9 de septiembre de 2008

El mundialito de los pobres

El fútbol es el deporte, en equipo, más sencillo que pueda encontrarse. Noventa minutos con veintidós jugadores y una bola en un rectángulo. Varias hazañas pueden contarse con las imágenes que hemos visto y presenciado a través de nuestras vidas. Porque la vida de los fanáticos, de esos que tenemos un equipo que nos hace vibrar, que hace que apartemos y posterguemos los problemas diarios durante dos horas para alentarlo con toda la rabia, coraje, emoción y sentimentalismo, no se pueden separar de los resultado de los fines de semana. Nuestra actitud y forma de comportarnos va ligado a como le fue a esa institución que tantas alegrías y decepciones nos da. Pero así como el fútbol es tan fácil de entender, ahora que me siento frente al computador (creyendo estar inspirado), me doy cuenta lo realmente difícil que es escribir de este.

Mario Vargas Llosa ya lo señalaba, mencionando que prefiere escribir de política antes que de fútbol, porque de este último todos tienen conocimiento. Albert Camus también tenía notables referencias de este deporte; en Ecuador Miguel Donoso Pareja se inspiró en el fútbol y en el Barcelona, equipo más popular del Ecuador, para su mejor libro; y el más destacado ensayo del balompié (aunque nunca lo he leído) corresponde a Eduardo Galeano. No obstante, para estas pocas líneas que me quedan (¿a propósito?), no pretendo utilizar nada de esas palabras ajenas, sino esas casi tradiciones de los ecuatorianos con el deporte rey.

El indor en el Ecuador es una rara especie de fútbol sala, me imagino que su nombre viene de ese puertas adentro que significaría en ingles. Para lástima o suerte, no se juega bajo techo, sino en las calles o pequeñas canchas de cemento, con doce jugadores, una pelota dura como piedra, los zapatos más baratos, pequeños arcos, un cigarrillo previo al match y una copita de licor (preferiblemente agua ardiente) después de este. Diferente a ese fútbol de tierra y polvo de las villas miserias en Argentina, las favelas en Brasil, o de esa canchita del Juncal, debajo del puente en el Chota. Su popularidad, entre todos los ecuatorianos, viene de que cualquier persona puede participar y ganar. Aquí, un equipo de viejos para el deporte (entiéndase desde una sub – 40 para arriba) con maña, puede ganarle a un montón de jóvenes flacos, altos y con más aire en los pulmones.

No soy extraño a este y lo he practicado desde que tengo ocho años, usando piedras como arcos y como escenario el parqueadero de mi barrio, pero nunca me he inscrito en un campeonato o torneo (ni siquiera he apostado para las bielas). El fin de semana, ese en el que Ecuador le gano a Bolivia, por cortesía de mi hermano, presencie mi primer campeonato de indor. El lugar donde se jugó, es de esos donde uno sabe que ahí no llega el Estado, porque no ves carreteras, ni agua potable, ni escuelas, ni hospitales. Sin embargo la pasión estaba innata, con pocos espectadores (típico en el Ecuador) y cuarenta equipos inscritos. El resultado: Se cumplió la ley del indor, de que los viejos mañosos ganan y el equipo de mi hermano era el de los jóvenes. Por suerte les quedan siete partidos más y las finales, donde pueden ganar esos quinientos dólares (que es igual a: wishky, cerveza y cigarros) y un pasaje para el “mundialito de los pobres”.

Por cierto: El mundialito de los pobres es la máxima expresión del indor en Cuenca. Comenzó hace veinte años en canchas de barrio (donde se sigue jugando) y ahora la final se transmite por televisión, en un coliseo repleto de cuatro mil personas y tanta plata que deberían cambiarle el nombre.

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