4 de febrero de 2010

Don´t let me down


Dos gatos en el techo, un gato y una gata específicamente, maullando, inspeccionándose, eran la compañía de Andrés mientras fumaba un cigarrillo apoyado en la ventana durante una noche de lluvia de marzo sin poder dormir, envuelto en un insomnio acompañado por innumerables pensamientos terminados, siempre, en la imagen de un portazo. Eso de que un rayo cae dos veces no era un milagro en esta situación. En la punta del Empire State siempre caen rayos. Al igual que en la cabeza de Andrés.

Un nombre demasiado trágico para alguien con una vida parecida a una canción pop. Tres estrofas, tres acordes, el mismo coro pegajoso, una melodía fácil de olvidar pero que años después, por casualidad, una la encuentra en una radio, la tararea, feliz, esperando la próxima lejana vez que la escuchará. Andrés debería ser un nombre prohibido para alguien que no se preocupa por casi nada, se deja llevar, aplica la de lo que venga broder, sabe cuándo esforzarse, odia los sobresaltos y no sueña con una vida parecida a la de una novela mexicana con enfermedades cardíacas, pérdidas de herencia e intentos de envenenamiento entre cocinar, planchar y pasear al perro.

Nadie supo porque estuvo con Lucía, cómo se conocieron o cómo comenzó. Sus amigos supieron que después de haber desaparecido por casi dos meses, llegó tomado de la mano con alguien. Con alguien, Lucía, que no se parecía en nada a él. A ella siempre le gustaba estar en movimiento, tener el menor tiempo posible para pensar, un plan a cumplir, lleno de emociones y de vicisitudes pero nunca claudicar. Usar lentes de carey, ir a la oficina y luego a la universidad, casarse a los 26, tener el primer hijo a los 28 y tener una camioneta para su gran familia. Tener, tener y más tener. Tener = vivir (en sus pensamientos). Estuvieron juntos por 27 meses y ambos se adentraron en el mundo del otro y algo se les pegó de eso. Aunque eso adoptado del otro se mantenía entre ellos; para los de afuera, el resto, seguían siendo los mismos. Un pacto de dos mantenido en la intimidad. Las concesiones mínimas para lograr estar juntos.

Luego de dos años, para Lucía, ese acuerdo no resultaba suficiente. Necesitaba sacrificio, dolor, esas demostraciones parecidas a una guerra nuclear dentro de una relación, que luego de superarlas sólo pueden fortalecer el pasado, cicatrices de batalla, recuerdos de la razón por la que se luchó. Como parte de un plan, de una vida, de un futuro y no tanto de un presente, como le gustaba vivir a él, justificativo de los dos años de relación, aquellas pericias no podían dejarse a un lado. Porque Lucía vivía para el mañana, imaginando, soñando, estando en movimiento, exhibiéndose, mientras que Andrés podía quedarse todo el día en la cama, con un calor aplastante afuera pero ambos semidesnudos, envueltos en una manta por el frío del aire acondicionado, conversando del pasado, de cómo habían sido sus vidas antes de conocerse, encerrándose en una burbuja, inspeccionándose, estirando cada minuto, sintiendo el calor del otro cerca, únicamente levantándose para comer, ir al baño, lo básico. Atrás podía morir de hambruna la humanidad y a sus veintitrés su vida todavía no se veía como un cúmulo de responsabilidades sobre el escritorio. No era suficiente para ella esa intimidad y una noche, después que el televisor mostrara a Ed Harris, en su papel de escritor homosexual con sida, suicidándose en The Hours y Andrés la tomara de la cintura para apretarse a ella, le confesó que las cosas no podían seguir así, y si algo no cambiaba, si no se levantaban, no podría estar con él. Andrés esperó los créditos para botar las colillas de cigarrillo por el inodoro. Lucía esperaba que se encerrara en el baño, llorara por un momento y volviera a implorarle, o al menos increparle el porqué había tomado esa decisión. Cualquier reacción estaría bien, con tal de ver por primera vez llamas, locura, en los ojos de Andrés, que por el contrario, volvió sereno y en un tono casi diplomático le preguntó qué iban a hacer ahora y porqué tan momentáneamente había tomado esa decisión. Quien reaccionó histéricamente fue ella. Lanzó el cenicero limpio contra la pared y le gritó su cansancio de ese arreglo físico y emocional, tan lejano a lo esperado. «Que te jodas le gritó» después de recoger su bolso y tirar violentamente la puerta «Ojalá hagas algo con tu vida, o al menos alguien, que no seré yo, te ayude a componerte» fueron sus últimas palabras en la vida de Andrés.

Desde los veinte años Andrés vivía solo, ocupaba la casa de su tío que se había ido a vivir a Madrid. Después de la salida de Lucía, de ese lugar ahora vacío, durante dos semanas, lo único que se escuchó fue una y otra vez las estrofas de I hope I don´t fall in love with you de Tom Waits. No contestó llamadas, faltó a todas sus clases de la universidad y una vez al día salía, sucio, despidiendo un rancio aroma, con los ojos reventados, disimulando sin éxito la borrachera, a la visita obligada a sus padres y para después comprar las provisiones de alcohol, ocupación hasta acostumbrarse a su situación. Una de Johny Rojo (Jack Daniels la primera vez, la única en el inventario del tendero), una de ron, dos líneas de coca por la mañana y dos a las seis de la tarde, y algún Frito – Lay fueron las dosis diarias en aquella cuarentena, su prisión donde sólo recordaba las últimas frases de Lucía de hacer algo con su vida.

***
Un triste y mohoso jueves, perfecto para dormir, luego de quince días del inicio del aislamiento voluntario, arregló su casa, tiró todas las botellas, cambio las sábanas y se bañó durante cuarentaicinco minutos. La noche anterior mientras fumaba y veía tirar a una pareja de gatos, entre los infinitos y vagos pensamientos que tenía, teledirigidos a las últimas palabras de Lucía, previo a perderse entre la noche, tuvo la sensación de que ese algo a hacer con su vida debía ser doloroso, como si un batallón de termitas le carcomiera el alma, algo a odiar y aborrecer por dedicarle tanto tiempo, que lo volviera un autómata: dormir-desayunar-trabajar-almorzar-trabajar-dormir-trabajar. Cualquier droga alienante para olvidar. Algo sin un visible escape. Por el momento, y ya sin dinero, esperaba encontrar un empleo que realmente detestara. No fue como si Bob Dylan descubriera a Woody Guthrie pero al menos tener esa idea lo dejó dormir por la noche.

Varias semanas de inútil búsqueda. Empapeló los sectores marginales de la ciudad con su hoja de vida, marcaba en los clasificados los repulsivos anuncios que exigían récord policial, presentarse personalmente para entrevista inmediata, que ofrecían un paquete remunerativo de acuerdo al mercado laboral. Anuncios totalmente lejanos al verdadero trabajo a desempeñar. Encontraba eufemismos cuando buscaba epitafios. Lo rechazaron para guardia de seguridad, también cargando cajas. Para barrendero y recolector de basura no supo donde buscar. Odiaba las ventas y eso le parecía perfecto, pero los entrevistadores, por su hermetismo, se dieron cuenta de sus pocas aptitudes. Desistió a la idea de destapar botellas en El Gato, diez centavos por cada cerveza: la idea no resultaba tan mala, después de todo Faulkner decía que un cabaret es uno de los mejores lugares del mundo porque en las noches la compañía siempre es buena y en las mañanas hay silencio para poder escribir y las historias son interesantes. Tres semanas después lo llamaron para trabajar en servicio al cliente de una compañía de telefonía celular. El lugar era casi perfecto: el olor a grillos era inaguantable, cubículos de trabajo diminutos, sillas incómodas, un shhhhh de silencio reprobatorio siempre se escuchaba cuando los murmullos de conversación aumentaban. Casi perfecto para odiarse y para olvidar, dejar de pensar. Desperdiciar su tiempo y no tenerlo. Salió satisfecho de la entrevista, envuelto en la repugnancia del ambiente. Caminó hasta su casa prolongando el momento.

Odiarse y odiar. Odiar para olvidar. Luego tomar la decisión entre volver a refugiarse en su burbuja o aceptar y abrazar lo que nunca quiso conocer. Disfrutar algo era impensable. Volverse un autómata era la premisa, o al menos lo que debía experimentar y le recomendó la persona que más lo había conocido. Lucía, ahora convertida en un fantasma. El primer día, un sábado, fue excelente. Su horario empezaba a las 18 horas y terminaba a la 3 de la mañana del siguiente día. Miércoles y jueves eran sus días libres, por lo que su vida social, nimia pero al menos tenía una, quedaba minimizada. No conocía a nadie y no habló con nadie. Ocho horas sentado, casi sin levantarse, comiendo insípidas hamburguesas, sin tener tiempo para pensar ante la cantidad quejas y tipos molestos que habían. Escuchando insultos por parte de personas automáticamente convertidas en abogados y periodistas dispuestos a demandar y denunciar, tipos acusándolo de sicario, de inútil ladrón, extranjeros que se disculpaban en palabras y acentos incomprensibles. Ocho horas de tareas extremadamente inútiles y sin embargo le pagaban por hacerlas.
Tres semanas de lo mismo. El martes, previo a salir a sus días libres, mientras fumaba en una triste madrugada que lloviznaba, con un cielo rojo a punto del colapso, conoció a Laura, que le pidió una pitada. Andrés aspiró largamente el cigarrillo y se lo pasó a la mitad. «¿Deprimente salir a esta hora, verdad? - le dice ella después del gracias obligado - somos unos completos losers». Él sonríe y estira la mano en señal de que quiere de vuelta su Philipp Morris. Lo terminan entre los dos y ambos suben a la furgoneta. No se sientan al lado, sino uno frente al otro. Hay que llevar a ocho personas y ellos son de los últimos, casi no hablan durante el trayecto. Pasando la Av. Fco. Orellana, yendo hacía las Orquídeas, Laura le pregunta a Andrés si le gustan Los Beatles. Él cree que es una pregunta retórica, igual le contesta que sí. Lo invita a sentarse a su lado para escuchar algo. Suena Don´t let me down en una versión rara, de estudio, que Andrés nunca había escuchado. Paul McCartney como que juega y no sigue la seriedad de Lennon y algunos guitarras se extienden y quieren sobresalir de la canción, que la paran a cada rato para ensayar. A Andrés le gusta versión, le gusta más que la del último concierto en el tejado, su favorita. No sabe si es por el momento, ella ha colocado su cabeza sobre su hombro, pero se da cuenta que se siente bien. «Que se joda todo, que se joda ella, Lucía» dice para sí, «así estoy bien». El viernes Andrés volverá al trabajo, esperará sentarse al lado de Laura y tratar de seguir estando bien entre tanta mierda.










29 de enero de 2010

Salinger


Es viernes 29 y abro el diario EL UNIVERSO, la sección de Vida y Estilo (o algo así). La noticia en la tercera página, un cuarto de la misma, muestra que el autor de The Catcher in the rye (mi versión españolizada que olvidé en un bus camino a Salta espero que esté en buenas manos) falleció el día miércoles 27 a los 91 años de causas naturales. Nada más, nada menos. El Telégrafo haciendo copy – paste de un enviado por la agencia EFE menciona los pleitos legales del autor previo a su muerte. Igual de nimio. Nada escrito en los diarios por alguien que realmente lo haya leído

A Salvador Cabañas le disparan en la cabeza y todos los periodistas deportivos son Elliot Ness, Hércules Poirot o Sherlock Holmes. Los chismes se incrementan y aparecen fotos del delantero con bailarinas. Por algo la familia de Salinger pidió privacidad en estos momentos y que se respete el espíritu de aislamiento, casi de ermitaño que tenía el autor.

Para muchos Salinger murió a hace años, nadie recordaba la existencia de alguien que decidió aislarse del mundo. Al igual que su principal novela, The catcher…, que resulta tan contemporánea al día de hoy, como desde su publicación, Salinger es como Los Beatles. Jamás tendremos en ellos la imagen de la vejez.

“Lo que más valoro es cuando uno queda completamente agotado después de leer un libro y desea ser amigo del autor y poder llamarlo por teléfono en cualquier momento”.

Abajo quedan dos escritos de Alberto Fuguet (uno sobre sus 91 años y otro sobre su muerte), uno de Juan Fernando Andrade acerca de The Catcher…, y una guía para conocer la NY de Holden Caulfield.
Salinger y la necesidad de desaparecer:

J.D. Salinger, el célebre autor de culto, famoso entre otras cosas por no ser famoso, por haber sido capaz de renunciar en la cima (una suerte de voto zen, a la tranquilidad y a la desconexión), la voz de la desafección adolescente, el inventor de la familia disfuncional, el solitario con más amigos del mundo, cumplió 90 años justo cuando este nuevo año 2009 empezó… (más)
Un día no tan perfecto:

Hoy Salinger es portada o está en la portada de casi todos los diarios del mundo; su cara, la típica cara joven de J.D. que mira ligeramente hacia al lado como intentando no mirar directamente a los ojos, o la otra foto, la del viejo cascarrabias enojado intentando que no fotografíen esos mismos ojos, ilustran la muerte pero no la desaparición de un ser que se hizo famoso por no querer serlo… (más)
Un ángel en guardia:
El rock antes del rock. El punk mucho antes del punk. El grunge muchísimo antes del grunge. El guardián entre el centeno, de alguna o varias formas, inventó la adolescencia y, lo más importante, le puso actitud. Antes de Holden Caulfield, el personaje principal de la novela, no había nada o casi nada… (más)
Taking a Walk Through J. D. Salinger’s New York:
Hey, listen. You know those ducks in that lagoon right near Central Park South? That little lake? By any chance, do you happen to know where they go, the ducks, when it gets all frozen over?... (more)

27 de enero de 2010

Graduarse, envejecer y morir

Es 1994: Notorious B.I.G y Tupac están revolucionando el hip – hop, Kurt Cobain acaba de suicidarse (el mundo, la juventud está triste, desesperanzada) y Rudolph Giuliani empieza su política de tolerancia cero, contra todo el lumpen, en la ciudad de New York. Es verano, junio, y el calor es infernal, la sensación térmica es de 43 grados. Luke Shapiro (Josh Peck - creo que aparecía en una serie de Nickelodeon -) está a punto de graduarse de la secundaria e ir a la universidad. No tiene amigos, no es un completo loser pero últimamente se siente solo, piensa que todo apesta y la idea del suicidio de vez en cuando recorre su mente, por lo que visita a un psiquiatra (Sir Ben Kingsley – el mismo que fue Gandhi, el secretario judío de Oscar Schindler, el iraní militar retirado en The house of the sand and frost que debió haber ganado el Oscar en lugar de Sean Penn por Mistic River, en pocas palabras junto a De Niro, Pacino, Dustin Huffman, uno de los mejores actores vivos), más loco que él, al que le paga con paquetes de marihuana.



The Wackness es la película del debutante director John Levine que cuenta la historia de Luke Shapiro, un precoz traficante de marihuana (lo raro es que no se ve mucho el mundo de las pandillas y otras cosas a las que estamos acostumbrados en esta clase de historias) envuelto en problemas y que sólo ve la mierda de la vida. Con aire del Haulden Caulfield de Salinger en The cátcher in the rye que no se traga la hipocresía diaria y tiene la filosofía que después de la graduación envejecemos para luego morir, pero este más urbano, menos snob (aunque vive en Manhattan no pertenece necesariamente a la clase alta), alguien que no desea ser lo que es. Un blanco queriendo ser negro al vestir anchas camisas, escuchar rap todo el día y usar zapatos a lo Run DMC. Alguien que desde su forma de hablar en algo se nota que está vacío (sin llegar a ser el taxi driver de Travis Barker), y al parecer se siente bien así, pero en el fondo tiene ganas de sentir algo. Nos graduamos, envejecemos y después morimos. La indiferencia por el futuro. Futuro casi presente que es el verano, donde Luke conocerá a Stephannie (Olivia Thirlby, la mejor amiga de Juno), antes de ir a la universidad, quien le enseñará varias cosas. Algunas amargas, otras dulces. Y donde verá a los mayores actuar como niños para resolver sus problemas, sin poder hacer nada, impotente.

Fue la película que causó sensación el año pasado en el festival Sundance (el más importante de cine independiente en los Estados Unidos), donde todos esperan ver la siguiente Juno o la próxima Miss Little Sunshine. Sony Pictures classics la compró y por una cuestión de mala distribución The Wackness casi inmediatamente a su estreno en los cines también salió en DVD. La encontré por casualidad al no aparecer nada bueno en la sección de estrenos de las tiendas de discos piratas. Espero que se convierta en una película de culto. Se lo merece. El papel de Ben Kingsley, de psiquiatra inmaduro queriendo volver a sus años de universidad, es absolutamente genial y es un amigo que quisiéramos tener; Mary Kate Olsen sorprende con su interpretación de hippie-come-hongos-y-consumidora-de cualquier-hierba; Josh Peck recuerda al De Niro en Goodfellas (más inocente, claro); Olivia Thirlby aunque no tiene un papel totalmente rompe- corazones, en las escenas cumple; el guión es detallista y trabajado, con partes y frases que son para tatuarse y exhibirlas; la música, pese a que casi no me gusta el hip - hop, vale la pena; y la dirección de arte hace que New York se vea hermosa y casi vivible, con esas secuencias parecidas a video clips que van de la mano con la iluminación y que se pusieron tan de moda en los noventas, y que acá el director las sabe utilizar correctamente.

Desde Tony Manero (la película del asesino en serie chileno obsesionado con el personaje de John Travolta, dirigida por uno de los fundadores de la revista The Clinic), que ví en un parqueadero de Cuenca que en el último piso contiene una sala de cine, hace algún tiempo que no tenía tan buenas impresiones de una película de la que no tenía expectativas. Juntar a uno de los mejores actores que existen (el papel de Kingsley en esta película, no me canso de repetirlo, es excelente), un director novato y música hip – hop después de todo no ha sido tan mala idea.




La frase: Nunca confíes en alguien que no fuma hierba, o que no ha escuchado una canción Bob Dylan, o que no ama ir a la playa, o que no le gusten los perros (ver a partir del minuto 2:15 en e el video de abajo).


25 de enero de 2010

Un ovillo, una fiesta (al menos me queda Sevilla)

«Muchos de nosotros habíamos vivido en Rayuela, y por tanto en la París de Cortázar» escribe Juan Cruz para diario EL UNIVERSO en el especial publicado en La Revista acerca de las ciudades de los escritores (en las próximas semanas alguien escribirá acerca de la Buenos Aires de Borges, la Cartagena de García Márquez, etc.). Y es verdad. Yo visité y viví en París leyendo Rayuela y pienso que todos los años tengo que volver. Al menos por un mes visitar las rue, caminar al lado del Sena, ver pasear a los clochards debajo de los puentes, escabullirme entre los callejones fumando galoises, detenerme en mitad de la calle a mirar algo como La Maga que sólo ella sabía que desde ahí las cosas se aprecian mejor, escuchar jazz con el club de la Serpiente en algún cuartucho del centro, y leer y buscar a Morelli.



Se suponía que de Sevilla iba a ir a Barcelona 4 días, luego hacer un tour rápido por la Costa de Oro en Francia y agarrar un tren o un bus que me lleve a París. Con suerte encontraría algo de la París de los sesentas de Rayuela y tendría una excusa para quedarme entre esa ciudad de final de comedia estadounidense que es ahora como lo mencionaba Ana Laura Lissardy cuando trataba de encontrar a un personaje de Cortázar con magros resultados. Creo que no buscaría a Horacio ni a La Maga, pero si esperaría encontrármelos por casualidad. Que me inviten a tomar un mate o a ir a una de las librerías donde dejaban entrar a los gatos. Tres cosas fallaron para no quedarme en París: el western – unión nunca llegó y en Barcelona el dinero se va mucho más rápido de lo previsto, a los franceses sólo les gusta hablar en francés, y en Madrid la cuestión se veía más prometedora después de un correo. Por esas cosas uno no va a París. Son parte de las coincidencias, de las Rayuelas.

No pude vivir en París, ni siquiera tocarla. Al menos estuve tres meses en Sevilla, que no inspira a escribir algo como Rayuela; pero tiene sus aires de pasado, de novela medieval. Tiene su encanto, sus gitanas queriéndote leer la mano a toda hora del día, los almuerzos extremadamente caros por lo que los bares de tapas son un refugio ante el hambre, sus parques llenos de naranjos incluso en invierno, su catedral de oro, el sol que no se esconde, las plazas con sus mesitas atiborradas de cerveza que se bebe todo el día, su torre de oro donde llegaban los buques de América, su antigua fábrica de tabaco con obreras que trabajaban en paños menores y que inspiraron las novelas eróticas del siglo XVII, las calles llenas de marroquíes, senegaleses y latinos. Al menos estuve por Sevilla.

El escrito de Juan Cruz en La Revista es para la nostalgia de un lugar que no he pisado. Pero tengo ganas de volver allá, así que como todos los años, después de terminar estas letras corro a volver a leer Rayuela.

La París de Cortázar por Juan Cruz comienza así:
Cuando se hace tarde en París muchos escritores enfilan hacia Saint André des Arts, donde hay un restaurante al que iba Pablo Neruda. Me lo contó un día Mario Vargas Llosa, que fue allí algunas veces con el maestro chileno; en ese momento Mario cenaba con nosotros, regocijado ante la comida y ante los recuerdos.
Es un restaurante muy parisino y también muy latino; allí se encuentra uno como si hubiera salido, por ejemplo, de Rayuela. Mientras comíamos aquellas viandas simples, servidas con un pan exquisito, el pan de París, me pregunté si Julio Cortázar alguna vez habría estado allí. Se lo pregunté a Mario y me dijo que no lo sabía; se había encontrado con él en muchos sitios de París, pero no recordaba haber estado allí precisamente… (Leer más).










21 de enero de 2010

Sólo mi chelo y yo

Años atrás, ver al niño sentado sobre la luna pescando sueños en el lago, que es el sello de Dream Works, era la premonición de estar a punto de presenciar una buena película, tampoco una que marque época pero al menos con todos los elementos necesarios para pasarla bien y querer volver a verla. La productora que nos mostró American Beauty se había quedado en el pasado hasta que el día de hoy vi The Soloist, aunque lo buena que me pareció es más por una cuestión de historia que por aciertos técnicos o artísticos.



El film del director británico Joe Wright finaliza mencionando que en la ciudad de Los Angeles (con Hollywood, Beverly Hills y el resto de the beautiful people), la quinta economía del mundo, noventa mil personas viven sin hogar. Noventa mil historias anónimas de locura, miseria, violencia, y una de ellas cautiva a Steve López (Robert Downey Jr.), un columnista de Los Angeles Times en busca de crónicas lejos de convencionalismos, perfiles individuales, íntimos, de habitantes de una ciudad donde todo pasa. Steve conoce a Nathaniel Ayers (Jamie Foxx), un músico que estudió en Juilliard y ahora vive en la calle, un vagabundo, parte del lumpen, que toca un violin de dos cuerdas, pero que siempre ha tenido al chelo como su instrumento principal. Un genio esquizofrénico (escucha voces todo el día) enamorado de la obra de Beethoven, incapaz de entrar a una habitación y obsesionado con la limpieza, de corazón puro y que entre devaneos varias de sus frases (pocas pero no una sola) está la verdad pura y dura.

La Alejandra de Ernesto Sabato en Sobre héroes y tumbas le decía a Martín, mientras ambos estaban el cuarto de ella, que para que Brahms haya escrito las hermosas melodías que estaban escuchando, en el mundo debió haber existido una cantidad de sufrimiento indescriptible. Algo parecido imagino al querer filmar escenas de todas las emociones (todos los sentimientos del mundo) que puede causar la música (desde la clásica hasta el jazz), y el director de The Soloist no acertó en esta tarea (lo + es que la historia es bastante sólida y los personajes creíbles; y después de haber visto la película de Charlie Kaufman, Synecdoche New York, donde se muestra a la vida real como una obra de arte, The Soloist podría ser el némesis que muestra al arte como un escape de la vida real y en algo lo logra). No hubieron los ingredientes necesarios para que se erizara la piel y la escena haya quedado grabada en el disco duro del cerebro (tarea difícil en algo tan sobrio como la música clásica, aunque las escenas del rezo, previo a la frase de que Bethoven y Mozart están en aquel hotel, igual de sucios y hambrientos, es genial). Le falto algo más al estilo A Beautiful mind de Ron Howard para reflejar esa pasión por algo que al mismo tiempo te destruye.

Las columnas de López se volvieron tan populares que la historia de Nathaniel se convirtió en un libro (y claro, después en la película que estoy relatando, es decir que Steven y Ayer realmente existen). Sólo que esta no es la historia de alguien que se relanza a la fama, al lugar que supuestamente siempre debió ocupar. Nathaniel ahora no está tocando en un teatro de Berlín o en Viena. Al menos dejó de vivir en la calle y tiene un amigo que no lo obliga a ser normal.
Nunca he tenido un columnista que realmente siga (por algo no sigo a Paulo Coelho u otros personajes de tan abominable estirpe), tal vez ahora soy más selectivo a la hora de leerlos, porque antes los leía a todos y leía más de un periódico al día; pero entre leer los Detectives Salvajes o alguna columna de diario con un comentario totalmente político, de hechos al parecer inalcanzables, prefiero lo primero. Aunque un periódico que cuente estas historias y les dé un seguimiento (sin necesariamente hacer las de Hunter S. Thompson) valdría la pena dedicarle tiempo. Claro que no hay que olvidar que estamos en tiempo donde, como decía David Sosa en El Telégrafo acerca de Truman Capote: hoy Capote estaría pidiendo permiso a su editor para que lo dejara ir a una calle porque su olfato le dice que allí se está cocinando algo y le estaría rogando para que no lo mande a una rueda de prensa del Gobierno de turno.




Acá abajo, el verdadero Nathaniel (que no sólo toca el chelo sino también el trombón, el saxofón, el violín, la guitarra y otros instrumentos más) en el programa 60 minutes de la CBS.


13 de enero de 2010

This is the story of a girl

Regina Spektor nació en Rusia pero parece salida de algún cuento (o adaptación tipo Alicia y el país de las maravillas) de Tim Burton con su piel extremadamente blanca y su estilo de niña con trenzas, vestido veraniego o colegial y una paleta. Canta y toca el piano, le abrió a los Strokes por algún tiempo. Rodrigo Fresán la cataloga como zarina imposible de derrocar del llamado movimiento anti-folk en el East Village de Nueva York… una perfecta cruza entre Kate Bush y Rickie Lee Jones. Las piruetas vocales y la fascinación por la mítica femenina de la primera y los devaneos jazzy-vagabundos de la segunda. Y a pesar de que (o sobre todo por eso) sus melodías suenan demasiado femeninas (más que las de Norah Jones, por ejemplo), terminan siendo irresistibles. Por eso ayer que vi 500 days of Summer, película dirigida por Marc Webb, y escuché, al principio, la canción “Us”, sabía que no me iba a arrepentir.



Zooey Deschanel también parece salida de un cuento de Tim Burton y también resulta irresistible por sus ojos, su sonrisa, su cabello estilo de los 60 (mucho mejor que el que tenia en la genial Almost Famous de Cameron Crowe), la forma de vestir, la manera pausada en la que habla y esa frescura que derrama por dónde camina. Por suerte el primerizo director de 500 days of Summer, Marc Webb (a quien me le saco el sombrero por haber dedicado a Jenny Beckam, presumo que una ex novia, la película y ponerle al final el clásico adjetivo: bitch), la hizo al alcance de las manos, alguien con quien te puedes encontrar, pasarle súper bien y de paso amarrarte y ser feliz. Porque después de todo: a quién no le gustaría andar con Summer (Deschanel) si escucha The Smiths, su Beatle favorito es Ringo Starr, se divierte viendo porno y pone en práctica lo visto, juguetea contigo en algo tan aburrido como ir a comprar muebles, escribió en su anuario una frase de una canción de Belle & Sebastian. Claro que al final hay que recordar la voz de la experiencia que te dice que salir con una mujer que está loca siempre es algo bueno, hasta que al final uno termina dándose cuenta que esa persona realmente está loca. Algo que Thomas, el que cae rendido a los pies de Summer (y no sabe con lo que está jugando por lo que todos sus actos están ridículamente justificados – y lo que en algo justifica a absurdos del director como la secuencia de baile -), no sabe. Al menos, no todos, tendrá 500 días de felicidad.


Di con esta película gracias un post de la bloggera Casiopeia (a quien también me le robé un par de fotos para este post que tiene el título de una mala canción de los 90´s), que dentro de su investigación encontró que esta fue catalogada la película indie del 2008. Indie es un término que aún no termino de comprender. Eso más allá de tener un buen guión que hable de personas comunes que les gusta soñar, con humor, buena fotografía, explicaciones bizarras de sentimientos, sin mucho presupuesto, música tranquila que pega en cada ocasión que aparece, personajes que disfrutan de momentos poco materialistas (digamos como la luz de sol cae sobre los ojos de ella). Después de ver 500 days of Summer (ahora que mis días libres son los martes y miércoles, tan lejos de un fin de semana de playa y alcohol, y que los paso con varias dosis de películas), el concepto ahora es menos borroso. Summer es la libertad, o al menos lo que uno se pasa buscando y pocos pueden saborear.








P.D. También me ví The boat that rocked. No me pareció tan buena, más allá de la banda sonora y las ganas de hacer eso que hacen los personajes, pero me recordó a otra canción de Regina Spektor.



5 de enero de 2010

Un review de HD de JFA x RF

Terminé hace dos días de leer y releer Hablas demasiado, la primera novela del cronista–baterista-de-rock–blogger–cuentista–articulista–cinéfilo–guionista–portovejense–manaba–ecuatoriano, Juan Fernando Andrade, y la sensación que me queda es la de haber recordado durante 210 páginas parte de mi infancia–pubertad–adolescencia–juventud-y-lo-que-se-llame-que-comienza-a-partir-de-los-23-y-uno-ya-es-un-profesional-joven-y-supuestamente-serio. Me sentí como el niño que en Pulp Fiction (y que después será el boxeador–asesino Bruce Willis) sólo pasa viendo televisión antes de que Christopher Walken, vestido de militar, lo interrumpa contándole la historia de la herencia del reloj de su padre prisionero y muerto en Vietnam.



El mundillo, real y ficticio, en el que uno se ha mezclado es lo que rodea a la novela. Recuerdo a primera mano la frase con la que empieza Juno: It all started with a chair, porque acá también la historia pasa a partir de un evento determinado, personal, que nada tiene que ver con acontecimientos históricos, sino sólo aquellos que marcaron, tatuaron o desmembraron parte de una vida, todo con un aire indie, relajado, coolto. También recuerdo la frase de Peter Parker, y que JFA la utilizó para uno de sus posts: esta, como cualquier historia que valga la pena contar, es sobre una chica, porque ahí aparece Clara, que es parte del universo en el que Miguel, el protagonista (graduado de la USFQ, la u más costosa del país), ha vivido pero nunca ha querido probar. Y la sensación puede ser bastante amarga. El costo de estar cerca de la perfección.
Esa es la historia lineal, la de tiempo real, en vivo y en directo, la de Miguel y Clara. Clara es la futura portada de Cosas o de Hogar, por ahora material de paja que se burla de los hombres y su excesiva confianza puede volverla irresistible. Por ahora se interesa en Miguel, aunque tiene un novio de toda la vida, con quien cree que todo podría ser diferente, alguien lejano a the beautiful people, que no le sirva de espejo para saber en el lugar en el que vive y del que difícilmente podrá escapar. Miguel que es un hijo huérfano de la generación X, nacido entre el glamour, las exigencias yuppies de los viejos y el mantener las apariencias, prefiere estar callado, o chupar a seguir el establishment. Y a un margen, sin ser menos importantes, el valido v… de su amigo Castor, la Casa del niño terror (el niño es un real rock´nrolla), donde terminan las noches las almas en pena quiteñas; y un Quito que no deja respirar, que marea y te aplasta pero es lo único verdadero, el nido y no vale la pena pelear con él.

JFA en su blog escribió que después de no haber muerto en el intento de llevar a cabo su obra, se dio cuenta que al final no hay que creer que uno está publicando la última gran novela latinoamericana; y es verdad, si uno va con aires de grandeza esperando encontrar algo del estilo Ulyses de Joyce o Cien años de soledad (la mejor manera de resumir el universo es escribiendo acerca de la propia aldea), va a salir perdiendo con HD; pero los que hemos visitado los posts del pescado, y no lo hemos agarrado como a un maestro, sino como a un pana a la distancia, que por ahí nos mostró buena música, buenas películas (materia prima para varios de los diálogos de HD y algunas de las frases que deberían aparecer en un bizarro texto de citas) y buenos libros, entramos a una historia que para bien o para mal, en parte, nos ha sucedido, y que por suerte, como Miguel, estamos siempre en proceso de superarlo sin morir en el intento.




Esos pijamas ausentes me unían a mi madre más que otras cosas. Nunca compré los famosos pijamas térmicos. Preferí escuchar, diez millones de veces, que me iba a enfermar y que no hay nada peor que enfermarse cuando uno está solo. La profecía se cumplió. Estuve enfermo. Estuve solo.

Clara es, definitivamente, material de paja.

El mundo es la planta baja, por donde paso sólo por obligación, el ascensor son las cosas que hago y el apartamento es mi cabeza, donde paso la mayor parte del tiempo. Tal cual.

Un día llegó a mi casa con un aparentemente inofensivo six pack y se quedó una semana entera. La misma semana que yo debía empezar la universidad. No fui a clases ni un solo día.

Creo que mi viejo está convencido de que soy maricón y de que Castor es mi marido… A veces me dan ganas de decirle que es verdad, que soy maricón, menestra, gay. Se me ocurre que mi viejo me daría un montón de billete para que desapareciera. Me podría borrar. Irme a cualquier parte del mundo con beca completa, darme una gran y anónima vida. La gente, envidiosa, me preguntaría que hago para vivir tan bien y yo, orgulloso diría: me dedico a ser la vergüenza de mi familia.

Como los perros con pedigrí, las peladas como Clara siempre tienen dueño, siempre están amarradas, en proceso de, en una pelea que no durará mucho, evaluando pretendientes o matando el tiempo libre con algún comodín que las distraiga hasta que vuelvan, con su arma entre las piernas, a lamer la mano que los golpea y les pide comida.
La Casa Blanca es la casa de los desamparados, de las almas que penan esperando que el patíbulo se descongestione un poco.
Una vez, viendo Adaptation, Juliana entendió exactamente lo que le pasaba conmigo. En una escena, cerca del final, Donald Kaufman (Nicolas Cage) y su hermano gemelo Charlie (Nicolas Cage) hablan sobre un amor colegial de Donald. Charlie, el escritor torturado, solitario, gordo, calvo y pajero, le exige a Donald, que lo admira y es tan simpático como un arcoíris después de una refrescante llovizna, que reconozca que la chica en cuestión nunca lo amó, ni de lejos, que lo maltrató y lo escupió sin siquiera haberlo saboreado primero. Donald, inmenso en su sabiduría, dice que eso no importa, porque ese amor era de él, no de ella y él fue feliz, y con eso le basta. Después de ver esa escena, Juliana, que llevaba puesta mi camiseta de los White Stripes y mi calentador Umbro, me arranchó el control remoto y retrocedió y la vio de nuevo, toda, repitiendo, como loca, a Donald diciendo ese amor es mío, mío, mío. Luego dijo ya entendí y desde entonces todo ella cambió y estuvo orgullosa de las cosas que había hecho, en teoría, para conquistarme…
Si Juliana pasa sus depresiones a punta de Bob Dylan, todo esto ha valido la pena.
Joey Ramone, el vocalista, es un tipo que admiro de todo corazón. Era un freak por todos lados… En su vida tuvo una sola novia. Linda Cummings, su gran amor. La tipa terminó yéndose con Johny Ramone, el guitarrista. Esto sucedió antes de que la banda se disolviera y el bueno de Joey escribió la gran The KKK took my baby away, mi canción favorita de los Ramones, para sobrellevar en algo la pérdida.

No me voy a echar para atrás, pero el cuerpo de Clara no está listo para mí todavía. Debe ser duro. Ahí dentro está el vacío.

La ventaja de ser extranjero es poder quejarse de todo y no tener la culpa de nada.

Para mi viejo, el éxito se demuestra a la europea: el carro alemán, los restaurantes franceses, los zapatos y las corbatas italianas, el traje inglés y el reloj suizo. Por lo pronto el man tiene el Mercedes y el Rolex.

…Me hace pensar que las mujeres perfectas son un invento de los hombres imperfectos que no pueden conseguir mujeres imperfectas.

Me quería morir tomando y escuchando los Strokes, para que nunca te olvidaras de mí.

Atravieso La Carolina que está repleta de gente, obreros quemando sus quincenas, desempleados que brillan en las canchas porque en la vida no se brilla tanto, novios besándose debajo de los árboles.

Uno quiere ser otro, pero no siempre, lo suficiente como para existir dos veces. Uno no es siempre uno. Nadie es, siempre, alguien. Uno a veces es nadie, no existe, no importa, podría desaparecer y el resto seguiría tranquilo…

A menudo sueño que el tiempo se detiene y no tengo que hacer nada. En esta vida todos tenemos que hacer algo, que ser alguien, está en el contrato, escrito con las letras chiquitas que nunca leemos y que están allí para estafarnos.

Si le cuentas algo a un taxista es como si lo estuvieses contando a un agujero profundo en el muro de los lamentos, un grieta que nunca, jamás, te va a delatar.

Los comienzos son difíciles, a menudo más complicado y absurdo que los finales.

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