19 de diciembre de 2010

La belleza del suicidio

Compro la última SoHo al pelado de la esquina, al mismo que me pasó un billete de cinco dólares falso, y veo de reojo las palabras “suicidas” y ”Leila Guerreiro” en la incestuosa portada censurada. De una asocio y pienso que por fin leeré la crónica de la escritora argentina sobre el pueblo que durante una temporada vio a sus adolescentes quitarse la vida; un lugar de la Patagonia cercano al fin del mundo con un nombre musical. Nada. No se trataba de la pieza periodística que luego se convirtió en libro y terminó en un documental lleno de silencios, de vacíos, de soledad y desierto, de enfoques a árboles agitándose, la brisa ininterrumpida por algún ruido. Lo que había adentro era otra cosa, pero a la vez lo mismo.

Lo que había adentro era nuestro pueblo de suicidas, de un sitio de la provincia de Chimborazo en el que muchos niños se quedan sin sus padres que tienen el sueño de migrar, que mandan plata para el entierro de sus pequeños pero no vuelven. Quien la escribe es Marcela Noriega y todo bien, muy bien. Aunque sigo con las ganas de leer la crónica de la Guerreiro – que en esta SoHo apareció con una historia de anos y pezones –, disfruté mucha de la criolla.

He pasado por Chunchi en varias ocasiones, por ese lugar que está luego del desierto de Palmira, donde todavía existen internados para las niñas de otras ciudades que se portan mal, con su eterna y angustiante neblina. Nunca me detuve pero desde la primera vez sabía que escondía algo, que sus habitantes no eran iguales a las personas que uno normalmente conoce. Bacán por Marcela Noriega que fue hasta allá para descubrirlo, y mejor aún cómo lo cuenta, que más que describir si posee un estilo colonial, republicano, y mencionar las influencias para construir la casa, la de Usher, lo que hace es hablar sobres sus habitantes, sus anécdotas, sobre los que pasaron por ahí y la historia de esa gran mancha de humedad que es lo único que queda.

Un viaje por la Ruta 40 argentina, haber leído Los Detectives Salvajes de Bolaño y un amigo mostrándome una quebrada en Loja donde muchos despechados terminan con sus penas, me dieron la idea de un cuento. Un tipo que a dedo, en bus o en bicicleta recorre desde México hasta Ushuaia porque en el fin del mundo quiere quitarse la vida, y otro que lo conoce en Bolivia y decide acompañarlo, sin tratar de convencerlo de cambiar de idea, con las ganas de estar en primera fila para presenciar el acto. Un año después y sigue ahí. En pocas líneas. Qué cagada… A veces creo no avanzar porque poseo esa misma característica de muchos ecuatorianos, de todo explicarlo políticamente correcto, a manera de tesis de grado, de ensayo académico, o de forma populista para las tribunas; como los comentarios del Dr. Arguello que aparecen en la misma SoHo referentes a las cartas de suicidas, del tipo: «lo más probable es que la persona haya sufrido de algún evento traumático y no cree poseer los recursos para superarlo». Atrás de esas hojas escritas, llenas de desesperación y faltas ortográficas habían historias, vidas, situaciones, reacciones más grandes que un cuadro clínico. Hubiera sido mejor eso, hubiera calado en los huesos. Y de buena manera.

Marcela – no Noriega sino una amiga –, después de haber leído los papeles inesperados de Cortázar, me mencionaba las ganas de llorar que le quedaban con las cartas que el Cronopio le enviaba a su amor, ambos enfermos de cáncer pero separados, ambos sabiendo que en algún rato la muerte los iba a abrazar. Las palabras de alguien que no tiene nada que perder, infectadas de la verdad pura y dura, de un hombre asustado que por fin puede decir lo que quiere. Hemingway, Foster Wallace, Caicedo, Medardo Ángel Silva, las ficticias Vírgenes suicidas de Coppola, Ed Harris lanzándose al vacío frente a los ojos de Meryl Streep en The hours. En la muerte puede haber mucha belleza… Al final de Rayuela el buen tipo de Horacio Holiveira no se lanza de la ventana de quinto piso del manicomio, Gretchen en el hospital lo llena de comida…

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