Me acuerdo de que en el instituto me pasaba Dexedrinas un
chico a cuya madre se las recetaron para subirle
el estado de ánimo, y me acuerdo del sabor tan raro que tenían, y de aquel efecto tan notable que producían de
hacer que desapareciera mi problema de contar mientras leía o
hablaba — las llamaban bellezas negras —, pero de que al cabo de un rato te
provocaban un dolor en la baja espalda y un aliento realmente asqueroso. La
boca te sabía igual que esas ranas que ya llevan mucho tiempo muertas dentro de
sus frascos empañados en la clase de biología, cuando abrías el frasco por primera
vez. Solo recordarlo me entran náuseas. También me acuerdo de cuando mi madre
se enfadó muchísimo porque Richard Nixon saliera reelegido con tanta facilidad,
y me acuerdo porque fue por esa época cuando probé el Ritalin, que le compré a
un chico de la clase de Culturas del Mundo que tenía un hermano pequeño en la
escuela primaria a quien se lo recetaba un médico que no llevaba muy bien la
cuenta de sus recetas, y había gente que pensaba que el Ritalin no era gran
cosa comparado con las bellezas negras, pero a mí me gustó mucho, al principio
porque conseguía que me resultara posible y hasta interesante sentarme y
estudiar durante periodos largos de tiempo, y de verdad que me encantaba, pero costaba de
conseguir en grandes cantidades, el Ritalin, sobre todo después de que al
parecer al hermano pequeño se le fuera la pelota un día en su escuela primaria
por no tomarse el Ritalin y los padres y el médico descubrieran lo que estaba
pasando con las recetas, y de pronto dejara de haber un tipo con granos y gafas
de color rosa vendiendo a cuatro dólares pastillas de Ritalin que sacaba de su
taquilla del pasillo de primero y segundo.
(El Rey pálido, David Foster Wallace.)