, que tienen algo de ambición. En Guayaquil casi no hay patos, en el malecón unos cuantos. No alcanzan. Robaré uno para Diana.
Lejos de estar vestida de criolla bonita, con Juan Pueblo y poemas coloniales, rescatando valores y costumbres, me gustan las historias porteñas que hablan de sitios húmedos, esquineros, casi sin luz, de taxistas escuchando a Lavoe, cangrejadas y cabarets de antaño. Esa ciudad que mata, de la que escribe Jorge Martillo, con la vida y la muerte en sus calles. Una Guayaquil de caminatas por mercados del Guasmo en busca de una yerba para cocinar el respectivo seco de chivo a lo Miguel Donoso Pareja, Jorge Velasco, Alfredo Pareja, Gallegos Lara y los escritores underground que no he leído. Autores que son pocos porque aunque entre el nacemos, crecemos y vivimos como nos toca, que cantan Los Cadillacs, hay mucho realismo sucio y rezagos del mágico regados por la calles, a diferencia de Buenos Aires las ideas no están en las aceras a la espera de que cualquiera las agarre; acá a las historias urbanas, para atraparlas, hay que tomarlas por sorpresa en la oscuridad y apuñalarlas en la yugular. En esos textos los personajes, que son los de a pie, no miran a los patos, hacen un buen seco con ellos.
2 comentarios:
Raùl. que màs certera y clara has dicho. las historias en esa ciudad hay que apuñalarlas y no son para cualquiera, para ti salta a la vista que si.
Que buen post!!
Seguro, acá hay que ir a la caza de las historias y se puede morir en el intento
Saludos
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