29 de septiembre de 2010

Dos clásicos

1.

Sospecha, obsesión, morbo. La mirada fija de James Stewart conduciendo su auto es una postal del cine; de esas para imprimir tarjetas de clubes - como la que yo tenía del MAAC de la Lolita de Kubrick con sus gafas en forma de corazón –.

Cuando Hitchcock decidió dirigir Psycho, lo hizo para alejarse de las exigencias de los grandes estudios. Con Vertigo el director utilizó varios de esos excesos, de ley, para bien. Le sacó el jugo a esa inicial persecución, acompañada por una excesivamente intrigante música, en un tejado; a los psicodélicos sueños del protagonista y los retrocesos de la historia; a las locaciones de una San Francisco que después de ver la película dan ganas de elegir como destino para las próximas vacaciones; y a las intensas, y a ratos melodramáticas, actuaciones.

Y todo bien cuando Ferguson renuncia a la policía después de que no puede salvar a su compañero, las conversaciones asexuales con su intelectual amiga, y el seguimiento a la imponente Madeleine. Todo bien hasta que la rescata en el río y la lleva a su apartamento. Luego un edulcorado, melodramático, cursi enamoramiento causante de sopor; solo que cuando los ojos empiezan a cerrarse del sueño, se ve caer a Kim Novak de lo más alto de una iglesia. «Aguanta… Aguanta… pero si recién va una hora de película». A Hitchcock no le importa romper el argumento principal. El McGuffin ya no existe y la trama siguiente es el tratar de volver al pasado. Una peligrosa obsesión. Un romance necrófilo con altos y bajos.

Se nota a leguas, con su bajones y excelentes ratos, que la película está hecha para durar la eternidad a lo Citizen Kane o Casablanca. Sin embargo, como sí lo hace con el Watson de House - Wilson - y otras personas que la idolatran, no me cambió la vida ni la forma de ver las cosas.




2.
“Nicholas Ray es el cine” decía Truffaut. Una frase que se me grabó y la escuché, por primera vez, del altanero y engreído Theo al conocer, y saber que le gustan las películas del director, al tímido Mathew durante la huelga de la cinemateca en The Dreamers de Bertolucci. Ahora que al fin pude ver Rebel without a case tendré que desechar la cita porque confieso que no encontré a ese cine del que hablaba el realizador francés.

Son los 50 y estamos ante una pelea entre viejo e hijo sin ningún motivo aparente más que la incomprensión. Luego la madre, durante la escena en que se encuentra junto a su esposo en una patrulla de policía, menciona con dramático tono que en muchas ocasiones había escuchado de estas historias, pero jamás se imaginó que sería parte de una de ellas. Sacar los trapos al sol. Mostrar lo que nadie se había atrevido. Eso es lo que esperaba. ¿Y que pasó? Veamos: tenemos a un adolescente que se emborracha de vez en cuando y sus rebeldías son, además de una pelea con navajas, hacer sonidos en el planetario, con unos papá y mamá que poco le importan y prefieren huir a su obligaciones; una muchacha que ya no se siente la hija de papá y juega el papel de niña mala en una banda; y a un solitario joven rechazado por sus familiares y molestado en el colegio. No como la imaginaba, porque todo termina en una historia moralista que parece salida de una terapia para padres.

No es que la película sea mala, pero cincuenta años después es lógico el sarcasmo al presenciar una trama tan Z. Historias salidas de la mente de Easton Ellis con jóvenes en medio de orgías invocadas naturalmente y narices polveadas con coca son lo bastante más reales para estos tiempos. Aunque junto a sus contemporáneos The wild one con Brando y El guardíán entre el centeno de Salinger - personajes que me parecen mucho más rebeldes que el Jim de James Dean - advierten la llegada de los locos sesentas.

Nicholas Ray terminó su carrera marginalizado en Hollywood, presa de la locura y el alcoholismo. Totalmente obsesionado con la figura de James Dean – lo mejor de la película con una actuación salida del alma –. Esa historia preferiría haber visto.

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