28 de febrero de 2010

Tour por Iraq

Después de haber visto The Hurt Locker, la gran competidora de Avatar en los premios Oscar de este año, dirigida por Kathryn Bigelow´s (quien a diferencia de la mayoría de directoras mujeres está más del lado de las películas de acción y ciencia ficción que los dramas de época o las comedias), creo que ya no tengo necesidad de visitar Iraq. La sensación que da el verla es tan real que al parecer ahí está todo: los gatos cojeando buscando entre la basura algo para comer; las calles sin asfaltar, llenas de desperdicios, con apariencia de una ciudad en medio del desierto en la época de Jesús y los doce apóstoles; los edificios cariados, al borde del colapso, sin pintar, de color arena; ese sol que no da tregua; los habitantes divididos entre los que odian la ocupación norteamericana (y esperan cualquier oportunidad para expresársela a los soldados) y los que simpatizan con ellos y creen que su presencia es un símbolo de seguridad; las constantes amenazas de bombas y los atentados que sí cumplen con su objetivo y dejan un paisaje de destrucción que se a volviendo monótono; y sobre todo ver The Hurt Locker da la sensación de haber estado en Iraq por el ambiente de tensión en el que te envuelve sus dos horas de duración, estar a la expectativa de que en cualquier momento algo inesperado, trágico, puede suceder.

Y esa es su cualidad número uno, la de ponerte los nervios de punta, de transmitirte diferentes sensaciones al mismo tiempo, de crear expectativa ante lo imprevisto que puede suceder en cada escena, de permitirnos experimentar la incertidumbre, la constante espera que deben pasar los soldados en el campo de acción, en un lugar donde cualquiera puede ser el enemigo, donde no existe el destino y el azar tiene mucho que ver en que al final del día termines con todas tus extremidades o al menos vivo. Donde, con ayuda que está filmada en un estilo con muchos aires de documental, uno es casi parte de la misión que deben cumplir sus protagonistas; que no es la de matar a algún líder terrorista, capturar a Saddam Hussein, vengar a las víctimas de atentados o cualquier otro acto patriota del estilo Jack Bauer en 24 (muchas vidas en riesgo y sólo un hombre puede impedir que el plan de los hombres malos se lleve a cabo) o Día de la Independencia (únicamente los Estados Unidos pueden salvar al mundo de las garras amenazadoras que se agazapan sobre la humanidad). Estos soldados solamente cumplen con su trabajo. Un trabajo que consiste en acudir a los lugares donde haya una amenaza de bomba, acordonar el lugar y desactivar los explosivos. Un empleo que está lleno de anécdotas (como por ejemplo volar en pedazos o encontrar vísceras de un suicida pegadas a la pared) y que puede terminar con la muerte de cualquiera. Como la del técnico de explosivos, que es de la manera en la que empieza la película: a poco más de un mes de la vuelta a casa de una compañía militar, durante un atentado muere el experto en explosivos (interpretado por Guy Pearce), y su reemplazo será un tipo que al parecer disfruta la guerra y quiere sacar el máximo provecho de ella (por algo al principio aparece la frase “la guerra es una droga”), incluso metiendo en problemas a sus compañeros. Él quiere estar ahí, el resto de su unidad no. Todos los ven como un peligro pero tal vez es el recluta soñado para el ejército.

Poco se ha filmado de la actual invasión a Iraq (la excelente Jar Head de Sam Mendes está ambientada en la primera Guerra del Golfo) y esta película precisamente no contiene un mensaje ideológico. Es un retrato de las peripecias que deben pasar un grupo de soldados en su terreno de batalla. Es un tour bélico, un paseo por una zona devastada. La quise ver por segunda vez y no fue lo mismo. La experiencia es imperdible pero no se puede repetir. No fue lo mismo. Como cuando los adictos a la heroína quieren repetir la primera dosis, cabalgar al dragón (riding the dragon) lo llaman.






24 de febrero de 2010

No hay necesidad de un final

Marc Abrahams (creador de los premios anti – nobel y buscador de los inventos más ridículos) se preguntaba en la revista Etiqueta Negra si los punk son capaces de envejecer con gracia. Para responder a la interrogante, utiliza varios estudios acerca de la cultura punk y entrevistas realizadas a personas que seguían esta anarquista, antiautoritaria y destructiva tendencia durante su juventud. O te aíslas totalmente del pasado o te vuelves un ridículo son las dos respuestas. Y hay cosas que son mejor no saberlas. Por lo que al enterarme, previo a la muerte de Salinger, de la existencia de una segunda versión de The catcher in the rye (sesenta años después), escrita por un escandinavo bajo el seudónimo de John David California, que trata del escape de un anciano (H.C.) del hospicio donde ha pasado sus últimos días, la noticia no sonaba nada alentadora. Porque si, como lo dijo Juan Fernando Andrade en su blog, el protagonista de El guardián entre el centeno es el punk antes del punk, el rock antes del rock, el final de su vida es algo que no nos incumbe o nos incomodaría saberlo. Prefiero que continúe incierto, y la idea de Salinger de no dejar publicar una secuela es entendible. Él mismo decía que todo respecto a Caulfield se encontraba en lo ya escrito (además de ser el protagonista de The catcher… aparecía en otros cuentos publicados en The New Yorker).



Puede que Holden haya terminado en un hospicio; como en las teorías de su profesor: anclado en un bar quejándose de la gente, lanzándole grapadoras a su secretaría o burlándose de la gente en apariencia ignorante; muerto en alguna guerra; o de acuerdo a su deseo personal (como yo lo veo en el final de su vida), el de desaparecer de la gente, casarse con una guapa sordomuda y casi no hablar por el resto de su vida, vivir en una cabaña del dinero que gane. Encontrando ese lugar tan buscado, perdido en el tiempo y en el espacio (como Macondo, Santa María o Canciones tristes). Al sitio donde van los patos en el invierno (el periodista español Fernando Navarro escribió una oda a los patos de Salinger recordando lo que le sucedía a Tony Soprano con estos animales en su patio, que hicieron que me den ganas de ver en dos días todas las temporadas de la aclamada serie del psicópata jefe de la mafia), donde se halla la paz, el que todos debemos buscar. J.D. Salinger (sofisticado y familiar, demoledor e intermitente, y ligeramente japonés como lo describe Ray Loriga, alguien que se fue sin presentarse, escondido en la leyenda) también lo descubrió y ahí se quedó, en alguna colina de New Hampshire, lejos de la fama y el escrutinio.

Tal vez, al igual que de la vida de Holden, todo lo que hay que contar del autor también se encuentra en esas 134 páginas. Alguien que tomó la misma decisión que lo planeado por su personaje. Un muchacho de 16 años y de clase alta que lo expulsan del colegio antes de la navidad y decide pasar varios días en New York, y que su único deseo es escapar. Una novela que sobrepasa generaciones y muestra como un espejo una etapa llena de miedos a convertirse en alguien mediocre, el odio a la hipocresía y el saber que las cosas están mal y no tienen remedio.

Salinger murió, Holden no (que siempre será joven como Peter Pan o Los Beatles, un Dorian Grey). Caulfield está presente en toda la cultura de hoy, pasando por Ben en The Graduated hasta Luke Shapiro en The wackness. Personajes todos que al fin pueden gritar. Y vale la penar volver a leer The Catcher... Todo está ahí escrito.

Lo gracioso es que mientras hablaba estaba pensando en otra cosa. Vivo en Nueva York y de pronto me acordé del lago que hay en Central Park, cerca de Central Park South. Me pregunté si estaría ya helado y, si lo estaba, adonde habrían ido los patos. Me pregunté dónde se meterían los patos cuando venía el frío y se helaba la superficie del agua, si vendría un hombre a recogerlos en un camión para llevarlos al zoológico, o si se irían ellos a algún sitio por su cuenta.

Era un guante para la mano izquierda porque mi hermano era zurdo. Lo bonito es que tenía poemas escritos en tinta verde en los dedos y por todas partes. Allie los escribió para tener algo que leer cuando estaba en el campo esperando. Ahora Allie está muerto.

Esos tíos como Morrow que se pasan el día atizándole a uno con la sana intención de romperle el culo, resulta que no se limitan a ser cabrones de niños. Luego lo siguen siendo toda su vida.
Para cuando volvimos a la mesa ya estaba medio loco por ella. Eso es lo que tienen las chicas. En cuanto hacen algo gracioso, por feas o estúpidas que sean, uno se enamora de ellas y ya no sabe ni por dónde se anda. Las mujeres. ¡Dios mío! Le vuelven a uno loco. De verdad.

Nueva York es terrible cuando alguien se ríe de noche. La carcajada se oye a millas y millas de distancia y le hace sentirse a uno aún más triste y deprimido. En el fondo, lo que me hubiera gustado habría sido ir a casa un rato y charlar con Phoebe.

Me di un baño como de una hora, y luego volví a la cama. Me costó mucho dormirme porque ni siquiera estaba cansado, pero al fin lo conseguí. Lo único que de verdad tenía ganas de hacer era suicidarme. Me hubiera gustado tirarme por la ventana, y creo que lo habría hecho de haber estado seguro de que iban a cubrir mi cadáver en seguida. Me habría reventado que un montón de imbéciles se pararan allí a mirarme mientras yo estaba hecho un Cristo.

—Lo que quiero decir es si lo odias de verdad —le dije— Pero no es sólo el colegio. Es todo. Odio vivir en Nueva York, odio los taxis y los autobuses de Madison Avenue, con esos conductores que siempre te están gritando que te bajes por la puerta de atrás, y odio que me presenten a tíos que dicen que los Lunt son unos ángeles, y odio subir y bajar siempre en ascensor, y odio a los tipos que me arreglan los pantalones en Brooks, y que la gente no pare de decir...

Al final, antes de desdecirse, prefirió tirarse por la ventana. Yo estaba en la ducha y oí el ruido que hizo al caer, pero creí que había sido una radio, o un pupitre, o una cosa así, no una persona. Luego oí carreras por el pasillo y tíos corriendo por las escaleras, así que me puse la bata, bajé, y, tendido sobre la escalinata de la entrada, vi a James Castle. Estaba muerto. Todo alrededor había desparramados dientes y manchas de sangre y todo eso, y nadie se atrevía a acercarse siquiera. Llevaba puesto un jersey de cuello alto que yo le había prestado. A los chicos que le habían pegado no hicieron más que expulsarles. Ni siquiera los metieron en la cárcel.

Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Sólo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan a él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adonde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno. Te parecerá una tontería, pero es lo único que de verdad me gustaría hacer. Sé que es una locura.

Cada vez que iba a cruzar una calle y bajaba el bordillo de la acera, me entraba la sensación de que no iba a llegar al otro lado. Me parecía que iba a hundirme, a hundirme, y que nadie volvería a verme jamás. ¡Jo! ¡No me asusté poco! No se imaginan. Empecé a sudar como un condenado hasta que se me empapó toda la camisa y la ropa interior y todo.

Me pasé sin moverme como una hora, y al final decidí irme de Nueva. York. Decidí no volver jamás a casa ni a ningún otro colegio. Decidí despedirme de Phoebe, decirle adiós, devolverle el dinero que me había prestado, y marcharme al Oeste haciendo autostop. Iría al túnel Holland, pararía un coche, y luego a otro, y a otro, y a otro, y en pocos días llegaría a un lugar donde haría sol y mucho calor y nadie me conocería. Buscaría un empleo. Pensé que encontraría trabajo en una gasolinera poniendo a los coches aceite y gasolina. Pero la verdad es que no me importaba qué clase de trabajo fuera con tal de que nadie me conociera y yo no conociera a nadie. Lo que haría sería hacerme pasar por sordomudo y así no tendría que hablar. Si querían decirme algo, tendrían que escribirlo en un papelito y enseñármelo. Al final se hartarían y ya no tendría que hablar el resto de mi vida...

Eso es lo malo. Que no hay forma de dar con un sitio tranquilo porque no existe. Cuando te crees que por fin lo has encontrado, te encuentras con que alguien ha escrito un J... en la pared. De verdad les digo que cuando me muera y me entierren en un cementerio y me pongan encima una lápida que diga Holden Caulfield y los años de mi nacimiento y de mi muerte, debajo alguien escribirá la dichosa palabrita.

Nota: Acá la españolísima versión en PDF del libro.

21 de febrero de 2010

Un thriller gaucho

Tom Wolfe escribía (lo aprendí de Jesse – Ethan Hawke –, el escritor enamorado de una francesa en Before the sunset) en su Nota al lector al principio de El Ángel que nos mira, que somos la sumatoria de todos los momentos de nuestra vida, y nadie se sienta a escribir sin utilizar el barro de su propia vida, es imposible evitarlo. A Benjamín Espósito le sucede lo mismo. Alguien que parece un maestro de escuela rural o un pediatra que le gusta pasar el tiempo con niños, un buen tipo que hace las cosas correctas, y no un oficial judicial que debe lidiar todos los días con colegas corruptos, tipos con uniformes (la clase de tipo más agrandado, prepotente que puede existir), y con muerte y violencia. Alguien que no debería estar en el lugar donde está, pero al menos estando ahí hace su trabajo mejor que el resto. Espósito se ha jubilado y ha decidido dedicarle su tiempo libre a escribir y publicar una novela. La novela trata de la Causa Morales. Escarbar hasta el fondo la historia de un crimen. Más que del lado de Tom Wolfe, la historia está del lado de David Lynch o los hermanos Coen en Fargo.
Benjamín Espósito y la Causa Morales son los temas centrales de la película argentina que está causando sensación, con nominación a mejor película extranjera incluida en los próximos premios Oscar, El secreto de sus ojos (basado en la novela La pregunta de sus ojos del escritor Eduardo Sacheveri). Que no es exactamente un thriller, ni un drama, ni un romance, ni una comedia. Dividida por 25 años, vemos en algunas secuencias a Ricardo Darín (Espósito) con canas en 1999 y sin ellas en 1974, a quien le encargan la investigación del asesinato y violación de una joven esposa, sin saber que este hecho formará parte importante de su vida y lo arrastrará a lo largo de ella.

No es exactamente un thriller, ni un drama, ni un romance, ni una comedia, porque El secreto… tiene un poco de todo. Además de la investigación de La Causa Morales (el toque de thriller) está la relación de Espósito con su superior (Irene) , la encargada del juzgado y con quien mantienen algo a lo largo de 25 años, así este se haya ido a Jujuy y se haya casado, al igual que ella en la capital (el toque romántico); la amistad con su borracho colega Fonseca (un Guillermo Francella, irreconocible y excelente), casi un Sancho Panza que habla con total honestidad y al igual que El Quijote mete sin querer a sus amigos en problemas (le da el toque cómico); y los testimonios y el amor del esposo Morales que busca justicia y busca entre Retiro y Constitución al asesino de su esposa (el toque dramático y lo mejor de las dos horas son los diálogos de Rago con Darín). Una película con altas pretensiones que muestra secuencias, como la escena en la cancha de Huracán, jamás filmadas en la historia del tercermundista cine latinoamericano y con un final de loco-austríaco-secuestra-hijos que nadie se ha atrevido a hacer por acá para no herir susceptibilidades.
Juan José Campanella (El hijo de la novia, Luna de Avellaneda), es un director bastante cursi y lo sabe, es más, explota su cursilería, la moldea y su obra termina siendo algo digerible, incluso disfrutable. Sabe lo que hace y lo que pasa a su alrededor (creo que muy pocos argentinos muestran su realidad de una forma tan irónica y fácil de entender como él - que un asesino condenado a perpetua trabaje después para una dictadura es bastante creíble en cualquier país sudamericano -). Otra vez recurrió a Ricardo Darín y a Francella para crear algo eclético y creíble. Cursi (aunque en las escenas donde hay que mostrar crudezas, las imágenes son impecables) pero como pocos directores de esta región puede mencionar que dos de sus películas han sido nominadas a un Oscar. Muchos detractores podrá tener El secreto... y algo de razón tienen en que está sobrevalorada (la música es inaguantable a ratos), pero también mucho de bueno tiene.

La escena: El encuentro en el ascensor entre el detective, la secretaría del juzgado y el asesino ahora trabajando para Isabelita Perón.



14 de febrero de 2010

Resolviendo acertijos

Tengo mi revista Rolling Stone de febrero del año pasado con AC/ DC en la portada. Además de las entrevistas a los Young, Metallica, Elvis Costello y a la espectacular Kate Perry, en las últimas páginas, entre recomendaciones de libros y películas, hay un comentario acerca de cómo en el cine aparecen cada vez menos films que marquen una época, y como las series de televisión son las que ahora tienen guiones y productores que se arriesgan en lo creativo y no simplemente van a lo seguro. Tanta verdad en aquel comentario. Y si hablamos de series, una por encima de todas. Mi favorita: House M.D. (Dr. House a.k.a.).


Mezclar A Sherlock Holmes (para más similitudes consultar Wikipedia) y a alguien con personalidad de estrella de rock, con mucho de Keith Richards y Mick Jagger (y que los cita con frases en medio de un episodio como You can´t always get what you want o en los que aparece Honky Tonk Woman en versión blues) es una idea para arrancarse los cabellos y entregárselo como tributo a su creador. Exagerar esto es mejor aún. Entre las típicas series de romances en quirófanos y salas de espera o en las que se retrata a médicos sin vida social que le dedican todo su tiempo a los pacientes, que un doctor jefe del departamento de diagnósticos, misántropo (tiene un solo amigo, Wilson – que vendría a ser Watson -), ateo, discapacitado (usa bastón), adicto al Vicodin, al alcohol, a la verdad y a lo totalmente racional, maestro de la ironía y del sarcasmo que se mofa de sus pacientes y de sus colegas, que ve estúpidas telenovelas pero se burla de otras series de televisión (save the cheerleader, save the world), que toca el piano y la guitarra, que únicamente acepta los casos que representan un verdadero desafío para él (o para probar la inexistencia de lo metafísico), es algo que realmente vale la pena ver. Y el egoísta Gregory House (Hugh Laurie) es la serie. Todo gira alrededor de él y su cerebro.

Los episodios siguen el mismo formato: no continúan la trama del anterior, todos son misterios separados, que comienzan con el futuro paciente en una actividad determinada y el momento en que colapsan, luego una de las mejores introducciones que existen para un programa y después de los comerciales vemos a House y su equipo lanzando ideas para dar con el diagnóstico del paciente, entre los consejos moralistas de su amigo Wilson, la relación de amor-odio que tiene con su jefa, Cuddy, su adicción a las pastillas, algo de la vida persona del resto del elenco, todo hasta encontrar una epifanía que resuelva el acertijo, y todo se resuelve con melodías a lo Regina Spektor, Jack Johnson, blues o algo de folk (parecido a la banda sonoro de la excelente Away we go). Nada fuera de lo común en la forma, pero en el fondo, en la esencia, es donde se destaca la serie. Un programa con la premisa de todo el mundo miente puede aportar mucho. Casi una obra arte. Con capítulos que están considerados entres los mejores momentos de la historia de la televisión (uno es en el que a House le disparan).


Como a todo lo que me realmente me ha gustado, a House llegué tarde. Empecé a verla cuando pasaban la cuarta temporada en Universal Channel, por suerte también, gracias al ser la estrella del canal (la serie más vista en el mundo en el 2008), la transmiten todos los días. Siempre vi los capítulos de corrido. No esperé los seis meses de ley para cada nueva temporada. Por mi falta de cable tuve que comprar la versión pirata en una tienda de la 5 season. 24 episodios en 10 días. En 10 días ver a Wilson distanciarse de House, a Cuddy adoptar un hijo, a Kutner suicidarse y a House volverse loco (me quedo con el episodio en el que varias personas mueren por haber recibido transplantes de la misma persona, el del secuestro en el hospital, el del cura alcohólico y pedófilo, el del síndrome de encierro y el de la despedida de soltero de Chase). Esperaré la sexta temporada con House en un hospital psiquiátrico, libre de drogas.

Milagros Amondary para la Revista Rolling Stones escribía que House no tiene complejo de Mesías (salvar al mundo) como la mayoría de médicos, sino complejo de Cubo de Rubik (resolver el acertijo). Continua diciendo que en el capítulo final de la quinta temporada, las piezas se movieron, el verdadero acertijo es House y lo que sucederá ahora que se está volviendo loco. Tendré que esperar.







10 de febrero de 2010

Bs.As. y mi miedo a Borges

Creo haber escrito que en Buenos Aires, después de haber leído un libro de Tomás Eloy Martínez (R.I.P a alguien que recién el año pasado lo empecé a leer con El Cantor de tango y La novela de Perón), quisiera alquilar una pieza y quedarme por un par de meses. En Belgrano, en las barracas y por ahí caminar hasta la Av. Libertador y llegar a los Bosques de Palermo y seguir hasta Santa Fe. Al menos tres meses. Escribir un cuento en cada café de Montserrat y de San Telmo donde uno puede pasar horas y horas leyendo. Caminar como desquiciado sin rumbo alguno, desde El Abasto hasta La Recoleta, dejando que el tiempo pase, levantando la vista y siempre viendo el cielo celeste.




El cantor de tango de Tomás Eloy Martínez es un homenaje a Buenos Aires y aunque no es un excelente libro podría servir de guía para personas con complejo de turista japonés que quieren hacer los mismos recorridos que Amélie hizo por París o los amiguetes de Side ways por los viñedos de California. Y al final no sé si sabría recomendar esa novela porque hay tantas que hablan de Buenos Aires. Por mi parte, cuando fui, tenía ganas de conocer el Parque Lezama después de haber leído una decena de veces Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sábato. El lugar donde Martín vivió después de haber huido de casa y el lugar donde conoció a Alejandra. Viví en la calle Brasil, tan cerca del temido barrio Constitución pero a cuatro cuadras del parque. Una casualidad que mi tía tuviera una casa en San Telmo desde hace veinte años. Tan cerca también del lugar donde supuestamente habita El Aleph (y que el tucumano TEM también lo cita en su libro). A la calle Garay nunca fui, no me puse en posición decúbito dorsal ni pude ver la brillante luz que contiene todos los momentos de la humanidad. No sabía de la calle Garay porque, me avergüenza decirlo, hasta la fecha no he leído a Borges.

No es que no quiera o no me interese leer a Borges pero le tengo algo de miedo. Siento que en sus cuentos y poemas debe haber algo escondido, alguna especie de elixir que nunca podré ver, que seré incapaz de reconocer así se presente frente a mis ojos. Creo que leer a Borges me haría sentir como el imbécil que nunca he querido ser. Y cada vez que le cuento a alguien de esto, me contesta que no sabe lo que me pierdo. Debe tener mucha razón. Sobre todo ahora que he leído el especial escrito por Pablo De Santis (de quien no se mucho además de un par de colaboraciones que ha hecho para la revista peruana Etiqueta Negra) para La Revista acerca del Buenos Aires de Borges. Leí unos pocos versos que citó De Santis de Borges y estaba de vuelta en Buenos Aires.

Pasará algún tiempo hasta que realmente me dé un buen aire, por el momento espero empezar a leer a Borges. Estoy revisando y es mucho de lo que me he perdido. ¿Alguien me ayuda con varias sugerencias de por dónde empezar o hay que dejarse llevar como en las caminatas por Bs. As.?








La entraña de mi alma, por Pablo De Santis.

La Buenos Aires de Borges es una Buenos Aires de a pie. En sus cuentos y en su vida abundan esas largas caminatas nocturnas, casi siempre rumbo al sur.

Hay dos ciudades que se alternan: la de los amores contrariados (las esperas en esquinas y confiterías de un Borges siempre enamorado) y la ciudad de las caminatas y la amistad. Buenos Aires puede ser, por acumulación de decepciones, un modesto infierno: “Y la ciudad, ahora, es como un plano de mis humillaciones y fracasos; desde esa puerta he visto los ocasos Y ante ese mármol he aguardado en vano”. (más)




4 de febrero de 2010

Don´t let me down


Dos gatos en el techo, un gato y una gata específicamente, maullando, inspeccionándose, eran la compañía de Andrés mientras fumaba un cigarrillo apoyado en la ventana durante una noche de lluvia de marzo sin poder dormir, envuelto en un insomnio acompañado por innumerables pensamientos terminados, siempre, en la imagen de un portazo. Eso de que un rayo cae dos veces no era un milagro en esta situación. En la punta del Empire State siempre caen rayos. Al igual que en la cabeza de Andrés.

Un nombre demasiado trágico para alguien con una vida parecida a una canción pop. Tres estrofas, tres acordes, el mismo coro pegajoso, una melodía fácil de olvidar pero que años después, por casualidad, una la encuentra en una radio, la tararea, feliz, esperando la próxima lejana vez que la escuchará. Andrés debería ser un nombre prohibido para alguien que no se preocupa por casi nada, se deja llevar, aplica la de lo que venga broder, sabe cuándo esforzarse, odia los sobresaltos y no sueña con una vida parecida a la de una novela mexicana con enfermedades cardíacas, pérdidas de herencia e intentos de envenenamiento entre cocinar, planchar y pasear al perro.

Nadie supo porque estuvo con Lucía, cómo se conocieron o cómo comenzó. Sus amigos supieron que después de haber desaparecido por casi dos meses, llegó tomado de la mano con alguien. Con alguien, Lucía, que no se parecía en nada a él. A ella siempre le gustaba estar en movimiento, tener el menor tiempo posible para pensar, un plan a cumplir, lleno de emociones y de vicisitudes pero nunca claudicar. Usar lentes de carey, ir a la oficina y luego a la universidad, casarse a los 26, tener el primer hijo a los 28 y tener una camioneta para su gran familia. Tener, tener y más tener. Tener = vivir (en sus pensamientos). Estuvieron juntos por 27 meses y ambos se adentraron en el mundo del otro y algo se les pegó de eso. Aunque eso adoptado del otro se mantenía entre ellos; para los de afuera, el resto, seguían siendo los mismos. Un pacto de dos mantenido en la intimidad. Las concesiones mínimas para lograr estar juntos.

Luego de dos años, para Lucía, ese acuerdo no resultaba suficiente. Necesitaba sacrificio, dolor, esas demostraciones parecidas a una guerra nuclear dentro de una relación, que luego de superarlas sólo pueden fortalecer el pasado, cicatrices de batalla, recuerdos de la razón por la que se luchó. Como parte de un plan, de una vida, de un futuro y no tanto de un presente, como le gustaba vivir a él, justificativo de los dos años de relación, aquellas pericias no podían dejarse a un lado. Porque Lucía vivía para el mañana, imaginando, soñando, estando en movimiento, exhibiéndose, mientras que Andrés podía quedarse todo el día en la cama, con un calor aplastante afuera pero ambos semidesnudos, envueltos en una manta por el frío del aire acondicionado, conversando del pasado, de cómo habían sido sus vidas antes de conocerse, encerrándose en una burbuja, inspeccionándose, estirando cada minuto, sintiendo el calor del otro cerca, únicamente levantándose para comer, ir al baño, lo básico. Atrás podía morir de hambruna la humanidad y a sus veintitrés su vida todavía no se veía como un cúmulo de responsabilidades sobre el escritorio. No era suficiente para ella esa intimidad y una noche, después que el televisor mostrara a Ed Harris, en su papel de escritor homosexual con sida, suicidándose en The Hours y Andrés la tomara de la cintura para apretarse a ella, le confesó que las cosas no podían seguir así, y si algo no cambiaba, si no se levantaban, no podría estar con él. Andrés esperó los créditos para botar las colillas de cigarrillo por el inodoro. Lucía esperaba que se encerrara en el baño, llorara por un momento y volviera a implorarle, o al menos increparle el porqué había tomado esa decisión. Cualquier reacción estaría bien, con tal de ver por primera vez llamas, locura, en los ojos de Andrés, que por el contrario, volvió sereno y en un tono casi diplomático le preguntó qué iban a hacer ahora y porqué tan momentáneamente había tomado esa decisión. Quien reaccionó histéricamente fue ella. Lanzó el cenicero limpio contra la pared y le gritó su cansancio de ese arreglo físico y emocional, tan lejano a lo esperado. «Que te jodas le gritó» después de recoger su bolso y tirar violentamente la puerta «Ojalá hagas algo con tu vida, o al menos alguien, que no seré yo, te ayude a componerte» fueron sus últimas palabras en la vida de Andrés.

Desde los veinte años Andrés vivía solo, ocupaba la casa de su tío que se había ido a vivir a Madrid. Después de la salida de Lucía, de ese lugar ahora vacío, durante dos semanas, lo único que se escuchó fue una y otra vez las estrofas de I hope I don´t fall in love with you de Tom Waits. No contestó llamadas, faltó a todas sus clases de la universidad y una vez al día salía, sucio, despidiendo un rancio aroma, con los ojos reventados, disimulando sin éxito la borrachera, a la visita obligada a sus padres y para después comprar las provisiones de alcohol, ocupación hasta acostumbrarse a su situación. Una de Johny Rojo (Jack Daniels la primera vez, la única en el inventario del tendero), una de ron, dos líneas de coca por la mañana y dos a las seis de la tarde, y algún Frito – Lay fueron las dosis diarias en aquella cuarentena, su prisión donde sólo recordaba las últimas frases de Lucía de hacer algo con su vida.

***
Un triste y mohoso jueves, perfecto para dormir, luego de quince días del inicio del aislamiento voluntario, arregló su casa, tiró todas las botellas, cambio las sábanas y se bañó durante cuarentaicinco minutos. La noche anterior mientras fumaba y veía tirar a una pareja de gatos, entre los infinitos y vagos pensamientos que tenía, teledirigidos a las últimas palabras de Lucía, previo a perderse entre la noche, tuvo la sensación de que ese algo a hacer con su vida debía ser doloroso, como si un batallón de termitas le carcomiera el alma, algo a odiar y aborrecer por dedicarle tanto tiempo, que lo volviera un autómata: dormir-desayunar-trabajar-almorzar-trabajar-dormir-trabajar. Cualquier droga alienante para olvidar. Algo sin un visible escape. Por el momento, y ya sin dinero, esperaba encontrar un empleo que realmente detestara. No fue como si Bob Dylan descubriera a Woody Guthrie pero al menos tener esa idea lo dejó dormir por la noche.

Varias semanas de inútil búsqueda. Empapeló los sectores marginales de la ciudad con su hoja de vida, marcaba en los clasificados los repulsivos anuncios que exigían récord policial, presentarse personalmente para entrevista inmediata, que ofrecían un paquete remunerativo de acuerdo al mercado laboral. Anuncios totalmente lejanos al verdadero trabajo a desempeñar. Encontraba eufemismos cuando buscaba epitafios. Lo rechazaron para guardia de seguridad, también cargando cajas. Para barrendero y recolector de basura no supo donde buscar. Odiaba las ventas y eso le parecía perfecto, pero los entrevistadores, por su hermetismo, se dieron cuenta de sus pocas aptitudes. Desistió a la idea de destapar botellas en El Gato, diez centavos por cada cerveza: la idea no resultaba tan mala, después de todo Faulkner decía que un cabaret es uno de los mejores lugares del mundo porque en las noches la compañía siempre es buena y en las mañanas hay silencio para poder escribir y las historias son interesantes. Tres semanas después lo llamaron para trabajar en servicio al cliente de una compañía de telefonía celular. El lugar era casi perfecto: el olor a grillos era inaguantable, cubículos de trabajo diminutos, sillas incómodas, un shhhhh de silencio reprobatorio siempre se escuchaba cuando los murmullos de conversación aumentaban. Casi perfecto para odiarse y para olvidar, dejar de pensar. Desperdiciar su tiempo y no tenerlo. Salió satisfecho de la entrevista, envuelto en la repugnancia del ambiente. Caminó hasta su casa prolongando el momento.

Odiarse y odiar. Odiar para olvidar. Luego tomar la decisión entre volver a refugiarse en su burbuja o aceptar y abrazar lo que nunca quiso conocer. Disfrutar algo era impensable. Volverse un autómata era la premisa, o al menos lo que debía experimentar y le recomendó la persona que más lo había conocido. Lucía, ahora convertida en un fantasma. El primer día, un sábado, fue excelente. Su horario empezaba a las 18 horas y terminaba a la 3 de la mañana del siguiente día. Miércoles y jueves eran sus días libres, por lo que su vida social, nimia pero al menos tenía una, quedaba minimizada. No conocía a nadie y no habló con nadie. Ocho horas sentado, casi sin levantarse, comiendo insípidas hamburguesas, sin tener tiempo para pensar ante la cantidad quejas y tipos molestos que habían. Escuchando insultos por parte de personas automáticamente convertidas en abogados y periodistas dispuestos a demandar y denunciar, tipos acusándolo de sicario, de inútil ladrón, extranjeros que se disculpaban en palabras y acentos incomprensibles. Ocho horas de tareas extremadamente inútiles y sin embargo le pagaban por hacerlas.
Tres semanas de lo mismo. El martes, previo a salir a sus días libres, mientras fumaba en una triste madrugada que lloviznaba, con un cielo rojo a punto del colapso, conoció a Laura, que le pidió una pitada. Andrés aspiró largamente el cigarrillo y se lo pasó a la mitad. «¿Deprimente salir a esta hora, verdad? - le dice ella después del gracias obligado - somos unos completos losers». Él sonríe y estira la mano en señal de que quiere de vuelta su Philipp Morris. Lo terminan entre los dos y ambos suben a la furgoneta. No se sientan al lado, sino uno frente al otro. Hay que llevar a ocho personas y ellos son de los últimos, casi no hablan durante el trayecto. Pasando la Av. Fco. Orellana, yendo hacía las Orquídeas, Laura le pregunta a Andrés si le gustan Los Beatles. Él cree que es una pregunta retórica, igual le contesta que sí. Lo invita a sentarse a su lado para escuchar algo. Suena Don´t let me down en una versión rara, de estudio, que Andrés nunca había escuchado. Paul McCartney como que juega y no sigue la seriedad de Lennon y algunos guitarras se extienden y quieren sobresalir de la canción, que la paran a cada rato para ensayar. A Andrés le gusta versión, le gusta más que la del último concierto en el tejado, su favorita. No sabe si es por el momento, ella ha colocado su cabeza sobre su hombro, pero se da cuenta que se siente bien. «Que se joda todo, que se joda ella, Lucía» dice para sí, «así estoy bien». El viernes Andrés volverá al trabajo, esperará sentarse al lado de Laura y tratar de seguir estando bien entre tanta mierda.










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