Andrés Caicedo el 4 de marzo de 1977 recibió la primera copia impresa de su novela ¡Que viva la música! (a la que hay que escribir con cursivas, porque refleja su espíritu: parece que el viento la mueve, se deja llevar). El mismo día, a sus 25 años, se suicidó tomando un cóctel de pastillas. En ¡Que viva… Caicedo había sentenciado que vivir más allá de los veinticinco era una vergüenza. El escritor caleño ya lo tenía todo planeado. Vivir poco pero al límite. Hacer todo lo que es posible antes de empezar a engordar, antes de que empiece a caerse el cabello y antes de llegar cansado todos los días, a casa, a pesar de estar acostumbrado a hacer lo mismo. Escribió cuentos, cartas, guiones de cine sin parar, fundó grupos de teatro y revistas, apoyó iniciativas que fomenten cualquiera de las bellísimas actividades que permiten salir de la realidad (cine, literatura, música, teatro).
Como Caicedo, el personaje de su novela, ¡Que viva la música!, María del Carmen Huerta, también tenía algo de hipster. Anárquica, amable y tan educada que resulta decadente. Siempre diez pasos más adelante que el resto porque sabía de qué iba la cosa. Alguien que amaba tanto a la vida que se la bebía y gozaba. Hijos de Charlie Parker y Van Gogh, amantes del parricidio. Recuerdan la leyenda de Bird y tratan de seguir sus pasos.
Y de eso va la novela: de una chica bien, aplicadísima y con un futuro, que no sabía nada de música, seducida por la noche, decidiendo vivir para ella. Ella, María del Carmen, decide que día nacer y lo demuestra haciendo todo lo que quiere, convirtiéndose el libro en una historia de iniciación, de primeras veces por la salsa, por la rumba, luego por el rock, los Rolling Stones, los ácidos, la marihuana, la cocaína, las orquestas cubanas, los viajes, el sexo. Todo contando con estilo, frenéticamente, de una manera urbana. Páginas en que casi se puede sentir la suciedad de las calles, los sonidos que salen de todas partes. Como Ciudad de Dios, donde uno no disfruta el drama social y la manera en que se cuentan las vidas de las periferias, sintiéndose afortunado de no vivir ahí o de tener una conciencia social por estar viendo esa películas mientras en la sala de al lado se escuchan las canciones de Hannah Montana, sino como entre todo eso (embarrado en mierda) alguien puede encontrar la felicidad y pasarlo bien (no por algo Alberto Fuguet señala a Caicedo como el primer parricida del realismo mágico, al hacer a un lado los cuentos de abuelo y empezar a escribir sobre la realidad).
Ayer estuve viendo Adventureland (película ochentera, filmada con estilo cinematográfico de este siglo – con planos parecidos a los de Lost in translation o Eternal sunshine of the spotless mind –), con ese cortante y excelente final; y mientras veía como retrataban ese instante, a todos nos ha pasado, que consiste en estar trabajando o dedicándole todo nuestro tiempo a una actividad que en realidad no nos importa, u odiamos, pero en medio de eso encontramos algo que vale la pena y vuelve vivible ese rato, en ¡Que viva la música!, su protagonista se quita todo consuelo de encima, y desciende hasta el sótano pero con dignidad, haciendo lo que quiere. En una Kali retratada en los setentas que comienza con el norte, el cielo, las montañas y la gente bien, y continúa en los infiernos del sur y su violencia, donde ella, María del Carmen, es la única que se mantiene en pie, apoyada y elevada por la música, mientras el resto de su generación se sumerge en la depresión, se vuelven locos o se matan como un escape para no seguir creciendo.
Entonces sacó su agenda, de su agenda el sobrecito blanco, de mi mesita de noche un libro: Los de abajo, y encima desparramó el polvito y se puso a observarlo, olvidándome. Cocaína era la cosa que traía. Me estremecí, como maluca y con ansía, pero “No – pensé -, es la excitación que trae todo cambio”. Yo había soñado con ella, con un polvito blanco (erótico, aunque referidas a una raquítica acción de fuerza, me sonaban estas palabras) en un fondo azul, y luego con el Polo Sur, y por allí navegando una barca de muertos. Luego vendría a saber que soñaba era una carátula de un disco de John Lennon, con un polvo de verdad en el extremo inferior izquierdo…
Menos mal, había atrapado una buena canción: “Vanidad, por tu culpa he perdido…”, que me gustaba desde hacía dos noches, y que cuando la oigo ahora me sume en una cosa rica e inútil como toda tristeza, y si quiero no salgo, y si salgo hundo la cabeza y no miro a nadie hasta que el viento de esta ciudad me despierta de mi propósito de no importarme nada, de siempre vivir sola, y levanto la cabeza y helos ante mí los jóvenes con las bicicletas entre las piernas, y a esa hora (las 6) se me antojan tan femeninas, tan hermanas las montañas, y obedeciendo a la emoción puro le respondo su llamado a la noche, que no me traga, me sacude nada más, y me acuesto con el cuerpo lleno de morados. Y ya lo dije: los buenos propósitos vienen es al otro día. No he cumplido ninguno. Soy una fanática de la noche. Soy una nochera. No está en mí.
Fue allí cuando los columnistas más respetables empezaron a diagnosticar un malestar en nuestra generación, la que empezó con el cuarto Long Play de los Beatles, no la de los nadaístas, ni la de los muchachos burgueses atrofiados en el ripio del nadaísmo.
Porque Jagger había perdido confianza en su genio. Y él, sabiéndolo, fue incapaz de plantear otra relación que la súplica y la humillación. Eso era que llegaba a los ensayos, caminaba hasta donde Jagger y sin mirarlo a la cara, todo tembloroso, le preguntaba: “¿Qué debo tocar Mick?” y el otro: “Eres un miembro de esta banda, Brian, toca lo que te dé la gana”. Entonces Brian tocaba algo en su guitarra y Jagger lo interrumpía: “No Brian, eso no está bien”. “Entonces, ¿Qué debo tocar Mick?” “Lo que se te dé la gana”. El Brian intentaba de nuevo, pero volvían y lo paraban: “No, eso tampoco está bueno, Brian”. Así que el pobre terminaba era todo borracho en un rincón, golpeando el suelo fuera de ritmo y ensangrentándose la lengua sobre una armónica, de la imposibilidad de cambiar la situación…
Por una botella de brandy he dado la vida, imagínese usted al privilegiado que la reciba…
Miraba yo las ruinas de esa casa y me imaginaba allí, con la mayor libertad, familia de dementes, un jovencito de 12 años perdiendo la razón en el empeño de probar la verdad de base de los escritos lovecraftianos; incesto; madre posesiva resistiendo de forma más bien pasmosa el embate de los años; posible brujería, habitaciones clausuradas, pasos en la noche, mugir de un ser encerrado, mugir de reconvenciones; pero oh, nunca mis fantasías se vieron peor justificadas: habitaba la casa una simple familia Capurro, cuyos hijos no confesaban otro interés que uno, muy genuino por la mecánica.
Además, cada vez más me producía mayor depresión la salida del cine al sol, tener que maldecir con los ojos cerrados por el fin de la película. No, me gustan las cosas que me atan con grilletes a esta dura realidad, no las que me saquen de aquí para meterme a otro hueco.
Si dejas obra, muere tranquilo, confiando en unos pocos buenos amigos. Nunca permitas que te vuelvan persona mayor, hombre respetable. Nunca dejes de ser niño, aunque tengas los ojos en la nuca y se te empiecen a caer los dientes.
2 comentarios:
Excelente blog y muy buen post, realmente llegué a tú blog por coincidencia, pero he leído un par de artículos y me han parecido muy interesantes, espero sigas así.
Un saludo.
Gracias por el comentario
Caicedo lo empecé a leer por curiosidad y no sabía que me estaba metiendo en una montaña rusa... un ritmo delirante igual, me imagino, que la vida en Cali
Saludos
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